El día siguiente amaneció sombrío y nebuloso, y como todos conocían el paseo dispuesto en el real programa, las primeras miradas de todos al abrir los ojos se dirigieron al cielo.
Sobre los árboles flotaba un vapor denso, ardiente, que apenas tenía fuerza para levantarse a treinta pies del suelo, bajo los rayos del sol que sólo podía distinguirse a través del velo de una pesada y espesa nube.
Aquel día no había rocío. Los céspedes estaban secos, las flores mustias. Los pájaros cantaban con más reserva que de costumbre entre el ramaje inmóvil, como si estuviera muerto. No se oían aquellos murmullos extraños, confusos, llenos de vida, que parecen nacer y existir por influjo del sol, ni aquella respiración de la Naturaleza, que habla sin cesar en medio de todos los demás ruidos: nunca había sido tan grande el silencio.
Aquella melancolía del cielo hirió los ojos del rey cuando se asomó a la ventana al levantarse.
Mas como hallábanse dadas las órdenes para el paseo, como estaban hechos todos los preparativos, y como, lo que era aún más perentorio e importante, contaba Luis con aquel paseo para responder a las promesas de su imaginación, y hasta podemos decir a las necesidades de su corazón, decidió el rey, sin vacilaciones, que el estado del cielo nada tenía que ver con todo aquello, que el paseo estaba resuelto, y que hiciera el tiempo que quisiese, se llevaría a cabo.
Por lo demás, hay en algunos reinados terrenales, privilegiados del cielo, horas en que se creería que la voluntad de los soberanos de la tierra tiene su influencia sobre la voluntad divina. Augusto tenía a Virgilio para decirle: Nocte placet tota redeunt spectacular mane. Luis XIV tenía a Boileau, que había de decirle otra cosa, y a Dios, que debía mostrarse casi tan complaciente con él como lo había sido Júpiter con Augusto.
Luis oyó misa según costumbre; pero, hay que decirlo, algo distraído de la presencia del Creador por el recuerdo de la criatura. Durante el oficio divino púsose a calcular más de una vez el número de minutos, y después el de segundos que le separaba del bienhadado momento en que Madame se pondría en camino con sus camaristas.
Por lo demás, excusado es manifestar que todos en Palacio ignoraban la entrevista que se había verificado el día anterior entre La Vallière y el rey. Tal vez Montalais, con su habitual charlatanería, la hubiera revelado; pero Montalais se hallaba en esta ocasión contenida por Malicorne, quien le había cerrado los labios con la cadena del interés común.
Respecto a Luis XIV, se contemplaba tan dichoso, que había perdonado casi enteramente a Madame su jugarreta de la víspera; y, en efecto, más motivo tenía para alegrarse que para entristecerse de ello. Sin aquella intriga, no hubiese recibido la carta de La Vallière; sin aquella carta, no hubiese habido audiencia; y sin aquella audiencia, habría permanecido el rey en la indecisión. Había demasiada dicha en su corazón para dar entrada al rencor, al menos por aquel momento.
Así fue, que, en lugar de fruncir el ceño al ver a su cuñada, se propuso mostrarle más afabilidad y benevolencia que de costumbre.
Era, sin embargo, con una condición: que estuviese lista muy pronto.
Tales eran las cosas en que pensaba Luis durante la misa, y que, digámoslo, le hacían olvidar durante el santo ejercicio aquellas en que hubiera debido pensar por su carácter de soberano cristianísimo y de hijo primogénito de la Iglesia.
Sin embargo, es Dios tan bondadoso con los errores juveniles, y todo lo que es amor, aun cuando no sea de los más legítimos, halla tan fácilmente perdón a sus miradas paternales, que al salir de la misa miró Luis al cielo, y pudo ver por entre los claros de una nube un rincón de ese manto azul que huella el Señor con su planta.
Volvió a Palacio, y, como el paseo no debía verificarse hasta las doce, y no eran todavía más que las diez, se puso a trabajar tenazmente con Colbert y Lyonne.
Mas, como en algunos intervalos de descanso fuese Luis de la mesa a la ventana, en atención a que esa ventana daba al pabellón de Madame, pudo divisar en el patio al señor Fouquet, de quien hacían sus cortesanos más caso que nunca desde que vieran la predilección que el rey habíale mostrado el día antes, y que venía por su parte con aire bondadoso y placentero a hacer la corte al rey.
Instintivamente, al ver a Fouquet, el rey se volvió hacia Colbert. Colbert parecía estar contento y mostraba su semblante risueño y hasta gozoso. Dejóse ver ese gozo desde el momento en que, habiendo entrado uno de sus secretarios, le entregó una cartera que puso Colbert, sin abrirla, en el vasto bolsillo de sus calzas.
Pero como siempre había algo de siniestro en el fondo de la satisfacción de Colbert, optó Luis, entre las dos sonrisas, por la de Fouquet.
Hizo seña al superintendente de que subiese, y, volviéndose después hacia Lyonne y Colbert.
—Terminad —dijo— esos trabajos y ponedlos sobre mi mesa, que luego los examinaré despacio.
Y salió.
A la señal del rey, Fouquet se apresuró a subir. En cuanto a Aramis, que acompañaba al superintendente, se había replegado gravemente entre el grupo de cortesanos vulgares, confundiéndose en él sin ser visto por el rey. El rey y Fouquet encontráronse en lo alto de la escalera.
—Señor —dijo Fouquet al observar la graciosa acogida que le preparaba Luis—, señor, hace algunos días que Vuestra Majestad me colma de bondades. No es un rey joven, sino un joven dios el que reina en Francia, el dios de los deleites, de la felicidad y del amor.
El rey se ruborizó. A pesar de lo lisonjero del cumplimiento, no por eso dejaba de envolver alguna reticencia.
El rey condujo a Fouquet a una salita que separaba su despacho del dormitorio.
—¿Sabéis por qué os llamo? —dijo el rey sentándose al lado de la ventana, de modo que no pudiese perder nada de lo que pasase en los jardines, adonde daba la segunda entrada del pabellón de Madame.
—No, Majestad; pero estoy persuadido de que será para algo bueno, según me lo indica la graciosa sonrisa de Vuestra Majestad.
—¡Ah! ¿Prejuzgáis?
—No, Majestad; miro y veo.
—Entonces, os habéis equivocado.
—¿Yo, Majestad?
—Porque os llamo, por el contrario, a fin de daros una queja.
—¿A mí, Majestad?
—Sí, y de las más serias.
—En verdad, Vuestra Majestad me hace temblar… y no obstante, espero lleno de confianza en su justicia y en su bondad.
—Tengo entendido, señor Fouquet, que preparáis una gran fiesta en Vaux.
Fouquet sonrió como hace el enfermo al primer ataque de una calentura olvidada que le vuelve.
—¿Y no me invitáis? —prosiguió el rey.
—Majestad —respondió Fouquet—, no me acordaba ya de semejante fiesta, hasta que anoche, uno de mis amigos (y Fouquet acentuó noblemente esta expresión) quiso hacerme pensar en ella.
—Pero anoche os vi, y nada me dijisteis, señor Fouquet.
—¿Cómo podía suponer que Vuestra Majestad quisiese descender de las altas regiones en que vive, hasta dignarse honrar mi morada con su real presencia?
—Eso es una excusa, señor Fouquet; nunca me habéis hablado de vuestra fiesta.
—No he hablado desde luego al rey de esta fiesta, primero porque nada había resuelto aún acerca de ella, y luego porque temía una negativa.
—¿Y qué os hacía temer esa negativa, señor Fouquet? Mirad, estoy decidido a apuraros hasta lo último.
—Majestad, el ardiente deseo que tenía de ver al rey aceptar mi invitación.
—Pues bien, señor Fouquet, nada más que entendernos, ya lo veo. Vos tenéis deseos de invitarme a vuestra fiesta, y yo de ir a ella; conque invitadme e iré.
—¡Cómo! ¿Se dignaría aceptar Vuestra Majestad? —exclamó el superintendente.
—Creo que hago más que aceptar —dijo el rey riendo—, puesto que me convido a mí mismo.
—¡Vuestra Majestad me colma de honor y alegría! —exclamó Fouquet—. Y me veo en el caso de tener que repetir lo que el señor de la Vieuville decía a vuestro abuelo Enrique IV: Domine, non sum dignus.
—Mi contestación a eso es que, si dais alguna fiesta, invitado o no, asistiré a ella.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias, rey mío! —dijo Fouquet, levantando la cabeza en vista de aquel favor, que a su juicio era su ruina—. Pero ¿cómo ha llegado a conocimiento de Vuestra Majestad?
—Por el rumor público, señor Fouquet, que refiere maravillas de vos y milagros de vuestra casa. ¿No os enorgullece, caballero, que el rey esté celoso de vos?
—Eso, Majestad, me hará el hombre más dichoso del mundo, puesto que el día en que el rey esté envidioso de Vaux tendré algo digno que ofrecer a mi rey.
—Pues bien, señor Fouquet, preparad vuestra fiesta, y abrid las puertas de vuestra morada.
—Y vos, Majestad —dijo Fouquet—, determinad el día.
—De hoy en un mes.
—¿Vuestra Majestad no tiene otra cosa que desear?
—Nada, señor superintendente, sino veros a mi lado cuanto os sea posible de aquí a entonces.
—Tengo el honor de acompañar a Vuestra Majestad en su paseo.
—Perfectamente; salgo, en efecto, señor Fouquet, y he aquí las damas que van a la cita.
El rey, al decir estas palabras, con todo el ardor no sólo de un joven, sino de un enamorado, retiróse de la ventana para tomar los guantes y el bastón, que le presentaba su ayuda de cámara.
Oíanse fuera las pisadas de los caballos y el rodar de los carruajes sobre la arena del patio.
El rey descendió. Todo el mundo se detuvo al aparecer en el pórtico. El rey se dirigió derecho a la joven reina. En cuanto a la reina madre, siempre padeciendo con la enfermedad de que estaba atacada, no había querido salir.
María Teresa subió a la carroza con Madame, y preguntó al rey hacia qué lado deseaba se dirigiese el paseo.
El rey, que acababa de ver a La Vallière, pálida aún por los acontecimientos de la víspera, subir en una carretela con tres de sus compañeras, respondió a la reina que no tenía preferencia por ninguno y que iría satisfecho donde se dirigiesen.
La reina mandó entonces que los batidores se dirigiesen hacia Apremont. Los batidores marcharon inmediatamente. El rey montó a caballo. Durante algunos minutos siguió al carruaje de la reina y de Madame, manteniéndose al lado de la portezuela.
El tiempo se había aclarado, a pesar de que una especie de velo polvoroso, semejante a una gasa sucia, se extendía sobre la superficie del cielo; el sol hacía relucir los átomos micáceos en el periplo de sus rayos.
El calor era asfixiante.
Pero, como el rey no parecía fijar su atención en el estado del cielo, nadie pareció inquietarse, y el paseo, según la orden dada por la reina, partió hacia Apremont.
El tropel de cortesanos iba alegre y ruidoso; veíase que cada cual tendía a olvidar y a hacer olvidar a los demás las agrias discusiones de la víspera.
Madame, especialmente, estaba lindísima.
En efecto, Madame veía al rey a su estribo, y como suponía que no estaría allí por la reina, esperaba que habría vuelto a caer en sus redes.
Pero, al cabo de un cuarto de legua, o poco menos, el rey, tras una grandiosa sonrisa, saludó y volvió grupas, dejando desfilar la carroza de la reina, después la de las primeras camaristas, luego todas las demás sucesivamente, que, viéndole detenerse, querían detenerse a su vez. Pero el rey, haciéndoles seña con la mano, les decía que continuasen su camino.
Cuando pasó la carroza de La Vallière, el rey se le aproximó. Saludó a las damas, y se disponía a seguir la carroza de las camaristas de la reina como había seguida a las de Madame, cuando la hilera de carrozas se paró de pronto.
Sin duda, la reina, inquieta por el alejamiento del rey, acababa de dar orden de consumar aquella evolución.
Téngase presente que la dirección del paseo le había sido concedida.
El rey le hizo preguntar cuál era su deseo al parar los carruajes.
—El de marchar a pie —contestó ella.
Sin duda esperaba que el rey, que seguía a caballo la carroza de las camaristas, no se atrevería a seguirlas a pie.
Encontrábanse en medio del bosque.
El paseo, en efecto, se anunciaba hermoso, hermoso sobre todo para poetas o amantes.
Tres bellas alamedas largas, umbrosas y accidentadas, partían de la pequeña encrucijada en que acababan de hacer alto.
Aquellas alamedas, verdes de musgo, festoneadas de follaje, teniendo cada una un pequeño horizonte de un pie de cielo columbrado bajo el entrelazamiento de los árboles, presentaban bellísima vista.
En el fondo de aquellas alamedas pasaban y volvían a pasar, con patentes señales de temor, los cervatillos perdidos o asustados que, después de haberse parado un instante en mitad del camino y haber levantado la cabeza, huían como flechas, entrando nuevamente y de un solo salto en lo espeso de los bosques, donde desaparecían, mientras que, de vez en cuando, se distinguía un conejo filósofo, sentado sobre sus patas traseras, rascándose el hocico con las delanteras e interrogando al aire para reconocer si todas aquellas gentes que se aproximaban y venían a turbar sus meditaciones, sus comidas y sus amores, no iban seguidas por algún perro de piernas torcidas, o llevaban alguna escopeta al hombro.
Toda la cabalgata habíase apeado de las carrozas al ver bajar a la reina.
María Teresa tomó el brazo de una de sus camaristas, y, después de una oblicua mirada dirigida al rey, quien no pareció advertir que fuese en manera alguna objeto de la atención de la reina, se introdujo en el bosque por la primera senda que se abrió ante ella.
Dos batidores iban delante de Su Majestad con bastones, de que se servían para levantar las ramas o apartar las zarzas que podían embarazar el camino.
Al poner pie en tierra, Madame vio a su lado al señor de Guiche, que se inclinó ante ella y se puso a sus órdenes.
El príncipe, encantado con su baño de la víspera, había declarado que optaba por el río, y, dando licencia a Guiche, había permanecido en palacio con el caballero de Lorena y Manicamp.
No sentía ya ni sombra de celos.
Habíanlo buscado inútilmente entre la comitiva; pero, como Monsieur era un príncipe muy personal, y que pocas veces concurría a los placeres generales, su ausencia había sido un motivo de satisfacción más bien que de pesar.
Cada cual había imitado el ejemplo dado por la reina y por Madame, acomodándose a su manera según la casualidad o según su gusto.
El rey, como hemos dicho, había permanecido cerca de La Vallière, y, apeándose en el momento en que abrían la portezuela de la carroza, le había ofrecido la mano.
Inmediatamente Montalais y Tonnay-Charente habíanse alejado, la primera por cálculo, la segunda por discreción.
Únicamente que había esta diferencia entre las dos: la una se alejaba con el deseo de ser agradable al rey, y la otra con el de serle desagradable.
Durante la última media hora, el tiempo también había tomado sus disposiciones: todo aquel velo, como movido por un viento caluroso, se había reunido en Occidente; después, rechazado por una corriente contraria, avanzaba lenta, pausadamente.
Sentíase acercar la tempestad; pero, como el rey no la veía, nadie se creía con el derecho de verla.
Continuó, por tanto, el paseo; algunos espíritus inquietos levantaban, sin embargo, alguna que otra vez sus ojos hacia el cielo.
Otros, más tímidos aún, se paseaban sin apartarse de los carruajes, donde pensaban ir a buscar un abrigo, caso de tempestad.
Pero la mayor parte de la comitiva, viendo al rey entrar resueltamente en el bosque con La Vallière, le siguió.
Lo cual, advertido por el rey, tomó la mano de La Vallière y la condujo a una avenida lateral, donde nadie se atrevió a seguirlos.