En tanto que La Vallière y el rey confundían en su primera declaración todas las penas pasadas, toda la dicha presente y todas las esperanzas futuras, Fouquet, de vuelta a la habitación que se le había señalado en Palacio, conversaba con Aramis sobre todo aquello que precisamente el rey olvidaba.
—Decidme ahora —preguntó Fouquet—, a qué altura estamos en el asunto de Belle-Île, y si tenéis noticias de allá.
—Señor superintendente —contestó Aramis—, todo va por ese lado conforme a nuestro deseo; los gastos han sido pagados y nada se ha traslucido de nuestros designios.
—Pero ¿y la guarnición que el rey quería poner allí?
—Esta mañana he sabido que llegó hace quince días.
—¿Y cómo se la ha tratado?
—¡Oh! Muy bien.
—¿Y qué se ha hecho de la antigua guarnición?
—Fue trasladada a Sarzeal, y desde allí la han enviado inmediatamente a Quimper.
—¿Y la nueva guarnición?
—Es nuestra ya.
—¿Estáis seguro de lo que decís, señor de Vannes?
—Absolutamente; y ahora veréis cómo ha pasado la cosa.
—Ya sabéis que de todos los puntos de guarnición, Belle-Île es el peor.
—No lo ignoro, y ya está esto tenido en cuenta; ni allí hay espacio, ni comunicaciones, ni mujeres, ni juego; y es una lástima —repuso Aramis, con una de esas sonrisas que sólo a él eran peculiares— ver el ansia con que los jóvenes buscan hoy las diversiones y se inclinan hacia aquel que las paga.
—Pues procuraremos que se diviertan en Belle-Île.
—Es que si se divierten por cuenta del rey, amarán al rey; en cambio, si se aburren por cuenta de Su Majestad y se divierten por cuenta del señor Fouquet, amarán al señor Fouquet.
—¿Y habéis avisado a mi intendente para inmediatamente que llegasen…?
—No; se les ha dejado aburrirse a su sabor durante ocho días; pero al cabo de este tiempo han reclamado, diciendo que los antecesores suyos divertíanse más que ellos. Contestóseles entonces que los antiguos oficiales habían sabido atraerse la amistad del señor Fouquet, y que éste, teniéndolos por amigos, procuró desde entonces que no se aburrieran en sus tierras. Esto les hizo reflexionar. Pero, acto continuo, añadió el intendente que, sin prejuzgar las órdenes del señor Fouquet, conocía lo suficiente a su amo para saber que se interesaba por cualquier gentilhombre que estuviese al servicio del rey, y que, a pesar de no conocer todavía a los nuevos oficiales, haría por ellos tanto como hiciera por los anteriores.
—Perfectamente. Supongo que a las promesas habrán seguido los efectos; ya sabéis que no permito que se prometa nunca en mi nombre sin cumplir.
—Enseguida púsose a disposición de los oficiales nuestros dos corsarios y vuestros caballos, y se les dio la llave de la casa principal, de suerte que forman partidas de caza, y deliciosos paseos con cuantas mujeres hay en Belle-Île. Más las que han podido reclutar en las inmediaciones y no han temido marearse.
—Y hay buena colección en Sarzeau y Vannes, ¿no es cierto?
—¡Oh! En toda la costa —respondió tranquilamente Aramis.
—¿Y para los soldados?
—Para éstos, vino, excelentes víveres y buena paga.
—Muy bien; de modo…
—Que podemos contar con la actual guarnición, más, si es posible, que con la anterior.
—Bien.
—De lo cual se deduce que, si Dios quiere que nos renueven la guarnición cada dos meses, al cabo de tres años habrá pasado por Belle-Île, todo el ejército, y en vez de tener un regimiento a nuestra disposición, tendremos cincuenta mil hombres.
—Bien suponía yo —dijo Fouquet— que no había en el mundo un amigo más precioso e inestimable que vos, señor de Herblay; pero con todas estas cosas —repuso, riendo— nos hemos olvidado de nuestro amigo Du Vallon. ¿Qué es de él? Declaro que en esos tres días que he pasado en Saint-Mandé todo lo he olvidado.
—¡Oh! Pues yo… no —replicó Aramis—. Porthos se encuentra en Saint-Mandé untado en todas sus articulaciones, atestado de alimentos y con vinos a todo pasto; he dispuesto que le franqueen el paseo del pequeño parque, paseo que os habéis reservado para vos solo, y usa de él. Ya comienza a poder andar, y ejercita sus fuerzas doblando olmos jóvenes, o haciendo saltar añejas encinas, como otro Milón de Crotona. Ahora bien, como no hay leones en el parque, es probable que le encontremos entero.
Es todo un intrépido nuestro Porthos.
—Sí; pero, entretanto, va a aburrirse.
—¡Oh! No lo creáis.
—Hará preguntas.
—No, porque no ve a nadie.
—De todos modos, ¿espera alguna cosa?
—Le he dado una esperanza que realizaremos algún día, y con eso vive satisfecho.
—¿Qué esperanza?
—La de ser presentado al rey.
—¡Oh! ¿Y con qué carácter?
—Con el de ingeniero de Belle-Île.
—Tenéis razón.
—¿Es cosa que puede hacerse?
—Sí, ciertamente. ¿Y no creéis conveniente que vuelva a Belle-Île cuanto antes?
—Lo creo indispensable, y pienso enviarle lo más pronto posible. Porthos tiene mucha apariencia, y sólo conocemos su flaco D’Artagnan, Athos y yo. Porthos nunca se vende, pues está dotado de gran dignidad; en presencia de los oficiales hará el efecto de un paladín del tiempo de las Cruzadas. Es bien seguro que emborrachará al Estado Mayor sin emborracharse él, y será para todos objeto digno de admiración y simpatía, aparte de que, si tuviésemos que ejecutar alguna orden, Porthos es una consigna viviente, y tendremos qué pasar por lo que él diga.
—Pues enviadle.
—Ese es también mi proyecto, pero dentro de algunos días, pues habéis de saber una cosa.
—¿Qué?
—Que temo a D’Artagnan. Ya habréis advertido que no se encuentra en Fontainebleau, y D’Artagnan no es hombre que esté ausente u ocioso impunemente. Ya que he terminado mis asuntos, procuraré averiguar en qué se ocupa D’Artagnan.
—¿Decís que habéis terminado vuestros asuntos?
—Sí.
—En tal caso sois feliz, y por mi parte quisiera decir lo propio.
—Creo que no tengáis que temer.
—¡Hum!
—El rey os recibe perfectamente, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Y Colbert os deja en paz? Casi, casi.
—Así, pues —dijo Aramis—, podemos pensar en lo que os manifestaba ayer respecto de la pequeña.
—¿Qué pequeña?
—¿Ya la habéis olvidado?
—Sí.
—Respecto de La Vallière.
—¡Ah! Tenéis razón.
—¿Os repugna conquistar a esa joven?
—Por un solo motivo.
—¿Por qué?
—Porque ocupa otra mi corazón, y nada siento absolutamente hacia esa joven.
—¡Oh, oh! —exclamó Aramis—. ¿Decís que tenéis ocupado el corazón?
—Sí.
—¡Pardiez! ¡Hay que tener cuidado con eso!
—¿Por qué?
—Porque sería cosa terrible tener ocupado el corazón cuando tanto necesitáis de la cabeza.
—Es verdad. Pero ya visteis que apenas me habéis llamado he acudido. Mas, volviendo a la pequeña. ¿Qué provecho veis en que le haga la corte?
—Dicen que el rey ha concebido un capricho por esa pequeña, por lo menos según se cree.
—Y vos, que todo lo sabéis, ¿tenéis noticias de algo más?
—Sé que el rey ha cambiado casi repentinamente; que anteayer el rey era todo fuego por Madame; que hace algunos días se quejó Monsieur de ese fuego a la reina madre; y que ha habido disgustos matrimoniales y reprimendas maternales.
—¿Cómo habéis sabido todo eso?
—Lo cierto es que lo sé.
—¿Y qué?
—A consecuencia de tales disgustos y reprimendas, el rey no ha dirigido la palabra ni ha hecho el menor caso de Su Alteza Real.
—¿Y qué más?
—Después, se ha dirigido a la señorita de La Vallière. La señorita de La Vallière es camarista de Madame. ¿Sabéis lo que, en amor, se llama una pantalla?
—Lo sé.
—Pues bien: la señorita de La Vallière es la pantalla de Madame. Aprovechaos de esa posición; bien que, para vos, esa circunstancia la creo innecesaria. No obstante, el amor propio herido hará la conquista más fácil; la pequeña sabrá el secreto del rey y de Madame. Ya sabéis el partido que un hombre inteligente puede sacar de un secreto.
—Pero ¿cómo he de abrirme paso hasta ella?
—¿Eso me preguntáis? —repuso Aramis.
—Sí, pues no tengo tiempo de ocuparme en tal cosa.
—Ella es pobre, humilde, y bastará con que le creéis una posición. Entonces, ya subyugue al rey como amante, ya llegue a ser sólo su confidente, siempre habréis ganado un nuevo adepto.
—Esta bien. ¿Y qué hemos de hacer en cuanto a esa pequeña?
—Cuando deseáis a una mujer, ¿qué hacéis, señor superintendente?
—Le escribo, hago mil protestas de amor y mis ofrecimientos correspondientes, y firmo: Fouquet.
—¿Y ninguna ha resistido hasta ahora?
—Sólo una —contestó Fouquet—; pero hace cuatro días que ha cedido como las otras.
—¿Queréis tomaros la molestia de escribir? —preguntó Aramis a Fouquet, presentándole una pluma. Fouquet la cogió.
—Dictad —le dijo—; tengo de tal modo ocupada la imaginación en otra parte, que no acertaría a trazar dos líneas.
—Vaya, pues —dijo Aramis—; escribid.
Y dictó lo que sigue:
Señorita: Os he visto, y no os sorprenderá que os haya encontrado hermosa.
Pero, faltándoos una posición digna de vos, no podéis hacer otra cosa que vegetar en la Corte.
El amor de un hombre de bien, en el caso de que tengáis alguna ambición, podría servir de ayuda a vuestro talento y a vuestras gracias.
Pongo mi amor a vuestros pies; pero, como un amor, por humilde y prudente que sea, puede comprometer al objeto de su culto, no conviene que una persona de vuestro mérito se arriesgue a quedar comprometida sin resultado para su porvenir.
Si os dignáis corresponder a mi cariño, os probará mi amor su reconocimiento haciéndoos libre para siempre.
Después de escribir Fouquet lo que antecede, miró a Aramis.
—Firmad —dijo éste.
—¿Es cosa necesaria?
—Vuestra firma al pie de esa carta vale un millón; sin duda lo habéis olvidado, mi amado superintendente.
Fouquet firmó.
—¿Y por quién vais a remitir esa carta? —dijo Aramis.
—Por un criado excelente.
—¿Estáis seguro de él?
—Es mi correveidile ordinario.
—Perfectamente.
—Por lo demás, ¿no es pesado el juego que llevamos por este lado?
—¿En qué sentido?
—Si es verdad lo que decís de las complacencias de la pequeña por el rey y por Madame, le dará el rey cuanto dinero desee.
—¿Conque el rey tiene dinero? —preguntó Aramis.
—¡Cáscaras! Preciso es que así sea, cuando no pide.
—¡Oh! ¡Ya pedirá, estad seguro!
—Hay más aún, y es que yo creía que me hubiera hablado de esas fiestas de Vaux.
—¿Y qué?
—Nada ha dicho de eso.
—Ya hablará.
—Muy cruel creéis al rey, amigo Herblay.
—Al rey, no.
—Es joven, y, por lo tanto, bueno.
—Es joven, y, por lo tanto, débil o apasionado; y el señor Colbert tiene en sus villanas manos su debilidad o sus vicios.
—Ya veis cómo le teméis.
—No lo niego.
—Pues estoy perdido. ¿Por qué?
—Porque mi fuerza con el rey consistía sólo en el dinero.
—¿Y qué?
—Y estoy arruinado.
—No.
—¿Cómo que no? ¿Estáis acaso mejor enterado que yo de mis asuntos?
—Quizá.
—¿Y si pide que se celebren las fiestas?
—Las daréis.
—Pero ¿y dinero?
—¿Os ha faltado acaso alguna vez?
—¡Ah! ¡Si supierais a qué precio me he procurado el último!
—El próximo nada os costará.
—¿Y quién me lo dará?
—Yo.
—¿Vos, seis millones?
—Diez, si fuese necesario.
—En verdad, amigo Herblay —dijo Fouquet—, vuestra confianza me asusta más aún que la cólera del rey.
—¡Bah!
—Pero ¿quién sois?
—Creo que ya me conocéis.
—Tenéis razón; ¿y qué queréis?
—Quiero en el trono de Francia un soberano que dé su entera confianza al señor Fouquet, y que el señor Fouquet me sea fiel.
—¡Oh! —murmuró Fouquet estrechándole la mano—. En cuanto a seros fiel, podéis contar siempre con ello; mas, creedme, señor de Herblay, os hacéis ilusiones.
—¿En qué?
—Jamás me dará el rey su entera confianza.
—No he afirmado que el rey os dé su entera confianza.
—Pues eso es lo que habéis dicho.
—No he dicho el rey; te dicho un soberano.
—¿Y no es igual?
—No, por cierto, que hay mucha diferencia.
—No os comprendo.
—Ahora me comprenderéis; supongamos que ese soberano fuera otra persona que Luis XIV.
—¿Otra persona?
—Sí, que todo lo deba a vos.
—Imposible.
—Hasta su trono.
—¡Oh! ¡Estáis loco! No hay más hombre que Luis XIV que pueda ocupar el trono de Francia. No veo ni uno solo.
—Pues yo, sí.
—A menos que sea Monsieur —repuso Fouquet, mirando a Aramis con ansiedad…
—Pero Monsieur…
—No es Monsieur…
—¿Y cómo queréis que un príncipe que no sea de la sangre, que no tenga derecho alguno…?
—El rey que yo me doy, es decir, el que os daréis vos mismo, será cuanto tenga que ser, no os preocupéis.
—Cuidado, señor de Herblay, qué me hacéis estremecer. Aramis sonrió.
—Así como así, ese estremecimiento os cuesta muy poco —dijo.
—Repito que me asustáis.
Aramis volvió a sonreír.
—¿Y os reís con esa calma? —dijo Fouquet.
—Y cuando llegue el día reiréis vos como yo; pero, por ahora, debo ser sólo yo el que ría.
—No comprendo.
—Cuando llegue el día, ya me explicaré, no tengáis miedo. Ni vos sois san Pedro ni yo Jesús, y, sin embargo, os diré: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudas?».
—¡Diantre! Dudo… dudo porque no veo.
—Es que entonces estáis ciego, y os trataré, no ya como a San Pedro, sino como a San Pablo, y os diré: «Llegará día en que se abrirán tus ojos».
—¡Oh! —murmuró Fouquet—. ¡Cuánto desearía creer!
—¿Y no creéis aún vos, a quien tantas veces he hecho atravesar el abismo en que os hubieseis sepultado sin remedio si hubierais caminado solo; vos, que de procurador general habéis ascendido al cargo de intendente, del puesto de intendente al de primer ministro, y que de primer ministro pasaréis a ser mayordomo mayor de Palacio? Pero, no —añadió con su habitual sonrisa—; no, no, vos no podéis ver, y, por consiguiente, tampoco podéis creer eso.
Y Aramis se levantó para ausentarse.
—Una palabra no más —dijo Fouquet—; nunca habéis hablado así; nunca os habéis mostrado tan confiado, o mejor dicho, tan temerario.
—Porque para hablar alto es preciso tener la voz libre.
—¿De modo que vos la tenéis?
—Sí.
—Será de poco tiempo a esta parte.
—Desde ayer.
—¡Oh! Señor de Herblay, ¡pensad bien lo que hacéis, pues lleváis la seguridad hasta la audacia!
—Porque uno puede ser audaz cuando es poderoso.
—¿Y lo sois?
—Os he ofrecido diez millones, y os los ofrezco de nuevo.
Fouquet levantóse turbado.
—Veamos —dijo—; hace poco hablabais de derribar reyes y reemplazarlos por otros reyes. ¡Dios me perdone, pero, si no estoy loco, eso es lo que habéis dicho no hace mucho!
—No estáis loco, y es realmente lo que he dicho no hace mucho.
—¿Y por qué lo habéis dicho?
—Porque a uno le es dado hablar de tronos derribados y de reyes creados, cuando es superior a los reyes y a los tronos… de este mundo.
—¡Entonces, sois omnipotente! —exclamó Fouquet.
—Ya os lo he dicho y os lo repito —contestó Aramis con ojos encendidos y labio trémulo.
Fouquet se arrojó sobre su sillón y dejó caer su cabeza entre las manos.
Aramis lo contempló por un instante como hubiera hecho el ángel de los destinos humanos con cualquier sencillo mortal.
—Adiós —le dijo—, estad tranquilo, y enviad vuestra carta a La Vallière. Mañana sin falta nos volveremos a ver, ¿no es verdad?
—Sí, mañana —dijo Fouquet moviendo la cabeza como hombre que vuelve en sí; pero ¿dónde nos veremos?
—En el paseo del rey, si os place.
—Muy bien.
Y los dos se separaron.