Capítulo LVITermina la historia de una Dríada y de cierta Náyade

–Filis —dijo Saint-Aignan, dirigiendo una mirada provocadora a Montalais, como hace en un asalto un maestro de esgrima que invita a un rival digno de él a ponerse en guardia—, Filis no es morena ni rubia, ni alta ni baja, ni fría ni apasionada; es, aunque pastora, espiritual como una princesa, y coqueta como un demonio. Su vista es excelente. Todo cuanto su vista abarca, su corazón lo quiere. Es como un pájaro que, gorjeando siempre, unas veces pisa la hierba, otras elévase revoloteando tras de una mariposa, otras se sube a la copa de los árboles, y desde allí desafía a todos los cazadores de pájaros que vayan a cogerla, o hacerla caer en sus redes.

El retrato era tan parecido, que todas las miradas se fijaron en la Montalais, quien, abiertos sus ojos, y sumamente atenta, oía al señor de Saint-Aignan como si se tratara de una persona extraña a ella.

—¿Es ése, todo su retrato, señor dé Saint-Aignan? —preguntó la princesa.

—¡Oh! ¡Alteza! El retrato no está más que bosquejado y habría otras cosas que decir; pero temo cansar la paciencia de Vuestra Alteza, o lastimar la modestia de la pastora; de manera que paso a su compañera Amarilis.

—Está bien —dijo Madame—, pasad a Amarilis, señor de Saint-Aignan, os seguimos.

—Amarilis es la mayor de las tres; y sin embargo —apresuróse a decir Saint-Aignan—, su edad no llega a veinte años.

El ceño de la señorita de Tonnay-Charente, que se había fruncido al principio de aquella relación, se desfrunció con ligera sonrisa.

—Es alta, con espesos cabellos que se arregla a manera de las estatuas de Grecia; tiene el andar majestuoso, y altiva la mirada; así es que tiene más bien el aire de una diosa que el de una simple mortal, entre las diosas, a quien más se parece, es a Diana cazadora; con la única diferencia de que la cruel pastora, habiendo un día robado el carcaj del amar mientras el pobre Cupido dormía sobre lecho de rosas, en vez de lanzar sus flechas contra los habitantes de sus bosques, las dispara sin piedad contra todos los pobres pastores que pasan al alcance de su arco y de sus ojos.

—¡Oh, qué, maligna pastora! —exclamó Madame—. ¿No se herirá algún día con uno de esos dardos que lanza tan sin piedad a derecha e izquierda?

—Esa es la esperanza de casi todos los pastores —dijo Saint-Aignan.

—Y la del pastor Amintas en particular, ¿no es verdad? —dijo Madame.

—El pastor Amintas es tan tímido —contestó Saint-Aignan— que si abriga esta esperanza, nadie jamás ha sabido nada, por que la oculta en lo más profundo de su corazón.

Un murmullo de los más lisonjeros acogió tal profesión de fe del narrador con respecto al pastor.

—¿Y Galatea? —preguntó Madame—. Estoy impaciente por ver a un pincel tan hábil continuar el retrato donde Virgilio lo deja, y terminarlo ante nuestros ojos.

—Señora —dijo Saint-Aignan—, al lado del gran Virgilio Maro, vuestro humilde servidor no es más que un pobre coplero. Sin embargo, alentado vuestra orden, haré todo cuanta pueda.

—Escuchamos —dijo Madame.

Saint-Aignan adelantó un pie, una mano y los labios.

—Blanca como la nieve —dijo—, dorada como las espigas, sacude en los aires los perfumes de su rubia cabellera. Entonces pregúntase uno si no es aquella bella Europa que infundió amor a Júpiter cuando jugaba con sus amigas en los prados de flores. De sus ojos azules, tomó el azul del cielo en dos más hermosos días de verano, se desprende una dulce llama; los ensueños la alimentan, el amor la desparrama. Cuando frunce el ceño o inclina la frente a tierra, el sol encúbrese en señal de duelo. Cuando sonríe, en cambio, toda la naturaleza recobra su alegría, y los pájaros, un instante mudos, vuelven a sus cantos en el seno de los árboles. Por encima de todo —dijo Saint-Aignan para terminar—, es digna de las adoraciones del mundo; y si alguna vez da su corazón, dichoso del mortal de quien su virginal amor hará un dios.

Madame, al oír este retrato, que todos oyeron como ella, se contentó con señalar su aprobación en los pasajes más poéticos por algunas inclinaciones de cabeza; pero era imposible decir si aquellas muestras de asentimiento eran concedidas al talento del narrador o a la semejanza del retrato.

Resultó de aquí que, no aplaudiendo Madame abiertamente, nadie se permitió aplaudir, ni siquiera Monsieur, que allá en sus adentros creía que Saint-Aignan se había detenido demasiado en los retratos de las pastoras, después de haber tocado muy ligeramente los de los pastores.

La asamblea estaba helada. Saint-Aignan, que había agotado su retórica y sus pinceles en perfilar el retrato de Galatea, y que esperaba, en vista del favor con que habían sido acogidos los otros pasajes, oír alegres aplausos por el último, se halló más helado que el rey y la compañía.

Hubo un instante de silencio que al fin rompió Madame.

—Y bien, señor —preguntó—. ¿Qué dice Vuestra Majestad de esos tres retratos?

El rey quiso acudir en auxilio de Saint-Aignan sin comprometerse.

—Pues Amarilis es hermosa —dijo—, en mi concepto.

—A mí me gusta más Filis —dijo Monsieur—; es una buena chica, o mejor, un buen garzón de ninfa. Y todos rieron.

Aquella vez, las miradas fueron tan directas, que Montalais sintió el color subírsele al rostro en violadas llamas.

—Y bien —repuso Madame—, esas pastoras se decían…

Pero Saint-Aignan, herido en su amor propio, no se encontraría en estado de sostener un ataque de tropas descansadas y de refresco:

—Señora —dijo—, aquellas pastoras se confesaban recíprocamente sus ligeras inclinaciones.

—¡Vamos, vamos, señor de Saint-Aignan, sois un río de poesía pastoril! —dijo Madame con amable sonrisa que reconfortó un tanto al narrador.

—Dijéronse que el amor es un peligro; pero que la carencia de amor es la muerte del corazón.

—De manera que dedujeron… —preguntó Madame.

—De manera que dedujeron que debía amarse.

—¡Muy bien! ¿Y ponían condiciones?

—La condición de escoger —dijo Saint-Aignan—. Debo también añadir, y es la dríada quien habla, que una de las pastoras, Amarilis, según creo, se oponía completamente a que se amase, y, sin embargo, no se defendía bien por haber dejado penetrar hasta su corazón la imagen de un pastor.

—¿Amintas o Tirsis?

—Amintas, señora —dijo modestamente Saint-Aignan—. Pero al punto Galatea, la dulce Galatea de ojos puros, respondió que ni Amintas, ni Alfesibeo, ni Titire, ni ninguno de los pastores más hermosos de la comarca, podían ser comparados a Tirsis; que Tirsis aventajaba a todos los demás, del mismo modo que la encina supera en grandeza a todos los árboles, y la flor de lis en majestad a todas las flores. Hizo además de Tirsis tal retrato, que Tirsis, que la escuchaba, a pesar de su grandeza, debió verse lisonjeado. Así, Tirsis y Amintas fueron distinguidos por Amarilis y Galatea, y el secreto de los dos corazones había sido revelado bajo la sombra de la noche y en el secreto de los bosques. Ved aquí, señora, lo que ha referido la dríada, que sabe todo lo que pasa en los huecos de los árboles y en los manojos de hierbas; que conoce los amores de los pájaros y sabe lo que significan sus cantos; que comprende, en fin, el lenguaje del viento en las ramas y el zumbido de los insectos de oro o de esmeralda en la corola de las flores silvestres; ella me lo ha referido, y yo lo he repetido.

—Y ahora, habéis concluido ya, ¿no es verdad, señor de Saint-Aignan? —preguntó Madame con una sonrisa que hizo temblar al rey.

—He terminado, sí, señora —respondió Saint-Aignan—; dichoso si he podido distraer a Vuestra Alteza durante unos instantes.

—Instantes sobrado cortos —respondió la princesa—, pues habéis contado perfectamente todo lo que sabíais; pero, mi querido Saint-Aignan, habéis tenido la desgracia de informaros tan sólo de una dríada; ¿no es verdad?

—Sí, señora; de una sola, lo confieso.

—Resulta de esto, que habéis pasado cerca de una pequeña náyade, que no se daba los aires de ello, y que sabía, sin embargo, mucho más que vuestra dríada, querido conde.

—¿Una náyade? —repitieron muchas voces, que empezaban a sospechar que la historia tuviera una segunda parte.

—Sin duda; al lado de esa encina de que habláis, y que se llama la encina real, a lo que creo, ¿no es cierto, señor de Saint-Aignan?

Saint-Aignan y el rey se miraron.

—Sí, señora —respondió Saint-Aignan.

—Pues bien, hay un bello manantial, que murmura sobre guijos, y entre miosotis y belloritas.

—Me parece que Madame tiene razón —dijo el rey, siempre alarmado y suspenso de los labios de su cuñada.

—¡Oh! Hay uno, Majestad —dijo Madame—; y la prueba es que la náyade que reina sobre aquel manantial, me ha parado al pasar, a mí que os hablo.

—¡Bah! —dijo Saint-Aignan.

—Sí —prosiguió la princesa—, y para contarme una multitud de cosas que el señor de Saint-Aignan no ha puesto en su relato.

—¡Oh! Contadlas vos misma —dijo Monsieur—. Lo hacéis de una manera admirable.

La princesa se inclinó ante el cumplimiento conyugal.

—No tendré la poesía del conde y su talento para hacer resaltar todos los detalles.

—Seréis oída con igual interés —dijo el rey que presentía algo de hostil en la historia de su cuñada.

—Hablo, además —continuó Madame—, en nombre de aquella infeliz y pequeña náyade, que es pos cierto la más encantadora semidiosa que jamás he visto, pues bien, se reía tanto durante la relación que me hizo, que en virtud de ese axioma médico, de que es risa es contagiosa, os pido la venia para reírme yo un poco cuando recuerde sus palabras.

El rey y Saint-Aignan, que divisaron en muchas fisonomías un principio de hilaridad semejante a la que Madame anunciaba, acabaron por mirarse y preguntarse con la vista si no se ocultaría bajo aquello alguna pequeña conspiración.

Pero Madame estaba bien decidida a volver y revolver el cuchillo en la herida; por tanto, continuó con su aire de sencillo candor, es decir, con el más peligroso:

—Pasaba por allí —dijo—, y como encontraba a mi paso muchas y bellas flores deshojadas, no era dudoso, que Filis, Amarilis, Galatea y todas vuestras pastoras hubiesen pasado Antes que yo por aquel camino.

El rey se mordió los labios. El cuento se hacía cada vez más temible.

—Mi pequeña náyade —continuó Madame—, entonaba su ligera canción en el lecho de su arroyuelo, y, como noté que me paraba, tocando mi vestido, no pensé en acogerla mal, tanto más, cuanto que después de todo, una diosa, aunque de segundo orden, vale siempre más que una princesa mortal. Por consiguiente, me acerqué a la náyade; y he aquí lo que me dijo, prorrumpiendo en risa: «Figuraos, princesa…».

—Ya comprenderéis, señor que es la náyade quien habla.

El rey hizo un signo de asentimiento; Madame continuó:

—Figuraos, princesa, que a las márgenes de mi arroyuelo acaban de ser testigos de un espectáculo de los más divertidos. Dos pastores curiosos, curiosos hasta la indiscreción, se han dejado engañar de la manera más graciosa por tres ninfas, o tres pastoras… ” Os pido perdón, pero no recuerdo ya si eran ninfas o pastoras lo que dijo. Mas poco importa, ¿no es verdad?

—Adelante, pues.

Al oír aquel preámbulo, el rey enrojeció visiblemente, y Saint-Aignan, perdiendo toda continencia, púsose a abrir los ojos lo más ansiosamente que se ha visto.

«Ambos pastores —prosiguió mi náyade, riendo siempre— seguían la pista de las tres señoritas». No, quiero decir de las tres ninfas; me equivoco, de las tres pastoras. Esto no es siempre discreto, pues a veces puede ser molesto para aquellas a quienes se sigue. Apelo a todas estas damas, y ninguna de las que están aquí me desmentirá, estoy segura.

El rey, muy alarmado con lo que iba a seguir, asintió con un gesto:

«Pero —continuó la náyade—, las pastoras habían visto a Tirsis y a Amintas deslizarse en el bosque, y con la ayuda de la luna los habían reconocido a través de los árboles».

—¡Ah! Os reís —interrumpió Madame—. Esperad, aguardad; no hemos llegado al fin.

El rey palideció; Saint-Aignan enjugó su frente, húmeda de sudor. Oíanse en los grupos de las damas algunas risitas ahogadas, cuchicheos furtivos.

—Las pastoras —digo yo—, viendo la indiscreción de los pastores; fueron a sentarse bajo la encina real, y, cuando sintieron a sus indiscretos escuchadores a distancia de no perder una palabra de lo que se dijera, soltaron inocentemente, lo más inocente del mundo, una declaración incendiaria, con la cual el amor propio natural a todos los hombres, hasta a los más sentimentales pastores; hizo pareciese a los dos oyentes dulce panal de miel.

El rey, al oír aquellas palabras, que la reunión no pudo escuchar sin reír, dejó escapar un relámpago.

Respecto a Saint-Aignan, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y ocultó bajo una amarga carcajada el despecho profundo que le causaban.

—¡Oh! —exclamó el rey, enderezándose cuan alto era—. He aquí, bajo mi palabra, una burla encantadora seguramente, y contada por vos, señora, de un modo no menos encantador; pero realmente, bien realmente, ¿habéis comprendido el lenguaje de las náyades?

—Creo que el conde pretende haber comprendido bien el de las dríadas —contestó vivamente Madame.

—Sin duda —dijo el rey—; mas, ya sabéis que el conde tiene la flaqueza de aspirar a la Academia; de manera que ha aprendido, con este objeto, todo género de cosas que muy afortunadamente, vos ignoráis, y tal vez podría haber sucedido que el idioma de la ninfa de las aguas fuera una de las cosas que no hubieseis estudiado.

—Ya comprenderéis, Majestad —respondió Madame—, que en tales hechos no se fía uno de sí mismo; el oído de una mujer no es cosa infalible, había dicho San Agustín; así he querido ilustrarme con otras opiniones aparte de la mía, y como mi náyade, que, en calidad de diosa, es políglota… ¿no es de este modo como se dice, señor de Saint-Aignan?

—Sí, señora —dijo Saint-Aignan, enteramente desconcertado.

—Y —prosiguió la princesa— como mi náyade, que, en calidad de diosa, es políglota, me había hablado en un principio en inglés, temí, como decís, haber entendido mal, e hice venir a las señoritas de Montalais; de Tonnay-Charente y de La Vallière, pidiendo a mi náyade les repitiese en idioma francés la relación que ya me había hecho en inglés.

—¿Y lo hizo? —preguntó el rey.

—¡Oh! Es la divinidad más complaciente que existe… Sí, señor, lo hizo. De suerte que no es dado conservar duda alguna. ¿No es verdad, señoritas —dijo la princesa volviéndose hacia la izquierda de su ejército—, no es cierto que la náyade ha hablado absolutamente como yo lo cuento, y que en nada he faltado a la verdad? ¿Filis? ¡Perdón! Me he equivocado… Señorita Aura de Montalais, ¿es verdad?

—¡Oh! Enteramente, señora —dijo en alta voz—, la señorita de Montalais.

—¿Es verdad, señorita de Tonnay-Charente?

—Verdad pura —contestó Atenaida con voz menos firme, pero no menos inteligible.

—¿Y vos, La Vallière? —preguntó Madame.

La pobre niña sentía la ardiente mirada del rey lanzada sobre ella; no se atrevía a negar, no osaba mentir, y bajó la cabeza en señal de aquiescencia.

Únicamente su cabeza no volvió a levantarse, medio helada por un frío más doloroso que el de la muerte.

Este triple testimonio aplastó al rey. Por lo que toca a Saint-Aignan, ni aun procuraba disimular su desesperación, y sin saber lo que decía, barbotaba:

—Excelente burla! ¡Bien representada, señoritas pastoras!

—Justo castigo de la curiosidad —dijo el rey con voz ronca—. ¡Oh! ¿Quién osará, después del castigo de Tirsis y de Amintas, quién se atreverá a querer sorprender lo que pasa en el corazón de las pastoras? Ciertamente, no seré yo… ¿Y vosotros, señores?

—¡Ni yo! ¡Ni yo! —repitió a coro el grupo de cortesanos. Madame triunfaba con el despecho del rey, se deleitaba, creyendo que su relato había sido o debía ser el desenlace de todo.

En cuanto a Monsieur, que se rio con uno y otro cuento, sin comprender lo que significaban; se volvió hacia Guiche.

—¡Oh! Conde —le dijo—. ¿No dices nada? ¿Nada tienes que decir? ¿Por ventura, tendrías lástima de Tirsis y de Amintas?

—Les tengo lástima con toda mi alma —respondió Guiche—; porque, en verdad, el amor es tan dulce quimera, que perderlo, aunque sueño sea, es perder más que la vida.

Por tanto, si esos dos pastores han creído ser amados, si se han juzgado con esto dichosos, y en lugar de esta dicha encuentran, no sólo el vacío igual a la muerte, sino una burla de amor que vale cien mil muertes… Y bien, digo que Tirsis y Amintas son los dos hombres más desdichados que yo conozco.

—Y tenéis razón, señor de Guiche —dijo el rey—, pues al fin, la muerte es muy dura por un poco de curiosidad.

—Entonces, quiere decirse que la historia de mi náyade ha desagradado al rey —preguntó ingenuamente Madame.

—¡Oh! Señora, desengañaos —dijo Luis tomando la mano de la princesa—, vuestra náyade me ha gustado tanto más, cuanto más verídica ha sido, especialmente viéndose apoyado vuestro relato por testimonios irrecusables.

Y estas palabras cayeron sobre La Vallière con una mirada que nadie, desde Sócrates hasta Montaigne, pudo definir exactamente.

Esta mirada y aquellas palabras vinieron a dar el último golpe a la desgraciada joven, que, apoyada en el brazo de la Montalais, parecía haber perdido los sentidos.

El rey se levantó sin notar este incidente, del cual nadie por lo demás hizo caso; y contra su costumbre, pues por lo general siempre permanecía hasta tarde en el cuarto de Madame, se despidió para volver a sus habitaciones.

Saint-Aignan le siguió, tan desesperado a su salida como gozoso se había manifestado a su entrada.

Pero la señorita de Tonnay-Charente, menos sensible que Luisa de La Vallière a las emociones, ni se asustó por ello.

Y, sin embargo, la postrer mirada de Saint-Aignan había sido mucho más majestuosa que la última del rey.