Capítulo LVHistoria de una Dríada y cierta Náyade

Luego que tornaron todos un refrigerio en Palacio, se fueron a vestir para presentarse en la Corte. El refrigerio tuvo lugar, según costumbre, a las cinco.

Pongamos una hora de refrigerio y dos para vestirse, y tendremos que a las ocho ya estaba listo todo el mundo.

De modo que a las ocho de la noche principió a presentarse gente en la habitación de Madame.

Porque, según hemos dicho, era Madame la que recibía, aquella noche.

Y nadie se descuidaba en asistir a la puerta de Madame, pues en ella se pasaba la noche con todo el encanto que la reina, excelente y piadosa princesa, no había podido dar a sus reuniones. Esta es, por desgracia, una de las desventajas de la bondad: divertir menos que un carácter maligno.

Y, sin embargo, no podía aplicarse a Madame el epíteto de carácter maligno.

Aquella naturaleza, completamente escogida, encerraba sobrada generosidad verdadera, sobrados impulsos de nobleza y dignidad, para que se la pudiese llamar naturaleza maligna.

Pero Madame tenía el don de la resistencia, don tan fatal a veces al que lo posee, porque se quiebra donde otro habríase doblegado solamente. De ahí resultaba que los golpes no se embotaban en ella como en la conciencia algodonada de María Teresa.

Su corazón se exaltaba a cada ataque, y, semejante Madame a las botargas de los juegos de sortija, si no se la hería de manera que sé por golpe al imprudente que se atrevía a luchar con ella.

¿Era perversidad o simplemente malicia? Nosotros creemos que las naturalezas ricas y poderosas, son aquellas que, semejantes al árbol de la ciencia, causan a la vez el bien y el mal, doble rama, florida siempre, y siempre fecunda, cuyos buenos frutos saben distinguir los que tienen hambre de ellos, y cuyos nocivos frutos matan a los inútiles y parásitos por haberlos comido, lo cual no es un mal tan grave.

Por consiguiente, Madame, que tenía bien premeditado su plan de segunda reina, o, por mejor decir, de primera, procuraba la amena y agradable su tertulia por la conversación Por los incidentes y por la libertad absoluta que dejaba a todos para hablar, con la condición, empero, de que las palabras fuesen útiles y oportunas. Y quizá por esa razón se hablaba menos en la tertulia de Madame que en otra cualquiera parte.

Madame odiaba a los habladores, y se vengaba de ellos cruelmente Se vengaba dejándolos hablar. También odiaba la presunción, defecto que no perdonaba ni aun al mismo rey.

Monsieur sufría más que nadie de ese achaque, y la princesa había tomado a su cargo el penoso trabajo de curarle.

Por lo demás; poetas, hombres de talento, mujeres de hermosura, a todos acogía como un ama superior a sus esclavos; bastante lánguida en medio de sus travesuras para dar pábulo a la imaginación de los poetas; bastante encantadora para brillar aún entre las más bellas; bastante aguda para ser escuchada, con placer por las personas de talento.

Fácilmente se concebirá que reuniones como las que verificaban en la habitación de Madame, no podían menos de atraer gente; la juventud afluía allí. Cuando el rey es joven, todo es joven en la Corte. De ahí también resultaba que las viejas damas, robustas cabezas de la regencia o del último reinado, no dejaban de gruñir; pero se respondía a sus sarcasmos riéndose de aquellas respetables personas, que habían llevado el espíritu de dominación hasta mandar partidas de soldados en la guerra de la Fronda, a fin, decía Madame, de no perder del todo el imperio sobre los hombres.

A las ocho entró Su Alteza Real en el gran salón con sus camaristas, y encontró a muchos cortesanos que estaban aguardando hacía más de diez minutos.

Entre aquellos precursores de la hora señalada; buscó Madame al que suponía que debía haber llegado antes que nadie. Pero no le halló.

Con todo, en el instante en que terminaba aquella investigación, anunciaron a Monsieur.

Monsieur llegó hecho un brazo de mar. Todas las piedras preciosas del cardenal Mazarino, aquellas que el ministro no pudo hacer otra cosa que dejar, toda la pedrería de la reina madre, y hasta algunas joyas de su mujer, todo lo llevaba Monsieur encima aquella noche. Monsieur brillaba como un sol.

Detrás de él venía, a paso lento y con aire de humildad perfectamente imitado, el conde de Guiche, vestido con traje de terciopelo, color perla, bordado en plata y guarnecido de cintas azules.

Guiche llevaba, además, malinas tan hermosas en su género como las pedrerías de Monsieur en el suyo.

La pluma de su sombrero era roja.

Madame llevaba diversos colores. Gustábale el encarnado en colgaduras, el gris en vestidos, el azul en flores.

El señor de Guiche, tal como se presentó, estaba hermoso en verdad.

Cierta palidez interesante; cierta languidez en los ojos, manos de un blanco mate rodeadas de grandes encajes, la expresión de la boca algo melancólica; bastaba, en fin, ver al señor de Guiche, para confesar que pocos hombres en la corte francesa podían comparársele.

De ahí provino que Monsieur, que hubiera tenido la pretensión de eclipsar una estrella, si la hubiesen puesto en paralelo con él, quedó por e l contrario, completamente eclipsado en la imaginación de todos, juez silencioso en verdad, pero también muy poderoso en sus juicios.

Madame miró a Guiche de una manera vaga, no tanto, sin embargo, que aquella mirada no le hiciese subir al rostro un delicioso rubor. Madame había encontrado a Guiche tan encantador y elegante, que casi llegó a no lamentar la conquista real que veía ya a punto de escapársele.

Su corazón dejó, por tanto, a su pesar, refluir toda su sangre a las mejillas.

Monsieur se acercó entonces a la princesa con aquel aire zalamero que solía tomar a veces. No había visto el rubor de aquélla, o si lo había visto, estaba muy lejos de atribuirlo a su verdadera causa.

—Señora —dijo besando la mano a su esposa—; hay aquí un infortunado, un infeliz desterrado a quien os recomiendo con toda eficacia. Tened presente, señora, que es de mis mejores amigos, y que vuestro buen recibimiento será cosa que me producirá gran placer.

—¿Qué desterrado? ¿Qué infortunado? —preguntó Madame dirigiendo una mirada en rededor suyo, sin fijarse más en el conde que en los demás.

Era aquél el momento de presentar a su protegido. Apartóse un poco Monsieur, y dejó pasar a Guiche, quien con aire bastante macilento, se acercó a Madame y le hizo su reverencia.

—¡Cómo! —preguntó Madame, cual si sintiera la mayor sorpresa—. ¿El infortunado, el desterrado es el señor conde de Guiche?

—Sí tal —repuso el duque.

—¡Pues no se ve aquí otra cosa! —dijo Madame.

—Injusta sois; señora —replicó el príncipe.

—¿Yo?

—Sí, por cierto. ¡Vaya! Perdonad a este pobre mozo.

—¿Y por qué? ¿Qué tengo yo que perdonar al señor de Guiche?

—Vamos, explícate, amigo Guiche. ¿Qué quieres que te perdone? —preguntó el príncipe.

—¡Ay! ¡Bien lo sabe Su Alteza Real! —repuso aquél hipócritamente.

—Dadle vuestra mano, señora —dijo Felipe.

—Si lo deseáis, señor…

Y Madame, con un inexplicable movimiento de ojos y de hombros, tendió su bella mano perfumada al joven, que apoyó en ella sus labios.

De suponer es que los tuviera mucho tiempo, y que Madame no retirase demasiado pronto su mano, porque el duque añadió:

—Guiche tiene buen corazón, señora, y no os morderá.

En la galería se tomó pretexto de aquel dicho, que no era por cierto muy gracioso, para dar rienda suelta a la risa.

En efecto, esta situación era curiosa, y no faltaban algunas buenas almas que la observasen.

Hallábase, pues, gozando Monsieur del efecto causado por sus palabras, cuando anunciaron al rey.

En aquel momento presentaba el salón el aspecto que vamos a procurar describir.

En el centro, delante de la chimenea cubierta de flores, se hallaba Madame, con sus camaristas, formadas en dos alas, por cuyas líneas revoloteaban las mariposas de Corte. Otros grupos ocupaban los huecos de las ventanas, como ocupan sus puestos respectivos los destacamentos de una misma guarnición, y desde allí oían las palabras que salían del grupo principal.

En uno de aquellos grupos, el más inmediato a la chimenea, Malicorne, promovido en el acto por Manicamp y Guiche al destino de mayordomo de sala; Malicorne, cuyo uniforme de empleado de la casa estaba dispuesto y terminado hacía dos meses resplandecía con sus dorados e irradiaba sobre Montalais, extrema izquierda de Madame, con todo, el fuego de sus ojos y todo el brillo de su terciopelo.

Madame conversaba con la señorita de Chatillon y la señorita de Creguy, las dos más inmediatas a ella, y dirigía de vez en cuando algunas palabras a Monsieur, el cual escurrió el bulto al oír este anuncio:

—¡El rey!

La señorita de La Vallière estaba, como Montalais, a la izquierda de Madame, esto es, la penúltima de la línea; a su derecha colocaron a la señorita de Tonnay-Charente. Hallábase, pues, en la situación de aquellos cuerpos de ejército, en cuyo valor no se tiene bastante confianza, y que por lo mismo colócanse entre dos fuerzas experimentadas.

Flanqueada en aquella forma La Vallière por sus dos compañeras de aventura, ya estuviera triste por la ausencia de Raúl, ya se sintiese emocionada aún por los acontecimientos recientes que principiaban a popularizar su nombre en el círculo de los cortesanos, la verdad es que procuraba ocultar sus ojos, algo enrojecidos, detrás de su abanico, y parecía prestar gran atención a las palabras que Montalais y Atenaida le deslizaban alternativamente en uno y otro oído.

Cuando resonó el nombre del rey, hubo un gran movimiento por todo el salón.

Madame, como ama de casa, se levantó para recibir la regia visita; pero, no obstante lo preocupada que debía tener su imaginación, dirigió al levantarse una mirada a su derecha, mirada que el presuntuoso Guiche creyó encaminada a él, pero que fue a fijarse, tras de recorrer el círculo, en La Vallière, cuyo rubor e inquieta emoción pudo advertir muy bien.

El rey entró en medio del grupo, que llegó a hacerse general por un movimiento que se efectuó naturalmente, de la circunferencia al centro.

Inclináronse todas las frentes ante Su Majestad, doblándose las mujeres como frágiles y magníficos lirios ante el rey Aquilo.

Su Majestad no tenía aquella noche nada de adusto, y aun casi podríamos decir, de regio, si se exceptúan su juventud y su hermosura.

Cierto aire de viva, alegría y de buen humor excitó la animación de todos, y cada cual se prometió una noche deliciosa con sólo ver el deseo que tenía el rey de divertirse en el salón de Madame.

Si alguien podía equipararse al rey en su regocijo y buen humor, era el señor de Saint-Aignan, que se presentó con traje, rostro y cintos de color rosa, y especialmente con ideas de ese mismo color, que aquella noche bullían en abundancia.

Lo que había dado floración nueva a todas aquellas ideas que germinaban en su espíritu, era que la señorita de Tonnay-Charente estaba, como él, vestida de color rosa. No quisiéramos decir, sin embargo, que el astuto cortesano sabía de antemano que la bella Atenaida había elegido aquel color, conocía muy bien el arte de hacer hablar a un sastre o a una doncella, acerca de los proyectos de su ama.

Inmediatamente asestó tantas miradas asesinas a la señorita Atenaida, como nudos de cintas tenía en las calzas y en la ropilla, lo cual equivale a decir que disparó una cantidad inmensa.

Después de haber saludado el rey a Madame, y de haber sido ésta invitada a tomar asiento, se formó el círculo.

Luis pidió a Monsieur noticias del baño, y dijo, sin dejar de mirar a las damas, que los poetas ocupábanse de poner en verso la galante diversión de los baños de Valvins, añadiendo que uno de ellos, especialmente, el señor Loret, parecía haber recibido las confidencias de una ninfa de las aguas, según las muchas verdades dichas en sus versos.

Más de una dama creyó obligado sonrojarse.

El rey aprovechó la ocasión para mirar a su gusto; sólo Montalais fue la que el rubor no la impidió mirar al rey, y vio que éste devoraba con su mirada a la señorita de La Vallière.

Aquella atrevida camarista, a quien llamaban Montalais, hizo bajar los ojos al rey, y salvó así a Luisa de La Vallière de un fuego simpático que quizá le había transmitido aquella mirada. Luis estaba cogido por Madame, que le aturdía a preguntas, y nadie en el mundo sabía preguntar como ella.

Pero el rey intentaba hacer general la conversación, y, para conseguirlo, redobló los esfuerzos de su talento y galantería.

Madame deseaba cumplimientos; resuelta a arrancarlos a toda costa, y, dirigiéndose al rey:

—Vuestra Majestad que sabe todo cuanto pasa en su reino —dijo—, deberá saber lo que contó al señor Loret aquella ninfa. ¿Querría Vuestra Majestad referírnoslo?

—Señora —replicó el rey con mucha gracia—, no me atrevo…

—Verdad es que, personalmente para vos, quizá experimentaríais alguna confusión al escuchar ciertos pormenores… Pero Saint-Aignan cuenta bastante bien y retiene admirablemente los versos, y sino los retiene, los improvisa. Es un consumado poeta.

Saint-Aignan, puesto en escena, se vio precisado a producirse lo menos desventajosamente posible. Desgraciadamente para Madame, no pensó mas que en sus asuntos particulares, es decir, que en lugar de prodigar a Madame, los elogios que ésta se esperaba, trató de saborear algún tanto su fortuna.

Lanzando, pues, su centésima, ojeada a la bella Atenaida, que practicaba por extenso la teoría de la víspera, esto es, no dignarse mirar a su adorador:

—Vuestra Majestad me perdonará, sin duda —dijo—, el que no haya podido retener los versos dictados a Loret por la ninfa; pero cuando el rey no ha conservado nada en su memoria, ¿qué había de conservar yo, infeliz de mí? Madame acogió con poco agrado aquella derrota de cortesano.

—¡Ah, señora! —añadió Saint-Aignan. Es que no se trata ya hoy de lo que dicen las ninfas de agua dulce; y casi está uno por creer que nada interesante ocurre en los reinos líquidos. Donde pasan, señora, los grandes acontecimientos, es en la tierra. ¡Ah! En la tierra; señora, qué de relatos llenos de…

—¡Bien! —repuso Madame—. ¿Y qué acontece en la tierra?

—A las dríadas es a quienes hay que preguntárselo —replicó el conde— las dríadas habitan en los bosques, como sabe perfectamente Vuestra Alteza Real.

—Y sé también que son por naturaleza charlatanas, señor de Saint-Aignan.

—Verdad es, señora, pero cuando no cuentan más que cosas bonitas, sería una injusticia acusarlas de charlatanas.

—¿Con que refieren cosas bonitas? —preguntó indolentemente la princesa—. En verdad, señor de Saint-Aignan, excitáis mi curiosidad, y, si yo fuese el rey, os intimaría en el acto que nos contaseis las cosas bonitas que dicen esas señoras dríadas, cuyo lenguaje parece, sois el único en conocer.

—¡Oh! Por lo que a eso hace, señora, estoy enteramente a las órdenes de Su Majestad —replicó con viveza el conde.

—¿Comprendéis el lenguaje de las dríadas? —preguntó Monsieur—. ¡Qué feliz sois, señor Saint-Aignan!

—Como el francés, monseñor.

—Contad, pues —dijo Madame. El rey se turbó, pues conocía que su confidente iba a meterle en un asunto difícil.

Conocíalo a no poderlo dudar, en la general atención que habían excitado el preámbulo de Saint-Aignan y la actitud particular de Madame. Los más discretos parecían dispuestos a devorar hasta la menor palabra que saliera de los labios del conde.

Comenzaron las toses, los movimientos para estrechar el círculo, y las miradas de reojo a cierta camarista, las cuales, para sostener con más decoro o más firmeza aquellas miradas investigadoras, jugaron sus abanicos y se prepararon como un duelista que va a hacer frente al fuego de su adversario.

En aquel tiempo, era tal la costumbre de las conversaciones ingeniosas y de los relatos intrincados, que en circunstancias en que una tertulia moderna, olfateando escándalo y tragedia, huiría quizá asustada, la reunión de Madame se acomodaba en sus respectivos puestos, para no perder una palabra ni un gesto de la comedia compuesta en provecho suyo por el señor de Saint-Aignan, cuyo desenlace, cualesquiera que fuesen el estilo y la intriga, debía ser precisamente de calma y de observación.

El conde era conocido por hombre culto y narrador; así fue que dio principio con el mayor desembarazo en medio de un silencio sepulcral, y temible por lo mismo para cualquiera otro que no, fuese él.

—Señora, el rey permite que me dirija primero a Vuestra Alteza Real, ya que os habéis proclamado como la más curiosa de la reunión; tendré, de consiguiente, el honor de decir a Vuestra Alteza Real que las dríadas habitan con preferencia en los huecos de las encinas, y, como las dríadas son hermosas criaturas, mitológicas; hospédanse en los árboles hermosísimos, esto es, los mayores que pueden encontrar.

A este exordio, que recordaba bajo un transparente velo la famosa historia de la encina real, que había hecho tan gran papel en la última noche, fueron tantos los corazones que latieron de alegría o de inquietud, que si Saint-Aignan no hubiera tenido la voz clara y sonora, aquellos latidos se habrían oído por encima de su voz.

—Pues debe haber dríadas en Fontainebleau —dijo Madame tranquilamente—, porque en mi vida he visto encinas más hermosas que las del parque real.

Y al pronunciar estas palabras, envió directamente a Guiche una mirada, de la que éste no tuvo motivos para quejarse como de la precedente, que, según hemos dicho, había conservado ciertos visos de vaguedad, demasiado penosos para un corazón tan amante.

—Precisamente, señora, iba a hablar de Fontainebleau a Vuestra Alteza Real —dijo Saint-Aignan—, porque la dríada de que se trata habita en el parque del palacio de Su Majestad.

El lance estaba empeñado; la acción comenzaba; historiador y oyentes, ninguno podía ya retroceder.

—Escuchemos —dijo Madame—, pues se me figura que la historia ha de tener, no sólo todo el encanto de un relato nacional, sino también de una crónica muy contemporánea…

—Debo comenzar por el principio —dijo el conde—. Pues, señor, en Fontainebleau hay una cabaña de hermosa apariencia; habitada por pastores. Uno de ellos es el pastor Tirsis, de quien son los dominios más fértiles y ricos por herencia de sus antepasados. Tirsis es joven y hermoso, y sus cualidades le hacen ser el primer pastor de la comarca. Puede, pues, decirse francamente que es el rey.

Un ligero murmullo de aprobación estimuló al narrador; que continuó:

—Su fuerza iguala su valor; nadie despliega más destreza en la caza de fieras, ni más sabiduría en los conejos. Ora maneje un caballo en las hermosas llanuras de sus propiedades, ora conduzca a los juegos de destreza y vigor a los pastores que le obedecen, nadie diría sino que es el dios Marte agitando su lanza en las llanuras de Tracia, o más bien Apolo, dios del día, cuando arroja sobre la tierra sus dardos inflamados.

Ya se comprenderá que este retrato alegórico del rey no era de los peores exordios que el historiador podía elegir. Así fue que no dejó de causar su efecto, tanto en los concurrentes, quienes por deber y por gusto prorrumpieron en aplausos, como en el mismo rey, a quien agradaba en extremo la lisonja cuando era delicada, y, no desagradaba tampoco aun cuando fuera algo exagerada. Saint-Aignan prosiguió:

—Y no ha sido sólo, señoras, en los juegos de gloria donde el pastor Tirsis ha conseguido esa fama que le hace ser rey de los pastores.

—De los pastores de Fontainebleau —dijo el rey sonriendo a Madame.

—¡Oh! —murmuró Madame—. Fontainebleau está tomado arbitrariamente por el poeta; yo os digo que es rey de los pastores del mundo entero.

El rey olvidó su papel de oyente pasivo, y se inclinó.

—Al lado de las bellas especialmente —prosiguió Saint-Aignan— en medio de un murmullo halagador donde resplandece con más esplendor el mérito de ese rey de pastores. Es un pastor de talento tan claro como puro de corazón; sabe decir un requiebro con una gracia irresistible, y sabe amar con una discreción que promete a sus afortunadas conquistas la suerte más digna de envidia. Jamás promueve un escándalo, ni incurre en uno. Quien ha visto y oído a Tirsis, debe amarle; y el que le ama y es amado de él, puede decir que ha encontrado la felicidad.

Saint-Aignan hizo aquí una pausa a fin de saborear el placer de los cumplimientos, y aquel retrato, a pesar de lo grotescamente ampuloso que era, encontró grande aceptación, sobre todo en aquellos oídos a quienes los elogios del pastar no habían parecido exagerados. Madame invitó al orador a continuar.

—Tirsis —dijo el conde—, tenía, un fiel compañero, o más bien un coloso servidor que se llamaba Amintas.

—¡Ah! ¡Veamos el retrato de Amintas! —dijo maliciosamente Madame—. ¡Sois tan excelente pintor, señor de Saint-Aignan!

—Señora…

—Vamos conde; no vayáis a sacrificar al pobre Amintas; sería cosa que no os perdonaría jamás.

—Señora, Amintas, de condición excesivamente inferior, sobre todo respecto de Tirsis, para que pueda tener el honor de un paralelo.

—Hay ciertos amigos, como aquellos servidores de la antigüedad, que habíanse enterrar vivos a los pies de su amo. El sitio de Amintas está a los pies de Tirsis; ningún otro reclama, y si alguna vez el lustre héroe.

—Ilustre pastor, querréis decir —interrumpió Madame, simulando corregir al señor de Saint-Aignan.

—Tiene razón Vuestra Alteza Real; me había equivocado —repuso el cortesano—. Si alguna vez, decía, el pastor Tirsis se digna llamar a Amintas amigo suyo y abrirle su corazón, es un favor superior a todo encarecimiento, que aprecia el último como la mayor felicidad.

—Todo eso —repuso Madame— demuestra la adhesión absoluta que profesa Amintas a Tirsis, pero no nos ofrece el retrato de Amintas. No le aduléis si os parece, pero no dejéis de pintárnoslo; quiero el retrato de Amintas.

Saint-Aignan prosiguió, después de haberse inclinado profundamente delante de la cuñada de Su Majestad.

—Amintas —dijo— tiene algunos años más que Tirsis; no es un pastor del todo desfavorecido de la naturaleza, y como dicen que las musas se dignaron sonreír a su nacimiento, como sonrió Hebe a la juventud, no tiene ambición de figurar pero sí de ser amado, y quizá no sería indigno de ello si fuese bien conocido.

Este último párrafo, reforzado con una mirada mortífera, fue dirigido directamente a la señorita de Tonnay-Charente, la cual sostuvo el choque sin conmoverse.

Pero la modestia y la destreza de la alusión había producido buen efecto, y Amintas recogió el fruto en aplausos; la cabeza misma de Tirsis fue la que dio la señal con un consentimiento lleno de benevolencia.

—Sucedió; pues —prosiguió Saint-Aignan—, que una noche paseaban Tirsis y Amintas par el bosque, hablando de sus penas amorosas. Hay que advertir, señoras, que esto es ya lo referido por la dríada; de otra suerte no se hubiera podido saber lo que se decían Tirsis y Amintas, los dos pastores más discretos del mundo. Llegaron, pues, al sitio más espeso del bosque para aislarse y confiarse con mayor libertad sus penas, cuando de pronto hirió sus oídos un rumor de voces.

—¡Ah, ah! —se oyó en tono del narrador—. La cosa se hace interesante.

Al llegar a este punto, Madame, semejante al general que inspecciona su ejército, reanimó con una mirada a Montalais y Tonnay-Charente, que parecían sucumbir a aquel esfuerzo.

—Aquellas voces armoniosas —prosiguió Saint-Aignan—, eran de unas pastoras que habían querido gozar también de la frescura de las sombras, y que, conociendo lo apartado del sitio, habíanse reunido en él para comunicarse algunas ideas sobre el aprisco.

Una inmensa carcajada, producida por aquella frase de Saint-Aignan, y una imperceptible sonrisa del rey al mirar a Tonnay-Charente, fueron los resultados de aquella salida.

—La dríada asegura —continuó Saint-Aignan—, que las pastoras eran tres, todas jóvenes y hermosas.

—¿Sus nombres? —dijo Madame tranquilamente.

—¡Sus nombres! —exclamó Saint-Aignan, rebelándose contra aquella indiscreción.

—Sí por cierto. Puesto que habéis llamado a vuestros pastores Tirsis y Amintas, dad a las pastoras los nombres que mejor os parezcan.

—¡Oh señora! No soy un inventor, y sólo relato lo que ha dicho la dríada.

—¿Cómo llamaba vuestra dríada a esas pastoras? ¡Vaya una memoria rebelde! ¿O estaba acaso por ventura esa dríada enemistada con la diosa Mnemosina?

—Señora, esas pastoras… Tened presente que revelar, nombres de mujeres es un crimen.

—De que os perdona una mujer, conde, con la condición de que me reveléis el nombre de las pastoras.

—Pues se llamaban Filis, Amarilis y Galatea.

—¡Enhorabuena! Nada han perdido por aguardar —dijo Madame—, porque los nombres son todos muy lindos. Veamos sus retratos.

Saint-Aignan hizo otro movimiento.

—Procedamos por orden, conde —continuó Madame—. ¿No es cierto, señor, que hacen muy al caso los retratos de las pastoras?

El rey, que no esperaba aquella insistencia y principiaba a sentir algunas inquietudes, no creyó que debía dar alas a la peligrosa curiosidad de Madame. Por otra parte, creyó que Saint-Aignan encontraría el medio de deslizar en sus retratos algunos rasgos delicados que no desagradarían a los oídos que Su Majestad deseaba tener propicios. Entre esa esperanza, y ese temor, autorizó Luis a Saint-Aignan para trazar el retrato de las pastoras Filis, Amarilis y Galatea:

—Pues bien, estoy pronto —dijo Saint-Aignan— como hombre que toma su partido.

Y comenzó.