Capítulo LIVDichoso como un príncipe

En el mismo instante que el señor de Bragelonne iba a entrar en el palacio, encontró a Guiche.

Mas antes de encontrar a Raúl, Guiche había encontrado a Manicamp, el cual había encontrado a Malicorne.

¿Y cómo Malicorne había encontrado a Manicamp? De una manera muy sencilla: esperándole a que saliera de misa, a la que asistió en compañía del señor de Saint-Aignan.

Luego que estuvieron reunidos, se felicitaron por aquel encuentro, y Manicamp se aprovechó de la ocasión a fin de preguntar a su amigo si le habían quedado por casualidad algunos escudos en el bolsillo.

Este, sin sorprenderse de la pregunta, que tal vez esperaba, le contestó que todo bolsillo de donde siempre se saca sin meter nunca, aseméjase a los pozos, que suministran agua durante el invierno; pero que los jardineros acaban por agotar en el verano; que su bolsillo no carecía de profundidad, y que tenía gran placer en sacar de él en tiempo de abundancia, pero que, desgraciadamente, el abuso había traído en pos de sí la esterilidad.

A lo cual, todo preocupado, había replicado Manicamp: «Tenéis razón».

—Por consiguiente, de lo que debe tratarse es de llenarlos —repuso Malicorne.

—Así es; pero ¿cómo?

—Nada más fácil, querido señor Manicamp.

—¡Bueno! Decid.

—Un destino en casa de Monsieur y se llena el bolsillo.

—Pero si ya tenéis ese destino.

—Lo que tengo es el título.

—¿Y qué?

—Un título sin destino, es un bolsillo sin dinero.

—Tenéis razón —respondió por segunda vez Manicamp.

—Emprendámosla con el destino —insistió el titular.

—Querido, mi muy querido amigo —suspiró Manicamp—; un destino en casa de Monsieur, es una de las graves dificultades de nuestra situación.

—¡Oh, oh!

—Sí, por cierto; en este instante nada podemos pedir a Monsieur.

—¿Y por qué?

—Porque estamos en relaciones frías con él.

—¡Qué disparate! —articuló claramente Malicorne.

—¡Bah! Y si hacemos la corte a Madame —dijo Manicamp—, ¿creéis que pueda Monsieur mirarnos con buenos ojos?

—Pues precisamente si hacemos la corte a Madame y somos hábiles, debe adorarnos Monsieur.

—¡Hum!

—¡Oh, somos unos tontos! Daos prisa, pues, señor Manicamp, vos que sois, gran político, a procurar que hagan las paces el señor de Guiche y Su Alteza Real.

—Veamos, Malicorne, ¿qué os ha dicho el señor de Saint-Aignan?

—¿A mí? Nada; antes bien me ha preguntado:

—Pues conmigo ha sido menos prudente.

—¿Y qué os ha dicho?

—Que el rey está locamente enamorado de la señorita de La Vallière.

—¡Ya sabíamos eso, diantre! —replicó irónicamente Malicorne—. Y bien alto se dice para que nadie lo ignore; pero entre tanto haced lo que os digo: hablad al señor de Guiche, y procurad recabar de él que dé algún paso hacia Monsieur. ¡Qué diantre!

—¡Bien debe eso a Su Alteza Real!

—Pero sería preciso ver a Guiche.

—Creo que no hay en ello gran dificultad. Haced por verle, lo que he hecho yo por veros a vos; aguardadle, pues ya sabéis que por carácter le gusta pasear.

—Sí, pero ¿por dónde pasea?

—¡Vaya un apuro! El señor de Guiche está enamorado de Madame, ¿no es cierto?

—Así dicen.

—Pues bien, entonces paseará por el lado de las habitaciones de Madame.

—Y que no os engañáis; querido Malicorne, pues por allí lo veo venir. ¿Y por qué me había yo de engañar? ¿Habéis visto que sea ésa mi costumbre? Con que, ¡ea!, no se trata más que de entendernos. ¿Tenéis necesidad de dinero?

—¡Ay! —suspiró tristemente Manicamp.

—Pues yo necesito mi destino. Tenga Malicorne el destino, que Manicamp tendrá dinero. Esto no es más difícil que aquello.

—Entonces, perded cuidado. Haré lo que esté de mi parte.

—Pues a ello.

Guiche se aproximaba; Malicorne echó por otro lado, y Manicamp atrapó a Guiche. El conde estaba pensativo y sombrío.

—¿Qué consonante buscáis, querido conde? Tengo una excelente para concertar con la vuestra, sobre todo si la vuestra es asna.

Guiche sacudió la cabeza, y, reconociendo a un amigo, le cogió del brazo.

—Mi querido Manicamp —dijo—, otra cosa busco que una consonante.

—¿Qué buscáis?

—Y vais a ayudarme a encontrar lo que busco —continuó el conde—, vos, que sois un perezoso, es decir, una persona de ingenio.

—Pongo todo mi ingenio a vuestra disposición, apreciable conde.

—El hecho es el siguiente: quiero facilitarme entrada en una casa donde tengo que hacer.

—Es necesario ir adonde está esa casa —dijo Manicamp.

—Ya. Pero la casa está habitada por un esposo celoso.

—¿Más vigilante que el Cancerbero?

—No más, pero sí tanto.

—¿Tiene tres bocas, como aquel desesperado guardián de los infiernos…? ¡Oh! No os encojáis de hombros, querido conde, que no hago esa pregunta sin motivo. Dicten los poetas que para adormecer al Cancerbero es preciso que el viajero vaya provisto de una torta. Yo, que veo la cosa por su lado prosaico, es decir, por su lado real y verdadero, digo entre mí: «una torta es muy poco para tres bocas». Si vuestro celoso tiene tres bocas, conde, pedid tres tortas.

—Manicamp, para consejos de esa especie, iría a buscarlos a casa del señor de Beautru.

—Pues para tenerlos mejores, señor conde —dijo Manicamp con seriedad cómica—, procurad adoptar una fórmula más clara que la que habéis usado.

—¡Ah! Si estuviese aquí Raúl; él me comprendería —dijo Guiche.

—Ya lo creo, principalmente si le decíais: «Mucho desearía ver a Madame más de cerca, pero temo a Monsieur, que está celoso».

—¡Manicamp! —exclamó encolerizado el conde, procurando confundir con su mirada a aquel impertinente.

Mas el impertinente no pareció sentir la menor emoción.

—¿Qué hay, mi querido conde? —preguntó Manicamp.

—¿Así profanáis los nombres más respetables, los primeros nombres del reino? —exclamó Guiche.

—No os incomodéis por eso, mi querido conde, y haced cuenta de que nada he dicho.

—Pero si se trata de una dama que tiene un esposo celoso, os aconsejo lo siguiente: «Para ver a la mujer, conciliaos al marido».

—Mal chiste —dijo sonriendo el conde— es el que has dicho.

—Pasemos a otra cosa.

—¡Bien!

—Ahora —añadió Manicamp—, ¿queréis que sean la señora duquesa… y el señor duque? Entonces os diría: «Conciliémonos a esa casa, cualquiera que sea; porque semejante táctica no puede ser en ningún caso desfavorable a vuestro amor».

—¡Ay, Manicamp! Un pretexto, un buen pretexto, ¡búscamelo!

—Un pretexto, ¡pardiez! Cien, mil tendríamos, si estuviese aquí Malicorne. Bien seguro que os habría encontrado ya cincuenta mil pretextos a cual mejor.

—¿Quién es Malicorne? —dijo Guiche guiñando los ojos como quien busca—. Se me figura que conozco ese nombre…

—¡Ya lo creo que lo conocéis! ¡Cómo que debéis treinta mil escudos a su padre!

—¡Ah! Sí, es aquel digno mozo de Orléans.

—A quién prometisteis un destino en casa de Monsieur; no el marido celoso, sino el otro.

—Pues bien, puesto que tanto ingenio tiene tu amigo Malicorne, que me busque el medio de ser adorado por Monsieur, que me busque conservar su favor.

—Le hablaré de ello. Pero ¿quién viene allí?

—El vizconde de Bragelonne.

—¡Raúl! Sí, en efecto.

Y Guiche se apresuró a salir al encuentro del joven.

—¿Vos por aquí, mi querido Raúl? —dijo Guiche.

—Sí, os buscaba para despedirme, querido amigo —repuso Raúl apretando la mano al conde—. Buenos días, señor Manicamp.

—Pues qué, ¿te vas, vizconde?

—Sí, me voy.

—Misión del rey.

—¿Y adónde vas?

—A Londres. Voy a ver a Madame, que tiene que entregarme una carta parra Su Majestad el rey Carlos II.

—Sola la hallarás, pues Monseñor ha salido.

—Para ir…

—Al baño.

—Entonces, querido amigo, tú, que eres gentilhombre de Monsieur, encárgate de disculparme. Habría ido para recibir sus órdenes, si el señor Fouquet no me hubiera manifestado que su Majestad deseaba que partiese inmediatamente.

Manicamp dio con el codo a Guiche.

—Ved ahí un pretexto —dijo.

—¿Cuál?

—El de presentar, las excusas del señor de Bragelonne.

—Débil pretexto —dijo Guiche.

—Excelente, si Monsieur no os tiene rencor; malo, como otro cualquiera, si por el contrario os lo tiene.

—Es verdad, Manicamp; un pretexto, sea el que quiera, es cuanto necesito. ¡Mi, pues, feliz viaje, querido Raúl!

Y, seguidamente, se abrazaron los dos amigos.

Cinco minutos después, entraba Raúl en la habitación de Madame, en conformidad al recado que le enviara por medio de la señorita de Tonnay-Charente.

Hallábase todavía Madame sentada a la mesa, donde había escrito su epístola. Ante ella ardía la bujía de cera color de rosa que de había servido para sellarla, pues, en su preocupación, se le olvidó apagarla.

Esperaba a Bragelonne; de modo que le anunciaron así qué se presentó.

Bragelonne era la elegancia personificada: imposible verle una vez sin que su figura quedara impresa para siempre; y Madame no sólo le había visto una vez, sino que, como se recordará, fue uno de los primeros en salir a recibirla, para acompañarla del Havre a París.

Por consiguiente, Madame conservaba muy buenos recuerdos de Bragelonne.

—¡Ah! —le dijo—. Al fin, señor, vais a ver a mi hermano, que tendrá la satisfacción de satisfacer al hijo parte de la deuda de reconocimiento contraída con el padre.

—Señora, el conde de la Fère está ampliamente recompensado de lo poco que ha tenido la honra de hacer en obsequio del rey, con las bondades que el rey se ha dignado manifestarle, y yo voy, por el contrario, a hacer presente a Su Majestad el respeto y el reconocimiento que le profesan tanto el padre como el hijo.

—¿Conocéis a mi hermano, señor vizconde?

—No, Alteza; ésta será la vez primera que tenga el gusto de ver a Su Majestad.

—No tenéis necesidad de recomendación alguna para con él; pero, si acaso dudarais de vuestro valor personal, tomadme resueltamente por fiadora vuestra, que no os desmentiré.

—¡Oh! Vuestra Alteza es en extremo bondadosa.

—No, señor de Bragelonne. Me acuerdo de cuando hicimos el camino juntos, y entonces advertí vuestra exquisita prudencia en medio de las supremas locuras que hacían a vuestra derecha y a vuestra izquierda, dos de los más grandes y rematados locos de este mundo: los señores de Guiche y de Buckingham. Mas no hablemos de ellos, y vengamos a vos. ¿Vais a Inglaterra para procuraros allí alguna posición? Perdonad mi pregunta; no es la curiosidad, sino el deseo de poderos ser provechosa en algo, lo que me la dicta.

—No, señora; voy a Inglaterra para desempeñar una misión que Su Majestad ha tenido a bien confiarme.

—¿Y pensáis regresar a Francia?

—Así que cumpla mi encargo, a menos que Su Majestad el rey Carlos II me dé otras órdenes.

—A lo menos estoy segura de que os suplicará que permanezcáis a su lado todo el tiempo que os sea posible.

—Entonces, como no sabré negarme a ello, pediré de antemano a Vuestra Alteza Real se digne recordar al rey de Francia que tiene lejos de sí a uno de sus mas fieles servidores.

—Mirad lo que decís, porque quizá cuando os llame miréis su orden como un abuso de poder.

—No comprendo, señora.

—Ya sé que la corte de Francia es incomparable; pero también la de Inglaterra posee muy lindas muchachas.

Raúl sonrió.

—¡Oh! —continuó Madame—. Esa sonrisa nada bueno presagia para mis compatriotas.

—Es como si dijeseis. «Vengo entre vosotras, pero dejo mi corazón al otro lado del Estrecho». ¿No es eso lo que significa vuestra sonrisa?

—Vuestra Alteza tiene el don de leer hasta en lo más profundo de las almas; ahora comprenderá por qué será un sentimiento para mí que se prolongue mi permanencia en la corte de Inglaterra.

—Excuso preguntar si un caballero tan distinguido como vos es correspondido.

—Señora, me he criado con la que amo, y creo que ella me profesa los mismos sentimientos que le profeso yo a ella.

—Pues bien, partid pronto, señor de Bragelonne; volved pronto, y, a vuestro regreso, tendremos el gusto de ver dos personas felices, porque supongo que no habrá obstáculo alguno a vuestra felicidad.

—Hay uno, y grande, señora.

—¡Bah! ¿Y cuál?

—La voluntad del rey.

—¡La voluntad del rey…! ¿Se opone el rey a vuestro matrimonio?

—Por lo menos lo difiere. Hice pedir a Su Majestad su consentimiento por medio del conde de la Fère, y aunque no lo ha negado categóricamente, le manifestó que lo haría esperar.

—¿Es acaso indigna de vos la persona a quien amáis?

—Es digna del amor de un rey, señora.

—Quiera decir, si no es de nobleza igual a la vuestra.

—Es de muy buena familia.

—¿Joven? ¿Bella?

—Diecisiete años… Y en cuanto a hermosura, para mí es encantadora.

—¿Está en alguna provincia, o en París?

—En Fontainebleau, señora.

—¿En a Corte?

—Sí.

—¿La conozco yo?

—Tiene el honor de pertenecer a la Casa de Vuestra Alteza Real.

—¿Su nombre? —preguntó pon ansiedad la princesa—. A menos —añadió recobrándose al punto que su nombre sea un secreto.

—No, señora; mi amor es demasiado puro para hacer de él un secreto, y mucho menos para Vuestra Alteza, que tan bondadosa se muestra conmigo. La persona a quien amo es la señorita Luisa de La Vallière.

La princesa no pudo dominar un grito en que había algo más que sorpresa.

—¡Ah! —dijo—. La Vallière… la que ayer.

La princesa se contuvo.

—La que ayer encontraron indispuesta —prosiguió.

—Sí, señora. Hasta esta mañana no he tenido noticia de esa indisposición.

—¿Y la habéis visto antes de venir aquí?

—He tenido el honor de despedirme de ella.

—¿Y decís —añadió Madame haciendo un esfuerzo sobre sí misma—, que el rey… ha diferido vuestro enlace con ella?

—Sí, señora; lo ha diferido.

—¿Y ha dado alguna razón para ello?

—Ninguna.

—¿Hace mucho que el conde de la Fère le solicitó su consentimiento?

—Más de un mes, señora.

—¡Es extraño! —dijo la princesa. Y algo como una nube cruzó por delante de sus ojos.

—¿Un mes? —repitió.

—Poco más o menos.

—Tenéis razón, señor vizconde —dijo la princesa con cierta sonrisa en que Bragelonne hubiera podido notar alguna violencia—; es preciso que mi hermano no os retenga mucho tiempo a su lado; partid pronto, y, en la primera carta que escriba a Inglaterra, os reclamaré en nombre del rey.

Y Madame se levantó para poner su carta en manos de Bragelonne.

Raúl comprendió que su audiencia había concluido; cogió la carta, se inclinó ante la princesa y salió.

—¡Un mes! —murmuró la princesa—. ¿Tan ciega habré estado que no haya advertido en un mes esta inclinación?

Y, como no tenía nada que hacer, comenzó para su hermano la carta en cuyo post scriptum debía ser llamado Bragelonne.

El conde de Guiche había, como ya hemos; visto, cedido a las instancias de Manicamp dejándose arrastrar por él hasta las cuadras, donde hicieron ensillar sus caballos; tras de lo cual, por la estrecha alameda, cuya descripción hemos dado ya, avanzaron al encuentro de Monsieur, quien al salir del baño, volvía fresco hacia Palacio, llevando sobre el rostro un velo de mujer, para que el sol; que ya calentaba, no le tostase el cutis.

Monsieur se hallaba en uno de esos accesos de buen humor que le inspiraba a veces la admiración de su propia hermosura. En el agua había podido comparar la blancura de su cuerpo con la del cuerpo de sus cortesanos; y, gracias al cuidado que Su Alteza Real tenía de sí mismo; ninguno pudo, ni aun el caballero de Lorena, sostener la comparación.

Monsieur había además, nadado con buen éxito, y todos sus nervios, tensos en moderada medida por aquella saludable inmersión en el agua fresca, mantenían su cuerpo y su espíritu en feliz equilibrio.

De modo que, al ver a Guiche, que le salía al encuentro al trote sobre magnífico caballo blanco, el príncipe no dudó contener una exclamación de alegría.

—Me parece que la cosa marcha —dijo Manicamp, que creyó leer aquella benevolencia en la fisonomía de Su Alteza Real.

—¡Buenos días, Guiche, buenos días mi pobre Guiche! —exclamó el príncipe.

—¡Saludo a monseñor! —exclamó Guiche, animado por el tono de voz de Felipe—. ¡Salud, alegría, dichas y prosperidades a Vuestra Alteza!

—Bienvenido, Guiche. Colócate a mi derecha y refrena un poco tu caballo, pues quiero ir al paso bajo estas frescas bóvedas.

A vuestras órdenes, monseñor: Y Guiche se colocó a la derecha del príncipe, según se le había invitado.

—Vamos a ver, mi querido Guiche —dijo el príncipe—, vamos a ver si me das alguna noticia de aquel Guiche que conocí en otro tiempo y que hacía la corte a mi mujer.

Guiche se puso encendido hasta el blanco de los ojos, mientras Monsieur se deshacía de risa, como si hubiese dicho la mayor agudeza del mundo.

Los privilegiados que rodeaban a Monsieur creyéronse obligados a imitarle, aun cuando no oyeran sus palabras, y prorrumpieron en estrepitosa carcajada, que, empezando por el primero, atravesó la comitiva y no se apagó hasta el último.

Guiche, a pesar de lo ruborizado que estaba, se mantuvo firme. Manicamp le miraba.

—¡Ay, monseñor! —replicó Guiche—. Sed caritativo con un desgraciado. ¡No me inmoléis al caballero de Lorena!

—¿Por qué decís eso?

—Porque si os oye burlaros de mí, procurará sobrepujar a Vuestra Alteza y se burlará sin compasión.

—¿De tu amor a la princesa?

—¡Oh monseñor, piedad!

—Vamos, vamos, Guiche, confiesa que has hecho la corte a Madame.

—Jamás confesaré semejante cosa, monseñor.

—¿Por respeto a mí? Pues bien, te dispenso el respeto, Guiche. Confiésalo, como si se tratara de la señorita de Chalais o de da señorita de La Vallière.

E interrumpiéndose a tales palabras:

—¡Vaya! —dijo, volviendo de nuevo a su risa—. Esgrimo una espada de dos filos. Te hiero a ti, y hiero a mi hermano, a Chalais y a La Vallière, a tu prometida y a ti, a su futura y a él.

—En verdad, monseñor —dijo el conde—, que estáis hoy de un humor excelente.

—Sí que me encuentro bien; y además he tenido un placer en verte.

—Gracias, monseñor.

—¿Con que me mirabas con malos ojos?

—¿Yo, monseñor?

—Sí.

—¿Y por qué, Dios mío?

—Por haber interrumpido tus zarabandas y tus españoladas.

—¡Oh! ¡Vuestra Alteza!

—Vamos, no me lo niegues. Aquel día saliste del cuarto de la princesa con ojos furibundos; eso te ha traído desgracia, querido, y ayer bailaste de una manera lastimosa. No pongas mal gesto, Guiche, pues te perjudica notablemente ese aire de oso de que te revistes. Si la princesa te miró bien ayer, estoy seguro de una cosa.

—¿De qué, monseñor? ¡Vuestra, Alteza me asusta!

—De que te habrá desdeñado completamente.

Y el príncipe se echó a reír. «Decididamente —pensó Manicamp— la posición en nada influye y, todos son iguales».

El príncipe prosiguió:

—Al fin has vuelto, y tengo esperanzas de que el caballero se muestre amable.

—¿Cómo es eso, monseñor? ¿A qué milagro debo semejante influencia sobre el señor de Lorena?

—A una cosa muy sencilla: está celoso de ti.

—¡Ah! ¡Bah! ¿De veras?

—Certísimo.

—Me hace en eso mucho honor.

—Ya ves; cuando estás tú, me agasaja; cuando te marchas, me martiriza. Reina como por báscula. Y además, ¿no sabes la idea que se me ha ocurrido?

—No se me alcanza, monseñor.

—Pues bien, cuando te hallabas en el destierro… Porque fuiste desterrado, mi pobre Guiche…

—¡Pardiez! Monseñor, ¿y de quién fue la culpa? —dijo Guiche aparentando enojo.

—¡Oh! No ha sido mía seguramente, querido conde —replicó Su Alteza Real—. ¡A fe de príncipe que no pedí al rey que te desterrase!

—Bien sé que no fuisteis vos, monseñor, sino…

—¿Sino Madame?

—¡Oh! En cuanto a eso no diré que no.

—Pero ¿qué demonios hiciste a Madame?

—En verdad, monseñor.

—Ya sé que las mujeres son rencorosas, y la mía no está exenta de esa propensión. Pero si ella te ha hecho desterrar, lo que es yo no te tengo mala voluntad.

—Entonces, monseñor —dijo Guiche—, no soy desgraciado más que a medias.

Manicamp, que iba detrás de Guiche y no perdía palabra de lo que decía el príncipe, bajó sus hombros hasta tocar el cuello de su caballo para ocultar la risa que no podía reprimir.

—Por otra parte, tu destierro ha hecho brotar en mí una idea.

—Lo celebró, señor.

—Cuando el caballero; viéndote lejos de mí, y seguro de reinar solo, me martirizaba a su sabor, yo, que a pesar de lo que me decía aquel maligno mozo veía a Madame tan afable y tan buena para conmigo, a pesar del poco caso que le hacía, tuve la idea de hacerme marido modelo, una rareza, una curiosidad de Corte: en una palabra, tuve la idea de amar a mi mujer.

Guiche miró al príncipe con aire de asombro que nada tenía de ficción.

—¡Oh! —tartamudeó Guiche, trémulo—, supongo, monseñor, que esa idea no se os habrá ocurrido seriamente.

—A fe mía. Tengo bienes que me dio mi hermano cuando me casé; ella tiene dinero, y mucho, que saca a la vez de su hermano y de su cuñado, de Inglaterra y de Francia. Pues bien, podíamos dejar la Corte y retirarnos al palacio de Villers Cotterets, que es de mi pertenencia, al interior de un bosque donde nos consagraríamos a un amor perfecto, en los mismos sitios que recorría mi abuelo Enrique IV con la bella Gabriela… ¿Qué te parece la idea, Guiche?

—Que es para sobresaltar a cualquiera, monseñor —contestó Guiche; sobresaltado realmente.

—Vamos, veo que no soportarías ser desterrado otra vez.

—¿Yo, monseñor?

—Y me obligarías a dejar de llevarte conmigo, como primero había pensado:

—¿Cómo con vos, monseñor?

—Sí; dado que vuelve a ocurrírseme la idea de fastidiarme de la Corte.

—¡Oh! Monseñor, no quede por eso; que yo seguiré a Vuestra Alteza hasta el fin del mundo.

—¡Oh! ¡Qué torpeza! —exclamó Manicamp echando su caballo sobre el de Guiche, con objeto de desazonarlo.

Pasando luego a su lado, como si no fuese dueño de contener su caballo.

—Meditad bien lo que decís —le deslizó por lo bajo.

—Entonces —dijo el príncipe—, quedamos en eso, ya que tanto me quieres, te llevo conmigo.

—Adonde queráis, señor, adonde queráis —replicó alegremente Guiche—; y si os place, ahora mismo.

—¿Estáis dispuesto?

Y Guiche aflojó las riendas a su caballo, que dio dos brincos hacia adelante.

—Un momento —dijo el príncipe—; pasemos por Palacio.

—¿Para qué?

—¡Para recoger a mi mujer, diantre!

—¿Cómo es eso? —preguntó Guiche.

—Ya te he dicho que es un proyecto de amor conyugal, y hace falta que lleve a mi mujer.

—Entonces, monseñor —respondió el conde— siento decíroslo, pero no contéis con Guiche.

—¡Bah!

—Sí. ¿Para qué llevar a Madame?

—¡Toma! Porque voy conociendo que la amo.

Guiche palideció ligeramente, aunque procuró conservar su aparente alegría.

—Si amáis a Madame, monseñor —dijo—, ese amor debe bastaros, y no tenéis necesidad de vuestros amigos.

—No está mal, no está mal —murmuró Manicamp.

—Ya vuelves otra vez con tus miedos a Madame replicó el príncipe.

—Monseñor, no debéis extrañarlo, si consideráis que me ha hecho desterrar.

—¡Ay; Dios mío! Mal carácter tienes, Guiche; eres muy rencoroso, amigo mío.

—Quisiera veros en mi lugar, monseñor.

—Indudablemente, por eso bailaste tan mal ayer; quisiste vengarte poniéndola en el caso de hacer figuras falsas. ¡Ah, Guiche, eso es mezquino, y se lo diré a Madame!

—¡Oh! Podéis decirle cuanto queráis, monseñor. Su Alteza no puede aborrecerme más de lo que me aborrece en la actualidad.

—Mucho exageras, Guiche, para quince días, y, cuando los pasa uno fastidiándose, son una eternidad.

—¿De suerte que no se lo perdonarás?

—Jamás.

—Vamos, vamos, Guiche, sentimientos. Quiero que hagas las paces con ella: Ya verás por su trato que tiene buen corazón y no le hace falta talento.

—Monseñor…

—Verás que sabe recibir como una princesa y reír como una plebeya; verás: en fin, que sabe hacer, cuando quiere, que las horas pasen como minutos. Guiche, amigo mío, es necesario que cambies de opinión respecto a mi mujer.

«Decididamente —se dijo Manicamp—, he aquí un marido a quien el nombre de su mujer le traerá desgracia; el difunto rey Candaules era un tigre al lado de Monsieur».

—De todos modos —añadió el príncipe—, ya cambiarás de opinión, Guiche; yo te lo aseguro. Ahora, lo que será preciso es que te facilite el camino, pues Madame no es trivial, y no todo el que quiere, logra hacerse buen lugar en su corazón.

—Monseñor…

—Nada de resistencia, Guiche, o nos incomodaremos —replicó el príncipe.

—Ya que así lo quiere —dijo Manicamp al oído de Guiche—, dadle gusto.

—Monseñor —dijo el cande— obedeceré.

—Y para dar principio —replicó Monsieur— comerás hoy conmigo, y te conduciré luego al cuarto de Madame, donde hay juego esta noche.

—¡Oh! en cuanto a eso, monseñor —objetó Guiche—, me permitiréis resistir.

—¡Todavía! Eso es una rebelión.

—Madame me recibió ayer muy mal delante de todo el mundo.

—¿De veras? —dijo riendo el príncipe.

—Hasta el punto de no haberme contestado siquiera cuando le hablé; podrá ser bueno, no tener amor propio, pero un poco no daña, como suele decirse.

—Conde, después de comer irás a vestirte a tu cuarto, y volverás a buscarme, que yo te esperaré.

—Puesto que Vuestra Alteza lo manda absolutamente…

—Absolutamente:

«No soltará presa —se dijo Manicamp—. Estas cosas son a las que más se aferran los maridos. ¡Ah! Si Mollière hubiera oído a éste, bien seguro que lo habría puesto en verso».

Departiendo así el príncipe y su comitiva, pasaron a las habitaciones más frescas de Palacio.

—A propósito —dijo Guiche en el umbral de la puerta—, traía una comisión para Vuestra Alteza Real.

—¿Qué comisión?

—El señor de Bragelonne ha marchado a Londres con una orden del rey, y me ha encargado que haga presente sus respetos a monseñor.

—¡Bien! Deseo buen viaje al vizconde, a quien quiero mucho. Con que anda a vestirte, y ven a buscarme. Cuidado, que si no vuelves.

—¿Qué sucederá, monseñor?

—Te haré arrojar en la Bastilla.

—Ea, seguramente —dijo riendo Guiche—. Mi posición no deja de ser crítica entre Vuestra Alteza Real y Madame. Madame me hace desterrar, porque no me quiere bien, y Vuestra Alteza me hace prender, porque me quiere demasiado. ¡Gracias, monseñor! ¡Gracias, Madame!

—Vamos, vamos —dijo el príncipe—, eres un bellísimo amigo, y ya sabes que no acierto a pasar sin ti. Vuelve pronto.

—Bien, pero ahora me toca a mí hacerme de rogar, señor.

—¡Bah!

—¿Y no volveré a casa de Vuestra Alteza sino con una condición?

—¿Cuál?

—Hay un amigo de otro mío, a quien deseo servir.

—¿Y le llamas?

—Malicorne.

—¡Feo nombre!

—Pero le honra quien lo lleva, monseñor.

—Bien, ¿y qué quieres?

—Es el caso, señor, que tengo prometido un destino en vuestra casa al señor Malicorne.

—Un destino. ¿De qué clase?

—Un destino cualquiera; una inspección, pongo por caso.

—Hombre, viene perfectamente, pues ayer despedí al mayordomo de sala.

Pues sea mayordomo de sala, señor; ¿qué tiene que hacer?

—Nada más que observar y contar.

—¡Policía interior!

—Eso es.

—¡Oh! ¡Y qué bien lo desempeñará Malicorne! —aventuró a decir Manicamp:

—¿Conocéis al sujeto en cuestión, señor Manicamp? —preguntó el príncipe.

—Muchísimo, monseñor; soy amigo suyo.

—¿Y qué opináis de él?

—Que monseñor no tendrá nunca un mayordomo de sala mejor.

—¿Cuánto renta el cargo? —preguntó el conde al príncipe.

—Lo ignoro; pero lo que sí me han dicho es que jamás se paga bastante cuando está ocupado dignamente.

—¿Y a qué llamáis estar dignamente ocupado, príncipe?

—A que el funcionario que lo desempeñe sea hombre de ingenio.

—Entonces, creo que monseñor quedará contento, porque Malicorne tiene el ingenio del diablo.

—En ese caso no me saldrá caro el cargo —replicó el príncipe—, veo que me haces un verdadero obsequio, conde.

—Así lo creo, monseñor.

—Pues bien, anda a anunciar a tu amigo Malicorne…

—Malicorne, monseñor.

—No podré acostumbrarme a ese apellido.

—Bien decís Manicamp; monseñor.

—¡Oh! Y también acertaré a decir Malicorne. La costumbre todo lo puede.

—Llamadle como queráis, monseñor, pues podéis, estar seguro de que vuestro mayordomo de sala no se incomodará; tiene el carácter mejor del mundo.

—Pues bien, entonces, amigo Guiche, anunciadle su nombramiento… Pero, aguardad.

—¿Qué, monseñor?

—Quiero verle antes, pues si es tan feo como su nombre, no hay nada de lo dicho.

—Monseñor le conoce.

—¿Yo?

—Sí, por cierto. Monseñor le vio ya en el Palais Royal, y por cierto que fui yo quien se lo presentó.

—¡Ah! Sí, ya me acuerdo… ¡Diantre, pues es buen mozo!

—Bien sabía yo que monseñor lo habría notado.

—¡Sí, sí, sí! Mira, Guiche; no quiero que mí mujer ni yo tengamos fealdades a nuestro lado. Mi mujer tomará para camaristas jóvenes bonitas; yo, gentileshombres bien formados. Con eso, Guiche, si tengo hijos, serán concebidos bajo una buena inspiración, y mi mujer habrá visto buenos modelos.

—Formidablemente razonado, monseñor —dijo Manicamp, aprobando con los ojos y la voz al mismo tiempo.

En cuanto a Guiche, no debió hallar, sin duda, el razonamiento tan feliz, porque sólo opinó con el gesto, y para eso aquel gesto conservó un carácter marcado de indecisión.

Manicamp corrió a manifestar a Malicorne la buena noticia que acababa de saber.

Guiche aparentó que iba a vestirse a disgusto.

Monseñor, cantando, riendo y mirándose en el espejo, aguardó que llegase la hora de comer, con una satisfacción bastante propia para justificar este proverbio: «Dichoso como un príncipe».