A la mañana siguiente, o mejor dicho, aquel mismo día, porque los sucesos que acabamos de referir habían terminado a las tres de la mañana, antes del desayuno, como el rey partiera para la misa con las dos reinas, como Monsieur, con el caballero de Lorena y algunos otros familiares, montara a caballo para dirigirse al río, con objeto de tomar uno de aquellos famosos baños que tanto enloquecían a las damas; como sólo quedase Madame en el palacio, que, so pretexto de hallarse indispuesta, no quiso salir, viose, a mejor dicho, se distinguió apenas a Montalais deslizarse fuera de la cámara de las camaristas, llevando tras de sí a La Vallière, que se ocultaba todo lo posible; y las dos, esquivándose por los jardines, llegaron, mirando en torno suyo, hasta los tresbolillos.
El tiempo estaba nebuloso; un viento cálido doblaba las flores y los arbustos; el polvo abrasador, arrancado de los caminos, subía a torbellinos por cima de los árboles.
Montalais, que, durante toda la marcha había desempeñado las funciones de un diestro explorador, dio algunos pasos más, y, volviéndose para asegurarse de que nadie se acercaba ni las oía:
—¡Vamos —dijo—, gracias a Dios estamos solas! Desde ayer, todo el mundo espía, aquí, y se ha formado un círculo a nuestro alrededor como si en realidad estuviésemos atacadas de la peste.
La Vallière bajó la cabeza y exhaló un suspiro.
—Es inaudito —prosiguió Montalais—. Desde el señor Malicorne hasta el señor de Saint-Aignan, todo el mundo anda a vueltas con nuestro secreto. Vamos, Luisa, recordemos algunas circunstancias, para saber a qué atenerme:
La Vallière levantó sobre su compañera sus bellos ojos, puros y penetrantes como el azul de un cielo de primavera.
—Y yo —dijo— te preguntaré por qué hemos sido llamadas al cuarto de Madame; por qué hemos dormido en su habitación en vez de dormir en la nuestra, según costumbre; por qué te has retirado tan tarde y de dónde proceden esas medidas de vigilancia que se han tomado esta mañana con respecto a nosotras.
—Mi querida Luisa, responder a mi pregunta con otra, o más bien con diez, lo que no es responder. Ya te explicaré eso más tarde, y como son cosas de importancia secundaria, bien podrás esperar. Lo que te pregunto, porque todo depende de eso, es si hay o no secreto.
—No sé si hay secreto —repuso La Vallière—, pero lo que te puedo decir es que, por mi, parte a lo menos, ha habido imprudencia; desde mis necias palabras y mi desmayo, aún más necio, de ayer, todo el mundo hace aquí sus comentarios acerca de nosotras.
—Habla por ti, amiga mía —dijo riendo Montalais—, por ti y por Tonnay-Charente, que hicisteis ayer declaraciones a las nubes, declaraciones que desgraciadamente han sido interceptadas.
La Vallière bajó la cabeza.
—Tus palabras —dijo— me trastornan.
—¿Mis palabras?
—Esas chanzas me dan la muerte.
—Escucha, escucha, Luisa. No son chanzas éstas, antes por el contrario, no hay cosa más seria. No creas que te he arrancado de Palacio, que he faltado a la misa, que he fingido una jaqueca con Madame, jaqueca que tanto teníamos una como otra, y que he desplegado, por fin, diez veces más diplomacia de la que ha heredado el señor Colbert del señor Mazarino y de la que usa con el señor Fouquet, para venir a referirte mis penas con el solo fin de que, cuando estamos solas y nadie nos escucha, vengas a jugar conmigo.
No, no, créeme; cuando te pregunto no es por mera curiosidad, sino porque la situación es crítica realmente. Se sabe lo que dijiste ayer y murmúrase sobre el particular. Cada cual viste las cosas a su manera; tú has tenido esta noche el honor, y lo tienes todavía esta mañana, de ser objeto de la conversación de toda la Corte, y la infinidad de frases afectuosas y felices que te atribuyen sería capaz de excitar la envidia de la señorita Scuderi y de su hermano, si les fuesen referidas con exactitud.
—¡Vaya, mi buena Montalais! —dijo la infeliz niña—. Mejor que nadie sabes tú lo que dije, puesto que lo dije delante de ti.
—¡Oh! Bien lo sé; pero la cuestión no está en eso. No he olvidado ni una sola de las palabras que pronunciaste; pero ¿pensabas tú lo que decías?
Luisa se turbó.
—¿Todavía con preguntas? —murmuró. A pesar de que daría cuanto tenga para olvidar lo que dije, no parece sino que todo el mundo se pone de acuerdo, para hacérmelo traer, a la memoria. ¡Oh! Esto es inaguantable.
—¿El qué? Vamos a ver.
—¡El tener una amiga que debería evitarme molestias, aconsejarme y ayudarme a salir del apuro, y en lugar de eso me mata y me asesina!
—¡Bah, bah! —exclamó Montalais—. Después de haber dicho muy poco, vienes ahora diciendo demasiado. Nadie intenta matarte, ni robarte, ni aun siquiera tu secreto; lo que se quiere es tenerlo de buena voluntad y no de otro modo, porque no se trata sólo de tus asuntos, sino de los nuestros, eso es cosa que diría Tonnay-Charente, lo mismo que yo, si estuviera aquí. Ello es que anoche me pidió una entrevista en nuestro cuarto, y cuando me dirigía allá después de los coloquios manicampos y malicornios, supe a mi regreso, que fue verdaderamente algo tardío, que Madame había secuestrado a las camaristas, y que teníamos que dormir en su cuarto en vez de dormir en el nuestro. Pues ahora bien; Madame secuestró a las camaristas para que no tuvieran tiempo de recordar incidentes, y con ese mismo objeto se encerró esta mañana con Tonnay-Charente. Dime, pues, querida amiga, en qué podemos contar contigo; Atenaida y yo, que después te diremos en lo que podrás contar con nosotras.
—No comprendo bien la pregunta que me haces —dijo Luisa con suma agitación.
—¡Hum! Pues creo, por el contrario, que me comprendes demasiado bien. Pero quiero precisar mis preguntas, para que no puedas echar mano del menor subterfugio. Escucha, pues: ¿Amas al señor de Bragelonne? Se me figura que la pregunta es clara, ¿eh?
A tal pregunta, que cayó como el primer proyectil de un ejército sitiador en una plaza sitiada, hizo Luisa un movimiento.
—¡Si amo a Raúl! —exclamó—. ¡El amigo de mi infancia! ¡Mi hermano!
—No, no es eso, todavía te me escapas, o, por mejor decir, te me quieres escapar. No te pregunto si quieres a Raúl, tu amigo de la infancia y hermano tuyo, sino si amas al señor vizconde de Bragelonne, tu prometido.
—¡Ay, Dios santo, querida! —dijo Luisa—. ¡Qué severas son tus palabras!
—No hay remisión; no soy ni más ni menos severa que de costumbre; te dirijo una pregunta, y quiero que me respondas a ella.
—Seguramente —dijo Luisa con, voz sofocada— que no me hablas como amiga; pero yo te contestaré como amiga sincera.
—Responde.
—Pues bien, tengo mi corazón lleno de escrúpulos y de ridículas susceptibilidades acerca, de todo aquello sobre lo cual debe guardar secreto una mujer, y nadie ha leído en ese punto en lo íntimo de mi alma.
—Bien lo sé, pues si hubiese leído en ella, no te preguntaría, sino que te diría simplemente: «Querida Luisa, tienes la felicidad de conocer al señor de Bragelonne, que es un buen mozo y un partido excelente para una muchacha sin fortuna. El señor de la Fère dejará unas quince mil libras de renta a su hijo; por consiguiente, llegará un día en que tú, como mujer de ese hijo, tendrás tus quince mil libras de renta. Ya ves que eso es cosa muy bonita. No vayas, pues, a derecha ni a izquierda, sino dirígete francamente al señor de Bragelonne; esto es, al altar adonde debe conducirte. ¿Después? Allá se verá; según su carácter, serás emancipada o esclava, es decir, que tendrás el derecho a hacer todas las locuras que hacen las mujeres demasiado libres o demasiado esclavas». Ahí tienes, querida Luisa, lo que te diría si hubiese leído en el fondo de tu corazón.
—Y yo te daría las gracias —balbuceó Luisa—, aunque el consejo no me parece enteramente bueno.
—Aguarda… aguarda… A renglón seguido de habértelo dado, añadiría: «Luisa, es peligroso pasar días enteros con la cabeza abatida sobre el pecho, las manos inertes, la mirada vaga; es peligroso buscar las avenidas sombrías y no participar de las diversiones que regocijan los corazones de todas las jóvenes; es peligroso, Luisa, escribir con la punta del pie; como sueles hacer, sobre la arena, letras que, por más que te apresures a borrarlas; siempre aparecen por debajo del talón, principalmente cuando esas letras se asemejan más a una L que a una B; es peligroso, en fin, forjarse allá en la mente mil extrañas ilusiones, fruto de la soledad y de los dolores de cabeza; esas ilusiones socavan las mejillas de una pobre muchacha al mismo tiempo que su cerebro, y no es cosa rara ver en esas ocasiones a una persona de amable y risueño trato volverse taciturna y fastidiosa, y a la de más talento convertida en una imbécil».
—Gracias; mi querida Aura —replicó con dulzura La Vallière—; es muy propio de tu carácter hablarme así, y te doy las gracias por hablarme conforme a tu carácter.
—Y en lo que digo me refiero a los sueños quiméricos; de consiguiente, no tomes de mis palabras sino lo que creas que debes tomar. Mira, no sé qué cuento se me viene ahora a la memoria respecto a cierta muchacha vaporosa o melancólica, porque el señor Dangeau me explicaba el otro día que melancolía debía escribirse gramaticalmente con una h entre la c y la o, por ser término compuesto de dos palabras griegas, una de las cuales significa negra y la otra bilis. Estaba pensando, pues, en esta joven que murió de bilis negra, por haberse figurado que el príncipe, el rey o el emperador, el título es lo de menos, estaba muerto de amor por ella; mientras que el príncipe, el rey o el emperador… como quieras llamarlo, amaba visiblemente a otra, y lo más extraño era que la pobre no advertía lo que advertía todo el mundo, que no servía más que de pantalla para otro amor. ¿No es cierto, La Vallière, que te ríes como yo de esa pobre loca?
—Sí que me río —tartamudeó Luisa, pálida como un cadáver—. Y con razón, pues la cosa lo merece. La historia o cuento, como quieras llamarlo, me agradó, y por eso lo retuve en la memoria y te lo refiero. ¿Te figuras, mi querida Luisa, el estrago que haría en tu cerebro, por ejemplo, una melancolía con de especie? Por mi parte, he resuelto contarte la historieta para que, si a cualquiera de nosotras nos sucediese un lance semejante, estemos persuadidas de esta verdad: hoy es un añagaza; mañana será una rechifla; pasado mañana ha de ser la muerte.
La Vallière se estremeció, más lívida aún de lo que estaba.
—Cuando un rey se ocupa de nosotras —continuó Montalais—; nos lo hace ver claramente, y, si somos el bien que codicia, sabe cómo debe comportarse. Ya ves, Luisa, que en tales circunstancias, entre muchachas expuestas a semejante peligro, es preciso hacerse toda clase de confidencias, a fin de que los corazones no melancólicos vigilen a dos que pueden llegar a serlo.
—¡Silencio; silencio! —murmuró La Vallière—. Alguien viene.
—Vienen, en efecto —dijo Montalais—; pero ¿quién puede venir? Todo el mundo está en misa con el rey, o en el baño con Monsieur. Al extremo de la avenida divisaron casi al punto, bajo el arco de verdura, el andar gracioso y la aventajada estatura de un joven que, con su espada bajo el brazo y una capa encima, puesto de boas y espuelas, las saludaba de lejos con dulce sonrisa.
—¡Raúl! —gritó Montalais.
—¡El señor de Bragelonne! —murmuró Luisa.
—Aquí tenemos al juez que puede dirimir mejor nuestra contienda —dijo Montalais.
—¡Oh! ¡Montalais; Montalais, por piedad! —prorrumpió La Vallière—. ¡Después de haber sido cruel, no seas inexorable!
Estas palabras pronunciadas con todo el ardor de una súplica, borraron del rostro al menos, si no del corazón de Montalais, todo el indicio de ironía.
—¡Oh! ¡Bella estáis cual otro Amadís, señor de Bragelonne! —le dijo a Raúl—. ¡Y armado y calzado como él!
—Mis respetos, señoritas —respondió Bragelonne inclinándose.
—Mas en fin; ¿por qué esas botas? —decía Montalais, mientras que La Vallière, mirando a Raúl con sorpresa igual a la de su compañera, guardaba, sin embargo; silencio.
—¿Por qué? —preguntó Raúl.
—Sí —aventuró a su vez La Vallière.
—Porque parto —dijo Bragelonne mirando a Luisa.
La joven se sintió acometida de un supersticioso terror, y se le fue la vista.
—¡Marcháis, Raúl! —dijo—. ¿Y adónde?
—Mi querida Luisa —dijo el joven con aquella placidez que le era natural—, marcho a Inglaterra.
—¿Y qué vais a hacer allí?
—El rey me envía.
—¡El rey! —exclamaron al mismo tiempo Luisa y Aura, cambiando involuntariamente una mirada, porque recordaban una y otra la conversación interrumpida hacía poco.
Aquella mirada, Raúl la interceptó, pero no podía comprenderla. La atribuyó por consiguiente, al interés que tenían hacia él las dos jóvenes.
—Su Majestad —dijo— se ha dignado acordarse de que el conde de la Fère había sido bien recibido por el rey Carlos II. Por tanto, esta mañana, al partir para la misa, el rey, viéndome en su camino, me ha hecho una señal con la cabeza. Entonces me he acercado: «Señor de Bragelonne —me ha dicho—, pasaréis por casa del señor Fouquet, que ha recibido, de mí cartas para el rey de la Gran Bretaña; vos seréis el portador de esas cartas». Yo me incliné. «¡Ah! Antes de partir —añadió— tendréis la amabilidad de presentaros a Madame y recibir los encargos de la princesa para el rey su hermano».
—¡Dios mío! —murmuró Luisa, nerviosa y pensativa a la vez.
—¡Tan pronto! ¿Se os manda marchar tan pronto? —dijo Montalais paralizada por aquel extraño acontecimiento.
—Para obedecer bien a aquellos a quienes se respeta —dijo Raúl—, es necesario obedecer pronto. Diez minutos después de recibir la orden, estaba dispuesto. Madame avisada ya, escribe la carta, de la que me hace el honor de encargarme. Entretanto, sabiendo por la señorita de Tonnay-Charente que debíais estar hacia los tresbolillos, he venido y os encuentro a ambas.
—Y las dos bastante dolientes, como veis —dijo Montalais, para ir en auxilio de Luisa, cuya fisonomía se alteraba visiblemente.
—¡Dolientes! —repitió Raúl tomando con tierna curiosidad la mano de Luisa de La Vallière: ¡Oh!
Efectivamente, vuestra mano ésta helada.
—Eso no es nada.
—Ese frío no llega hasta el corazón, ¿no es verdad, Luisa? —preguntó el joven con dulce sonrisa.
Luisa levantó vivamente la cabeza, como si esta pregunta hubiese sido inspirada por una sospecha y hubiera provocado un remordimiento.
—¡Oh! Sabéis —dijo con esfuerzo—, que nunca mi corazón estará frío para un amigo como vos, señor de Bragelonne.
—Gracias, Luisa. Conozco vuestro corazón y vuestra alma, y no es por el contacto de una mano, ya lo sé, como se juzga un afecto como el vuestro. Luisa, ya sabéis cuánto os amo, con qué confianza y abandono os he dado mi vida; me perdonaréis, pues, ¿no es cierto?, que os hable de manera un poco infantil.
—Hablad, Raúl —contestó Luisa temblorosa—; os escucho.
—Puedo alejarme de vos llevándome un tormento, absurdo, ya lo sé, pero, que sin embargo me desgarra.
—¿Acaso os alejáis por largo tiempo? —preguntó La Vallière con voz oprimida, mientras que Montalais volvía la cabeza.
—No, y probablemente no permaneceré ausente más de quince días.
La Vallière apoyó una mano sobre su corazón, que se le destrozaba.
—Es extraño —continuó Raúl, mirando melancólicamente a la joven—; muchas veces me he separado de vos para ir a encuentros peligrosos, partía alegre entonces, con el corazón sereno; el alma embebida en un porvenir de felicidad, de futuras esperanzas, y sin embargo, se trataba para mí de desafiar las balas de los españoles o las duras lamas de las valones. Hoy, voy sin ningún peligro, sin inquietud alguna, a buscar por el camino más recto una bella recompensa que me promete el favor del rey, voy a conquistaros tal vez; porque, ¿cuál otro favor más precioso que el de poseeros podría el, rey concederme? Pues bien, Luisa, no sé, en verdad, cómo es, pero toda esa dicha, todo ese porvenir, huye ante mis ojos como vano humo, como sueño quimérico, y siento aquí, en lo más profundo del alma, un gran pesar, un indecible abatimiento, algo triste, de inerte y de muerte, como un cadáver. ¡Oh! Sé muy bien por qué, Luisa, es porque no os he visto jamás tan querida cual lo sois en este instante. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
A esta última exclamación, salida de un corazón despedazado, Luisa rompió en llanto, cayó en brazos de Montalais.
Ésta, aunque no era de las más sensibles, sintió humedecerse sus ojos y oprimirse su corazón en un círculo de hierro.
Raúl vio las lágrimas de su prometida, y su mirada no penetró, no intentó penetrar más allá de aquellas lágrimas. Hincó una rodilla delante de ella y besóle tiernamente la mano.
Veíase que en aquel beso iba todo su corazón.
—Levantaos, levantaos —le dijo Montalais, próxima a llorar ella tan bien—; Atenaida se acerca.
Raúl limpió su rodilla con el revés de su manga, sonrió otra vez a Luisa, que ya no le miraba, y, estrechando la mano de Montalais con efusión, se volvió para saludar a la señorita de Tonnay-Charente; cuyo sedoso vestido se oía ya rozando la arena de las calles de árboles.
—¿Ha concluido Madame su carta? —le preguntó luego que la, joven estuvo al alcance de su voz.
—Sí, señor vizconde; la carta está acabada y sellada, y Su Alteza os espera.
Al oír Raúl esta palabra tomó el tiempo apenas necesario para saludar a Atenaida, dirigió una última mirada a Luisa, hizo una última seña a Montalais, y alejóse en dirección al palacio.
Pero, conforme se alejaba, volvía a cada paso la cabeza. Finalmente, al doblar la avenida mayor, por más que se volvió nada pudo ver ya.
Por su parte, las tres jóvenes le habían visto desaparecer con sentimientos muy distintos.
—Gracias a Dios —dijo Atenaida rompiendo la primera el silencio—, al fin nos vemos solas y en libertad de hablar del gran asunto de ayer, para ponernos de acuerdo sobre la conducta a seguir. Ahora, si queréis prestarme atención —prosiguió mirando a todos lados—, voy a explicaros lo más brevemente posible, primero nuestro deber, como yo lo entiendo, y, si no me comprendéis con medias palabras, la voluntad de Madame.
Y la señorita de Tonnay-Charente acentuó estas últimas palabras, de modo que no quedase duda a sus compañeras acerca del carácter oficial de que estaba revestida.
—¡La voluntad de Madame! —murmuraron a la vez Montalais y Luisa.
—¡Ultimátum! —replicó diplomáticamente la señorita de Tonnay-Charente.
—¡Pero, Dios mío, señorita! —exclamó La Vallière—. Sabe Madame…
—Madame sabe más de lo que le hemos dicho nosotras —articuló claramente Atenaida—. Por consiguiente, señoritas, miremos bien lo que hemos de hacer.
—¡Oh! Sí —dijo Montalais—. Por mi parte, escucho con todos mis oídos. Habla, Atenaida.
—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró Luisa toda trémula—. ¿Sobreviré a esta cruel noche?
—¡Oh! No os desaniméis de ese modo —dijo Atenaida—, que para todo existe remedio.
Y, sentándose en medio de sus dos compañeras, a cada una de las cuales cogió una mano, que reunió en las suyas, principió sus explicaciones.
Al murmullo que producían sus primeras palabras, vino a unirse el ruido de un caballo que galopaba por el camino real, fuera de la verja de los jardines.