Capítulo LLo que realmente sucedió en la hostería «El hermoso pavo real»

Daremos en primer lugar a nuestros lectores algunos detalles, acerca de la hostería «El Hermoso Pavo Real», y luego pasaremos a señalar los viajeros que en ella se alojaban. La hostería «El Hermoso Pavo Real», como toda posada, debía el nombre a su muestra.

La muestra representaba un pavo real haciendo la rueda. Sólo que, a semejanza de algunos pintores que ponen un hermoso rostro de joven a la serpiente que tentó a Eva, el pintor de la muestra había puesto al pavo un rostro de mujer.

Aquella hostería, epigrama vivo contra esa mitad del género humano que forma el encanto de la vida, según dice el señor Legouvé, se elevaba en Fontainebleau en la primera calle lateral de la izquierda, la cual corta, al vestir de París, aquella inmensa arteria que forma por sí sola la ciudad entera de Fontainebleau.

La calle lateral llamábase entonces calle de Lyon, sin duda por que se prolonga geográficamente en dirección de la segunda capital del reino.

Esta calle se componía de dos casas habitadas por gente del pueblo, separadas una de otra por dos grandes jardines con setos.

Parecía a primera vista que había tres casas en la calle sin embargo, ahora explicaremos cómo, a pesar de las apariencias, no había más que dos.

La fachada principal de la hostería daba a la calle Mayor; pero a la vuelta, por la calle de Lyon, había dos cuerpos de edificios, divididos por patios, con grandes cuartos, muy propios para hospedar a toda clase de viajeros, viniesen a pie, a caballo o en carruaje, capaces de proporcionar, no sólo alojamiento y mesa, sino también paseo y soledad a los ricos cortesanos, cuando, a consecuencia de algún contratiempo en la Corte, quisieran encerrarse consigo mismos, para devorar su afrenta o meditar la venganza.

Desde las ventanas de aquellos cuerpos de edificios, los viajeros distinguían primeramente la calle con la hierba que crecía entre sus piedras, y que las iba desuniendo poco a poco.

Después los hermosos setos de sauco y oxiacanto que encerraban, como entre dos brazos verdes y floridos, las casas de que hemos hablado.

Y, finalmente, en los intervalos de aquellas casas, como fondo de un cuadro y dibujándose como un horizonte infranqueable, una línea de bosques espesos y poblados, primeros centinelas de la inmensa selva que se extiende delante de Fontainebleau.

Tomando, pues, una habitación que hiciese esquina podíase participar por la calle de París de la vista y bullicio de los pasajeros y de los festejos, y, por da calle de Lyon de la vista y tranquilidad del campo.

Sin contar con que, caso de urgencia, al instante mismo en que llamasen por la puerta grande de la calle de París, podía cualquiera escurrir el bulto por la puerta pequeña de la calle de Lyon, siguiendo las cercas de los jardines, internarse en la espesura de la selva.

Malicorne, que, si bien se recuerda, fue el primero que nos habló de la hostería «El Hermoso Pavo Real» para deplorar su expulsión de ella, preocupado con sus propios asuntos, estaba muy lejos de haber dicho a Montalais todo lo que se podía decir acerca de aquella curiosa hostería.

Veamos si podemos nosotros llenar ese vacío que dejó Malicorne.

Malicorne había olvidado decir, por ejemplo, cómo había entrado en la hostería «El Hermoso Pavo Real».

Por otra parte, a excepción del franciscano, de quién habló dos palabras, no había dado la menor noticia acerca de los viajeros que allí se hospedaban.

La manera cómo habían entrado, cómo vivían, y la dificultad que experimentaba cualquiera otra persona que no fuese de los viajeros privilegiados para entrar sin contraseña, y permanecer en la hostería sin algunas precauciones preparatorias, habían debido chocar, y hasta podríamos asegurar que habían chocado a Malicorne.

Pero, como ya hemos dicho, Malicorne tenía preocupaciones personales que le impedían ocuparse de muchas cosas.

En efecto, todos los cuartos de la hostería «El Hermoso Pavo Real» estaban ocupados y retenidos por forasteros sedentarios y, de un trato muy tranquilo, dotados de rostros muy agasajadores, ninguno de los cuales conocía a Malicorne.

Todos ellos habían ido llegando a la hostería después que él, y cada cual había entrado con cierta contraseña que en un principio le llamó a Malicorne la atención; pero, habiéndose informado después directamente, supo que el hostelero daba como causa de aquella especie de vigilancia el que la ciudad, llena como estaba de grandes señores, debía estarlo también de diestros y avispados rateros.

Estaba, pues, interesada la reputación de una casa honrada como la hostería «El Hermoso Pavo Real» en que los viajeros no fuesen robados.

De modo que Malicorne se preguntaba a veces, cuando recogía sus ideas para sondear su posición en la hostería «El Hermoso Pavo Real», cómo era que le habían dejado entrar allí, siendo así que después había visto cerrar, la puerta a tantos otros.

Preguntábase principalmente cómo Manicamp, persona a su juicio muy digna de ser respetada por todos, habiendo querido así que llegó que cuidasen su caballo en «El Hermoso Pavo Real», caballo y caballero habían sido desairados con un nescio vos de los más intratables.

Todo aquello era, por tanto, para Malicorne un problema que, por lo demás, entregado como estaba a intrigas de amor y de ambición, no se había metido a profundizar.

Bien es verdad, que, aun cuando lo hubiese intentado, no nos atrevemos a decir que lo hubiera conseguido, a pesar de la inteligencia de que estaba dotado.

Algunas palabras bastarán para probar al lector que era necesario ser nada menos que un Edipo para resolver semejante enigma.

Hacía ocho días que habían entrado en aquella hostería siete viajeros, quienes llegaron todos al día siguiente de haberse instalado Malicorne en «El Hermoso Pavo Real».

Aquellos siete personajes, llegados con un séquito bastante numeroso, eran:

Un brigadier de los ejércitos alemanes, con su secretario, su médico, tres lacayos y siete caballos. El brigadier se llamaba el conde de Wostpur. Un cardenal español, con dos sobrinos, dos secretarios, un familiar y doce caballos. El Cardenal se llamaba monseñor Heredia. Un opulento comerciante de Brema, con su lacayo y dos caballos. El comerciante se llamaba Mein Herrer Bonstett. Un senador veneciano, con su esposa y su hija, ambas de extremada belleza. El senador se llamaba el signor Marini. Un laird de Escocia, con siete montañeses de su clan; todos a pie. El laird se llamaba Mac Cumnor. Un austríaco de Viena, sin título ni blasón, llegado en carroza, y que tenía mucho de eclesiástico y algo de militar. Le llamaban el consejero. Y por fin, una dama flamenca, con un lacayo, una doncella y una señorita de compañía. Magnífico tren, magnífico aspecto, magníficos caballos. La llamaban la dama flamenca. Todos estos viajeros habían llegado, como hemos dicho, en el mismo día, sin que su llegada hubiese producido en la hostería el menor apuro, ni en la calle la menor confusión, porque sus habitaciones habían sido preparados de antemano por encargo de sus correos o de sus secretarios el día anterior o aquella misma mañana.

Malicorne, llegado un día antes que ellos, sobre su caballo flaco, cargado con una maleta más flaca todavía, se había anunciado como amigo de un señor curioso de ver los festejos y que no tardaría en llegar. Al oír el hostelero estas palabras, sonrió como si conociera mucho a Malicorne o al personaje amigo suyo, y le dijo:

—Elegid, caballero, la habitación que más os acomode, ya que sois el primero en llegar.

Y esto, acompañado con ese agasajo tan significativo en los posaderos, que parece querer decir: «Perded cuidado, caballero, que no ignoro con quién trato, y se os alojará como merecéis».

Aquellas palabras y el ademán que iba unido a ellas le parecieron a Malicorne afables, pero no muy claras. Sin embargo, como no pensaba hacer mucho gasto, y como, si hubiera pedido una habitación pequeña, se la habrían negado a causa de su misma escasa importancia, apresuróse a recoger al vuelo las palabras del hostelero y a engañarle con su propia finura.

Así, pues, sonriendo como hombre a quien no se le da menos de lo que merece:

—Apreciable hostelero —dijo—, tomaré la habitación que sea mejor y más alegre.

—¿Con cuadras?

—Con cuadras.

—¿Para qué día?

—Para ahora mismo, si puede ser.

—No hay dificultad.

—Sólo que por ahora —se apresuró a añadir Malicorne—, no ocuparé la habitación grande.

—Perfectamente —dijo el hostelero con aire de inteligencia.

—Ciertas razones que comprenderéis más adelante, me obligan a tomar sólo por cuenta mía este pequeño cuarto.

—Sí, sí, sí —dijo el hostelero.

—Cuando venga mi amigo, tomará la habitación grande, y entonces, cómo es natural, se entenderá directamente con vos.

—¡Muy bien! —dijo el hostelero—. ¡Muy bien! Así estaba convenido.

—¿Estaba así convenido?

—Palabra por palabra.

—Es extraordinario —murmuró Malicorne—. ¿Conque estáis enterado?

—Eso me basta. Ahora, ya que comprendéis… porque comprendéis, ¿no es verdad?

—Perfectamente.

—Podéis conducirme a mi cuarto. El hostelero de «El Hermoso Pavo Real» echó a andar delante de Malicorne con el gorro en la mano.

Malicorne se instaló en su habitación y quedó todo sorprendido al ver que el hostelero, cada vez que subía o bajaba, le hacía esos guiños que indican perfecta inteligencia entre dos personas que están en relación.

«Por fuerza hay aquí alguna equivocación —pensaba Malicorne—; pero hasta tanto que se aclare, aprovechémonos de ella, que es lo mejor que puede hacerse».

Y desde su habitación, se lanzaba como perro de caza en busca de noticias y novedades de la Corte, chamuscándose en una parte y anegándose en otra, como había dicho a Montalais.

Al siguiente día de su instalación vio llegar sucesivamente a los siete viajeros, que llenaron toda la hostería.

A la vista de tanta gente, de tanto equipaje y de tanto tren, restregóse las manos Malicorne, pensando que con un solo día que se hubiera descuidado no habría encontrado un nido para descansar cuando viniese de sus exploraciones.

Después que todos los viajeros estuvieron colocados; entró el hostelero en su cuarto, y con su habitual cortesanía:

—Mi querido señor —le dijo—, os queda la habitación grande del tercer cuerpo de edificio, ¿lo sabéis?

—Sí que lo sé.

—Y os hago en ello un gran obsequio.

—Gracias.

—De suerte que cuando venga vuestro amigo.

—¿Qué?

—No podrá menos de estar contento de mí, o de lo contrario será persona muy difícil de contentar.

—¿Me permitís que os diga algunas palabras acerca de mi amigo?

—Decid cuanto gustéis, sois muy dueño.

—Como sabéis, tenía que venir.

—Y vendrá.

—Es que podría haber variado de intención.

—No.

—¿Estáis seguro?

—Seguro.

—Es que si tuvierais alguna duda.

—¿Qué más?

—Os diría que no respondo de que venga.

—Pero creo que os habrá dicho…

—Sí, que me ha dicho, mas ya sabéis que el hombre propone y Dios dispone, verba volant scripta manent.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que las palabras vuelan y lo escrito permanece; y como él no me ha escrito, sino que se contentó sólo con hablarme, os autorizó, sin que por esto se entienda que os invitó.

—Ya conocéis que mi posición es falsa.

—¿A qué me autorizáis?

—¡Pardiez! A que alquiléis su habitación si encontráis quien os la pague bien.

—¿Yo?

—Sí.

—Jamás, señor; jamás haré una cosa así. Si él no os ha escrito…

—No.

—Me ha escrito a mí.

—Sí.

—¿Y en qué términos? Veremos si su epístola está conforme con sus palabras. Escuchad, sobre poco más o menos, el contenido:

Señor propietario de la hostería «El Hermoso Pavo Real». Supongo que os, habrán informado de la reunión que van a tener en vuestra posada varios personajes de importancia. Yo formo parte de esa sociedad. Por tanto, reservadme un cuartito pequeño para un amigo que llegará antes o después que yo…

—Vos sois ese amigo, ¿no es cierto? —dijo interrumpiéndose el hostelero.

Malicorne se inclinó modestamente.

El hostelero continuó:

… y una habitación grande para mí. La habitación grande corre de cuenta mía; pero desearía que el precio del cuartito sea módico, porque el que irá a ocuparla es un pobre diablo.

—Que sois vos mismo, ¿no es verdad? —dijo el hostelero.

—Sí, señor —dijo Malicorne.

—Entonces entendidos: vuestro amigo pagará el alquiler de su habitación, y vos saldaréis el precio de la vuestra.

«Lléveme el demonio —dijo entre sí Malicorne—, si comprendo una jota de lo que me está pasando».

Y, luego, en alta voz:

—Y decidme: ¿os satisface el nombre?

—¿Cuál?

—El que termina la carta. ¿Os ofrece suficientes garantías?

—Precisamente iba a preguntároslo —repuso el hostelero.

—¡Cómo! ¿No está firmada la carta?

—No —dijo el hostelero dando a sus ajos una expresión de misterio y curiosidad.

—Entonces —replicó Malicorne imitando aquel gesto misterioso—, si no ha querido dar su nombre…

—¿Qué?

—Ya, comprenderéis que debe tener para ello sus motivos.

—Así lo creo.

—Y que yo no iré, y, su amigo, yo, su confidente, a descubrir su incógnito.

—Es natural, señor —dijo el hostelero—; por eso no insisto.

—Aprecio esa delicadeza. En cuanto a mí, como mi amigo os ha dicho, mi cuarto es aparte; quede esto sentado.

—Entendido, señor.

—Pues bien, buenas cuentas hacen buenos amigos. Con que ajustemos cuentas.

—No corre prisa.

—No obstante, ajustémoslas. Cuarto, comida para mí, sitio en el pesebre y comida para mi caballo, ¿cuánto importa por día?

—Cuatro libras, caballero.

—Que en los tres días transcurridos suman doce.

—Sí, señor, doce libras.

—Pues aquí las tenéis.

—¿Y a qué, señor, pagar tan pronto?

—Porque —dijo Malicorne bajando la voz, viendo que el misterio probaba bien—, porque si hubiese que marchar repentinamente o tuviese que escapar de un momento a otro, ya estará pagada la cuenta.

—Tenéis razón, señor.

—De modo que estoy en mi casa.

—Estáis en vuestra casa.

—Pues sea enhorabuena. ¡Adiós!

El hostelero se retiró.

Luego que Malicorne quedó solo, se pasó a discurrir de la manera siguiente:

«Sólo el señor de Guiche o Manicamp pueden haber escrito a mi hostelero; el señor de Guiche, porque querrá procurarse un alojamiento fuera de la Corte, tenga éxito o fracase, y Manicamp por qué habrá sido encargado de ésta comisión por el señor de Guiche. El señor de Guiche o Manicamp habrán imaginado: “La habitación grande para recibir de un modo conveniente a alguna dama cuidadosamente velada, reservándole una salida a una callejuela, desierta y que vaya a parar a la selva… El cuarto pequeño para hospedarse en él momentáneamente, ya Manicamp, confidente del señor de Guiche y vigilante guardián de la puerta, ya el mismo Guiche en persona, que para mayor seguridad quiere hacer a la vez el doble papel de amo y confidente. Mas, ¿y esa reunión que debía verificarse y se ha verificado, en efecto, en la posada? Sin duda será de gente que va a ser presentada al rey. ¿Y ese pobre diablo para quien está destinada la habitación? Astucia para ocultarse mejor. Guiche o Manicamp. Si esto es así, como parece probable, menos mal, de Manicamp a Malicorne no hay más que la balso».

Hecho este razonamiento, durmióse Malicorne a pierna suelta, dejando a los siete viajeros que ocupasen y midiesen en todas direcciones las siete habitaciones de la hostería.

Cuando nada tenía que hacer en la Corte, cuando se hallaba cansado de hacer excursiones y pesquisas, y de escribir billetes que nunca tenía ocasión de hacer llegar a su destino, volvía a su bienaventurado cuartito, y echado de pechos sobre el balcón; adornado de capuchinos y de claveles espaldarados, meditaba en aquellos extraños viajeros para quienes Fontainebleau parecía no tener luces, alegría, ni fiestas.

Aquello siguió así hasta el séptimo día, que hemos descrito minuciosamente, con su noche en los capítulos precedentes.

Aquella noche se encontraba Malicorne tomando el fresco en su balcón a cosa de la una de la madrugada, cuando se presentó Manicamp a caballo, muy erguido, con aire de hombre afanoso y fastidiado.

«¡Bueno! —pensó Malicorne reconociéndole al punto—. Ya está aquí mi hombre, que viene a reclamar su cuarto, o por mejor decir, el mío».

Y llamó a Manicamp. Manicamp levantó la cabeza y reconoció a Malicorne.

—¡Pardiez! —dijo desarrugando el ceño—. Mucho me alegro de hallaros, Malicorne. Ando rodando por Fontainebleau en busca de tres cosas que no puedo encontrar: Guiche; un cuarto y una cuadra.

—En cuanto al señor de Guiche, no puedo daros noticias suyas, porque no le he visto; pero, en cuanto a vuestro cuarto y una cuadra, ya es distinto.

—¡Ah!

—Sí, porque están reservados aquí.

—¿Reservados? ¿Y quién los ha ordenado reservar?

—Supongo que seáis vos.

—¿Yo?

—¿No habéis mandado reservar una habitación?

—Ni pensarlo.

En aquel momento apareció en el umbral el hostelero.

—¿Una habitación? —preguntó Manicamp.

—¿La habéis mandado reservar, señor?

—No.

—Entonces, no hay habitación.

—En ese caso, la he ordenado reservar.

—¿Cuarto o habitación?

—Lo que queráis.

—¿Por carta? —preguntó el hostelero.

Malicorne hizo a Manicamp un movimiento afirmativo de cabeza.

—Sí, por cierto —respondió Manicamp—. ¿No habéis recibido una carta mía?

—¿Con qué fecha? —preguntó el hostelero, a quien las dudas de Manicamp comenzaban a infundir sospechas.

Manicamp se rascó la oreja y miró al balcón de Malicorne; pero Malicorne lo acababa de dejar y bajaba la escalera a fin de acudir en auxilio de su amigo.

En aquel mismo momento llegaba al portal, a tiempo de poder oír aquel coloquio, un viajero embozado en una larga capa a la española.

—Os pregunto con qué fecha me habéis escrito rogándome que os conservase un cuarto —repitió el hostelero insistiendo.

—Con fecha del miércoles último —dijo con voz dulce y cortés el recién llegado, poniendo una mano sobre el hombro del hostelero.

Manicamp retrocedió unos pasos; y Malicorne, que llegaba al umbral a la sazón, se rascó a su vez la oreja. El hostelero saludó al de la capa como hombre que reconocía en él a su verdadero huésped.

—Señor —le dijo cortésmente—, vuestra habitación está dispuesta, así como vuestras cuadras. Sólo que.

Y dirigió una mirada en rededor suyo.

—¿Y vuestros caballos? —preguntó.

—Vendrán o no vendrán. Creo que eso os importa poco, con tal que se os pague lo que se ha mandado reservar, ¿no es así?

El hostelero saludó más profundamente.

—Supongo que me habréis reservado también —continuó el viajero desconocido— el cuartito que os tengo pedido.

«¡Ay, ay, ay!», exclamó para sí Malicorne, tratando de escabullirse.

—Caballero, hace ocho días que lo ocupa vuestro amigo —dijo el hostelero señalando a Malicorne, que se achicaba cuanto podía.

El viajero, subiéndose el embozo de su capa, hasta la nariz, lanzó una rápida mirada a Malicorne.

—Ese señor no es mi amigo —dijo.

El hostelero dio un brinco.

—No conozco al señor —prosiguió el viajero.

—¡Cómo! —exclamó el posadero, dirigiéndose a Malicorne—. ¡Cómo! ¿No sois el amigo de este caballero?

—¿Qué os importa, con tal que se pague? —contestó Malicorne parodiando majestuosamente al forastero.

—Me importa tanto —dijo el hostelero, que empezaba a sospechar que había allí substitución de personajes—, que os suplico que desocupéis un cuarto que estaba mandado reservar para otro que no sois vos.

—Mas como quiera que sea —dijo Malicorne—, no creo que este caballero necesite a la vez un cuarto en el piso principal y una habitación en el segundo… Si se queda con el cuarto; tomaré yo la habitación, y si quiere la habitación, me quedaré yo con el cuarto.

—Mucho lo siento, caballero —dijo el viajero con su voz dulce—, pero necesito a la vez el cuarto y la habitación.

—Pero ¿para quién? —preguntó Malicorne.

—La habitación para mí.

—Corriente; ¿y el cuarto?

—Mirad —dijo el viajero extendiendo la mano hacia una especie de comitiva que venía acercándose lentamente.

Malicorne siguió con la vista la dirección indicada, y vio llegar sobre unas parihuelas al franciscano cuya instalación en su cuarto había referido a Montalais, con algunas adiciones de su cosecha, y a quien tan inútilmente había intentado convertir para que le dejase alojamiento.

El resultado de la llegada del viajero desconocido y del fraile enfermo, fue la expulsión de Malicorne, a quien pusieron sin ningún miramiento fuera de la hostería «El Hermoso Pavo Real», el hostelero y los mozos que conducían las angarillas.

Ya conoce el lector las consecuencias de aquella expulsión, de la conversación de Manicamp con Montalais, a quien Manicamp, más diestro que Malicorne, supo encontrar para tener noticias de Guiche; de la conversación subsiguiente entre Montalais y Malicorne, y, por último, de la doble boleta de alojamiento ofrecida a Manicamp y a Malicorne por el conde de Saint-Aignan.

Sólo nos falta poner en conocimiento de nuestros lectores quiénes eran el viajero de la capa, principal inquilino de las dos habitaciones, una de las cuales había ocupado Malicorne, el fraile, personaje no menos misterioso, y cuya llegada, combinada con la del viajero de la capa, había tenido la desgracia, de trastornar las combinaciones de los dos amigos.