Saint-Aignan no buscaba otra cosa que noticias y tropezaba con una aventura. No podía ser mayor su fortuna.
Deseoso de saber por qué, y principalmente sobre qué estaban hablando a aquellas horas y en tan singular posición aquel hombre y aquella mujer, Saint-Aignan se agazapó y llegó casi bajo los travesaños de la escalera.
Tomando entonces sus medidas para estar lo más cómodo posible, se apoyó contra un árbol y escuchó. Y oyó el diálogo siguiente.
Era la mujer la, que hablaba.
—Verdaderamente, señor de Manicamp —decía con una voz, que, en medio de las reconvenciones que articulaba, conservaba un acento particular de coquetería— en verdad que sois indiscreto. No podemos hablar así por mucho tiempo sin ser sorprendidos.
—Es muy probable —repuso el hombre en el tono mas tranquilo y flemático del mundo.
—¿Y entonces qué se dirá?
—¡Oh! Si alguien me viese, os confieso que moriría de vergüenza.
—¡Oh! Sería una niñada de la que no os creo capaz.
—Pase todavía si hubiese algo entre los dos, pero exponerse gratuitamente, lo considero una bobada. ¡Adiós, señor de Manicamp!
«¡Bien! Ya sé quién es él; ahora veremos quién será la dama», se dijo Saint-Aignan acechando por los travesaños de la escalera la extremidad de dos piernas elegantemente calzadas con zapatos de raso azul celeste y medias color de carne.
—Vamos; por favor, mi querida Montalais —exclamó Manicamp—, no os marchéis. ¡Qué diablos! Todavía tengo que deciros cosas de la mayor importancia.
«¡Montalais! —pensó Saint-Aignan—. ¡Es de las tres! Las tres comadres tienen su ventura; sólo que se me había figurado que la aventura de ésta se llamaba Malicorne y no Manicamp».
—A aquel llamamiento de su interlocutor, detúvose Montalais a la mitad de su descenso.
Entonces se vio al infortunado Manicamp encaramarse un piso más arriba en su castaño, ya para ver mejor, ya para combatir el cansancio de su mala posición.
—Vamos —dijo—, escuchadme; supongo que no me creeréis capaz de ningún mal designio.
—No. Pero ¿qué significa esa epístola que me habéis escrito apelando a mi reconocimiento? ¿Por qué esta cita que me habéis pedido a tales horas y en semejante sitio?
—He apelado a vuestro reconocimiento recordándoos que fui yo quien os hizo entrar al servicio de Madame, porque deseando ardientemente la entrevista que os habéis dignado concederme, quise echar mano del medio que me parecía más seguro para obtenerla. ¿Por qué os la he pedido a esta hora y en semejante, sitio? Porque la hora me ha parecido discreta y el sitio solitario. Ahora bien, lo que tenía que pediros es de esas cosas que reclaman a la vez discreción y soledad.
—¡Señor de Manicamp!
—A cada favor su honor, querida señorita.
—Señor de Manicamp, yo creo que sería lo más prudente que me retirara.
—Oídme, o salto desde mi nido al vuestro, y cuidado con desafiarme, porque hay en este momento, una rama de castaño que me esta molestando y me provoca excesos. No imitéis a esa rama, y escuchadme.
—Consiento en escucharos, mas sed breve, porque, si ahí tenéis una rama que os esta provocando, yo, tengo un travesaño triangular que se me clava en la planta de los pies. Os advierto que mis zapatos están minados.
—Hacedme el favor de darme la mano, señorita.
—¿Para qué?
—Dádmela.
—Aquí la tenéis; pero ¿qué queréis hacer?
—Traeros hacia mí.
—¿Con qué objeto? Supongo que no deseáis que vaya a acompañaros en vuestro árbol.
—No, pero deseo que os sentéis sobre la tapia. ¡Eso es! El sitio es ancho y excelente, y daría cualquier cosa porque me permitieseis sentarme a vuestro lado.
—No, ahí estáis bien; aquí podrían vernos.
—¿Creéis? —preguntó Manicamp con voz insinuante.
—Estoy segura de ello.
—Bien, pues me quedo en mi castaño, aunque os confieso que no puedo estar peor.
—¡Señor de Manicamp; señor de Manicamp! Que nos alejamos del hecho.
—Exacto y…
—¿No me habéis escrito?
—Sí, señorita.
—¿Y por qué, motivo?
—Figuraos que hoy, a las dos, marchó Guiche.
—¿Y qué?
—Viéndole marchar, le seguí como es mi costumbre.
—Ya se ve, puesto que estáis aquí.
—Esperad… Ya sabréis que ese pobre Guiche se halla hundido en la desgracia.
—¡Ay! Sí.
—Por consiguiente, era el colmo de la imprudencia venir a buscar a Fontainebleau a los que le habían desterrado de París, y sobre todo a aquellos de quienes se le alejaba.
—Discurrís como el difunto Pitágoras, señor de Manicamp:
—Ahora bien, Guiche es testarudo como un enamorado; así fue que no hizo el menor caso de mis observaciones. Rogué; supliqué; mas todo en vano… ¡Ah, diablo!
—¿Qué es esa?
—Perdonad, señorita; es esa maldita rama de que ya he tenido el honor de hablaros, que me ha desgarrado las calzas.
—Es de noche —repuso Montalais riendo—. Continuemos, señor de Manicamp.
—Guiche marchó, pues, corriendo a caballo, y yo le seguí, pero al paso. Ya comprenderéis que, irse a echar al agua con un amigo tan veloz, es cosa de necios o de locos. Por lo tanto, dejé a Guiche tomar la delantera y caminé con prudente lentitud, en la persuasión de que el desventurado no sería recibido, o si lo era volvería grupas al primer sofión, y le vería venir más ligero aún de lo que se fue, sin haber pasado yo de Ris o Melun; y no dejaréis de convenir en que era sobrado andar once leguas de ida y otras tantas de vuelta.
Montalais encogióse dé hombros.
—Reíd cuánto queráis, señorita; pero, si, en vez de estar cómodamente sentada en el tablero de una tapia como estáis, os vieseis a caballo sobre esta rama, bien seguro que desearíais lo mismo que Augusto, es decir, descender.
—¡Un poco de paciencia, mi querido señor de Manicamp! Un instante pronto se pasa; decíais que llegasteis a Ris o Melun.
—En efecto; no sólo llegué, sino que, os lo diré también, continué caminando, admirado cada vez más de no ver volver a Guiche. Entro al fin en Fontainebleau, me informo; pregunto a todo el mundo por Guiche, y nadie me sabe dar razón; sólo pude averiguar que llegó a todo correr, entró en Palacio, y desapareció. Desde las ocho de la noche estoy en Fontainebleau, preguntando por Guiche a todos los ecos, y Guiche no parece. ¡Me muero de inquietud! Pero ya supondréis que no habría ido a arrojarme yo mismo en la boca, del lobo, metiéndome en Palacio como ha hecho mi imprudente amigo; así fue que me encaminé en derechura a los comunes, desde donde procuré hacer llegar una epístola a vuestras manos. Ahora, señorita, en nombre del cielo, sacadme de la ansiedad en que estoy.
—No será difícil, mi querido señor de Manicamp, vuestro amigo Guiche ha sido recibido muy bien.
—¡Bah!
—El rey le ha manifestado la mayor bondad.
—¡El rey, que le había desterrado!
—¡Madame le ha sonreído, y Monsieur parece quererle más que antes!
—¡Ah, ah! —exclamó Manicamp—. Eso me explica cómo y por qué se ha quedado.
¿Y no ha hablado de mí?
—Ni una sola palabra.
—Mal hecho. ¿Qué hace ahora?
—Supongo que estará durmiendo, o, si no duerme, soñará.
—¿Y qué se ha hecho en toda ésta noche?
—Bailar.
—¿El famoso baile? ¿Y cómo se ha portado Guiche?
—Soberbiamente.
—¡Amigo amado! Ahora, señorita, perdonad, pero no me queda otro remedio que pasar de mi casa a la vuestra.
—¿Cómo es eso?
—Comprended: no presumo de que me abran la puerta del palacio a estas horas, y, en cuanto a dormir sobre esta rama, bien lo quisiera, pero declaro la cosa imposible para cualquier otro animal que no sea un papagayo.
—Pues yo, señor de Manicamp, no puedo introducir así como se quiera a un hombre por encima de una tapia.
—A dos, señorita —dijo una segunda voz, pero con acento tan tímido, que era fácil conocer que su propietario comprendía toda la inconveniencia de semejante pretensión.
—¡Santo Dios! —exclamó Montalais esforzándose por penetrar con su mirada hasta el pie del castaño—. ¿Quién me habla?
—Yo, señorita.
—¿Y quién sois vos?
—Malicorne, vuestro humilde servidor.
Y al decir Malicorne estas palabras; se encaramó desde el suelo a las primeras ramas, y desde las primeras ramas a la altura de la tapia.
—¡El señor Malicorne…! ¡Bondad divina! Pero ¿estáis locos?
—¿Cómo estáis, señorita? —preguntó Malicorne con la mayor urbanidad.
—¡Esto sólo me faltaba! —murmuró desesperada Montalais.
—¡Oh, señorita! —murmuró Malicorne—. ¡Por Dios, no seáis conmigo tan cruel!
—Al fin, señorita —replicó Manicamp—, somos amigos vuestros, y nadie puede desear la muerte de sus amigos. Considerad que dejarnos donde estamos es lo mismo que condenarnos a muerte.
—¡Oh! —exclamó Montalais—. El señor Malicorne es robusto, y no se morirá por pasar una noche a la intemperie.
—¡Señorita!
—Este será un merecido castigo de su escapatoria.
—¡Enhorabuena! Que Malicorne se arregle como quiera con vos; pero, yo paso —dijo Manicamp.
Y, curvando aquella famosa rama contra la cual había exhalado tan amargas quejas, consiguió, con auxilio de manos y pies, sentarse al lado de Montalais.
Montalais trató de rechazar a Manicamp, y Manicamp procuró mantenerse firme.
Aquel conflicto, que duró algunos instantes, tuvo también su lado pintoresco; lado del que sacaron algún provecho los ojos de Saint-Aignan.
Pero Manicamp venció. Dueño de la escala, puso en ella el pie y ofreció galantemente la mano a su enemiga.
Entre tanto, Malicorne se instalaba en el castaño, en el sitio que había ocupado Manicamp, prometiéndose sucederle pronto en el que ocupaba a la sazón.
Manicamp y Montalais bajaron algunos escalones, Manicamp insistiendo, y Montalais riendo y defendiéndose.
Entonces oyóse la voz de Malicorne.
—¡Señorita —suplicaba—, no me abandonéis, por Dios! Mi posición es falsa, y no podré llegar sin contratiempo por mí, solo al otro lado de la tapia. A Manicamp puede importársele poco destrozar sus vestidos, porque tiene los del señor de Guiche; pero yo no podré tener siquiera los de Manicamp, porque estarán desgarrados.
—Creo —dijo Manicamp sin curarse de las lamentaciones de Malicorne—, que lo mejor que puedo hacer es ir a buscar a Guiche ahora mismo. Más tarde quizá no pueda penetrar en su habitación.
—Soy del mismo parecer —replicó Montalais—, con que adiós, señor de Manicamp.
—¡Gracias mil! Hasta la vista, señorita —dijo Manicamp saltando a tierra—. Nadie es más amable que vos.
—Señor de Manicamp, soy vuestra servidora; voy ahora a ver si me deshago del señor Malicorne.
Malicorne exhaló un suspiro.
—Adiós, adiós —continuó Montalais.
Manicamp dio unos cuantos pasos, y volviendo al pie de la escala:
—A propósito; señorita —dijo—, ¿por dónde se va al aposento del señor de Guiche?
—¡Ah! Es verdad… Nada más fácil: siguiendo esa olmeda.
—Muy bien.
—Llegaréis a la encrucijada verde.
—¡Bien!
—Allí encontraréis cuatro avenidas…
—Perfectamente.
—Tomáis una…
—¿Cuál?
—La de la derecha.
—¿La de la derecha?
—No, la de la izquierda.
—¡Ah, diablo!
—No, no… Aguardad.
—No parecéis muy segura… Haced memoria, señorita.
La de en medio.
—Es que hay cuatro.
—Tenéis razón. Todo cuanto puedo deciros, es que, de esos cuatro caminos hay uno que conduce directamente a las habitaciones de Madame, y ese lo conozco bien.
—Pero el señor de Guiche no estará en las habitaciones de Madame, ¿eh?
—No, a Dios gracias.
—Por consiguiente, de nada me sirve saber el que conduce a las habitaciones de Madame, y desearía cambiarlo por el que conduce a las del señor de Guiche.
—Ciertamente, también conozco ese camino; pero, por lo que hace a indicarlo desde aquí, me parece la cosa imposible.
—Pues bien, supongamos que he dado con esa dichosa avenida.
—Entonces habéis llegado.
—Bien.
—Sí, no tenéis más que atravesar el laberinto.
—¿Nada más que eso? ¡Pardiez! ¿Conque hay un laberinto?
—Sí, y bastante enredado; aun de día es fácil perderse, tantas son las vueltas y revueltas de que se compone; primero hay que andar tres vueltas a la derecha, luego dos a la izquierda, después una vuelta… una o dos. ¡Esperad! En fin, al salir del laberinto, veréis una avenida de sicómoros, y esa avenida de sicómoros os llevará directamente al pabellón que ocupa el señor de Guiche.
—Señorita —dijo Manicamp—, las señas son las únicas para perderme de seguro. Por lo tanto voy a pediros un pequeño favor.
—¿Cuál?
—Que aceptéis mi brazo y me guieis vos misma, como otra… como otra… Yo sabía mitología, señorita; pero la gravedad de los acontecimientos me la ha hecho olvidar. Venid, pues, os lo suplico.
—¿Y yo? —exclamó Malicorne—. ¿Se me abandona a mí?
—¡Eh, señor, imposible! —dijo Montalais a Manicamp—. Si me ven con vos a estas horas, suponeros lo que podrán decir.
—Tendréis vuestra conciencia a favor vuestro, señorita —dijo sentenciosamente Manicamp.
—¡Imposible, señor, imposible!
—Entonces dejadme que ayude a bajar a Malicorne, que es mozo muy inteligente y sabe olfatear muy bien; él me guiará, y, si nos perdemos, nos perderemos los dos, y procuraremos salvarnos mutuamente. Si nos hallan, juntos, pareceré siquiera alguna cosa mientras que solo, creerán que soy un amante o quizás un ladrón. Venid, Malicorne; aquí está la escala.
—Señor Malicorne —exclamó Montalais—, os prohíbo dejar vuestro árbol, so pena de incurrir en toda mi cólera.
Malicorne había ya extendido hacia el caballete de la planta una pierna, que retiró tristemente.
—¡Silencio! —dijo por lo bajo Manicamp.
—¿Qué hay? —preguntó Montalais.
—Oigo pasos.
—¡Oh! ¡Dios mío!
En efecto, los pasos en cuestión se convirtieron en un ruido bien claro y distinto. Abrióse el ramaje, y apareció Saint-Aignan, con ojos risueños y el brazo extendido, sorprendiendo a cada cuál en la posición que se hallaba, esto es, a Malicorne encaramado en el árbol y con el cuello estirado, a Montalais sobre un travesaño y pegada a la escala, y a Manicamp en el suelo, y con un pie adelante, en actitud de echar a andar.
—¡Eh! Buenas noches, Manicamp —dijo el conde—. Bien venido, querido amigo, habéis faltado esta noche, y han preguntado por vos. Señorita de Montalais, ¡soy vuestro humilde servidor!
Montalais se sonrojó.
—¡Ay, Dios mío! —balbució ocultando su rostro entre las manos.
—Señorita —dijo Saint-Aignan—, tranquilizaos, porque conozco toda vuestra inocencia y me hago cargo de todo. Manicamp, seguidme. Seguidme, encrucijada y laberinto me los conozco muy bien; seré vuestra Ariadna. ¡Ea! ¿No es este el nombre mitológico que buscabais?
—¡Ese es, a fe mía!
—¡Gracias, Conde!
—Pues de paso, conde —dijo Montalais—, llevaos también al señor Malicorne.
—No, no —replicó Malicorne—. El señor Manicamp ha estado hablando con vos todo el tiempo que ha querido, y es justo que a mí me llegue mi vez; tengo que hablaros, señorita, de una porción de cosas referentes a nuestro porvenir.
—Ya lo oís —dijo riendo el conde— quedaos a hacerle compañía, señorita. ¿Ignoráis que esta noche es la de los secretos?
Y, cogiendo del brazo a Manicamp, le llevó con ligero paso en dirección del camino que Montalais conocía tan perfectamente e indicaba tan mal.
Montalais les fue siguiendo con la vista mientras se lo permitió la distancia.