Capítulo XLVIIFontainebleau a las dos de la mañana

Como ya hemos visto, Saint-Aignan había dejado el cuarto del rey en el momento en que entraba el superintendente.

Saint-Aignan estaba encargado de una misión urgente, es decir, iba a hacer cuanto estuviese en su mano para sacar buen partido de su tiempo.

El que hemos introducido como amigo del rey era un hombre raro; uno de esos cortesanos preciosos, cuya vigilancia y pureza de intención hacia sombra desde aquel tiempo a todo favorito, pasado o futuro, y cuya exactitud corría parejas con el servilismo de Dangeau.

Dangeau, más que favorito, era el amigo oficioso del rey. Saint-Aignan, por tanto, trató de orientarse, y creyó que de quien debía tomar los primeros informes era de Guiche.

De modo que corrió en busca de él.

Guiche, a quien vimos desaparecer por el ala del palacio, y que, según todas las apariencias, podía creerse que había vuelto a su habitación, no lo había hecho así.

Después de mil vueltas y revueltas, vio Saint-Aignan una cosa parecida a una forma humana recostada contra un árbol.

Aquella forma tenía toda la inmovilidad de una estatua y parecía muy ocupada en contemplar una ventana, a pesar de que las cortinas de aquella ventana estaban herméticamente cerradas.

Como aquella ventana era la de Madame, supuso Saint-Aignan que aquella forma debía ser la de Guiche.

Acercóse poco a poco y vio que no se había equivocado.

Había sacado Guiche de su conversación con Madame tal cúmulo de felicidad, que toda su fuerza de espíritu no bastaba a soportarla.

Saint-Aignan sabía por su parte que Guiche había contribuido a introducir a La Vallière en casa de Madame; un cortesano todo lo sabe y se acuerda de todo. Sin embargo, lo que había ignorado siempre era el título y las condiciones con que Guiche había concedido su protección a La Vallière. Pero, como preguntando mucho, rara vez sucede que no se consiga saber algo, contaba Saint-Aignan con averiguar poco o mucho interrogando a Guiche con toda la delicadeza y al propio tiempo con toda la tenacidad de que era capaz.

El plan de Saint-Aignan era éste: Si los informes eran buenos, decir con efusión al rey que había hallado una perla, y reclamar el privilegio de engastar esa perla en la corona real.

Si los informes eran malos, cosa que podía muy bien suceder, examinar hasta qué punto rayaba la afición del rey hacia La Vallière; y dirigir sus tiros de manera que fuese expulsada la muchacha, para hacerse un mérito de aquella expulsión con todas las mujeres que pudieran tener pretensiones sobre el corazón del rey, principiando por Madame y concluyendo por la reina.

En el caso de que el rey se mostrase tenaz en su capricho, ocultar las notas desfavorables; hacer saber a La Vallière que esas notas, sin excepción alguna, residían en un cajón secreto de la memoria del confidente; hacer alarde de generosidad a los ojos de la pobre joven, y tenerla constantemente obligada, por medio del reconocimiento y del terror, a ser amiga suya, interesada como cómplice en hacer la dicha de su cómplice al mismo tiempo que la suya propia.

Para el día que estallase la bomba del pasado, caso de que esta bomba llegara a estallar, se prometía Saint-Aignan tener tomadas todas las precauciones y aparentar ignorancia con el rey.

En cuanto a La Vallière, también podía hacer en ese día un magnífico papel de generosidad.

En todas estas ideas, brotadas en media hora al fuego de la avaricia, Saint-Aignan, el mejor hijo de su época, como habría dicho La Fontaine, se dirigía con intención bien marcada de hacer hablar a Guiche, esto es de turbarle en su felicidad, que por otra parte ignoraba Saint-Aignan.

Era la una de la madrugada cuando Saint-Aignan divisó a Guiche de pie, recostado en el tronco de un árbol y con los ojos clavados en aquella ventana iluminada.

La una de la madrugada, es decir la hora mas agradable de la noche, la que los pintores coronan de mirtos y adormideras nacientes, la de los ojos lánguidos, cabeza pesada y, corazón palpitante, que arroja sobre el la transcurrido una mirada de pesar y dirige un saludo tierno al nuevo día.

Para Guiche era la aurora de una felicidad inefable, y habría dado un tesoro al mendigo que se le hubiera atravesado en su camino para obtener que no le molestara en sus ensueños.

En esta hora, precisamente, fue cuando Saint-Aignan, mal aconsejado, pues el egoísmo nunca aconseja bien, vino a darle un golpe sobre el hombro en el instante en que murmuraba una palabra o un nombre.

—¡Ah! —exclamó pesadamente—. Os buscaba.

—¿A mí? —gritó Guiche, estremeciéndose.

—Sí, y os encuentro meditando a la luna. ¿Será cosa de que os halléis atacado del mal de poesía, querido conde, y estáis componiendo versos?

El joven forzó a su fisonomía a sonreír, mientras en lo íntimo del corazón mil contradicciones gruñían contra el indiscreto Saint-Aignan.

—Tal vez —dijo—. Pero ¡qué feliz casualidad…!

—¡Ah! Eso me prueba que habéis oído mal.

—¿Por qué?

—Mi primera palabra ha sido manifestaros que os buscaba.

—¿Me buscabais?

—Sí, y os he sorprendido.

—¿En qué?

—Cantando a Filis.

—En efecto, no lo niego —dijo riendo Guiche—; estaba cantando a Filis.

—Y tenéis derecho a ello.

—¿Yo?

—Sin duda, vos, que sois el protector intrépido de toda mujer hermosa y espiritual.

—Pero ¿qué diantre me estáis diciendo?

—Verdades reconocidas, ya lo sé. Pero, escuchad: estoy enamorado.

—Tanto mejor, querido conde. Venid conmigo; y me contaréis eso. Y temiendo Guiche, aunque algo tarde, tal vez, que Saint-Aignan advirtiese la ventana iluminada, le cogió del brazo, y trató de llevárselo de allí.

—¡Oh! —dijo Saint-Aignan resistiéndose—. No me llevéis a esos bosques sombríos, pues hace allí demasiada humedad. ¿Queréis qué nos quedemos a la luna?

Y, cediendo a la presión del brazo de Guiche, se quedó en los jardines próximos al palacio.

—Vamos a ver —dijo Guiche resignado—, conducidme adonde os plazca, y preguntadme lo que queráis.

—No puede darse mayor bondad. Y después de un momento de silencio:

—Querido conde —continuó Saint-Aignan—, desearía que me dijeseis dos palabras acerca de cierta persona a quien habéis dispensado vuestra protección.

—¿Y a quién vos amáis?

—No digo sí ni no… Ya sabéis que no debe uno colocar su corazón a la ventura, y que es preciso tomar de antemano las convenientes precauciones.

—Es verdad —dijo Guiche con un suspiro—. El corazón es cosa de mucho precio.

—El mío, especialmente, es muy tierno, y os lo entrego tal como es.

—¡Oh querido conde! Excusáis decirlo.

—¿Qué se os ofrece?

—Se trata simplemente de la señorita de Tonnay-Charente.

—¡Vaya, mi querido Saint-Aignan! Por fuerza habéis perdido el juicio.

—¿Por qué?

—¡Porque nunca he protegido a la señorita de Tonnay-Charente!

—¡Bah!

—¡Jamás!

—¿Pues no fuisteis vos el que proporcionó a la señorita de Tonnay-Charente entrar en casa de Madame?

—La señorita de Tonnay-Charente, y debíais saber mejor que nadie, querido conde, es de bastante buena casa para que se le busque, cuanto más para que se la admita.

—Os chanceáis.

—No, por mi honor, sé lo que queréis decir.

—¿Dé modo que para nada intervinisteis en su admisión?

—No.

—¿No la conocéis?

—La vi por primera vez en el día de su presentación a Madame. De modo que, como no la he protegido, ni la conozco, no puedo, querido conde, daros acerca de ella las noticias que deseáis.

Guiche hizo un movimiento como para separarse de su interlocutor.

—¡Vaya, vaya! —dijo Saint-Aignan—. Un instante, mi querido conde; no permitiré que me dejéis de ese modo.

—Perdón; pero creo que ya es hora de volver uno a sus habitaciones.

—Sin embargo, no me parece que os retirabais cuando os he hallado.

—Si tenéis, conde, alguna cosa que decirme todavía, estoy a vuestra disposición.

—Y hacéis perfectamente, ¡qué diantre! Por media hora más o menos no se estropearán vuestros encajes… Con que vamos a ver, juradme que no tenéis malas nuevas que darme respecto a ella, y que esas noticias desfavorables que hubieseis podido darme, no son la causa de vuestro silencio.

—¡Oh! A la pobre muchacha la creo tan pura como un cristal.

—Me llenáis de júbilo. Sin embargo, no quiero pasar por tan mal informado como a primera vista os he debido parecer. Es cosa segura que por vuestro conducto han entrado algunas camaristas al servicio de la princesa, y aun se ha compuesto sobre eso una canción.

—Ya sabéis, amigo, que se componen canciones sobre todo. ¿La conocéis?

—No, pero cantádmela, y así la sabré.

—No podré deciros cómo principia, pero sí me acuerdo cómo acaba.

—Bueno, siempre es algo. Guiche, de damas de honor, Fue nombrado proveedor.

—La idea es pueril y la rima pobre.

—¡Y qué queréis, amigo! No son versos de Racine ni de Molière, sino simplemente de La Feuillade, y un gran señor no puede componer versos como un bigardo.

—Lástima es, en verdad, que no os acordéis más que del final.

—Aguardad; ahora recuerdo el principio de la segunda copla.

—Vamos a ver.

—A dos bellas muchachitas, quiso Guiche proteger: Montalais y…

—Y La Vallière, ¡pardiez! —exclamó Guiche impaciente, y sobre todo ignorando completamente adonde Saint-Aignan, quería ir a parar.

—Sí, sí, eso es. La Vallière. Habéis hallado el consonante, querido.

—¡Valiente hallazgo!

—Montalais y La Vallière, eso es. Son las dos muchachas a quienes habéis protegido.

Saint-Aignan se echó a reír.

—Creo que no encontraréis en la canción a la señorita de Tonnay-Charente.

—No, ciertamente.

—¿Estáis ya, satisfecho?

—Sin duda; pero encuentro en ella a Montalais —replicó Saint-Aignan sin dejar de reír.

—¡Oh! A ésa la encontraréis en todas partes. Es una señorita muy bulliciosa.

—¿La conocéis?

—Por intermediario. Fue protegida por un tal Malicorne, a quien protege Manicamp; Manicamp me suplicó que solicitase un nombramiento de camarista para Montalais, en la servidumbre de Madame, y una plaza de oficial para Malicorne al lado de Monsieur, y como no ignoráis la inclinación que tengo a ese tuno de Manicamp, así lo he hecho.

—¿Y lo habéis obtenido?

—Para Montalais, sí; para Malicorne, sí y no, pues no es aún más que tolerado. ¿Es eso lo que deseabais saber?

—Falta todavía el consonante.

—¿Qué consonante?

—El que vos mismo hallasteis.

—¿La Vallière?

Y Saint-Aignan volvió de nuevo con su sonrisa, que tanto irritaba a Guiche.

—También ha entrado por mediación mía al servicio de Madame, es cierto.

—¡Ja, ja, ja! —prorrumpió Saint-Aignan.

—Pero me haríais un favor, querido conde —continuó Guiche con marcado aire de frialdad—, si os abstuvieseis de bromear sobre ese nombre. La señorita de la Baume te Blanc de La Vallière es una joven de mucho juicio.

—¿No sabéis las últimas nuevas que corren? —exclamó Saint-Aignan.

—No, y os suplico, querido conde, que guardéis esas noticias para vos y para los que las hacen correr.

—¡Bah! ¡No tomáis eso con poca seriedad!

—Sí, porque a la señorita de La Vallière la ama uno de mis buenos amigos.

Saint-Aignan tembló de emoción.

—¡Oh, oh! —exclamó.

—Sí, conde —prosiguió Guiche—. De consiguiente, comprenderéis muy bien vos, que sois el hombre más cortés de Francia; que no puedo consentir que se coloque a mi amigo en una posición ridícula.

—¡Oh! Muy bien.

Y Saint-Aignan se roía los dedos, parte por despecho, y parte por ver frustrada su curiosidad.

Guiche le hizo un profundo saludo.

—¿Me despedís? —preguntó Saint-Aignan, ardiendo en deseos de saber el nombre del amigo.

—No os despido, querido… Voy a terminar mis versos a Filis.

—¿Y esos versos…?

—Son una cuarteta; ya sabéis, ¿eh? que una cuarteta es cosa sagrada.

—A fe que sí.

—Y como de los cuatro versos de que naturalmente ha de componerse, me faltan todavía tres y un hemistiquio, me es preciso poner en juego todas mis potencias.

—Lo creo muy bien. ¡Adiós, conde!

—¡Adiós!

—A propósito.

—¿Qué?

—¿Tenéis facilidad para componer?

—Una enormidad.

—Y mañana por la mañana, ¿habréis acabado ya los tres versos y medio?

—Espero que sí.

—Pues bien, hasta mañana.

—Hasta mañana. ¡Adiós!

Preciso le fue a Saint-Aignan con formarse con la despedida, y en consecuencia desapareció detrás de los bosquecillos.

La conversación había llevado a Guiche y a Saint-Aignan bastante lejos del palacio.

Todo matemático, poeta o soñador, tiene sus distracciones. Cuando Saint-Aignan se separó de Guiche, hallábase en el límite del tresbolillo, en el sitio donde principiaban los comunes, y donde, a espaldas de múltiples bosquetes de acacias y castaños, que cruzan sus ramas al abrigo de montecillos de clemátides y viñas vírgenes, elevábase el muro de separación entre los bosques y el patio de los comunes.

Saint-Aignan, luego que se vio solo, tomó el camino de aquellos edificios, y Guiche en sentido contrario. De consiguiente, el uno retrocedía hacia los jardines, mientras el otro se dirigía a las tapias.

Saint-Aignan andaba bajo una impenetrable bóveda de serbales, de lilas y de oxiacantos gigantescos, pisando una blanda arena, cubierto con la sombra y sepultado entre el musgo.

Desconcertado, por no haber podido averiguar algo más acerca de La Vallière, a pesar del ingenioso giro que diera a sus investigaciones, iba meditando cómo tomar el desquite que le parecía difícil.

De repente, un susurro de voces humanas llegó a sus oídos. Era éste como cuchicheos, como gemidos femeninos mezclados con interpelaciones; eran risitas, suspiros, gritos de sorpresa sofocados; pero, por encima de todo dominaba una voz femenina.

Saint-Aignan se detuvo para orientarse, y reconoció con la mayor sorpresa que, las voces venían, no del suelo, sino de las copas de los árboles.

Levantó la cabeza deslizándose por la arboleda; y distinguió en el caballete de la tapia a una mujer encaramada en una escalera; en gran comunicación de ademanes y palabras con un hombre subido a un árbol, y del que no se divisaba más que la cabeza, por tener el cuerpo oculto en la sombra de un castaño.

La mujer permanecía a la parte de acá de la tapia, y el hombre al otro lado.