Deseando el rey permanecer solo consigo mismo, para estudiar lo que pasaba en su propio corazón, se retiró a sus habitaciones, adonde fue a buscarle el señor de Saint-Aignan, terminada su conversación con Madame.
Satisfecho el favorita con su doble importancia, y conociendo que desde hacía dos horas era el confidente del rey, principiaba, no obstante lo respetuoso que era a mirar los asuntos de la Corte desde cierta altura; y desde el punto en que se había colocado, o, más bien, en que le había colocado la casualidad, sólo veía guirnaldas en rededor suyo.
El amor del rey a Madame, el de Madame al rey, el de Guiche a Madame, el de La Vallière al rey, el de Malicorne a Montalais, y el amor de la señorita de Tonnay-Charente al mismo Saint-Aignan, era seguramente más de lo que se necesitaba para volver loco a un cortesano.
Ahora bien, Saint-Aignan era el prototipo de los cortesanos pasados, presentes y futuros.
Por lo demás, Saint-Aignan se expresó tan bien y mostró tanta finura en el decir, que el rey le escuchó manifestando mucho interés, principalmente cuando refirió el modo apasionado con que Madame había buscado su conversación con motivo del asunto de la señorita de La Vallière.
Aun cuando el rey no hubiera sentido hacia Madame Enriqueta nada de lo experimentado, había en ese ardor de Madame por informarse cierta satisfacción de amos propio que no podía escapar al rey. Tuvo, pues, dicha satisfacción, pero a eso quedó reducido todo, pues su corazón no se alarmó lo más mínimo por lo que Madame pudiera o no pensar de toda aquella aventura.
Sólo cuando Saint-Aignan acabó de hablar, le preguntó el rey, mientras se arreglaba para recogerse:
—Creo, Saint-Aignan, que sabrás quién es la señorita de La Vallière, ¿no es verdad?
—No sólo sé quién es; sino lo que será.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que es todo lo que una mujer puede desear ser, esto es, amada por Vuestra Majestad, y quiero decir, que será todo lo que Vuestra Majestad quiera que sea.
—No es eso lo que te pregunto… No quiero saber lo que es hoy día, ni lo que será mañana, pues como acabas de decir, eso es cuenta mía, no lo que fue ayer. Repíteme lo que dicen de ella.
—Dicen que es prudente.
—¡Oh! —murmuró el rey sonriendo—. Eso es un rumor.
—Bastante raro en la Corte, Majestad, para que se crea cuando lo divulgan.
—Tal vez tengas razón mi querido… ¿Y es de buena casa?
—¡Excelente! Hija del marqués de La Vallière e hijastra del bueno de Saint-Rémy!
—Ah! Sí, el mayordomo de mi tía… Ya me acuerdo, y ahora caigo que la vi al pasar por Blois. Fue presentada a las reinas. Y tengo que reprocharme no haber puesto entonces en ella toda la atención que merecía.
—¡Oh, Majestad! En vuestras manos está recuperar el tiempo perdido.
—¿Y dices que no corren rumores de que tenga amante?
—En todo caso; no creo que Vuestra Majestad pueda asustarse de la rivalidad.
—¡Aguardad! —exclamó de pronto el rey con marcada expresión de seriedad.
—¿Qué, Majestad?
—Ahora recuerdo una cosa.
—¡Ah!
—Si no tiene amante, tiene novio.
—¡Novio!
—¡Cómo! ¿No lo sabes, conde?
—¡Tú el hombre de las noticias!
—Vuestra Majestad me perdonara. Y el rey, ¿conoce a ese novio?
—¡Diantre! Su padre ha venido a pedirme que firme el contrato. Sin duda iba el rey a pronunciar el nombre del vizconde de Bragelonne, mas se detuvo, frunciendo el ceño.
—Es —repitió Saint-Aignan.
—Ya no me acuerdo —respondió Luis XIV procurando disimular su emoción.
—Tal vez pueda yo ayudar la memoria de Vuestra Majestad —dijo el conde.
—No, pues ni yo mismo sé de quién quería hablar; me acuerdo vagamente de que una de las camaristas iba a casarse… pero se me ha ido el santo al cielo.
—¿Era la señorita de Tonnay-Charente la que debía casarse? —preguntó Saint-Aignan.
—Quizá —replicó el rey.
—Entonces, el futuro era el señor de Montespan; pero la señorita de Tonnay-Charente no habrá hablado, supongo, en términos que pueda asustar a los pretendientes.
—En fin —dijo el rey—, nada o casi nada sé acerca de la señorita de La Vallière. Saint-Aignan, te encargo que me traigas informes de una.
—Bien, Majestad. ¿Y cuándo tendré el honor de volver a ver a Vuestra. Majestad para comunicarle mis noticias?
—Así que las tengas.
—Pronto las tendré, si las noticias van tan de prisa como mi deseo de volver a ver al rey.
—¡Muy bien dicho! A propósito, ¿es Madame que ha manifestado algo contra esta muchacha?
—Nada, Majestad.
—¿Ni se ha mostrado enfadada?
—No sé; lo que puedo decir es que la he visto siempre con la risa en los labios.
—Muy bien; oigo ruido en las antecámaras; sin duda vienen a anunciarme la llegada de algún correo.
—En efecto, Majestad.
—Infórmate, Saint-Aignan.
El conde corrió a la puerta, y cambió algunas palabras con el ujier.
—Majestad —dijo cuando volvió—, es el señor Fouquet, que viene según dice, en virtud de orden del rey. Se ha presentado, pero en atención a lo avanzado de la hora, no insiste en ser recibido, contentándose con que se haga constar su presencia.
—¡El señor Fouquet! Le escribí a las tres invitándole a estar en Fontainebleau a la mañana siguiente; y ha llegado a las dos. ¡Eso es celo! —exclamó el rey, gozoso de verse tan bien obedecido—. Quiero dar audiencia al señor Fouquet ahora mismo. Le he llamado y le recibiré. Que entre. ¡Tú, conde, a tus informes, y hasta mañana!
El rey puso un dedo sobre los labios, y Saint-Aignan se escurrió con el corazón lleno de júbilo, dando orden, al ujier para que introdujese al señor Fouquet.
Fouquet hizo entonces su entrada en la cámara regia; Luis XIV se levantó para recibirle.
—Buenas noches, señor Fouquet —dijo con amable sonrisa—. Os felicito por vuestra puntualidad, con tanto más motivo, cuanto que mi mensaje ha debido llegaros tarde.
—A las nueve de la noche, Majestad.
—Mucho habéis trabajado, señor Fouquet, pues me han asegurado que no habéis salido de vuestro despacho de Saint Mandé desde hace tres o cuatro días.
—He permanecido, en efecto, encerrado tres días —replicó Fouquet, inclinándose.
—¿Sabéis, señor Fouquet, que tengo una porción de cosas que deciros? —prosiguió el rey con la mayor afabilidad.
—Vuestra Majestad me honra demasiado, y ya, que tanta es su amabilidad para conmigo, me permitirá que le recuerde cierta audiencia que me tiene prometida.
—¡Ah! Sí, un eclesiástico que debe darme las gracias, ¿no es eso?
—Justamente, Majestad. La hora no es quizá la más oportuna; pero el tiempo es precioso para la persona que yo aprecio, y como Fontainebleau es camino para su diócesis.
—Pero ¿quién es?
—El último obispo de Vannes; a quien Vuestra Majestad, por recomendación mía, se dignó dar la investidura hace tres meses.
—Es posible —dijo el rey— que firmara sin leer. ¿Está ahí?
—Majestad; Vannes es una diócesis importante, las ovejas de este pastor necesitan su palabra divina; son rústicos a quienes conviene civilizar instruyéndolos, y para esta clase de trabajos se pinta solo el señor de Herblay.
—¡El señor de Herblay! —exclamó el rey registrando en su memoria, como si aquel nombre, aunque no oído en mucho tiempo, no le fuese desconocido.
—¡Oh! —murmuró con viveza Fouquet—. Vuestra Majestad no conoce ese nombre obscuro de uno de sus súbditos más fieles y más celosos servidores.
—No, lo confieso… ¿Y desea marchar otra vez allá?
—Hoy ha recibido cartas que exigirán tal vez su partida; de suerte que antes de ponerse en camino para el país perdido, que llaman la Bretaña, desearía ofrecer sus respetos a Vuestra Majestad.
—¿Y espera?
—Está ahí, Majestad.
—Hacedle entrar.
Fouquet hizo una seña al ujier que aguardaba detrás de la cortina. Abrióse la puerta y entró Aramis. El rey le dejó hacer su saludo, acompañado de los cumplidos de estilo, y fijó una mirada penetrante en aquella fisonomía, que nadie podía olvidar después de haberla visto.
—¡Vannes! —dijo—. ¿Sois obispo de Vannes?
—Sí, Majestad.
—¿Vannes está en Bretaña?
Aramis se inclinó otra vez.
—¿A pocas leguas de Belle-Île? Majestad —replicó Aramis—; a seis leguas, según creo.
—Seis leguas es un paso —repuso Luis XIV.
—No es así para nosotros, pobres bretones, Majestad —dijo Aramis.
—Al contrario, seis leguas son ya bastante distancia, aun siendo por tierra; si son por mar, es una inmensidad. Ahora bien, como ya he tenido el honor de manifestar al rey, hay seis leguas de mar desde la ribera a Belle-Île.
—Dicen que el señor Fouquet posee allí una casa hermosísima inquirió el rey.
—Sí, eso dicen —respondió Aramis mirando tranquilamente a Fouquet.
—¡Cómo que eso dicen! —exclamó el rey.
—Sí, Majestad.
—En verdad, señor Fouquet, me extraña una cosa, os lo confieso.
—¿Qué, Majestad?
—¿Cómo es que teniendo al frente de vuestras parroquias a un hombre como el señor de Herblay, no le habéis enseñado Belle-Île?
—¡Ah, Majestad! —replicó el obispo, sin dar tiempo a Fouquet para contestar—. Nosotros, pobres prelados bretones, practicamos escrupulosamente la residencia.
—Señor de Vannes —dijo el rey—. Yo castigaré al señor, Fouquet por su descuido.
—¿De qué manera, Majestad?
—Trasladándoos.
Fouquet mordióse los labios, y Aramis sonrió.
—¿Cuánto os produce Vannes? —continuó el rey.
—Seis mil libras, Majestad —contestó Aramis.
—¡Dios mío! Bien poco es; pero tendréis bienes, caballero.
—Nada poseo, Majestad: solamente, el señor Fouquet me hace entregar mil doscientas libras anuales por su derecho de banco.
—Vamos, vamos, señor de Herblay; yo os prometo algo mejor que eso.
—Majestad…
—Ya me ocuparé de vos.
Aramis se inclinó.
El rey, por su parte, saludóle casi respetuosamente, como tenía costumbre de hacer con las mujeres y los eclesiásticos.
Aramis comprendió que había terminado su audiencia, y, despidiéndose con cierta frase de las más sencillas, una verdadera frase de pastor campesino, desapareció.
—Me extraña el aspecto de ese hombre —dijo el rey siguiéndole con los ojos todo el tiempo que pudo verle, y aun en cierto modo después que ya no le veía.
—Majestad —respondió Fouquet—; si ese obispo hubiese recibido las primeras órdenes, ningún prelado del reino como él para las mayores distinciones.
—¿No es docto?
—Cambió la espada por la casulla un poco tarde. Pero no importa, si Vuestra Majestad me permite que vuelva a hablarle del señor de Vannes en su tiempo y lugar.
—Desde luego. Mas antes de hablar de él, hablemos de vos, señor Fouquet.
—¿De mí, Majestad?
—Sí, tengo que daros mil felicitaciones.
—No acierto, Majestad, a manifestar a Vuestra Majestad el júbilo de que me colma.
—Sí, señor Fouquet, comprendo. Sí, estaba prevenido en contra vuestra.
—He sido entonces bien desgraciado.
—Pero ya eso pasó. ¿No habéis llegado a notarlo?
—Majestad; pero aguardaba con resignación a que luciese el día de la verdad. Y parece que ese día ha llegado.
—¡Ah! ¿De modo que sabíais que estabais en desgracia mía?
—¡Ay! Sí; Majestad.
—¿Y sabéis por qué?
—Perfectamente; el rey me suponía un dilapidador.
—¡Oh! No.
—O más bien un mediano administrador. En una palabra, Vuestra Majestad suponía que no teniendo dinero los pueblos, tampoco lo tendría el rey.
—En efecto, eso creía; pero ya, me he desengañado.
Fouquet se inclinó.
—Y no hay rebeliones ni quejas.
—Y además hay dinero —dijo Fouquet:
—Lo cierto es que en el mes último os habéis mostrado pródigo conmigo.
—Y tengo dinero todavía, no sólo para las necesidades de Vuestra Majestad, sino hasta para todos sus caprichos.
Gracias a Dios, señor Fouquet —replicó el rey con seriedad—, no os pondré a prueba. Hasta dentro de dos meses no quiero pediros nada.
—Aprovecharé ese tiempo para reunir al rey cinco o seis millones, que le servirán de primeros fondos en caso de guerra.
—¡Cinco o seis millones!
—Para su casa sólo.
—¿Creéis, según eso, en la guerra, señor Fouquet?
—Creo que, si Dios ha dado al águila un pico y garras, es para que se aproveche de ellos y ostente su predominio.
El rey se sonrojó de placer.
—Mucho hemos gastado en todos estos días, señor Fouquet. ¿No me regañaréis?
Vuestra Majestad tiene aún veinte años de juventud y mil millones para gastar en esos veinte años.
—Mil millones es demasiado, señor Fouquet —dijo el rey.
—Economizaré, señor. Además, Vuestra Majestad tiene en el señor Colbert y en mí dos hombres preciosos. El uno le hará gastar su dinero, ése seré yo, si Vuestra Majestad se digna seguir aceptando mis servicios; el otro se lo economizará, y ése será el señor Colbert.
—¡El señor Colbert! —replicó admirado el rey.
—Sí, por cierto, Majestad; el señor Colbert cuenta perfectamente bien.
A este elogio del enemigo, hecho por su enemigo mismo, se sintió penetrado el rey de confianza y admiración.
Y era que, en efecto, nada había en la voz ni en la mirada de Fouquet que destruyese una sola letra de las palabras que había pronunciado. No hacía un elogio para tener derecho a intercalar dos reconvenciones.
El rey lo comprendió, y, rindiendo armas a tanta generosidad o talento:
—¿Elogiáis al señor Colbert? —dijo.
—Sí, Majestad, lo elogió, porqué, además de ser un hombre de mérito, le creo muy adicto a los intereses de Vuestra Majestad.
—¿Lo decís porque a veces ha contrariado vuestras miras? —dijo el rey sonriendo.
—Precisamente, Majestad.
—Explicadme eso.
—Es muy sencillo. Yo soy el hombre que se necesita para hacer entrar el dinero, y él es cuanto cabe para impedir que salga.
—¡Vamos, vamos, señor superintendente, qué diablos! Ya me diréis algo que pueda modificar esa opinión.
—¿Administrativamente, Majestad? Nada en absoluto, Majestad.
—¿De veras?
—Por mi honor; no conozco en Francia mejor funcionario que el señor Colbert.
La palabra funcionario no tenía, en 1661, la significación algo subalterna que se le da hoy día; pero, al pasar por la boca del señor Fouquet, a quien el rey acababa de llamar señor superintendente, tomó cierto carácter de humildad y pequeñez, que colocaba admirablemente a Fouquet en su punto y a Colbert en el suyo.
—Pues bien —dijo Luis XIV—, él ha sido quien, tan ahorrador como es; ha ordenado mis festejos de Fontainebleau, y os aseguro, señor Fouquet, que no ha procurado escasear mi dinero.
—Fouquet se inclinó, pero sin responder.
—¿No es ésa vuestra opinión? —dijo el rey.
—Encuentro, Majestad —respondió Fouquet—, que el señor Colbert ha desplegado en todo un orden asombroso, y merece, en este concepto, todas las alabanzas de Vuestra Majestad.
La palabra orden venía como anillo al dedo a la palabra funcionario. Ninguna organización, más que la del rey, tenía esa viva sensibilidad, esa finura de tacto que percibe y recoge el orden de las sensaciones antes que las sensaciones mismas.
Por consiguiente, Luis XIV comprendió que el funcionario había tenido para Fouquet demasiado orden, es decir, que las fiestas tan espléndidas de Fontainebleau hubieran podido ser más espléndidas todavía.
Conoció, por tanto, que podía, censurarse algo en sus festejos, y experimentó algo parecido a ese despecho que siente un provinciano, que, adornado con los más hermosos trajes de su guardarropa, llega a París, donde el hombre elegante apenas le mira, o le mira demasiado.
Esta parte de la conversación, tan sobria pero tan sutil de Fouquet, hizo concebir al rey mayor estimación hacia el carácter del hombre y la capacidad del ministro.
Fouquet se despidió a las dos de la mañana; y el rey se metió en el lecho algo inquieto y confuso con la lección encubierta que acababa de recibir; y aun empleó sus dos buenos cuartos de hora en recordar los bordados, las colgaduras, los refrescos, la arquitectura de los arcos triunfales, las iluminaciones y los fuegos artificiales, imaginados por el orden del funcionario Colbert.
De ahí resultó que, repasando en su memoria todo lo que había tenido lugar en aquellos últimos ocho días, encontró algunos lunares a sus fiestas.
Pero Fouquet, con su diplomacia, su afabilidad y su generosidad, acababa de perjudicar a Colbert más profundamente de lo que éste, con su trapacería, su ruindad, su odio perseverante, logró nunca perjudicar a Fouquet.