En tanto que los asuntos de Guiche, arreglados de una manera tan inesperada, sin que pudiera él adivinar la causa, tomaban el giro que hemos visto, Raúl, que comprendió la invitación de Madame, se había separado para no turbar aquella explicación, cuyos resultados estaba muy lejos de adivinar, y fue a reunirse con las camaristas, diseminadas por los jardines.
Mientras esto pasaba, el caballero de Lorena, que había subido a su cuarto, leía con sorpresa la carta de Wardes, en la que éste le participaba, o más bien le hacía participar por conducto de su criado, la estocada recibida en Calais, y todos los pormenores de aquella aventura, invitándole a que comunicara a Guiche y a Monsieur lo que en dicho suceso pudiera ser particularmente desagradable a cada uno de ellos.
Wardes se fijaba sobre todo en demostrar al caballero la violencia del amor de Buckingham hacia Madame, y concluía su carta anunciando que creía correspondida esa pasión.
Al leer este último párrafo, el caballero no pudo menos de encogerse de hombros; en efecto, Wardes se hallaba muy atrasado de noticias, según se habrá echado de ver, y suponía que Buckingham continuaría siendo el preferido.
El caballero arrojó la carta por encima de su hombro en una mesa inmediata, y, en tono desdeñoso.
—Verdaderamente —dijo—, parece increíble; y eso que Wardes es mozo de talento, pero en esta ocasión no lo ha demostrado. Está visto que en provincia se vuelve uno tonto. ¡Llévese el diablo a ese necio, que debía escribirme cosas importantes y no me cuenta más que tonterías! En vez de esa miseria de carta, hubiera podido descubrir en los tresbolillos alguna buena intriga que comprometiese a una mujer, valiese tal vez una estocada a algún hombre, y divirtiese a Monsieur durante tres días.
Miró él reloj.
—Ya es tarde —prosiguió—. La una de la madrugada; todo el mundo debe estar en el cuarto del rey, donde se terminará la noche. Ea, rastro perdido, y a menos de un feliz acaso…
Y, al pronunciar estas palabras, como si tratase de invocar su buena estrella se asomó, con despecho a la ventana que daba a una parte solitaria del jardín.
Al punto, y como si un genio maléfico le hubiese dado sus órdenes, percibió, de vuelta al palacio en compañía de un hombre, un capotillo de seda color obscuro, y reconoció aquel talante que tanto habíale llamado la atención media hora antes.
—¡Eh, Dios mío! —pensó dándose una palmada—. ¡Dios me condene!, como nuestro amigo Buckingham: he aquí; un misterio.
Y bajó apresuradamente la escalera, con la esperanza de llegar a tiempo al patio para reconocer la mujer del capotillo y a su acompañante. Mas al llegar a la puerta del patio pequeño, se encontró de manos a boca, con Madame, cuyo semblante gozoso aparecía lleno de revelaciones halagüeñas bajo aquel manto que lo abrigaba sin ocultarle.
Por desgracia, Madame iba sola. El caballero comprendió que habiéndola visto, no hacía aun ni cinco minutos con un gentilhombre, no debía éste hallarse muy lejos.
En consecuencia, no se detuvo más tiempo, que el necesario para saludar a la princesa, apartándose para darle paso; pero luego que ésta se alejó algún trecho con la rapidez de una mujer que teme ser reconocida, y se convenció el caballero de que se hallaba bastante absorta en sus pensamientos para hacer alto en él, se internó en el jardín; mirando rápidamente hacia todos lados y abarcando el mayor horizonte que podía.
Llegaba a tiempo, pues el gentilhombre que había acompañado Madame estaba aún al alcance de su vista, sólo que se adelantaba apresuradamente hacia una de las alas del palacio, detrás de la cual iba a desaparecer.
No había un momento que perder. Así fue que el caballero echó a correr en su seguimiento, proponiéndose aflojar el paso luego que estuviese cerca del desconocido, pero, por grande que fue su diligencia, dobló aquél la esquina antes que él.
Era evidente, no obstante, que como el hombre a quien seguía el caballero caminaba sumamente entregado a sus pensamientos y con la cabeza inclinada bajo el peso del dolor o de la felicidad, si bien había doblado la esquina, a menos que hubiera entrado por alguna puerta, no podría menos de ser alcanzado.
Esto habría acontecido irremisiblemente, si al doblar el caballero la esquina no hubiese tropezado con dos personas que iban a doblarla también en sentido contrario.
Disponíase el caballero a hacer pagar caro su encuentro a aquellos dos importunos, cuando al levantar la cabeza reconoció al señor superintendente.
Fouquet iba acompañado de otra persona que el caballero veía por la primera vez.
Esta persona era Su Ilustrísima el obispo de Vannes.
Contenido por la importancia de aquel personaje, y obligado por el bien parecer a dar disculpas, cuando esperaba recibirlas, el caballero dio un paso atrás; y, como el señor Fouquet era, si no apreciado, por lo menos, respetado de todo el mundo, y como el mismo rey, aun cuando fuese más bien, enemigo que amigo suyo, trataba al señor Fouquet con alguna consideración; el caballero hizo lo que habría hecho el rey, que fue saludar al señor Fouquet, el cual le devolvió el saludo con afable cortesía, viendo que aquel hombre le había tropezado sin querer.
Pero el señor Fouquet reconoció pronto al caballero de Lorena, y entonces le dirigió algunos cumplimientos, a los cuales no pudo menos de corresponder el caballero.
Por corto que fuera el diálogo, duró lo bastante para que viese aquél con un mortal disgusto, que su desconocido iba eclipsándose poco a poco hasta perderse en la sombra.
Lorena se resignó, y una vez hecha la resolución, consagróse completamente a Fouquet:
—¡Ah! Señor —dijo, llegáis muy tarde. Vuestra ausencia ha dado bastante que hablar, y he oído a Monsieur manifestar extrañeza de que habiendo sido invitado por el rey, no hubieseis venido.
—Me ha sido imposible, señor; hasta ahora no he podido verme libre.
—¿Está París tranquilo?
—Completamente. El pueblo ha recibido muy bien la última tasa.
—¡Ah! Comprendo que hayáis querido aseguraros de esa buena acogida antes de venir a tomar parte de nuestras fiestas.
—No por eso dejo de llegar algo tarde. Me dirigiré, por tanto, a vos para preguntaros si el rey está o no en Palacio, y si podré verle esta noche, o tendré que aguardar hasta mañana.
—Hemos perdido de vista al rey hace una media hora —dijo el caballero.
—¿Estará en el cuarto de Madame? —preguntó Fouquet.
—No creo que se encuentre allí, porque acabo de encontrar a Madame que volvía por la escalera pequeña, y a menos que… ése gentilhombre con quien acabáis de cruzaros ahora mismo, no fuese el rey en persona…
Y el caballero detúvose, esperando saber así el nombre de la persona que seguía.
Pero Fouquet, hubiese reconocido o no a Guiche, se limitó a responder:
—No, señor, no era él.
El caballero saludó desconcertado; pero al mismo tiempo que saludaba, dirigió una mirada en torno suyo y viendo al señor Colbert en medio de un grupo:
—Mirad, señor —dijo al superintendente—, allá, bajo los árboles, hay una persona que os informará mejor que yo.
—¿Quién? —preguntó Fouquet, cuya vista débil no podía penetrar en la obscuridad.
—El señor Colbert —respondió Lorena.
—¡Ah! Perfectamente. ¿Aquel que está hablando con esos hombres que llevan hachones es el señor Colbert?
—El mismo. Da órdenes para mañana a los encargados de la iluminación.
—Gracias, señor.
Y Fouquet hizo un movimiento de cabeza, como indicando saber ya lo que deseaba.
Por su parte, el caballero, que nada había sabido, se retiró después de hacer un cortés saludo.
Apenas se hubo alejado, cuando Fouquet, frunciendo el ceño, se entregó a una muda meditación. Aramis le miró un instante con una especie de compasión llena de tristeza:
—Vamos —le dijo—, ya estáis sobresaltado con sólo oír el nombre de Colbert. Estabais hace poco triunfante y gozoso, ¿y, vais a poneros triste y taciturno al solo aspecto de ese débil fantasma? Vamos a ver, caballero, ¿creéis en vuestra fortuna?
—No —respondió melancólicamente Fouquet.
—¿Y por qué?
—Porque soy demasiado feliz en este instante —replicó Fouquet con voz trémula—. ¡Ay, mi querido Herblay! Vos, que tanto sabéis, debéis conocer la historia de cierto tirano de Samos. ¿Qué podría, yo arrojar al mar a fin de contrarrestar la desgracia que pueda sobrevenirme? ¡Ay! Os lo repito, amigo mío, soy demasiado feliz; tan feliz, que no deseo más que lo que tengo… Me he elevado tanto… No ignoráis mi divisar Quo non ascendam… Pues me he elevado tanto, que no me queda más que descender. No puedo, por consiguiente, creer en los progresos de una fortuna que es ya más que humana.
Aramis sonrió, fijando en Fouquet, sus ojos tan cariñosos como astutos:
—Si conociese vuestra felicidad —dijo—, temería tal vez vuestra desgracia; pero veo que me juzgáis como verdadero amigo, es decir, bueno sólo para el infortunio. Bien sé que esto es muy de apreciar; pero, sin embargo, creo también que tengo derecho a suplicaros que me confiéis de vez en cuando las cosas felices que os sucedan, y en las cuales sabéis que recibo tanta satisfacción como si me sucediesen a mí mismo.
—Mi querido prelado —dijo riendo Fouquet—, mis secretos son bastante profanos para confiarlos a un obispo, por mundano que sea.
—¡Bah! Haceos cuenta que es en confesión.
—¡Oh! Tendría mucha vergüenza si fuerais vos mi confesor.
Y Fouquet lanzó un suspiro. Aramis volvió a mirar, sin otra manifestación de su pensamiento que su muda sonrisa.
—¡Ea! —dijo—; también es gran virtud la discreción.
—¡Silencio! —dijo Fouquet—. Ese animal ponzoñoso me ha reconocido y viene hacia nosotros.
—¿Colbert?
—Sí; alejaos, querido Herblay, que no quiero que ese bergante os vea conmigo, pues os cobraría aversión.
Aramis le estrechó la mano.
—¿Qué necesidad tengo de su amistad? —exclamó—. ¿No estáis vos aquí?
—Sí, pero quizá no estaré siempre —dijo melancólicamente Fouquet.
—Ese día, si es que llega —repuso tranquilamente Aramis—, ya veremos cómo pasarnos sin la amistad del señor Colbert o cómo arrostrar su aversión. Pero, decidme, mi querido señor Fouquet, en lugar de entreteneros con ese pedante como le hacéis la honra de llamarle, conversación cuya utilidad no alcanzo, ¿por qué no vais a ver, si no al rey, al menos a Madame?
—¡A Madame! —exclamó el superintendente distraído por su recuerdo. Sí, iré a ver a Madame.
—Ya recordaréis —prosiguió Aramis— que nos han hablado del mucho favor que goza, Madame hace dos o tres días, y, a mi modo de ver, entra en vuestra política y en vuestros planes el que hagáis asiduamente la corte a las amigas del rey. Es el medio de contrapesar la autoridad naciente del señor Colbert; con que id lo más pronto posible a ver a Madame, y procurad ganaros esa aliada.
—Pero ¿estáis seguro —preguntó Fouquet— de que sea la princesa la que ocupe la atención del rey, en este momento?
—Si ha girado la aguja, habrá sido desde esta mañana. No ignoráis que tengo también mi policía.
—¡Bien! Voy al instante, y, para todo evento; cuento con medios para introducirme, porque llevo un magnífico par de camafeos antiguos, engarzados en diamantes.
—Ya los he visto, y no puede darse cosa más rica y más regia.
Interrumpióles entonces un lacayo que acompañaba a un correo:
—Para el señor superintendente —dijo en voz alta el correo, presentando una carta a Fouquet.
—Para el señor obispo de Vannes —dijo por lo bajo el lacayo entregando una carta a Aramis.
Y como el lacayo llevaba una antorcha, se situó entre el superintendente y el obispo, a fin de que pudieran los dos leer al mismo tiempo.
Al ver Fouquet la letra fina y menuda del sobre estremecióse de alegría. Sólo los que aman o han amado podrán comprender la inquietud que le asaltó primero y la felicidad que a ella sucedió.
Hace una hora que me he separado de ti; hace un siglo que no te he dicho te amo.
Nada más decía.
La señora de Bellière se había separado de Fouquet, en efecto, hacía una hora, después de haber pasado dos días en su compañía, y, por miedo de que su recuerdo se alejara demasiado tiempo del corazón que tanto amaba, le enviaba el correo portador de aquella importante misiva.
Fouquet besó la carta y la pagó con un puñado de oro.
Respecto a Aramis, también leía por su parte, pero con más calma y reflexión, el billete siguiente:
El rey ha recibido esta noche una extraña impresión: una mujer le ama. Lo ha sabido casualmente, escuchando la conversación de esa joven con sus compañeras. De suerte que el rey se ha entregado enteramente a este nuevo capricho. La mujer se llama señorita de La Vallière, y es de una belleza lo suficiente ordinaria para que ese capricho pueda convertirse en una fuerte pasión.
No hay que descuidar a la señorita de La Vallière.
Nada de Madame.
Aramis volvió a doblar lentamente aquel billete y se lo guardó en el bolsillo.
En cuanto a Fouquet, seguía deleitándose con los perfumes de su carta.
—Monseñor —dijo Aramis tocando en el codo a Fouquet.
—¿Qué? —preguntó éste.
—Tengo una idea… ¿Conocéis a una joven que se llama La Vallière?
—No, por cierto.
—Recordadlo bien.
—¡Ah, sí! Supongo que es una de las camaristas de Madame.
—Esa debe de ser.
—Bien, ¿y qué?
—Pues es necesario que vayáis a visitar esta noche a esa joven.
—¡Bah! ¿Y cómo?
—Hay más, y es que vuestros camafeos deben ser para ella.
—¿Qué decís?
—Ya sabéis, monseñor, que no suelo ser mal consejero.
—Pero una cosa tan imprevista…
—Ese asunto es mío. Pronto una corte en regla a la joven de La Vallière, monseñor. Yo me encargo de convencer a la señora de Bellière que esa corte es puramente política.
—¿Qué estáis diciendo, amigo mío? —exclamó con viveza Fouquet—. ¿Qué nombre habéis pronunciado?
—Un nombre que debe demostraros, señor superintendente, que, estando bien informado con respecto a vos, puedo estarlo también con respecto a los demás. Haced la corte a la joven La Vallière.
—Haré la corte a quien queráis —replicó Fouquet, hecho su corazón un paraíso.
—Vamos, bajad a la tierra, viajero del séptimo cielo —dijo Aramis—, que aquí tenemos al señor Colbert. Por cierto, que ha reclutado gente mientras estábamos leyendo, pues se acerca rodeado de alabanzas y congratulaciones; decididamente es una potencia.
En efecto, Colbert se adelantaba escoltado por cuantos cortesanos habían quedado en los jardines, los tules le prodigaban a porfía, sobre el orden de la fiesta, mil elogios que le llenaban de orgullo.
—Si estuviera aquí La Fontaine —dijo Fouquet sonriendo—, ¡qué buena ocasión se le ofrecía para recitar su fábula de La rana que quiere hacerse tan grande como el buey!
Colbert llegó rodeado de un resplandeciente círculo de luz; Fouquet le esperaba impasible, con aire un tanto burlón.
Colbert sonreía también, y habiendo visto a su enemigo desde un cuarto de hora antes, se aproximaba con torcida intención.
—¡Oh; oh! —observó Aramis por lo bajo al superintendente—: Ese tunante va a pediros todavía algunos millones para pagar sus fuegos artificiales y sus vidrios de colores. Colbert saludó al primero con aire que se esforzaba por ser respetuoso.
Fouquet movió apenas la cabeza.
—¿Qué tal, señor? —preguntó Colbert—. ¿Qué os dicen los ojos? ¿Hemos tenido buen gusto?
—Exquisito —respondió Fouquet; sin que pudiera notarse en sus palabras el menor asomo de mofa.
—¡Oh! —replicó malignamente Colbert—. Es favor que nos hacéis… Los de la casa del rey somos pobres, y Fontainebleau no es mansión comparable a la de Vaux.
—Es verdad —repuso flemáticamente Fouquet, que dominaba a todos los actores de aquella escena.
—¡Qué queréis, monseñor! —continuó Colbert—. Hemos hecho todo lo que permitían nuestros escasos recursos.
Fouquet hizo un gesto de asentimiento.
—Pero —continuó Colbert— sería digno de vuestra magnificencia, monseñor, ofrecer a Su Majestad una fiesta en vuestros suntuosos jardines, en esos jardines que os han costado sesenta millones.
—Setenta y dos —respondió Fouquet.
—Razón de más —replicó Colbert—. ¡Eso sí que sería verdaderamente magnífico!
—¿Creéis, caballero —preguntó Fouquet—, que Su Majestad aceptaría mi invitación?
—¡Oh! ¡Creo que sí! —contestó con viveza Colbert—. Casi puedo responderos de ello.
—Es mucha vuestra bondad —dijo Fouquet—. ¿Conque podré contar con el asentimiento del rey?
—Si, señor, sí, de seguro.
—Entonces, me consultaré —dijo Fouquet.
—Aceptad, aceptad —dijo por lo bajo y con presteza Aramis:
—¿Os consultaréis? —replicó Colbert.
—Sí —respondió Fouquet—; para saber qué día podré hacer mi invitación al rey.
—¡Oh! Desde esta misma noche, monseñor, desde esta misma noche.
—Pues acepto —dijo el superintendente—. Señores, quisiera poderos invitar yo mismo, pero ya sabéis que adonde quiera que va el rey está en su casa, y, por consiguiente, las invitaciones no pueden proceder más que de Su Majestad.
Dejóse oír entre la muchedumbre un rumor de alegría.
Fouquet saludó, y partió.
—¡Miserable orgulloso! —exclamó Colbert—. ¡Aceptas, y sabes que eso te costará diez millones!
—Me habéis arruinado —dijo Fouquet a Aramis en voz baja.
—Os he salvado —replicó éste, en tanto que el señor Fouquet subía las escalinatas y hacía preguntar al rey si estaba visible todavía.