Capítulo XLIVDonde Madame adquiere la prueba de que escuchando se puede oír lo que se dice

Hubo un instante silencioso, como si todos los ruidos misteriosos de la noche hubiesen callado para escuchar, al mismo tiempo que Madame, aquella juvenil y amorosa confidencia.

Correspondíale hablar a Raúl. Apoyábase indolentemente en el tronco de la gran encina; y respondía con su voz dulce y armoniosa:

—¡Ay, querido Guiche! Es una gran desgracia.

—¡Oh, sí! —exclamó éste—. ¡Muy grande!

—No me entendéis, Guiche. Digo que es una gran desgracia para vos, no el que améis; sino el que no sepáis ocultar vuestro amor.

—¿Cómo, pues?

—Sí, porque no advertís una cosa, y es que ahora; no es ya a vuestro único amigo, es decir, a un hombre que se dejaría matar antes que traicionaros; no advertís, digo, que no es ya a vuestro único amigo a quien hacéis confidencia de vuestros amores, sino al primero que llega.

—¡Al primero que llega! —murmuró Guiche—. ¿Estáis loco, Bragelonne, para decir semejantes cosas?

—Pues así es.

—¡Imposible! ¿Podéis suponer que mi indiscreción llegue hasta ese punto?

—Quiero decir, amigo mío, que vuestros ojos, vuestros ademanes, vuestros suspiros, hablan a pesar vuestro; que toda pasión exagerada pone al hombre fuera de sí mismo. Entonces el hombre no se pertenece, y se entrega a una locura que le hace contar sus penas a los árboles, a los caballos, al aire, cuando no halla ningún ser inteligente al alcance de su voz. Ahora bien, mi pobre amigo, tened presente una cosa, y es que rara vez falta alguien que oiga particularmente las cosas que no deben ser oídas.

Guiche exhaló un profundo suspiro.

—Os aseguro —prosiguió Bragelonne— que en este momento me causáis pena; desde vuestro regreso habéis manifestado cien veces y de cien modos diferentes vuestro amor por ella; y, no obstante, aun cuando nada hubieseis dicho, vuestro solo regreso es ya una indiscreción terrible. De todo esto infiero una cosa: que, si no ponéis más cuidado en lo que hacéis, un día u otro acontecerá una explosión. ¿Quién os salvará entonces? Decid, respondedme. ¿Quién la salvará a ella misma? Porque, por inocente que sea vuestro amor, ese amor será siempre en manos de sus enemigos una acusación contra ella.

—¡Ay, Dios mío! —murmura Guiche.

Y un profundo suspiro acompañó a sus palabras.

—Eso no es contestar, Guiche. Ciertamente.

—Vamos a ver: ¿qué contestáis?

—Que ese día no estaré más muerto de lo que estoy en la actualidad.

—No os entiendo.

—¡Sí! Tantas alternativas han acabado conmigo. Hoy no soy un ser que piense y obré; hoy no valgo lo que pueda valer un hombre, por mediano que sea; así que hoy siento ya agotadas mis fuerzas y desvanecidas mis últimas resoluciones, y renuncio a luchar. En campaña, como a los dos nos ha sucedido más de una vez, cuando parte uno solo a fin de intentar alguna escaramuza, suele encontrar a veces una partida, de cinco o seis merodeadores, y, aunque solo, uno se defiende; acuden otros seis, y uno se irrita y se empeña más y más; pero si llegan aún otros seis, ocho o diez más, entonces lo que uno hace es meter espuelas al caballo; si lo tiene o dejarse matar para no huir. Pues bien, yo me hallo en este caso; primero luché conmigo mismo, después con Buckingham, ahora se ha presentado el rey, y no pienso en luchar con él, ni tampoco, os lo aseguro, dado que el rey se retirase, contra el carácter solo de esa mujer. ¡Oh! No me hago ilusiones; entré al servicio de ese amor, y por él me dejaré matar.

—No es a ella a quien pueden hacerse reconvenciones —repuso Raúl—, sino a ti.

—¿Y por qué a mí?

—Pues que, sabiendo tú que la princesa es algo ligera, muy amante de la novedad, y en extremo sensible a la lisonja, por más que ésta venga de un ciego o de un niño, ¿vas a inflamarte hasta el punto de consumirte a ti propio? Mira a la mujer, ámala, pues el que no tenga su corazón ocupado en otra parte, no puede verla sin amarla. Pero al mismo tiempo que la ames, respeta en ella, primero, la jerarquía de su esposo, luego, al esposo mismo, y por último, tu propia seguridad.

—Gracias, Raúl.

—¿Y por qué?

—Porque viendo lo mucho que padezco por esa mujer, me consuelas diciéndome todo lo bueno que piensas de ella, y aun quizá lo que no piensas.

—¡Oh! ¡Te engañas, Guiche! —exclamó Raúl—. No siempre digo lo que pienso; pero entonces callo. Cuando hablo, no sé fingir ni engañar, y el que me escucha puede creerme.

Mientras así hablaban los dos jóvenes, Madame, con el cuello extendido, el oído alerta, y los ojos dilatados, Madame, decimos, aspiraba con avidez hasta el menor soplo que se dejaba oír entre las ramas.

—¡Oh! Entonces la conozco mejor que tú! No es ligera, es frívola; no es amante de la novedad, sino mujer sin memoria y sin fe; no es pura y simplemente sensible a las lisonjas, sino coqueta refinada y cruel. ¡Mortalmente coqueta!

—¡Oh! Sí, lo sé. Mira, Bragelonne, créeme: estoy sufriendo todos los padecimientos del infierno; siendo valiente por naturaleza y amando con pasión el peligro, encuentro un peligro mayor que mi fuerza y mi valor. Pero escucha, Raúl: todavía me reservo una victoria que le ha de costar muchas lágrimas.

Raúl miró a su amigo, quien, sofocado así por la emoción, recostó la cabeza contra el tronco de la encina.

—¡Una victoria! —replicó Raúl—. ¿Y cuál?

—Algún día me llegaré a ella, y le diré: «Yo era joven, y estaba loco de amor; pero tenía el suficiente respeto para caer a vuestros pies y permanecer allí con mi frente en el polvo, si vuestras miradas no me hubieran levantado hasta vuestra mano. ¡Creí comprender vuestras miradas, me levanté, y entonces, sin haber hecho otra cosa que amaros más todavía, si era posible, entonces, me destrozasteis el corazón por un capricho, mujer sin corazón, sin fe, sin amor! No sois digna, por más princesa de sangre real que seáis, no sois digna del amor de un hombre honrado y me castigo con la mujer por haberos amado, y muero aborreciéndoos».

—¡Oh! —exclamó Raúl asustado por el acento de profunda verdad que se revelaba en las palabras del joven—. ¡Oh! ¡Bien te lo decía yo, Guiche, que estabas loco!

—¡Sí,, sí! —murmuraba Guiche prosiguiendo en su idea—. Ya que aquí no tenemos guerras iré allá al Norte a pedir que me dejen entrar al servicio del Imperio, y no faltará algún húngaro, algún croata, algún turco que me haga la caridad de enviarme una bala.

No había terminado de hablar Guiche, o más bien acaba de pronunciar la última palabra, cuando, le sobresaltó un ruido que hizo a Raúl ponerse en pie en el mismo instante.

Respecto a Guiche, absorto como estaba en su discurso y en su pensamiento, permaneció sentado, con la cabeza comprimida entre sus manos.

Abriéronse las matas, y una mujer apareció ante los dos jóvenes, pálida y en el mayor desorden. Con una de sus manos apretaba las ramas que hubieran podido azotarle el rostro, y con la otra levantaba el capuchón del manto que cubría sus hombros.

En aquellos ojos húmedos y brillantes, en aquel modo regio de presentarse, en la elevación de aquel ademán soberano, y, más que nada, en el latido de su corazón, reconoció Guiche a Madame; y lanzando un grito, se llevó las manos desde las sienes a los ojos.

Raúl, trémulo, desconcertado, no hacía más que dar vueltas a su sombrero entre las manos, tartamudeando vagas, fórmulas de respeto.

—Señor de Bragelonne —dijo la princesa—, tened la bondad de ir a ver si mis doncellas están allí en los paseos o en los tresbolillos. Y vos, señor conde, quedaos, estoy cansada, y espero que me daréis vuestro brazo.

Un rayo que hubiera caído a los pies del infortunado joven le habría asustado menos que aquellas palabras frías y severas.

Sin embargo, como Guiche, según lo acababa de decir; era intrépido y había tomado ya sus resoluciones en lo íntimo de su corazón, se levantó, y, viendo la vacilación de Bragelonne, le dirigió una mirada llena de resignación y supremo agradecimiento.

En vez de contestar al momento a Madame, dio un paso hacia el vizconde, y, tendiéndole la mano que la princesa le había pedido, apretó la de su fiel amigo con un suspiro, en el cual parecía otorgar a la amistad toda la vida que le quedaba en el fondo de su corazón.

Madame, no obstante su orgullo y a pesar de que no sabía esperar, aguardó a que terminara aquel mudo coloquio.

—Su mano, su regia mano, se mantuvo suspendida en el aire, y, cuando marchó Raúl, descendió sin cólera; pero no sin emoción, en la de Guiche.

Hallábanse solos en medio del bosque sombrío y mudo, y no se oía más que el paso de Raúl alejándose precipitadamente por los senderos umbríos.

Sobre su cabeza se extendía la bóveda espesa y olorífera del ramaje del bosque, por entre cuyos claros veíase brillar aquí y acullá algunas estrellas.

Madame arrastró dulcemente a Guiche a unos cien pasos de aquel árbol indiscreto que había oído y dejado oír tantas cosas en aquella noche, y, conduciéndole a un claro próximo, que permitía ver a cierta distancia alrededor:

—Os traigo aquí —le dijo estremeciéndose—, porque allí, dónde estábamos, todo se oye.

—¿Todo se oye, decís señora? —repitió maquinalmente el joven.

—Sí.

—Lo cual significa… —murmuró Guiche.

—Que he oído todo lo que habéis dicho.

—¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Esto sólo me faltaba! —balbució Guiche.

Y bajó la cabeza, como el nadador fatigado bajo la ola que va a tragarle.

—De modo —dijo la princesa—, ¿que me juzgáis como habéis dicho?

Guiche perdió el color, volvió a otra lado la cabeza, y no despegó sus labios; conocía que estaba a punto de desmayarse.

—Está muy bien —prosiguió la princesa con su voz llena de dulzura—; prefiero esa franqueza, que debe herirme, a una lisonja que pudiera engañarme. ¡Sea! Según vos, señor de Guiche, soy una mujer coqueta y vil.

—¡Vil! —exclamó el joven—. ¿Vil vos? ¡Oh! Seguramente no he dicho, no he podido nunca decir que lo que hay en el mundo más precioso para mí fuese una cosa vil; no, no; ¡yo no he dicho eso!

—Una mujer que ve perecer aun hombre consumido por el fuego que ella ha encendido y no apaga ese fuego, es, a mi juicio, una mujer vil.

—¡Oh! ¿Qué os importa lo que yo pueda haber dicho? —replicó el conde—. ¿Qué soy yo a vuestro lado, Dios Santo, y por qué os acordáis siquiera de si existo o no?

—Señor de Guiche, vos sois un hombre como yo una mujer, y, conociéndoos, como os conozco, no quiero exponeros a morir; cambiaré con vos de conducta y de carácter. Seré, no franca, porque siempre lo soy, sino verídica. Os suplico, pues, señor conde, que dejéis de amarme, y olvidéis enteramente que os haya dirigido palabra o mirada alguna.

Guiche se volvió, cubriendo a Madame con una mirada apasionada.

—Vos —dijo—, ¡vos me disculpáis! ¡Vos me suplicáis, señora!

—Sí, yo; pues habiendo hecho el mal, justo es que lo repare. De consiguiente, señor conde, convengamos en una cosa. Vos me perdonaréis mi frivolidad, mi coquetería… No me interrumpáis. Yo os perdonaré el que me hayáis llamado frívola y coqueta, y tal vez algo peor, renunciando por vuestra parte a las ideas de muerte para conservar a vuestra familia, al rey y a las damas un caballero que todo el mundo estima, y que muchos aman.

Y Madame dijo esta última palabra con un acento tal de franqueza y aun de ternura, que al joven le pareció que el corazón quería saltársele del pecho.

—¡Oh, señora, señora! —balbució.

—Oídme todavía —continuó la princesa—. Cuando hayáis renunciado a mí, primero por necesidad, y luego por condescender a mi súplica, entonces me juzgaréis mejor, y estoy cierta de que reemplazaréis ese amor… perdonad esta presunción, con una sincera amistad que vendréis a ofrecerme, y que yo os lo juro que será aceptada cordialmente.

Guiche, con el sudor en la frente y el fuego en las venas, se mordía los labios, hería el suelo con el pie, y devoraba, en una palabra, todos sus dolores.

—Señora, lo que me proponéis es imposible, y no admito tal trato.

—¡Cómo! —dijo Madame—. ¿Rehusáis mi amistad…?

—No, no. ¡Nada de amistad, señora! Mas quiero morir de amor, que vivir de amistad.

—¡Señor conde!

—¡Oh, señora! —murmuró Guiche—: He llegado a ese momento supremo en que no hay más consideración ni más respeto que el respeto y consideración de un hombre íntegro hacia una mujer adorada. Arrojadme, maldecidme, denunciadme de cualquier modo obraréis con justicia; me he quejado de vos, pero, me he quejado tan amargamente porque os amo; os he dicho ya que moriría, y moriré, viviendo, me olvidaríais; muerto; sé que no me habéis de olvidar.

Y Madame, que se mantenía de pie tan pensativa y agitada como el joven, volvió un momento la cabeza, como antes lo había hecho Guiche.

Luego, después de un breve silencio:

—¿Con que tanto me amáis? —preguntó.

—¡Oh! Locamente.

—¿Hasta el punto de morir, como decíais?

—Hasta el punto de morir, bien sea que me arrojéis de vuestro lado o que sigáis escuchándome.

—Entonces es un mal sin esperanza —dijo la princesa sonriendo—, y que conviene tratarlo por medio de dulcificantes. Vaya, dadme vuestra mano. ¡.Qué helada está!

Guiche arrodillóse y pegó sus labios, no a una, sino a las dos manos de Madame.

—Ea, pues, amadme —continuó la princesa—, puesto que no puede ser de otro modo.

Y la princesa le aprieta los dados, casi imperceptiblemente, haciéndole levantar, con un ademán entre de reina y de amante.

Guiche se estremeció.

—Madame sintió correr ese estremecimiento por las venas del joven, y comprendió que la amaba verdaderamente.

—El brazo, conde, y volvamos —le dijo.

—¡Ah, señora! —exclamó el conde vacilante; deslumbrado, como si tuviese una nube de fuego sobre los ojos—. ¡Ah! Habéis hallado un tercer medio de matarme.

—Afortunadamente el más lento, ¿no es cierto? —dijo la princesa. Y le condujo hacia el tresbolillo.