Monsieur había abandonado a la princesa con el mejor humor del mundo, y como se había fatigado mucho durante el día, se retiró a sus habitaciones dejando a cada cual que acabara la noche como mejor le pareciera.
Luego, empezó su tocado de noche con un esmero que solía redoblar en sus paroxismos de satisfacción.
Así fue que, mientras sus sirvientes se ocupaban en componerle, cantó los aires del baile que habían tocado los violines y había ejecutado el rey.
Después llamó a sus sastres, hizo que le enseñaran los trajes del, día siguiente, y, como estaba sumamente satisfecho de ellos, les distribuyó algunas gratificaciones.
Por último, como el caballero de Lorena viese que Monsieur se retiraba, se fue a popo rato al cuarto del príncipe, de quien recibió grandes pruebas de amistad.
El favorito, después, de saludar al príncipe, guardó silencio por un momento, como un jefe de tiradores que estudia por dónde ha de empezar el fuego. Al fin, pareciendo decidirse:
—¿Habéis observado una cosa singular, monseñor? —dijo.
—No. ¿Cuál?
—El mal recibimiento que Su Majestad ha hecho en apariencia al conde de Guiche.
—¿En apariencia?
—Sí, porque realmente le ha vuelto a su favor.
—Pues no he visto tal cosa —dijo el príncipe.
¡Cómo! ¿No habéis notado que en vez de, mandarle otra vez al destierro, como parecía natural, ha autorizado su extraña resistencia, permitiéndole que ocupara su puesto en el baile?
—¿Y suponéis que el rey haya hecho mal, caballero? —preguntó Monsieur.
—¿No sois de mi opinión, príncipe?
—No, por acierto, mi querido caballero, y creo que el rey ha hecho bien en no irritarse contra un desgraciado, que tiene más de loco que dé mal intencionado.
—A fe mía —replicó el caballero—, confieso que esa magnanimidad me ha sorprendido en extremo.
—¿Y por qué? —preguntó Felipe.
—Porque hubiese creído al rey más celoso —replicó malignamente el caballero.
Hacía unos instantes que Monsieur adivinaba algo de irritante en las palabras de su favorito. Aquella última expresión puso fuego a la pólvora.
—¡Celoso! —exclamó el príncipe—. ¡Celoso! ¿Qué significa esa palabra? ¿Celoso de qué o de quién?
El caballero conoció que acababa de dejar escapar una de aquellas palabras malignas que solía lanzar de vez en cuando; de modo que trató de recogerla, mientras aún era tiempo.
—Celoso de su autoridad —dijo con afectada sencillez—, ¿de qué queréis que esté celoso el rey?
—¡Ah! —exclamó Monsieur—. Muy bien.
—¿Habrá pedido quizá, Vuestra Alteza Real la gracia de nuestro querido conde de Guiche? —continuó el caballero.
—A fe que no —dijo Monsieur. Guiche es un mozo de talento y de valor, pero ha sido ligero con Madame, y no lo quiero ni mal ni bien.
El caballero iba a destilar veneno sobre Guiche, como había intentado hacerlo sobre el rey; pero creyó advertir que el tiempo estaba propenso a la indulgencia; y aun quizá a la indiferencia más completa, y que para aclarar la cuestión le sería preciso poner la luz bajo las mismas narices del marido.
Con semejante maniobra se quema a veces a los otros, pero a menudo se quema uno mismo.
«Está bien, está bien —se dijo el caballero para sus adentros—; esperaré a Wardes, que hará más en un día que yo en un mes, porque creo, ¡Dios me perdone!, mejor dicho, ¡Dios le perdone!, que aún es más celoso que yo. Además, no es Wardes lo que me hace falta, sino un acontecimiento, y en todo esto no veo ninguno. Que Guiche haya regresado después de haber sido expulsado, es seguramente cosa grave; pero toda la gravedad desaparece cuando se considera que Guiche ha vuelto en los momentos en que Madame no hace ya caso de él. Efectivamente, Madame piensa en el rey, esto es claro. Pero, fuera de que mis dientes ni podrían ni necesitan morder al rey, tampoco podrá Madame ocuparse por mucho tiempo del rey, si, según se dice, el rey no se ocupa ya de Madame. De lo que resulta que debo permanecer tranquilo y esperar a que sobrevenga un nuevo capricho, y ése será el que determinará el resultado».
Entregado el caballero a tales pensamientos, se arrellanó con resignación en el sillón en que Monsieur le permitía sentarse en su presencia, y, como no tenía otras ruindades que contar, sucedió que allí, se le acabó el talento.
Afortunadamente, el príncipe tenía su provisión de buen humor, como hemos dicho, y habló por dos hasta el momento en que, despidiendo a criados y reporteros, pasó a su dormitorio.
Al retirarse encargó al caballero de Lorena que le despidiera de Madame, y le dijese que, estando fresca la noche, Monsieur, que temía por sus dientes, no pensaba bajar ya al parque.
El caballero entró precisamente en la habitación de la princesa en el momento mismo en que ella entraba.
Desempeñó su comisión como fiel mensajero, y notó desde luego la indiferencia y hasta turbación con que Madame acogió la comunicación de su marido.
Eso le pareció que encerraba alguna novedad.
Si Madame hubiese salido de su habitación con aquella extraña expresión, la habría seguido; pero, como en vez de salir entraba, nada tenía que hacer. Así es que giró sobre sus talones como una garza ociosa, interrogó el aire, la tierra y el agua, movió la cabeza y se encaminó maquinalmente hacia los jardines.
No habría andado cien pasos, cuando encontró a dos jóvenes asidos del brazo, que andaban con la cabeza baja empujando con el pie los guijarros que se les presentaban por delante, y acompañando sus pensamientos con aquel vago entretenimiento.
Eran el señor de Guiche y el señor de Bragelonne.
Su vista produjo, como de costumbre, en el caballero de Lorena, un efecto de instintiva repulsión.
No por esto dejó de hacerles un profundo saludo, que fue devuelto con usura.
Viendo luego que el parque se despoblaba, que las iluminaciones comenzaban a apagarse y empezaba a soplar la brisa de la mañana, tomó hacia la izquierda y entró en el palacio por el patio más pequeño.
Los otros dos jóvenes se dirigieron a la derecha y prosiguieron su camino hacia el parque grande.
En el momento que el caballero subía la escalerilla que conducía a la puerta excusada, vio aparecer, una tras otra, a dos mujeres bajo el arco que daba paso entre el prado grande y el pequeño.
Aquellas dos mujeres aceleraban su marcha, que el roce de sus vestidos de seda traicionaba sin embargo, en la obscuridad de la noche.
La forma del capotillo, el talle elegante, el paso misterioso y altanero a la vez, que distinguían a aquellas dos mujeres, y especialmente a la que iba delante, llamaron la atención del caballero.
«He aquí dos mujeres que yo conozco», pensó, deteniéndose en el último peldaño de la escalinata.
Y, como con su instinto de sabueso se dispusiese a seguirlas, se vio detenido por uno de sus lacayos, que le andaba buscando.
—Señor —le dijo—, el correo ha llegado.
—Bueno, bueno —dijo el caballero—. Tiempo hay de sobra; déjalo para mañana.
—Es que vienen cartas urgentes que el señor caballero tal vez tenga gusto en leer.
—¡Ah! —murmuró el caballero—. ¿Y de dónde son?
—Una es de Inglaterra y la otra de Calais; esta última ha venido por estafeta, y parece ser la más importante.
—¡De Calais! ¿Y quién diablos me escribe de Calais?
—Se me figura que la letra es de vuestro amigo el señor conde de Wardes.
—¡Oh! En ese caso, subo inmediatamente —exclamó el caballero, olvidando en el acto su proyecto de espionaje.
Y subió, en efecto, mientras las dos damas incógnitas desaparecían por el extremo del patio opuesto a aquel por el cual acababan de entrar.
Seguiremos a éstas, dejando al caballero entregado a su correspondencia.
Así que llegaron al tresbolillo, la que iba delante se detuvo algo fatigada, y, levantando con precaución su cofia:
—¿Estamos aún lejos de ese árbol? —dijo.
—¡Oh! Sí, señora, a más de quinientos pasos; pero descansad un momento, pues no podríais caminar mucho tiempo a este paso.
—Tenéis razón.
Y la princesa, pues ella era, se apoyó en un árbol.
—Vamos a ver, señorita —continuó después de tomar algún respiro—, no me ocultéis cosa alguna; manifestadme toda la verdad.
—¡Oh, señora! No os mostréis tan severa —dijo la joven con voz conmovida.
—No, mi querida Atenaida; tranquilizaos, porque no estoy enojada en manera alguna.
Eso no es cosa mía, después de todo. Estáis inquieta por lo que hayáis podido decir bajo la encina; teméis haber ofendido al rey, y quiero tranquilizaros, asegurándome por mí propia de si os han podido oír.
—¡Oh! Sí, señora, ¡permanecía el rey tan cerca de nosotras!
—Pero no hablaríais tan alto que no se perdiesen algunas palabras.
—Señora, nos creíamos completamente solas.
—¿Y estabais tres?
—Sí; La Vallière, Montalais y yo.
—¿De modo que vos, Atenaida, hablasteis con alguna ligereza del rey?
—Lo temo. Pero, en ese caso, Vuestra Alteza tendrá la bondad de ponerme en paz con mi rey. ¿No es verdad?
—Si fuese necesario, os lo prometo. Sin embargo, como os decía antes, vale más no anticiparse al mal y asegurarse primero de si el mal ha sido hecho. La noche es obscura, y todavía es mayor la obscuridad debajo de esos árboles. Indudablemente, el rey no puede haberos reconocido. Prevenirle, hablándole la primera, seria denunciarás vos misma.
—¡Oh, señora! Si han reconocido a la señorita de La Vallière, también me habrán reconocido a mí. Además, el señor de Saint-Aignan no me ha dejado la menor duda sobre este particular.
—¿Conque decíais cosas desfavorables para el rey?
—De ningún modo, señora, de ningún modo. Una de mis amigas decía cosas demasiado favorables, y mi contestación debió indudablemente formar contraste con sus palabras.
—¡Esa Montalais es tan loca! —murmuró Madame.
—¡Oh! No fue Montalais. Montalais no dijo nada; fue La Vallière.
Madame estremecióse, como si lo hubiese sabido ya pon certeza.
—¡Oh, no, no! —dijo—. No lo habrá oído el rey. De todos modos haremos la prueba, porque para eso hemos salido. Enseñadme la encina.
Y Madame echó otra vez a andar.
—¿Sabéis dónde está? —preguntó.
—¡Ay! Sí, señora.
—¿Y sabréis hallarla?
—La encontraría con los ojos cerrados.
—Entonces, muy bien: os sentaréis en el banco en que estuvisteis, en el banco en que se sentó La Vallière, y hablaréis en el mismo tono y en el mismo sentido; yo me esconderé en el matorral, y si se oye, os lo diré.
—Sí, señora.
—En ese caso, si habéis hablado en efecto bastante alto para que él rey os oyese.
Atenaida parecía esperar con ansiedad el fin de la frase principiada.
—Entonces —continuó Madame, con voz sofocada, sin duda por la rapidez de la caminata— entonces os defenderé…
Y Madame redobló el paso. De repente se detuvo.
—¡Se me ocurre una idea! —dijo.
—Oh! Y no podrá menos de ser buena —repuso la señorita de Tonnay-Charente.
—Montalais debe hallarse tan comprometida como La Vallière y vos.
—No tanto, porque habló menos.
—No importa, puede ayudarnos perfectamente por medio de una mentirilla.
—¡Oh! Y lo hará, sobre todo si sabe que os interesáis por mí.
—Bien; entonces creo haber encontrado ya lo que necesitamos, hija mía.
—¡Qué felicidad!
—Diréis que todas tres sabíais perfectamente que el rey permanecía detrás de ese árbol, o de ese matorral, lo que sea, así como el señor de Saint-Aignan.
—Sí, señora.
—Porque tenedlo entendido, Atenaida; Saint-Aignan, saca partido de ciertas palabras que pronunciasteis en lisonja suya.
—¡En eso conoceréis que se oye —exclamó Atenaida—, ya que el señor de Saint-Aignan la oyó!
Madame había dicho una ligereza, y se mordió los labios.
—¡Oh! Ya sabéis cómo es Saint-Aignan —dijo—; el favor del rey le tiene vuelto el juicio, y habla a tuertas y derechas, y dice cosas que a veces inventa. Por otra parte la cuestión no es esa; la cuestión es si el rey oyó o no.
—¡Pues bien, señora, oyó! —murmuró desesperada Atenaida.
—Entonces, haced lo que os he dicho: afirmad osadamente que sabíais las tres… las tres, ¿entendéis? las tres, pues si se dudara de una, también podría dudarse de las demás… Afirmad, repito, que sabíais las tres que el rey y el señor Saint-Aignan estaban allí, y quisisteis divertiros a expensas de los que os estaban oyendo.
—¡Oh! ¡Señora! ¿A expensas del rey…? Jamás nos atreveríamos a decir semejante cosa.
—Pero si eso no pasa de ser una broma, pura broma; chanza inocente; perfectamente admisible en mujeres a quienes tratan de sorprender unos hombres. De este modo todo se explica. Lo que Montalais dijo de Malicorne, lo que dijisteis vos del señor de Saint-Aignan, lo que pudo decir La Vallière…
—Y que daría un mundo por poderlo recoger.
—¿Estáis cierta de ella?
—¡Sí, sí! Respondo de ello.
—Razón de más para que lo convirtáis en mera broma. Así no tendrá por qué incomodarse el señor Malicorne. El señor de Saint-Aignan quedará confundido, y se reirá de él, en vez de reír de vos. Por último, el rey quedará castigado de una curiosidad bien poco digna de su jerarquía. Que se rían un poco del rey en esta circunstancia, no creo que dé lugar a quejarse.
—¡Ah! ¡Señora! Sois en verdad un ángel de bondad y de talento.
—Cómo que es interés mío.
—¡Cómo interés vuestro!
—¿Me preguntáis si es interés mío evitar a mis camaristas interpretaciones, disgustos y acaso calumnias? ¡Ay! Ya lo sabéis, hija mía, la Corte no tiene indulgencia con esa clase de pecadillos. Pero ya hace mucho tiempo que estamos andando: ¿no hemos llegado todavía?
—Faltan unos cincuenta o sesenta pasos… Ahora hay que torcer a la izquierda.
—¿Y decís que estáis segura de Montalais? —preguntó Madame.
—¡Oh! Sí.
—¿Creéis que haga todo lo que queráis?
—Todo. Con la mejor voluntad.
—Respecto a La Vallière… aventuró la princesa.
—¡Oh! En cuanto a ésa, será más difícil, señora; le repugna mentir.
—No obstante, cuándo vea que le va en ello su interés…
—Mucho me temo, que eso no altere en lo más mínimo sus ideas.
—Sí, sí —dijo Madame—, ya tengo noticias de ello; es una persona muy remilgada, una de esas presumidas que ponen a Dios por delante para ocultarse detrás. Pero, si no quiere mentir, como se expondrá a la burla de toda la Corte, como habrá provocado al rey con una confesión tan ridícula como indecorosa, la señorita de la Baume Le Blanc de La Vallière no extrañará que la envíe con sus palomas, para que allá, en Turena, o en el Blaisois, pueda a su gusto dedicarse a la vida sentimental y pastoril.
Estas palabras fueron dichas con una vehemencia y hasta dureza tales, que atemorizaron a la señorita de Tonnay-Charente.
En consecuencia, hizo propósito de mentir todo cuanto fuese necesario.
Con estas excelentes disposiciones llegaron Madame y su compañera a las inmediaciones de la encina real.
—Ya estamos en la encina —dijo Atenaida.
—Pues ahora veremos si se oye —repuso Madame.
—¡Silencio! —exclamó la joven reteniendo a Madame con una rapidez bastante olvidadiza de la etiqueta.
Madame se detuvo.
—Ya veis que se oye —observó Atenaida:
—¿Cómo es eso?
—Escuchad.
Madame contuvo su respiración, y se oyeron, en efecto, estas palabras pronunciadas con voz triste y suave:
—¡Oh! Te digo, vizconde, y te repito, que la amo con toda mi alma; esta pasión concluirá con mi vida.
Al oír Madame aquella voz, se estremeció; y un rayo de alegría brilló en su rostro.
Detuvo a su vez a su compañera, y con pase ligero, la hizo retroceder veinte pasos, hasta ponerla fuera del alcance de la voz.
—Quedaos ahí —le dijo—, mi querida Atenaida, y procurad que nadie nos sorprenda.
Me parece que se habla de vos en esa conversación.
—¿De mí, señora?
—De vos, sí… o más bien, de vuestra aventura. Voy a escuchar; las dos seríamos descubiertas. Id a buscar a Montalais, y volved a esperarme con ella en el lindero del bosque.
Después, como Atenaida titubeara:
—¡Marchad! —dijo la princesa con una voz que no admitía observaciones.
Atenaida arregló sus faldas ruidosas, y volvió a los jardines por un sendero que cortaba el macizo.
En cuanto a Madame, se agazapó en el matorral, recostada contra un corpulento castaño, uno de cuyos troncos había sido cortado a la altura de una silla.
Y allí, llena de ansiedad y temor.
—Veamos —dijo—, veamos; puesto que se oye desde aquí, escuchemos lo que va a decir de mí al señor de Bragelonne ese otro loco enamorado a quien llaman conde de Guiche.