Por el camino, Luis encontró al conde de Saint-Aignan.
—Dime, Saint-Aignan —preguntó con afectación—, ¿cómo sigue la enferma?
—Majestad —murmuró Saint-Aignan—, confieso con rubor que lo ignoro.
—¡Cómo! ¿Lo ignoráis? —replicó el rey fingiendo tomar seriamente esa falta de miramiento por el objeto de su predilección.
—Perdonad, Majestad; pero acabo de encontrar a una de nuestras tres garladoras, y confieso que me he distraído.
—¿De modo que habéis tenido ese hallazgo? —preguntó con viveza el rey.
La que se dignaba hablar tan ventajosamente de mí, y, habiendo encontrado la mía, buscaba la vuestra cuando he tenido la honra de encontrar a Vuestra Majestad.
—Está bien, pero ante todo la señorita de La Vallière —dijo el rey, fiel a su papel.
—¡Oh! La hermosa se ha hecho interesante con ese desmayo de puro lujo, puesto que Vuestra Majestad se dignaba ocuparse ya antes de ella.
—Y el nombre de vuestra hermosa, Saint-Aignan, ¿es un secreto?
—Debería serlo, y muy grande; mas para Vuestra Majestad no pueden existir secretos.
—¿Cuál es, pues, su nombre?
—La señorita de Tonnay-Charente.
—¿Y es hermosa?
—Sobre todo encarecimiento, Majestad; y he reconocido la voz que pronunciaba mi nombre de una manera tan tierna. Me acerqué a ella, inquirí lo mejor que pude en medio de la multitud; y entonces me dijo, sin sospechar nada, que hallándose hacía poco en la encina grande con dos amigas, la aparición de un lobo o un ladrón les había espantado y puesto en fuga.
—¿Y cómo se llamaban esas dos amigas? —dijo con viveza el rey.
—Majestad —dijo Saint-Aignan—, mandadme encerrar en la Bastilla.
—¿Por qué?
—Porque soy un egoísta y un necio. Quedé tan sorprendido con semejante conquista y feliz descubrimiento, que no me acordé de más. Por otra parte, no creí que teniendo Vuestra Majestad tan, ocupada su imaginación con la señorita de La Vallière, diera gran importancia a lo que había oído. Luego, la señorita de Tonnay-Charente me dejó precipitadamente para volver al lado de la señorita de La Vallière.
—Bien; esperemos que tenga yo una suerte igual a la tuya. Vamos, Saint-Aignan.
—Mi rey tiene ambición, a lo que veo, y no quiere que se le escape ninguna conquista. Pues bien, prometo a Vuestra Majestad hacer las más escrupulosas indagaciones; además; no será difícil saber, por una de las tres Gracias, el nombre de las otras, y, con el nombre el secreto.
—¡Oh! También a mí —repuso el rey—, me bastare oír su voz para reconocerla. Vamos, basta de conversación, y llévame al lado de esa pobre La Vallière.
«Sin duda —pensó Saint-Aignan—, el rey está enamorado; pero nunca hubiera creído que fuese a chocarle esa chiquilla».
Y, como al pensar así, mostrara al rey el cuarto adonde había sido conducida La Vallière, entró en él Luis.
Saint-Aignan lo siguió.
En una sala baja, y junto a una gran ventana que daba a los jardines, estaba La Vallière recostada en un ancho sillón, y aspiraba con ansia el aire embalsamado de la noche.
Por su pecho, desabrochado, caían los encajes ajados entre los bucles de sus blondos cabellos, esparcidos sobre sus hombros.
Con los ojos lánguidos, cargados de mal apagados fuegos, y anegados en abundantes lágrimas, no vivía sino a la manera de aquellas hermosas imágenes de nuestros ensueños, que pasan pálidas y poéticas por delante de los ojos del que duerme, entreabriendo sus alas sin moverlas y sus labios sin producir sonido alguno.
Aquella palidez nacarada de La Vallière tenía un encanto indefinible; los padecimientos de alma y cuerpo prestaban a aquella fisonomía una armonía de noble dolor; la inercia absoluta de sus brazos y de su busto más la semejaban a una difunta que a un ser viviente; parecía no percibir ni el cuchicheo de sus compañeras, ni el ruido lejano que subía de los alrededores. Se hallaba completamente ensimismada, y sus hermosas manos, largas y finas, se estremecían de vez en cuando como al contacto de invisibles presiones.
El rey entró sin que ella advirtiese su llegada; a tal punto la tenían absorta sus pensamientos. Vio de lejos aquélla adorable figura, sobre la cual la ardiente, luna derramaba la pura luz de su lámpara de plata:
—¡Dios mío! —murmuró con involuntario calofrío—. ¡Está muerta!
—No, no, Majestad —dijo por lo bajo Montalais—; antes bien sigue mejor, ¿No es verdad, Luisa, que estás mejor?
La Vallière no contestó.
—Luisa —prosiguió Montalais—, mira que el rey se digna inquietarse por tu salud.
—¡El rey! —exclamó Luisa incorporándose de repente, como si le afluyera un torrente de fuego desde las extremidades al corazón—. ¿El rey se inquieta por mi salud?
—Sí —dijo Montalais.
—¿Está aquí el rey? —dijo La Vallière sin atreverse a mirar en torno suyo.
—¡Esa voz, esa voz! —dijo vivamente Luis al oído de Saint-Aignan.
—¡Ah! —replicó Saint-Aignan—. Vuestra Majestad tiene razón: es la enamorada del sol.
—¡Silencio! —dijo el rey. Luego, acercándose a La Vallière:
—¿Estáis indispuesta, señorita? —preguntó—. No hace mucho que os vi desmayada en el parque. ¿Qué os ha pasado?
—Majestad —tartamudeó la pobre niña, trémula y pálida—, verdaderamente, no sabría decirlo.
—Habréis andado demasiado, y tal vez la fatiga…
—No, Majestad —replicó vivamente Montalais, contestando por su amiga—, no puede ser la fatiga, porque hemos pasado parte de la noche bajo la encina real.
—¿Bajo la encina real? —repuso el rey, estremecido—. No me había engañado; eso está bien.
Y dirigió al conde una mirada de inteligencia.
—¡Ah, sí! —dijo Saint-Aignan—. Bajo la encina real; con la señorita de Tonnay-Charente.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó Montalais.
—De una manera muy sencilla: la señorita de Tonnay-Charente me lo ha dicho.
—Entonces, también os habrá manifestado la causa del desmayo de La Vallière.
—¡Bah! Me ha hablado de un lobo o de un ladrón; pero no sé más.
La Vallière escuchaba con los ojos fijos, el pecho oprimido, como si presintiera parte de la verdad, por efecto de una mayor energía de inteligencia.
Luis creyó aquella actitud y agitación consecuencia de un espanto mal desvanecido.
—No temáis nada, señorita —dijo con un principio de emoción que no podía ocultar—, ese lobo que tanto os ha asustado era simplemente un lobo de dos pies.
—¡Era un hombre, era un hombre! —exclamó Luisa—. ¡Había allí un hombre escuchándonos!
—Y bien, señorita, ¿qué gran mal veis en haber sido escuchadas? ¿Dijisteis, pues, cosas que no debieran ser oídas?
La Vallière juntó con fuerza sus manos y sé las llevó a la frente, procurando así disimular su rubor.
—¡Oh! —preguntó—. En nombre del Cielo, ¿quién estaba escondido? ¿Quién nos ha escuchado?
El rey se adelantó para tomarle una mano.
—Yo, señorita —dijo inclinándose con dulce respeto—. ¿Será cosa de que os cause miedo?
La Vallière lanzó un grito agudo; abandonáronle sus fuerzas por segunda vez, y volvió a caer en el sillón, fría, angustiada y desesperada.
El rey tuvo tiempo para extender su brazo, de modo que se encontró a medias sostenida por él.
A dos pasos del rey y de la Vallière, las señoritas de Tonnay-Charente y de Montalais, inmóviles y como petrificadas por el recuerdo de su conversación con La Vallière, no pensaban siquiera en prestarle auxilio, turbadas por la presencia del rey, que, rodilla en tierra, sostenía a La Vallière por la cintura.
—¿Habéis escuchado, Majestad? —murmuró Atenaida.
El rey no contestó. Tenía los ojos fijos en los ojos medio cerrados de La Vallière; su mano pendiente entre su mano.
—¡Pardiez! —replicó Saint-Aignan, esperando por su parte que se desmayara también la señorita de Tonnay-Charente, y aproximando sus brazos abiertos—. No hemos perdido ni una palabra.
Mas la orgullosa Atenaida no era mujer que se desmayara con tanta facilidad; lanzó una terrible mirada a Saint-Aignan, y huyó.
Montalais, más animada, acercóse con presteza a Luisa, y la recibió de manos del rey, que perdía ya la cabeza, al sentir inundado su rostro con los perfumados cabellos de la moribunda.
—Felizmente —observó Saint-Aignan—, he aquí una aventura, y mucha será mi desgracia si no soy el primero en contarla.
El rey se acercó a él, con voz trémula y ademán enérgico.
—Conde —dijo—, ni una palabra.
El pobre rey olvidaba que una hora antes hacía al mismo hombre la misma recomendación con deseo enteramente opuesto, es decir, que aquel hombre fuese indiscreto.
Aquella recomendación fue tan superflua como la primera.
Media hora después sabía todo Fontainebleau que la señorita de La Vallière había sostenido bajo la encina real una conversación con Montalais y Tonnay-Charente, y que en ésa conversación había confesado su amor por el rey.
Sabíase también que el rey; después de manifestar todo el interés que le inspiraba el estado de la señorita de La Vallière, se había puesto trémulo y pálido al recibir en sus brazos a la hermosa desmayada; de modo que todos los cortesanos convinieron en que acababa de revelarse el mayor acontecimiento de la época; que Su Majestad amaba a la señorita de La Vallière; y que, por tanto, Monsieur podía dormir con el mayor descuido.
La reina madre, tan asombrada como los demás de esa mudanza repentina, se apresuró a manifestarla a la esposa de Luis y a Felipe de Orléans.
Sólo que operó de modo distinto al atacar a aquellos dos corazones. A su nuera le dijo:
—Para que veáis, Teresa, si no procedíais con injusticia al acusar al rey: ya hoy le suponen otra amante; y, ¿por qué la amante de hoy ha de ser más verdadera que la de ayer, o la de ayer que la de hoy?
Y a Monsieur, después de contarle la aventura de la encina real: ¿Estáis ya desengañado de lo absurdo que eran vuestros celos, mi querido Felipe? Sábese de cierto que el rey está perdidamente enamorado de La Vallière. No vayáis a hablar de ello a vuestra esposa, porque la reina lo sabría al momento.
Este último encargo causó su efecto inmediato.
Monsieur, tranquilo ya y triunfante, fue a buscar a su mujer; y como no era aún media noche, y la fiesta debía durar hasta las dos de la mañana, le ofreció el brazo para dar un paseo.
Mas apenas había andado algunos pasos, lo primero que hizo fue desobedecer a su madre.
—No vayáis a decir a la reina todo lo que se dice del rey —dijo misteriosamente.
—¿Pues qué se dice? —preguntó Madame.
—Que mi hermano ha concebido de repente una pasión extraña.
—¿Por quién?
—Por la pequeña La Vallière. La noche era obscura, y Madame pudo sonreír a su sabor.
—¡Ah! ¿Y desde cuándo es eso?
—Desde hace pocos días, al parecer. Pero antes no era más que humo, y hasta esta noche no se ha manifestado la llama.
—El rey tiene buen gusto —dijo Madame—, y a mi juicio la pequeña es encantadora.
—Se me antoja que os chanceáis, amiga mía.
—¡Yo! ¿Y por qué?
—En todo caso, esa pasión hará la felicidad de alguien, aun cuando sólo sea la de La Vallière.
—Habláis, en verdad —repuso la princesa—, como si hubieseis leído en el corazón de mi camarista. ¿Quién os ha dicho que ella consiente en corresponder a la pasión del rey?
—¿Y quién os ha dicho que no le corresponderá?
—Ama al vizconde de Bragelonne.
—¡Ah! ¿Creéis?
—Como que es su prometida.
—Lo era.
—¿Cómo que lo era?
—Porque cuando llegaron a solicitar al rey su permiso para el matrimonio, el rey lo negó.
—¿Lo negó?
—Sí, y se lo negó al mismo conde de la Fère, a quien, según sabéis, honra con una gran estimación por el papel que jugó en la restauración de vuestro hermano; y en algunos otros acontecimientos sucedidos hace tiempo.
—Pues bien, los pobres enamorados aguardarán a que el rey mude de opinión; son jóvenes, y tienen tiempo.
—¡Ay, corazón mío! —dijo Felipe riéndose a su vez—. Veo que no sabéis lo mejor del caso.
—No.
—Lo que ha impresionado al rey más profundamente.
—¿El rey se ha impresionado profundamente?
—En el corazón.
—Pero ¿de qué? ¡Decid pronto, caray!
—De una aventura que no puede ser más novelesca.
—Ya sabéis cuánto me gustan esas aventuras, y me hacéis esperar —dijo la princesa con impaciencia.
—Pues bien, oíd…
Y Monsieur hizo una pausa.
—Ya oigo.
—Bajo la encina real… ¿Sabéis dónde está la encina real?
—Poco importa.
—Bajo la encina real…
—Pues bien, la señorita de La Vallière, creyéndose sola con dos amigas, les confió la pasión que sentía por el rey.
—¡Ah! —murmuró Madame con un principio de inquietud—. ¿La pasión que sentía por el rey?
—Sí.
—¿Y cuándo ha sido eso?
—Hace una hora.
Madame se estremeció.
—¿Y esa pasión no la conocía nadie?
—Nadie.
—¿Ni el rey tampoco?
—Tampoco. La joven guardaba su secreto entre cuero y carne, cuando de repente su secreto pudo más que ella y se le escapó.
—¿Y por dónde habéis sabido tal despropósito?
—Lo he sabido como lo sabe todo el mundo.
—¿Y de dónde lo ha sabido todo el mundo?
—Por la misma La Vallière, que reveló ese amor a sus compañeras Montalais y Tonnay-Charente.
Madame detúvose, y, con brusco movimiento, soltó la mano de su marido:
—¿Hace una hora que hizo esa confesión? —preguntó Madame.
—Poco más o menos.
—¿Y el rey tenía de ella conocimiento?
—Pues en eso está precisamente lo novelesco del caso, porque el rey estaba con Saint-Aignan detrás de la encina real, y oyó toda aquella interesante conversación sin perder una sílaba.
Madame sintió herido su corazón.
—Pues yo he visto al rey después —dijo con aturdimiento—, y no me ha hablado palabra de todo eso.
—¡Diantre! —dijo Monsieur con el candor de un marido triunfante—. Ya lo creo que no os hablaría, porque encargó a todo el mundo que no se os dijese nada.
—¡Qué, decís! —murmuró irritada Madame.
—Digo que os quería ocultar la cosa.
—¿Y por qué me lo había de ocultar a mí?
—Por el temor de que vuestra amistad os impeliese a revelar alguna cosa a la joven reina, nada más que por eso.
Madame bajó la cabeza, sintiéndose mortalmente herida. Entonces, no descansó hasta encontrar al rey.
Como un rey es siempre la última persona del reino que sabe lo que hablan de él, y un amante el único que no sabe lo que se dice de su amada, cuando el rey divisó a Madame, que le andaba buscando, se acercó a ella algo turbado, mas siempre solícito y obsequioso.
Madame aguardó a que el rey hablase el primero de La Vallière. Pero como observara que no hablaba de ella:
—¿Y la pequeña? —preguntó.
—¿Qué pequeña? —exclamó el rey.
—La Vallière. ¿No me dijisteis, señor, que se había desmayado?
—Continúa bastante mal —dijo el rey aparentando gran indiferencia.
—Ved ahí una cosa que perjudicará al rumor que debíais difundir, señor.
—¿Qué rumor?
—Que dirigís hacia ella vuestras miradas.
—¡Oh! Espero que de todos modos se dirá lo mismo —respondió el rey distraídamente.
Madame aguardó aún, con objeto de ver si el rey le hablaba de la aventura de la encina real.
Pero el rey no dijo ni una palabra.
Madame, por su parte, nada indicó tampoco sobre la aventura, de suerte que el rey se despidió de la princesa sin haberle hecho la menor confidencia.
Apenas vio Madame que el rey se alejaba, fue a buscar a Saint-Aignan. Este era hombre fácil de encontrar, pues siempre andaba como los barcos de escolta, que marchan en conserva con los buques mayores.
Saint-Aignan era el hombre que necesitaba Madame, según la disposición de espíritu en que se hallaba.
El cortesano no esperaba más que un oído algo más digno que los otros, para referir, circunstanciadamente el hecho.
De modo que no perdonó a Madame ni una sola palabra. Luego que acabó de hablar:
—Confesad —dijo Madame— que es un cuento muy interesante.
—Cuento, no; historia, sí.
—Cuento o historia, confesad que os lo han referido como me lo referís a mí, pero que vos no lo presenciasteis.
—Señora, os juro por mi honor que yo estaba allí.
—¿Y suponéis que esas confesiones hayan causado impresión en el rey?
—Como las de la señorita Tonnay-Charente en mí —repuso Saint-Aignan—: ¡Pensad, señora; que la señorita de La Vallière comparó al rey con el sol, y eso es muy halagador!
—El rey no hace caso de tales lisonjas.
—Señora, el rey tiene por lo menos tanto de hombre como de sol, y bien lo vi, no hace mucho, cuando La Vallière cayó en sus brazos.
—¿La Vallière cayó en brazos del rey?
—¡Oh! Era un cuadro de los más interesantes. Figuraos que La Vallière había vuelto en sí y que…
—¡Ea! ¿Qué visteis? Decid, hablad.
—Vi lo que vieron otras diez personas más; vi que cuando La Vallière cayó en sus brazos, al rey le faltó poco para desmayarse. Madame exhaló un pequeño grito, único indicio de su sorda cólera.
—Gracias —dijo riendo convulsivamente—; sois un hábil narrador, señor de Saint-Aignan.
Y escapó sola y sofocada hacia el palacio.