Terminada la merienda, verificada a cosa de las cinco, volvió el rey a su gabinete, donde le aguardaban los sastres.
Íbase a probar aquel famoso traje de la Primavera que había costado poner en tortura la imaginación y el ingenio de los dibujantes y adornistas de la Corte.
Respecto al baile en sí mismo, cada cual sabía su paso y se hallaba en disposición de poder figurar. Pero había resuelto hacer de eso un objeto de sorpresa. Así, apenas terminó su conferencia y regresó a su habitación, mandó llamar a sus dos maestros de ceremonias, Villeroy y Saint-Aignan.
Los dos contestáronle que no se esperaba más que su orden, y que sólo faltaba principiar; pero para que el rey diese esa orden se necesitaba buen tiempo y una noche propicia.
El rey abrió la ventana; el polvo de oro de la tarde caía en el horizonte por entre los claros del bosque, blanco como la nieve, y la luna se dibujaba ya en el firmamento.
Ni un sólo pliegue sobre la superficie de las verdes aguas; los cisnes, reposando sobre sus alas cerradas como navíos anclados, parecían saturarse del calor de la atmósfera, la frescura del agua y el silencio de aquella admirable tarde.
Habiendo visto el rey todo aquello, y contemplando aquel bellísimo cuadro, dio la orden de que habían hablado los señores de Villeroy y Saint-Aignan.
A fin de que esta orden fuese regiamente ejecutada, sólo faltaba dilucidar una cuestión que propuso Luis XIV a sus gentileshombres.
Esta cuestión sólo contenía dos palabras:
—¿Tenéis dinero?
—Majestad —respondió Saint-Aignan—, ya nos hemos entendido con el señor Colbert.
—¡Ah! Bien está.
—Sí, Majestad; y el señor Colbert ha dicho que vería a Vuestra Majestad así que manifestase su intención de proseguir las fiestas con arreglo al programa formado por vos mismo.
—Pues que venga el señor Colbert.
Como si Colbert hubiese estado escuchando a la puerta para estar al corriente de la conversación, entró no bien había acabado el rey de pronunciar su nombre delante de los dos cortesanos:
—¡Ah!, muy bien, señor Colbert… ¡Señores, a vuestros puestos!
Saint-Aignan y Villeroy se despidieron.
El rey se sentó en un sillón cerca de la ventana.
—Esta noche se ejecuta mi baile, señor Colbert —dijo.
—Entonces, Majestad, ¿satisfago mañana las notas?
—¿Cómo es eso?
—He prometido a los proveedores saldar sus cuentas el día siguiente en que se celebre el baile.
—Bueno, señor Colbert, si habéis prometido, pagad.
—Muy bien, Majestad; pero para pagar, cómo decía el señor de Lesdiguières, se necesita dinero.
—Pues qué, ¿no han sido entregados los cuatro millones que prometió el señor Fouquet? Me olvidaba de preguntar, por ellos.
—Majestad, a la hora convenida estaban en Palacio.
—¿Y qué?
—Pues bien, Majestad, los vasos de colores, los fuegos artificiales, los violines y los cocineros se han comido cuatro millones en ocho días.
—¿Del todo?
—Hasta el último sueldo. Cada vez que Vuestra Majestad ha mandado iluminar las orillas del gran canal, se ha consumido tanto aceite como agua hay en los baños.
—Bien, bien, señor Colbert. En fin, ¿no tenéis dinero?
—¡Oh! Lo que es yo, no, Majestad; pero el señor Fouquet sí que lo tiene.
Y el rostro de Colbert se iluminó con siniestra alegría.
—¿Qué me queréis decir con eso? —preguntó Luis.
—Majestad, ya hemos hecho aprontar seis millones al señor Fouquet. Los ha entregado con bastante desahogo para que nos de todavía algunos más si hacen falta. Hoy la hacen; conque no hay más que pedírselos.
El rey frunció el ceño.
—Señor Colbert —dijo acentuando el nombre del hacendista—, no es así como yo lo entiendo; no quiero emplear contra un servidor mío medios tan onerosos que no pueden menos de embarazarle en el cumplimiento de sus obligaciones. El señor Fouquet ha dado seis millones en ocho días, y es bastante.
Colbert palideció.
—Sin embargo —se aventuró a decir—, Vuestra Majestad no usaba ese lenguaje hace algún tiempo; cuando llegaron, por ejemplo, las noticias de Belle-Île.
—Es verdad, señor Colbert.
—Pues nada creo que haya variado desde entonces; antes al contrario.
—En mi pensamiento todo ha cambiado, señor.
—¡Cómo! ¿No cree ya Vuestra Majestad en las tentativas?
—Mis asuntos son cosa mía, señor intendente, y ya os he manifestado que quiero manejarlos por mi mismo.
—Entonces —dijo Colbert temblando de cólera y de temor—, veo que he tenido la desgracia de incurrir en el desagrado de Vuestra Majestad.
—De ningún modo; sois muy de mi agrado.
—¡Bah, Majestad! —exclamó el ministro con aquella aspereza afectada y hábil cuando se trataba de halagar el amor propio de Luis. ¿Cómo ha de ser del agrado de Vuestra Majestad una persona que deja de serle útil?
—Es que reservo vuestros servicios para mejor ocasión; y estad seguro de que no valdrán menos entonces.
—De suerte que la idea de Vuestra Majestad en este asunto…
—¿Necesitáis dinero, señor Colbert?
—Setecientas mil libras, Majestad.
—Tomadlas de mi tesoro particular.
Colbert sé inclinó.
—Y —añadió Luis— como considero difícil que a pesar de vuestra economía, podáis hacer frente con una cantidad tan corta a los gastos que quiero hacer, voy a firmaros una cédula por tres millones.
Tomó el rey, una pluma y firmó en el acto. Enseguida, entregando el papel a Colbert:
—No os dé cuidado —le dijo—; el plan que he adoptado es un plan del rey, señor Colbert.
Y con dales palabras, pronunciadas con toda la majestad de que el joven príncipe sabía revestirse en semejantes circunstancias, despidió a Colbert para dar audiencia a los sastres.
La orden dada por el rey se conocía ya por todo Fontainebleau; sabía que estrenaría su traje, y que el baile se celebraría aquella noche.
Corría la noticia rápidamente, y a su paso fue inflamando todas las locas ambiciones.
En el mismo instante, y como por encanto, todos cuantos sabían manejar una aguja; todos los que sabían distinguir un pespunte de unas calzas, como dice Molière, fueron convocados para servir de auxiliares a los elegantes y a las damas.
El rey acabó de vestirse a las nueve, y se presentó en su carroza descubierta y adornada con follaje y flores.
Las reinas habían tomado sitio en un magnífico estrado dispuesto a orillas del estanque, en un teatro de admirable elegancia.
En cinco horas los carpinteros habían ensamblado las piezas correspondientes de aquel teatro, los tapiceros habían puesto las colgaduras y alfombras, colocado los sitiales, y, como en virtud de una varita mágica, mil brazos, que se auxiliaban mutuamente en vez de estorbarse, habían construido el edificio en aquel sitio al sonido de las músicas, en tanto que los pirotécnicos iluminaban el teatro y las orillas del estanque con innumerables bujías.
Como el cielo iba esmaltándose de estrellas y no había ninguna nube, ni se oía el menor soplo de viento en los espesos bosques, como si la naturaleza misma hubiera querido acomodarse al capricho del príncipe; habíase dejado abierto el fondo del teatro; de suerte que, desde el primer término de la decoración, se divisaba por el fondo de aquel espléndido cielo tachonado de estrellas, aquella sábana de agua abrasada de fuego que en ella se reflejaba; y los contornos azulados de las grandes masas de bosque con sus redondeadas cumbres.
Cuando el rey apareció, toda la sala estaba llena, presentaba un conjunto deslumbrador de oro y pedrería, en el que la primera mirada no podía distinguir fisonomía alguna.
Poco a poco, cuando la vista se acostumbraba a tanto esplendor, aparecían las más raras beldades, como en el cielo aparecen a prima noche las estrellas, una a una, para quien cierra los ojos y vuelve después a abrirlos.
El teatro figuraba una arboleda; algunos faunos, levantando sus pies hendidos, saltaban por doquier; presentábase una dríada, excitándolos a que la persiguiesen, y, acudían a defenderla otras compañeras, de lo cual resultaba la contienda bailando.
Súbito debía aparecer, para restablecer el orden y la paz, la Primavera y toda su corte.
Los elementos, las potestades subalternas de la mitología, con sus atributos, precipitábanse en pos de su gracioso soberano.
Las Estaciones, aliadas de la Primavera, venían a formar a sus lados una contradanza, que, con letrillas más o menos lisonjeras, empezaban el baile. La música, compuesta de oboes, flautas y violas, describía los placeres campestres.
El rey entró en medio de una salva de aplausos.
Llevaba fina túnica de flores, que, en vez de desgraciarle, realzaba más y mas su talle esbelto y bien formado. Su pierna, una de las más elegantes de la Corte, lucía con ventaja en una media de seda de color carne, tan fina y transparente que nadie diría sino que era la carne misma.
Unos soberbios zapatos de raso; color lila claro, con moños de flores y hojas, aprisionaban su pequeño pie.
El busto estaba en armonía con aquella base; hermosos cabellos ondulados, un aire de frescura realzado por el brillo de unos ojos azules que inflamaban dulcemente los corazones, una boca de labios sonrosados que se dignaba abrirse a fin de dar paso a la sonrisa; tal era el príncipe del año, a quien, con justo título, se había nombrado aquella noche el rey de todos los Amores.
Había en su porte algo de la majestad de un dios. Mejor que bailar parecía cernerse en el aire.
Aquella entrada produjo, pues, admirable efecto. De repente, como hemos dicho, se vio al conde de Saint-Aignan, que procuraba acercarse al rey, o a Madame.
La primera, vestida con largo ropón, diáfano y ligero como las mas finas redecillas tejidas en Malinas, la rodilla diseñada a veces bajo los pliegues de la túnica, su pequeño pie calzado de seda, avanzaba radiante con su comitiva de bacantes, y llegaba ya al sitio que se le había elegido para bailar.
Los aplausos duraron tanto tiempo, que el conde tuvo el suficiente para acercarse al rey, que permanecía parado en un extremo.
—¿Qué hay, Saint-Aignan? —preguntó la Primavera.
—¡Dios mío! —replicó el cortesano más pálido que la cera—. Me parece que Vuestra Majestad no ha pensado en el paso de los Frutos.
—Sí tal; se ha suprimido.
—No; Majestad; no habéis dado la orden, y la música lo conserva.
—¡Vaya un contratiempo! —murmuró el rey—. Ese paso no puede ejecutarse, ya que el señor de Guiche está ausente. Habrá que suprimirlo.
—¡Oh! Majestad, un cuarto de hora de música sin baile va a dejar fríos a todos.
—Pero, conde, entonces…
—¡Oh, Majestad! No es esa la mayor desgracia, porque después de todo, la orquesta cortaría, mejor o peor; pero…
—Pero ¿qué?
—Es que el señor de Guiche está aquí.
—¿Aquí? —replicó el rey frunciendo el ceño—. ¿Estáis seguro…?
—Y vestido para el baile, Majestad.
El rey sintió agolpársele la sangre al rostro.
—Estaréis equivocado —dijo.
—Si quiere convencerse Vuestra Majestad, mire a su derecha. El conde espera.
Luis se volvió vivamente hacia aquel lado; y vio, en efecto, a su derecha, radiante de belleza, con su traje de Vertumnio, a Guiche esperando que el rey le mirase para dirigirle la palabra.
Expresar el asombro del rey y el de Monsieur, que se agitó en su palco; decir los cuchicheos y oscilaciones de cabeza que se observaron en el salón; describir la extraña sorpresa que experimentó Madame a la vista de su pareja, es tarea que dejamos a otros más hábiles.
El rey había quedado boquiabierto y miraba al conde.
Este se acercó, respetuoso, doblado.
—Majestad —dijo—, vuestro más humilde súbdito viene a ofreceros sus servicios hoy, como en los días de batalla. Faltando el paso de los Frutos perdía el rey la mejor escena de su baile. No he querido que por mí dejara el rey de lucir, su hermosura, su habilidad y su gracia, y he dejado mis tierras para acudir en auxilio de mi príncipe.
Cada una de estas palabras deslizábase, mesurada, armoniosa y elocuente en los oídos de Luis XIV. La lisonja le agradó tanto como le había asombrado la osadía. Así fue que se limitó a decir:
—Yo no había dicho que volvieseis, conde.
—Verdad es, pero Vuestra Majestad no me había dicho que me quedase.
El rey veía que el tiempo iba pasando. La escena podía descomponerlo todo si se prolongaba demasiado. Una sola sombra podía echar a perder el cuadro.
El rey tenía, por otra parte, el corazón lleno de buenas ideas; y acababa de sorprender en los ojos tan expresivos de Madame una nueva inspiración.
La mirada de Enriqueta le había dicho:
«Ya que tiene celos de vos; dividid las sospechas; el que desconfía de dos rivales no desconfía de ninguno».
Madame triunfó con aquella hábil inspiración.
El rey sonrió a Guiche.
Guiche no comprendió una palabra del lenguaje mudo de Madame. Únicamente notó que ésta afectaba no mirarle. Así fue que atribuyó el favor alcanzado al corazón de la princesa.
El rey supo agradar a todo el mundo. Monsieur fue el único que nada comprendió.
El baile comenzó, y fue espléndido.
Cuando los violines pusieron en movimiento, con su melodía, a aquellos ilustres bailarines, cuando la pantomima ingenua de aquella época, mucho más ingenua aún por la mediocre habilidad de los augustos histriones; llegó a su punto culminante de triunfo, parecía que el salón se desplomaba en aplausos.
Guiche brilló como un sol, pero como un sol cortesano que se resigna al segundo papel.
Desdeñado su triunfo, por el cual Madame no le manifestaba reconocimiento alguno, no pensó más que en reconquistar osadamente la preferencia ostensible de la princesa.
Esta no le concedió ni una mirada.
Poco a poco toda su alegría; todo su brillo se fueron extinguiendo en el dolor y la inquietud; de modo que sus piernas perdieron elasticidad, sus brazos se volvieron pesados, y se le embotaron los sentidos.
El rey, desde aquel momento, fue sin disputa el primer bailarín del rigodón, y, conociéndolo así, dirigió una mirada de soslayo a su rival vencido.
Guiche no era ya ni cortesano; bailaba mal, sin adulación, y muy pronto cesó de bailar enteramente. El rey y Madame triunfaron.