Capítulo XXXVIILo que se coge persiguiendo mariposas

Ambos jóvenes permanecieron por un momento con la cabeza inclinada bajo ese doble pensamiento de amor naciente que hace brotar tantas flores en las imaginaciones de veinte primaveras.

Madame Enriqueta miraba a Luis de soslayo, y veía el amor en el fondo del corazón de Luis como un diestro buzo ve una perla en el fondo del mar.

Madame conoció que Luis vacilaba, si es que no dudaba, y que era preciso empujar hacia adelante aquel corazón perezoso o tímido.

—Por consiguiente… —dijo, como preguntando al mismo tiempo que rompía el silencio.

—¿Qué? —preguntó Luis después de un instante de espera.

—¿Tendré que apelar a la resolución que ya había adoptado?

—¿Cuál?

—La que tuve el honor de someter a Vuestra Majestad en cierta ocasión.

—¿Cuándo?

—El día en que tuvimos aquellas explicaciones con motivo de los celos del príncipe.

—¿Qué me dijisteis ese día? —preguntó Luis con inquietud.

—¿No os acordáis ya, Majestad?

—¡Ay!

—Si es una desgracia, por tarde que de ella me acuerde, siempre será demasiado pronto.

—¡Oh! No es desgracia sino para mí, señor —contestó madame Enriqueta—; pero es una desgracia necesaria.

—¡Dios mío!

—Y me resignaré a sufrirla. En fin, ¿qué desgracia es?

—¡La ausencia!

—¡Oh! ¿Todavía esa cruel resolución?

—Creed, Majestad, que no la he tomado sin luchar antes conmigo misma… Creedme, es preciso que vuelva a Inglaterra.

—¡Oh! ¡Jamás, jamás permitiré que abandonéis la Francia! —exclamó el rey.

—Y sin embargo —dijo Madame afectando una energía dulce y melancólica—, no hay cosa que más urja… Aún diré más, y es que estoy persuadida de que es esa también la voluntad de vuestra madre.

—¡La voluntad! —murmuró el rey—. ¡Oh, oh! Querida hermana, singular palabra para dicha delante de mí!

—Pues qué —respondió sonriendo madame Enriqueta—, ¿no os tenéis por dichoso en seguir la voluntad de una buena madre?

—¡Basta, por Dios! Me desgarráis el corazón.

—¿Yo?

—Sin duda, pues habláis de esa ausencia con una tranquilidad.

—No he nacido para ser feliz, Majestad —replicó melancólicamente la princesa—, y desde muy niña me he acostumbrado a ver contrariados mis deseos más halagüeños.

—¿Será cierto? ¿Sería posible que vuestra ausencia contrariase un deseo que os fuese halagüeño?

—Si os contestase que sí, ¿no es cierto, Majestad, que llevaríais vuestro mal con paciencia?

—¡Cruel!

—Cuidado, Majestad; parece que alguien se acerca.

El rey miró en torno.

—No —dijo.

Luego; volviéndose a Madame:

—Ea, Enriqueta —continuó—, en vez de tratar de combatir los celos de Monsieur con una ausencia, que me mataría…

Enriqueta encogióse levemente de hombros; como en señal de duda.

—Que me mataría —repitió Luis—. Veamos, en lugar de fijaros en esa cruel ausencia, ¿no pudiera vuestra imaginación… o más bien vuestro corazón, sugeriros alguna otra idea?

—¿Y qué queréis que me sugiera mi corazón, Dios santo?

—Decidme, Enriqueta, ¿cómo se prueba a uno que sus celos son infundados?

—En primer lugar, Majestad, no fiándole ningún motivo de celos; esto es, no amando más que a él.

—¡Oh! Yo esperaba que dijeseis otra cosa.

—¿Qué?

—Que el modo de calmar a los celosos es disimular el cariño que se tiene al objeto de sus celos.

—Disimular es difícil, Majestad.

—Pues venciendo las dificultades es como se alcanza la dicha. Por mí parte, os puedo jurar que sabré quitar toda sospecha a los que puedan tener celos de mí, aparentando trataros como a cualquiera otra mujer.

—Mal medio, débil medio, Majestad —dijo la joven meneando su encantadora cabeza.

—Todo os parece mal, querida Enriqueta —dijo Luis descontento—. No hacéis más que destruir lo que yo propongo. Poned algo de vuestra parte. Buscad. Siempre he tenido gran confianza en la inventiva de las mujeres. A ver qué os sugiere la vuestra.

—Lo que me sugiere es lo siguiente… ¿Escucháis, Majestad?

—¡Y me lo preguntáis! Estáis decidiendo de mi vida o de mi muerte, y me preguntáis si escucho…

—Pues bien, no hago más que juzgar por mí misma. Entre todas las cosas que pudieran chasquearme sobre las intenciones de mi esposo respecto de otra mujer, una sería la que más contribuiría a ello.

—¿Cuál?

—El ver, en primer lugar, que él no hacía caso alguno de aquella mujer.

—Pues eso es precisamente lo que os estaba diciendo poco ha.

—Bien; pero para estar del todo tranquila, querría además verle dirigir sus obsequios a otra.

—¡Ah! ¡Os comprendo! —replicó sonriéndose Luis—. Pero se me ocurre una idea, querida. Enriqueta.

—¿Qué?

—Que si bien el medio es ingenioso, no es nada piadoso.

—¿Por qué?

—Porque al quitar el recelo de la herida en la imaginación del celoso, le abrís una en el corazón.

—Cierto es que no tendrá el temor, pero tendrá el mal, lo cual se me figura que es mucho peor.

—Convengo en ello; pero a lo menos así no sorprenderá ni sospechará quién sea el enemigo real; y no servirá de estorbo al amor, porque concentrará todas sus fuerzas hacia un punto en que no podrán causar daño a nadie. En fin, Majestad, mi sistema, que me extraña veros combatir, confieso que hace mal a los celosos, pero en cambio hace bien a los amantes. Y ahora pregunto, Majestad, a excepción de vos, tal vez, ¿quién ha pensado jamás en compadecer a los celosos? ¿No son acaso unas bestias melancólicas, tan infelices con motivo como sin él? Aun cuándo quitéis el motivo, no por eso destruiréis su aflicción. Esa enfermedad está en la imaginación, y, como todas las enfermedades imaginarias, es incurable. Recuerdo a este propósito, mi señor, un aforismo de mi pobre médico Dawley; hombre muy sabio y de ingenio agudo, que a no ser por mi hermano, que no sabe estar sin él, hallaríase ahora al lado mío: «Cuando os sintáis acometida de dos males, me decía, elegid el que os incomode menos, que yo os lo dejaré, porque de seguro, añadía, ese mal me servirá prodigiosamente para lograr la extirpación del otro».

—Bien dicho, bien juzgado, querida Enriqueta —respondió el rey sonriendo.

—¡Oh! También tenemos en Londres personas de talento, Majestad.

—Que saben sacar adorables discípulas. A ese Daley, o Darley… ¿cómo le llamáis?

—Dawley.

—Quiero señalarle desde mañana una pensión por su aforismo. Ea, pues, Enriqueta, principiad por elegir el menor de vuestros males… ¿Calláis y os sonreís…? Ya os entiendo; el menor de vuestros males es la permanencia en Francia, ¿no es cierto? Pues bien, os dejaré ese mal, y para ensayarme en la curación del otro, deseo buscar desde hoy mismo un objeto de divagación para los celosos de todo sexo que nos persiguen.

—Silencio, que ahora sí que viene gente —dijo Madame.

Y se bajó para coger una clemátide en el espeso césped. Acercábase gente, en efecto, pues de repente se precipitaron por la cima del montecillo una multitud de muchachas; acompañadas por una porción de caballeros; la causa de aquella irrupción era una magnífica esfinge de las viñas, cuyas alas superiores asemejábanse, al plumaje del autillo, y las inferiores a hojas de rosa.

Esta rica presa había caído en la red de la señorita de Tonnay-Charente, quien la mostraba con orgullo a sus rivales, menos venturosas cazadoras que ella.

La reina de la cacería se sentó a veinte pasos poco más o menos del banco en que permanecían Luis y madame Enriqueta, y, recostándose contra una magnífica encina entrelazada de yedra, clavó la mariposa en el junco de su larga caña.

La señorita de Tonnay-Charente era muy bella; así fue que los hombres desertaron de las otras mujeres, para venir, a pretexto de cumplimentarla por su destreza, a apiñarse en círculo alrededor suyo.

El rey y la princesa miraban disimuladamente aquella escena, como los espectadores de otra edad suelen mirar los juegos de los niños.

—¡Cómo se divierten! —murmuró el rey.

—Mucho, majestad; siempre he notado que donde quiera que hay juventud y belleza nunca falta diversión.

—¿Qué os parece la señorita de Tonnay-Charente, Enriqueta? —dijo el rey.

—Algo rubia —respondió Madame, fijándose de golpe en el único defecto que podía echarse en cara a la hermosura casi perfecta de la futura madame de Montespan.

—Sí, es algo rubia; pero, así y todo, me parece hermosa.

—¿Es ésa vuestra opinión, Majestad?

—Ciertamente.

—Entonces, también la mía.

—Y mirad cómo la asedian.

—¡Oh! Lo que es eso sí: los amantes revolotean. Si en lugar de mariposas, nos dedicásemos a cazar amantes, haríamos una buena captura alrededor de ella.

—Veamos, Enriqueta, ¿qué tal parecería si el rey se mezclase a todos esos amantes y dejara caer su mirada hacia ese lado? ¿Creéis que habría celos aún?

—¡Oh! Majestad, la señorita de Tonnay-Charente es un remedio demasiado eficaz —dijo Madame con un suspiro—; verdad es que curaría completamente al celoso, pero podría muy bien hacer una celosa.

—¡Enriqueta! ¡Enriqueta! —exclamó Luis—. ¡Me colmáis el corazón de alegría! Sí, sí, tenéis razón la señorita de Tonnay-Charente es demasiado linda para servir de capa.

—Capa de rey —dijo sonriéndose madame Enriqueta—; capa de rey debe ser hermosa.

—¿Me la aconsejáis? —dijo Luis.

—¡Oh! ¿Yo qué queréis que os diga, sino que dar semejante consejo sería dar armas contra mí? Sería locura u orgullo aconsejaros que tomarais por heroína de un falso amor a una mujer mas hermosa que aquella hacia la cual decís que sentís un verdadero amor.

El rey buscó con la suya la mano de Madame; con sus ojos los suyos y balbuceó algunas palabras tan tiernas, pero en voz tan baja al mismo tiempo, que el historiador, que debió oírlo todo, no las, oyó.

Luego dijo en voz alta:

—Pues bien, elegid vos misma la que haya de curar nuestros celosos. A esa irán dirigidos todos mis obsequios, todas mis consideraciones, todo el tiempo que robe a los asuntos; a esa, Enriqueta, la flor que coja para vos, los pensamientos de ternura que hagáis nacer en mí, la mirada que no me atreva a dirigiros y que deba despertaros de vuestra indiferencia. Mas, elegidla bien, no sea que al intentar mirarla, al querer pensar en ella, al ofreceros la rosa cogida por mi mano, me encuentre vencido por vos misma, y mis ojos, mis labios y mi mano se vuelvan maquinalmente hacia vos, a riesgo de que el mundo entero adivine mi secreto.

En tanto que se escapaban estas palabras de labios del rey, como un dardo, se ruborizaba Madame, y su seno palpitaba de júbilo y placer. Nada encontraba que contestar, pues su orgullo y su sed de homenajes estaban satisfechos.

—Elegiré —dijo la princesa levantando sus hermosos ojos—; pero no como me habéis insinuado, porque todo ese incienso que queréis quemar en el ara de otra diosa, ¡ah, Majestad! también yo lo ansío, y quiero que llegue hasta mí sin que se pierda un solo átomo en el camino. De consiguiente, Majestad, elegiré, con vuestro permiso, la que me parezca menos a propósito para distraeros y deje mi imagen enteramente intacta en vuestra alma.

—Por fortuna —dijo el rey—, tenéis una corte muy escogida, pues de lo contrario me haría temblar vuestra amenaza. Sobre este punto hemos tomado nuestras medidas, y sería difícil, así en torno vuestro como en derredor mío, encontrar un semblante desagradable.

Mientras el rey hablaba así. Madame se había levantado, recorriendo con la mirada toda la cespedera, y, después de un examen detallado y silencioso, llamando al rey:

—Mirad, Majestad —dijo—, ¿veis sobre la pendiente de la colina, junto a aquel macizo de bolas de nieve, una hermosa rezagada que va sola, con la cabeza baja, buscando en las flores que huella con sus plantas, como hacen los que han perdido su pensamiento?

—¡La señorita de La Vallière! —murmuró el rey.

—Sí.

—¿No os agrada, Majestad?

—¿No veis lo delgada que está, casi descarnada, la pobre niña?

—¿Estoy yo gruesa, por ventura?

—¡Está mortalmente triste!

—Eso formará contraste conmigo, que dicen soy demasiado alegre.

—¡Pero si es coja!

—¿Creéis?

—Sin duda. Mirad cómo ha dejado pasar a todos para que no adviertan su defecto.

—Pues bien, así correrá menos que Dafne y no podrá huir de Apolo.

—¡Enriqueta! ¡Enriqueta! —repuso el rey con mal gesto—. Habéis ido a buscarme casualmente la más defectuosa de vuestras camaristas.

—Convengo; pero advertid que es una de mis camaristas.

—¿Y qué me queréis decir con eso?

—Quiero decir que, para visitar a esta nueva divinidad, no podréis menos de venir a mi cuarto; y como el decoro no os consiente que habléis en particular con la diosa, os veréis obligado a verla en mi círculo, y me hablaréis, hablándole a ella. Quiero decir, por último, que los celosos harán mal en creer que venís a mi cuarto por mí, puesto que vendréis por la señorita de la Vallière.

—Que cojea.

—Un poco.

—Que nunca abre la boca.

—Pero que cuando la abre enseña unos dientes lindísimos.

—Que puede servir de modelo a los osteólogos.

—Vuestro favor la hará engordar.

—¡Enriqueta!

—¡Ea! ¿No me habéis dejado la elección?

—¡Ay! Sí.

—Bien, pues; esa es, y no hago otra; con que resignaos.

—¡Oh! Yo me resignaría a tomar una de las Furias, si tal fuese vuestra voluntad.

—La Vallière es apacible como un cordero; no temáis que os contradiga nunca cuando le digáis que la amáis.

Y Madame se echó a reír.

—¡Oh! ¡Se conoce que no teméis que se lo diga muchas veces! ¿No es cierto?

—Estaba en mi derecho.

—No os lo disputo.

—¿Con que es asunto hecho?

—Firmado.

—Y me conservaréis una amistad de hermano, unas atenciones de hermano, y una galantería de rey, ¿no es eso?

—Os conservaré un corazón que no sabe ya latir sino a voluntad vuestra.

—¿Y suponéis de ese modo asegurado el porvenir?

—Lo espero al menos.

—¿Dejará vuestra madre de mirarme como enemiga?

—Sin duda.

—¿Y María Teresa de hablar en español delante de Monsieur, que tiene horror a las conversaciones en lengua extranjera, porque cree siempre que es para hablar mal de él?

—¡Ay! ¿Y se equivoca el desgraciado? —murmuró el rey con ternura.

—Y finalmente —continuó la princesa—, ¿se acusará aun al rey de pensar en amores ilegítimos cuando vean que no podemos profesarnos mutuamente más que simpatías exentas de toda oculta intención?

—Bien —continuó el rey—; pero también se le dirá otra cosa.

—¿Qué, Majestad? ¿Será cosa de que nunca podamos estar en paz?

—Se dirá —prosiguió el rey—, que tengo muy mal gusto; pero… ¿Qué importa mi amor propio comparado con vuestra tranquilidad?

—Con mi honor y el de nuestra familia, querréis decir. Majestad. De todos modos, no lo dudéis; no miréis con tanta prevención a La Vallière; verdad es que cojea, pero no carece de cierto buen sentido; además, todo lo que el rey toca se convierte en oro.

—Cómo quiera que sea, señora, podéis estar segura de una cosa, y es que todavía os estoy muy reconocido, pues podíais hacerme pagar más cara vuestra permanencia en Francia.

—Majestad, que llegan.

—¿Y qué?

—Una palabra todavía.

—Decid.

—Sois prudente y cuerdo, Majestad; más aquí es donde tendréis necesidad de toda vuestra prudencia y cordura.

—¡Oh! —exclamó Luis riendo—. Desde esta noche comienzo a hacer mi papel, y ya veréis si tengo vocación para representar a los pastores. Tenemos gran paseo por el bosque después de la merienda; luego, cena y baile a las diez.

—Lo sé, Majestad.

—Pues mi llama va a subir esta noche mucho más que los fuegos artificiales, y a brillar con más claridad que los morteretes de nuestro amigo Colbert; pronto la veréis tomar tal cuerpo, que a las reinas y a Monsieur se les quemen los ojos.

—¡Cuidado, Majestad!

—¿Pues qué he hecho?

—Me haréis desdecir de los elogios que os prodigaba hace poco. He dicho que erais prudente y cuerdo, y comenzáis con semejantes locuras. ¿Creéis que una pasión se enciende así, como una antorcha, en un segundo?

—¿Es natural que sin la menor preparación, todo un rey como vos, caiga a los pies de una joven como La Vallière?

—¡Oh! ¡Enriqueta, Enriqueta! ¡No hemos comenzado todavía la campaña y ya me saqueáis!

—No; lo que hago es traeros a buen camino. Id encendiendo progresivamente vuestra llama en lugar de hacerla estallar de golpe. Júpiter truena y hace brillar el rayo antes de incendiar los palacios. Todo tiene su preludio, y si os inflamáis de esa manera, lejos de suponeros enamorado os creerán loco. Si es que no adivinan vuestra idea. A veces es la gente menos tonta de lo que parece.

El rey viose obligado a convenir en que Madame era un ángel en saber y un demonio en talento. Se inclinó.

—Tenéis razón —dijo—; terminaré mi plan de ataque. Los generales, mi primo Condé, por ejemplo, quémanse las cejas delante de sus mapas estratégicos antes de hacer mover uno de esos peones que llaman cuernos de ejércitos; yo, quiero establecer todo un plan de ataque. No ignoráis que la ternura está subdividida en toda clase de demarcaciones; de suerte que haré alto en el pueblo de las Atenciones Delicadas, en el lugarejo de los Billetes Amorosos, antes, de tomar el camino del Visible Ardor. Ya veis que el itinerario está trazado, y la Pobre señorita de Scudéry no me perdonaría el que acortase las jornadas.

—Así os quiero ver, Majestad…

—¿Os parece ahora que nos separemos?

—¡Ay! ¡Preciso será, porque vienen a separarnos!

—En efecto —dijo Madame Enriqueta—; veo que nos traen la esfinge de la señorita de Tonnay-Charente, con los toques de trompa que se suele entre los monteros mayores.

—Quedamos, pues, en que esta noche, durante el paseo, me deslizaré en el bosque, y hallando a La Vallière sin vos…

—Yo sabré alejarla. Corre de mi cuenta.

—¡Muy bien! Me acercaré a ella entre sus compañeras, y lanzaré el primer dardo.

—Cuidado no erréis el tiro —dijo Madame sonriendo—; asestad bien al corazón.

Y la princesa se separó del rey para adelantarse a recibir a la bulliciosa comparsa, que acudía haciendo mil ceremonias y entonando con la boca los toques de caza.