Al volver el rey a su cuarto para dar algunas órdenes y coordinar sus ideas, halló sobre el tocador un billete, cuya letra parecía desfigurada.
Lo abrió inmediatamente y leyó estas palabras:
Venid pronto; tengo mil cosas que deciros.
No hacía tanto tiempo que el rey y Madame se habían separado, para que esas mil cosas fuesen consecuencia de las tres mil que se habían dicho durante el camino que separa Valvins de Fontainebleau.
La confusión del billete y su premura dieron mucho que pensar al rey.
Empleó corto rato en arreglarse un poco, y se fue luego a visitar a Madame.
La princesa, que no quería aparentar que le estaba esperando, había bajado a los jardines con sus damas.
Cuando el rey supo que Madame había abandonado sus habitaciones para dar un paseo, recogió a todos los gentileshombres que encontró al paso y los invitó a seguirle.
Madame cazaba mariposas en una gran cernedera bordeada de heliotropos y de hiniesta. Encontrábase mirando cómo corrían sus jóvenes e intrépidas damas, y, con la espalda vuelta a la entrada del parque, esperaba muy impaciente la llegada del rey, a quien diera aquella cita.
El ruido de pasos sobre la arena le hizo volverse. Luis XIV, destocado, acababa de abatir con su caña a una mariposa, que el señor de Saint-Aignan se apresuró a coger toda atolondrada de entre la hierba.
—Ya veis, señora —dijo el rey—, que yo también cazo para vos. Y se acercó a Madame.
—Señores —dijo volviéndose a los gentileshombres que formaban su comitiva—, a ver si cada uno de vosotros caza otra mariposa para estas señoras.
Esto era despedir a todo el mundo.
Viose entonces un espectáculo bastante curioso; los cortesanos viejos, los cortesanos obesos, empezaron a correr tras de las mariposas, perdiendo sus sombreros y dando cargas, caña en mano, a los mirtos e hiniesta como si tuviesen delante al enemigo.
El rey dio la mano a Madame, y eligió, de acuerdo con ella, como centro de observaciones, un banco cubierto de un dosel de musgo, capricho imaginado sin duda por el genio tímido de algún jardinero que se había aventurado a introducir en el estilo severo de la jardinería de entonces el gusto a lo fantástico.
Aquel colgadizo, esmaltado de capuchinas y de rosales trepadores, daba sombra a un banco sin respaldo, de suerte que los espectadores, aislados en medio de la cespedera, veían y eran vistos desde todas partes, mas no podían ser oídos sin ver antes a filos que se acercaban para oír. Desde aquel sitio, en el que se colocaron los dos interesados, el rey hizo una seña para animar a los cazadores, y luego, como si estuviese discutiendo sobre la mariposa atravesada con un alfiler de oro que adornaba su sombrero.
—¿No estamos bien aquí para hablar? —preguntó.
—Sí, Majestad, porque necesitaba ser oída de vos únicamente y vista de todo el mundo.
—Y yo también —repuso Luis.
—¿Os ha sorprendido mi billete?
—Me ha asustado.
—Pero aun es de mayor importancia lo que tengo que deciros.
—¡Oh! No lo creo.
—¿Sabéis que el príncipe me ha cerrado su puerta?
—¿A vos…? ¿Y por qué?
—¿No lo adivináis?
—¡Ah, señora! Comprendo que uno y otro teníamos que decimos una misma cosa.
—¿Pues qué os ha sucedido?
—¿Queréis que os lo cuente?
—Sí; por mi parte ya os he dicho lo que tenía que decir.
—Pues escuchad. Así que llegué, encontré a mi madre, la cual me condujo a su habitación.
—¡Oh, la reina madre! —murmuró Madame con inquietud—. Es ya cosa seria.
—¡Y tanto…! Pues oíd ahora lo que me dijo… Pero antes permitidme una digresión.
—Hablad, Majestad.
—¿Os ha hablado Monsieur de mí?
—A menudo.
—¿Y os ha hablado de sus celos?
—¡Oh! Con más frecuencia aún.
—¿Con respecto a mí?
—No; con respecto a…
—Ya sé, a Buckingham, a Guiche.
—En efecto.
—Pues bien, señora; ahora sale Monsieur con que tiene celos de mí.
—¡Ya veis! —replicó sonriéndose con malicia la princesa.
—Y en verdad, no creo que hayamos dado lugar…
—¡Nunca! Yo por lo menos… Pero ¿cómo habéis sabido que Monsieur esté celoso?
—Mi madre me ha dicho que Monsieur ha entrado en su cuarto como un loco; quejándose amargamente de vuestra… Dispensadme…
—Decid, decid.
—De vuestra coquetería. Monsieur no repara en la injusticia que comete.
—Sois muy bondadoso, Majestad.
—Mi madre trató de calmarle; pero dijo que ya había intentado hacerlo muchas veces, y no estaba en ánimo de darse por satisfecho.
—¿No hubiese hecho mejor en no alarmarse?
—Eso es lo que yo he dicho.
—Convenid, Majestad, en que el mundo es malo.
—Pues qué, ¿no han de poder hablar juntos un hermano y una hermana, ni complacerse en su mutua compañía, sin dar lugar a comentarios… a sospechar?
—Al fin, Majestad, nosotros, ni hacemos mal; ni tenemos deseos de hacerlo.
Y al decir esto dirigía al rey una de esas miradas orgullosas y provocativas que encienden la llama del deseo, hasta en los hombres más fríos y discretos.
—¡Así es! —suspiró Luis.
—¿Sabéis, Majestad, que si esto continúa así me veré en la precisión de dar una campanada? Pongo a Vuestra Majestad por juez de mi conducta. ¿La halláis censurable en algo?
—¡Oh! ¡En nada, en nada!
—Muchas veces hemos estado solos, pues solemos complacernos en unas mismas cosas, y hubiéramos podido deslizamos… ¿Lo hemos hecho nunca? Para mí sois vos un hermano, nada más.
El rey frunció el ceño. Madame continuó:
—Vuestra mano, que se encuentra con frecuencia con la mía, no me produce esos estremecimientos, esa emoción… que unos amantes, por ejemplo…
—¡Oh! ¡Basta, basta, por Dios! —exclamó el rey torturado hasta el extremo—. Sois inexorable y me causarías la muerte.
—¿Por qué?
—En fin… decís claramente que nada sentís a mi lado.
—¡Oh! Majestad, no he dicho eso…
—Mi afecto…
—Enriqueta, basta, os lo vuelvo a rogar. Si creéis que soy de mármol, como vos, estáis muy equivocada.
—No os entiendo.
—¡Bien! —suspiró el rey bajando los ojos.
—De modo que nuestros encuentros… nuestros apretones de manos… nuestras mutuas miradas… Perdón, perdón… Sí, tenéis razón, ya sé lo que queréis decir.
Y ocultó su cabeza entre las manos.
—Cuidado, Majestad —dijo vivamente Madame—, que el señor de Saint-Aignan os está mirando.
—Tenéis razón —exclamó furioso Luis—. ¡Nunca ni sombra de libertad, nunca sinceridad en las relaciones! Cree uno haber hallado un amigo, y sólo tiene en él un espía… Cree poseer una amiga, y sólo encuentra en ella una hermana.
Madame calló y bajó los ojos.
—¡Monsieur está celoso! —murmuró con acento cuya dulzura y encanto sería imposible describir.
—¡Oh! —exclamó de pronto el rey—. Tenéis razón.
—Bien lo veis —continuó Madame mirándole de un modo capaz de abrasarle el corazón—. Sois libre y nadie sospecha de vos… no hay nada que envenene la alegría de vuestra casa.
—¡Ay! Es que no lo sabéis todo: la reina está celosa.
—¿María Teresa?
—Hasta la locura. Los celos de Monsieur han nacido de los suyos. Parece que la reina quejábase a mi madre por esas partidas de baños tan dulces para mí.
«Y para mí», dijeron los ojos de Madame.
—Entonces, Monsieur, que permanecía escuchando, sorprendió la palabra española baños, que la reina pronunciaba con amargura; y conociendo por ella de lo que se trataba, entró de súbito, se mezcló en la conversación, y se quejó a mi madre con tanta aspereza, que la obligó a huir de su presencia; de suerte que vos tenéis que lidiar con un marido celoso, y yo estay condenado a ver levantarse delante de mí incesantemente el espectro inexorable de los celos, con sus mejillas hundidas y su boca siniestra.
—¡Pobre rey! —exclamó Madame dejando su mano rozar la de Luis.
Retuvo el rey aquella mano, y, para poderla apretar sin infundir sospechas a los espectadores, que andaban a caza de noticias,, tanto por lo menos como de mariposas, y procuraban sorprender algún misterio en la entrevista del rey con Madame, hizo como que acercaba a su cuñada la mariposa moribunda, y ambos a dos se inclinaron como para contar los millares de ojos de sus alas o los granos de su polvo de oro.
Pero ambos permanecían silenciosos; solamente sus cabellos se tocaban, sus hálitos se confundían, sus manos se abrasaban al contacto una de otra.
Cinco minutos pasaron de este modo.