Capítulo XXXVEl baño

En Valvins, bajo bóvedas impenetrables de floridos juncales y de sauces, una barca larga y chata, con escalas cubiertas de largas cortinas azules, servía de refugio a las Dianas que se bañaban, acechadas a su salida del agua por veinte Acteones engalanados que galopaban ardientes y codiciosos, por la orilla espumosa y perfumada del río.

Mas Diana, hasta la Diana púdica, vestida con su larga clámide, estaba menos casta y menos impenetrable que Madame, joven y bella como la diosa. Pues, a pesar de la fina túnica de la cazadora, se le veía blanca y torneada rodilla, y a pesar del sonoro carcax descubríanse sus morenos hombros, mientras que Madame, cuando se entregaba en brazos de sus doncellas iba envuelta en un tupido y largo velo, que la hacía inaccesible a toda mirada indiscreta.

Cuando Madame subió la escalera, los poetas que había presentes, y todos eran poetas tratándose de Madame, los veinte poetas que andaban galopando detuviéronse, y, con voz unánime, exclamaron que no eran gotas de agua, sino perlas, las que se desprendían del cuerpo de Madame, e iban a perderse en el afortunado río.

El rey, centro de aquellas poesías y de aquellos homenajes, impuso silencio a los entusiastas, cuya verbosidad no habría tenido fin, y volvió la brida por miedo a lastimar, aun bajo las cortinas de seda, la modestia de la mujer y la dignidad de la princesa.

Se hizo, por tanto, un gran vacío en la escena y un gran silencio en la barca. Sólo en los movimientos, en el juego de los pliegues, y en las ondulaciones de las cortinas, se adivinaban las idas y venidas de las mujeres empleadas en aquel servicio.

El rey escuchaba con la sonrisa en los labios los dichos de sus gentileshombres, pero fácil era conocer con sólo mirarle que su pensamiento estaba en otra parte.

En efecto, apenas el ruido de las anillas al deslizarse por las varillas anunció que Madame estaba vestida y que la diosa iba a aparecer, cuando el rey, volviéndose al punto y corriendo hasta la misma orilla, dio la señal a todos aquellos a quienes la servidumbre o el placer reclamaba cerca de Madame.

Viose entonces a los pajes precipitarse, trayendo los caballos de manos a los carruajes, que habían permanecido resguardados bajo el ramaje, adelantarse hacia la tienda, y con ellos toda esa nube de sirvientes, mandaderos y mujeres que, durante el baño de los amos, habían estado cambiando entre sí sus observaciones, sus críticas; sus discusiones de interés, diario fugitivo de aquella época, que nadie recuerda, ni las olas, espejo de los personajes y eco de sus pláticas; las olas, testigos que Dios precipitó en la inmensidad, así como precipitó a los actores en la eternidad.

Toda aquella muchedumbre que poblaba las riberas del río, sin contar una multitud de campesinos atraídos por el deseo de ver al rey y a la princesa, toda aquella gente estuvo, durante ocho o diez minutos, en el desorden más completo, y al mismo tiempo el más grato que puede imaginarse.

El rey echó pie a tierra, ejemplo que imitaron al punto todos los cortesanos, y ofreció la mano a Madame, cuyo rico traje de montar favorecía el elegante talle, que resaltaba bajo aquel vestido de lana fina, recamado de plata.

Sus cabellos, húmedos aún, mas negros que el ébano, mojaban su blanco y suave cuello. La alegría y la salud brillaban en sus ojos, y el descanso en que se hallaba su naturaleza nerviosa hacíale aspirar con fuerza el ambiente bajo el quitasol que sostenía uno de los pajes.

Nada había más tierno ni más poético que aquellas dos figuras bañadas por el reflejo sonrosado del quitasol; el rey, cuyos blancos dientes brillaban con una sonrisa continua, y Madame, cuyos negros ojos brillaban como dos carbunclos al reflejo micáceo de la tornasolada seda.

Cuando Madame se acercó a su caballo, magnífica hacanea andaluza, de una blancura sin mancha, algo pesado quizá, pero de cabeza inteligente y fina, en la que se notaba esa feliz mezcla de sangre árabe y española, y cuya cola iba barriendo el suelo, como la princesa, se hiciese la perezosa para poner el pie en el estribo, la cogió el rey en sus brazos de tal suerte, que el brazo de Madame se halló como un círculo de fuego alrededor del cuello del rey.

Luis, al retirarse, rozó involuntariamente con sus labios aquel brazo que no se alejaba, y después que la princesa dio las gracias a su real escudero, todo el mundo montó a caballo.

El rey y Madame se pusieron en fila para dejar paso a los carruajes, caballerizos y correos.

Gran número de caballeros, eximidos de la etiqueta, picaron sus caballos y se lanzaron aras de los carruajes en que iban las camaristas, frescas como otras tantas Orcadas alrededor de Diana; y todo aquel torbellino de gente risueña y bulliciosa, desapareció como por encanto.

El rey y Madame mantuvieron sus caballos al paso.

Detrás de Su Majestad y la princesa su cuñada, pero a respetuosa distancia, iban los cortesanos graves o deseosos de estar siempre a la vista del rey, los cuales contenían sus briosos caballos, regulando su paso al del corcel del rey y de Madame, y se entregaban al placer que presta siempre el comercio de las personas de ingenio cuando toman por su cuenta el murmurar del prójimo.

En las risitas sofocadas, en las reticencias de aquella alegría sardónica, era fácil conocer que no se echaba en olvido a Monsieur.

Pero en medio de todo se apiadaban de Guiche; y necesario es convenir que la compasión no estaba fuera de lugar.

Entretanto el rey y Madame, habiendo alentado a sus caballos y repetido cien veces lo que ponían en su boca los cortesanos que les hacían hablar, tomaron el galope corto de caza, y resonaron entonces bajo el peso de aquella caballería las profundas avenidas del bosque.

A las conversaciones en voz baja, a las pláticas en forma de confidencias, a las palabras cambiadas con cierta especie de misterio, sucedieron el ruido y el bullicio, y desde los sirvientes hasta los príncipes, la alegría fue general. Todo el mundo empezó a reír y gritar. Las urracas y los grajos, con sus gritos guturales, se refugiaron bajo las ondeantes bóvedas de las encinas, el cuco cesó en su monótona queja en el fondo de los bosques, los pinzones y los paros huyeron en bandadas, al paso que los gamos, las cabras monteses y las ciervas saltaban, asustados, en medio de los jarales.

Aquella multitud, que parecía derramar en torno suyo la alegría, el ruido y la luz, regresó al palacio, por decirlo así, precedida por su propio clamoreo.

El rey y Madame entraron en la población, saludados por las aclamaciones universales de la multitud.

Madame fue al punto a buscar a Monsieur, porque comprendía, como por instinto, que había tenido alejado de aquella alegría, al príncipe demasiado tiempo.

El rey fue a ver a las reinas, comprendiendo que les debía a una de ellas principalmente, una indemnización por su larga ausencia.

Pero Madame no fue recibida en el cuarto de Monsieur. Contestáronle que Monsieur dormía.

El rey, en vez de encontrar a María Teresa risueña como de costumbre, halló en la galería a Ana de Austria, que le estaba aguardando, y saliéndole al encuentro, le cogió de la mano y se lo llevó a su cuarto.

Lo que ambos se dijeron, o más bien, lo que la reina madre dijo a Luis XIV, nadie lo ha sabido jamás, pero no hubiera sido difícil adivinarlo por el semblante ceñudo del rey al separarse de Ana de Austria.

Mas nosotros, a quienes toca, no sólo interpretar, sino también dar parte a nuestros lectores de nuestras interpretaciones, faltaríamos a nuestro deber si les dejásemos ignorar el resultado de aquella entrevista.

Ese resultado esperamos que lo encontrarán, suficientemente desarrollado, en el capítulo siguiente.