Hacía cuatro días, todos los encantos reunidos en los magníficos jardines de Fontainebleau convertían aquella mansión en lugar de delicias.
El señor Colbert se multiplicaba. Por la mañana, cuentas de los gastos de la noche; el resto del día programas, ensayos, ajustes, pagos.
El señor Colbert había reunido cuatro millones, y les daba una prudente distribución.
Espantábase de los gastos que ocasionaba la mitología… Cada silvano y cada dríada no costaba menos de cien libras diarias. El traje llegaba a trescientas.
La pólvora y el azufre que se quemaban en los fuegos artificiales costaban cada noche cien mil libras, y había, además, iluminaciones alrededor del estanque de treinta mil libras por cada vez.
Las fiestas habían parecido magníficas. Colbert no cabía en sí de gozo.
A cada momento veía salir a Madame y al rey, ora para distintas cacerías, ora para recibir a personajes fantásticos, solemnidades que se estaban improvisando hacía quince días, y que hacían brillar el ingenio de Madame y la magnificencia del rey.
Porque Madame, heroína de la fiesta, respondía a las arengas de las diputaciones de pueblos desconocidos, garamantas, escitas, hiperbóreos, caucasios y patagones, que parecían salir de la tierra para felicitarla, y a cada representante de esos pueblos daba el rey un diamante o algún otro objeto de valor.
Entonces los diputados comparaban, en versos más o menos grotescos, al rey con el Sol, y a Madame con Febea su hermana, sin acordarse de las reinas o de Monsieur, como si el rey se hubiese casado con madame Enriqueta de Inglaterra y no con María Teresa de Austria.
La afortunada pareja, asiéndose de las manos y apretándose imperceptiblemente los dedos, bebía a grandes tragos aquel néctar de la adulación, que realzan más todavía la juventud, la belleza, el poder y el amor.
Todos se admiraban en Fontainebleau del grado de influencia que con tanta rapidez había adquirido Madame sobre el rey, y todos se decían por lo bajo que la verdadera reina era Madame.
Y en efecto, el rey proclamaba esta singular verdad en cada uno de sus pensamientos, en cada una de sus palabras y en cada una de sus miradas.
Sus deseos y sus inspiraciones buscábalos en los ojos de Madame; y se embriagaba de júbilo cuando Madame se dignaba sonreír. ¿Sentía Madame igual embriaguez por el poder que la rodeaba al contemplar a todo el mundo a sus pies? Ni ella misma acertaba a decírselo; pero lo que sí sabía era que no formaba deseo alguno, y se creía completamente dichosa.
De todas estas trasposiciones, que tenían su origen en la voluntad real, resultaba que Monsieur, en lugar de ser el segundo personaje del reino, había pasado a ser en realidad el tercero.
Peor era aquello que cuando Guiche hacía puntear sus guitarras en la habitación de Madame. Entonces, Monsieur tenía al menos la satisfacción de infundir miedo al que le incomodaba.
Poco después de la ausencia del enemigo de Monsieur, arrojado por la alianza de éste con el rey, tenía el príncipe sobre sus hombros un yugo mucho más pesado que antes.
Cada noche retirábase Madame desfallecida de fatiga.
El caballo, los baños en el Sena, los espectáculos, las comidas bajo los árboles, los bailes a orillas del gran canal, los conciertos, todo ello habría sido suficiente para matar, no ya a una mujer débil y delicada, sino al mas robusto suizo del palacio.
Verdad es que en materia de bailes, conciertos y paseos, es mucho más fuerte una mujer que el más vigoroso hijo de los trece cantones.
Pero, por grandes que sean las fuerzas de una mujer, al fin, tienen un término, y no podrían resistir mucho tiempo un régimen semejante.
Respecto a Monsieur, no tenía ni la satisfacción de que Madame abdicara por la noche su dignidad real, pues se recogía en el pabellón real con la joven reina y la reina madre.
No hay para qué decir que el caballero de Lorena no se apartaba de Monsieur, y venía a derramar su gota de hiel sobre cada herida que aquél recibía.
De aquí resultó que Monsieur, que al principio se sintió en extremo gozoso y rejuvenecido con la ausencia de Guiche, volvió a caer en una gran melancolía tres días después de haberse instalado la Corte en Fontainebleau.
Sucedió, pues, que un día, hacia las dos, Monsieur, que se había levantado tarde, poniendo más esmero que de costumbre en su tocado, y que no había oído hablar de nada para aquel día, formó el proyecto de reunir su Corte y llevar a comer a Madame a Moret, donde tenía una linda casa de campo.
Se encaminó hacia el pabellón de las reinas, y entró, muy sorprendido de no hallar persona alguna de la servidumbre real.
Entró enteramente solo.
A la izquierda había una puerta que daba al alojamiento de Madame, y, otra a la derecha, que daba al de la reina joven.
Monsieur supo por una costurera que hacía labor en la habitación de Madame, que todos habían salido a las once para irse a bañar al Sena, que esa partida se había tomado como una gran fiesta, para la cual se dispusieron todos los coches a las puertas del parque, y que hacía más de una hora que todas habían marchado.
«¡Bueno! —pensó Monsieur—. No es mala idea; hace mucho calor, y no me sentará mal un baño»” Y llamó a sus criados. Nadie se presentó.
Llamó en las habitaciones de Madame. Todos habíanse marchado. Bajó a las cocheras.
Un palafrenero le enteró de que no había quedado carruaje de ninguna clase. Entonces ordenó que le ensillasen dos caballos, uno para él, y otro para su ayuda de cámara.
El palafrenero le contestó cortésmente que tampoco había caballos. Monsieur, ciego de cólera, volvió a subir a la habitación de las reinas, y entró hasta el oratorio de Ana de Austria.
Desde allí vio por entre unas cortinas medio abiertas a su joven cuñada, arrodillada delante de la reina madre, y anegada al parecer en lágrimas.
Monsieur no había sido visto ni oído.
Aproximándose con precaución a la abertura, se puso a escuchar. El espectáculo de aquel dolor excitaba su curiosidad.
La joven reina lloraba, y se quejaba también.
—Sí —decía—,, el rey no hace caso de mí, y sólo se ocupa en placeres de que no quiere que yo participe.
—Paciencia, paciencia, hija mía —replicaba Ana de Austria, en español.
Y luego añadía; en español también, consejos que Monsieur no comprendía.
La reina respondía con acusaciones mezcladas de lágrimas y suspiros, entre los que Monsieur distinguía con frecuencia la palabra baños, que María Teresa acentuaba con el despecho de la cólera.
—Los baños —decía entre sí Monsieur—; eso parece que es lo que escuece.
Y procuraba anudar, a continuación unas de otras, las palabras que lograba comprender.
Sin embargo, era fácil adivinar que la reina se quejaba amargamente, y que si Ana de Austria no acertaba a consolarla, lo intentaba por lo menos.
Monsieur temió que le sorprendiesen escuchando, y tomó el partido de toser.
Las dos reinas volvieron la cabeza al oír aquel ruido, y entró Monsieur.
Al ver la joven reina al príncipe, se levantó precipitadamente, y se enjugó los ojos.
El príncipe tenía bastante mundo para conocer que no debía preguntar, y la suficiente urbanidad para permanecer mudo, de modo que saludó.
La reina madre dirigióle una afectuosa sonrisa.
—¿Qué se os ofrece, hijo mío? —le dijo.
—¿A mí…? Nada —balbuceó el príncipe—; buscaba…
—¿A quién?
—A Madame.
—Madame está en los baños.
—¿Y el rey? —preguntó en un tono que hizo temblar a la reina.
—El rey también, toda la Corte —respondió Ana de Austria.
—¿Excepto vos, señora? —dijo el príncipe.
—¡Oh! Yo —exclamó la joven reina—, soy el terror de todos los que se divierten.
—Pues paree que yo también lo soy —repuso Monsieur.
Ana de Austria hizo una señal muda a su nuera, la cuál se retiró llorando.
Monsieur frunció el ceño.
—¡He aquí una casa triste! —dijo—. ¿No os parece lo mismo, madre mía?
—No… no.
—Antes bien todo el mundo trata de divertirse.
—Pues eso es precisamente lo que aflige a los que no gustan de esas diversiones.
—¿Qué tono es ése, mi amado, Felipe?
—Lo digo como lo siento, madre mía.
—Vamos a ver, explicaos: ¿Qué pasa?
—Preguntádselo a mi cuñada, que os estaba contando hace poco sus penas.
—¿Sus penas…? ¿Cuáles…?
—Lo he oído, madre mía; ha sido una casualidad, pero lo he oído, y he comprendido también que mi hermana se quejaba de los famosos baños de Madame.
—¡Bah! Una locura.
—¡No! Cuando uno llora, no siempre está loco. Y lo entiendo muy bien lo que significa la palabra baños, que repetía la reina a cada paso.
—Os repito, hijo mío, que vuestra cuñada ha llegado a concebir unos celos pueriles.
—Pues en ese caso, señora —replicó Monsieur—, me acuso humildemente de tener el mismo defecto que mi cuñada.
—¿Vos también, hijo mío?
—Sí, por cierto.
—¿También estáis celoso de esos baños?
—¡Ya lo creo!
—¡Oh!
—¡Pues qué! El rey va a bañarse con mi mujer y no lleva a la reina. ¡Pues qué! Madame va a bañarse con el rey y no me hace el honor de avisarme. ¿Queréis que mi cuñada y yo estemos contentos?
—Pero, mi querido Felipe —dijo Ana de Austria—; mirad, que lleváis las cosas demasiado lejos. Ya habéis hecho arrojar al señor de Buckingham y desterrar al señor de Guiche. Supongo que no querréis ahora despedir de Fontainebleau al rey.
—¡Oh! No pretendo semejante cosa, señora —dijo Monsieur con acrimonia—; pero puedo muy bien retirarme, y me retiraré.
—¡Celoso del rey! ¡Celoso de vuestro hermano!
—¡Celoso de mi hermano, del rey, sí, señora, celoso! ¡Celoso, celoso!
—A fe mía, señor —exclamó Ana de Austria añadiendo la indignación a la cólera—, que principio a teneros por loco y adversario declarado de mi reposo. Y os dejo ahora mismo, porque no tengo defensa contra semejantes cavilaciones.
Dicho esto se levantó de su asiento y dejó al príncipe entregado a los más furiosos arrebatos. Monsieur quedó un instante todo aturdido; luego, volviendo sobre sí, con la mira de recobrar sus fuerzas, bajó otra vez a la cochera, llamó al palafrenero, y le volvió a pedir un carruaje y un caballo; pero habiéndole aquél contestado que no había caballo ni carruaje, arrancó Su Alteza un látigo de picador de manos de un mozo de cuadra, y emprendió a correr tras el pobre diablo a latigazos alrededor del patio, sin hacer caso de sus gritos ni sus disculpas, hasta que al fin, casi reventado, falto de aliento, bañado en sudor y temblando todos sus miembros, subió a su cuarto, hizo pedazos sus mejores objetos de porcelana, y se acostó, vestido y calzado, pidiendo a gritos socorro.