Capítulo XXXIIEl mediador

Al presentarse el rey en el cuarto de Madame, todos los cortesanos, que a la noticia de la escena conyugal, se habían diseminado por las habitaciones, principiaron a concebir los más serios temores.

Íbase así formando por este lado una tempestad, cuyos elementos analizaba el caballero de Lorena en medio de los grupos, ya aumentando los más débiles, o ya dirigiendo, según sus perversas inclinaciones, los más fuertes, a fin de causar todo el daño posible.

Según lo había anunciado Ana de Austria, la presencia del rey dio un carácter solemne al acontecimiento.

No era cosa de poca entidad, en 1662, el descontento de Monsieur contra Madame y la intervención del rey en los asuntos domésticos de Monsieur.

De suerte que, desde el primer momento se vio a los más atrevidos que rodeaban al conde de Guiche, alejarse de él con una especie de espanto; y el mismo conde, participando del pánico general, se retiró solo a su cuarto.

El rey entró en la habitación de Madame saludando como de costumbre. Las camaristas habíanse colocado en fila a su paso por la galería.

Por muy preocupado que estuviera Su Majestad, no dejó de echar una mirada de amo a aquella doble fila de mujeres jóvenes y hermosas que bajaban modestamente los ojos.

Todas se pusieron encendidas al sentir la mirada del rey. Tan sólo una, cuyos largos cabellos caían en sedosos bucles sobre el cutis más hermoso del mundo, estaba pálida y casi no podía sostenerse a pesar de los codazos de su compañera.

Era La Vallière, a quien Montalais apuntalaba de aquel modo inspirándola por lo bajo el valor de que ella estaba tan abundantemente provista.

El rey no pudo menos de volver la cara. Todas las frentes, que estaban ya levantadas, volvieron a bajarse; sólo la cabeza rubia permaneció inmóvil, como agotada toda la fuerza e inteligencia que le quedara.

Al entrar Luis en la habitación de Madame, encontró a su cuñada medio recostada sobre los almohadones de su gabinete. Levantóse Enriqueta, e hizo una profunda reverencia, balbuceando algunos cumplidos sobre el honor que recibía.

Luego volvió a sentarse, vencida por una debilidad, afectada sin duda, porque un delicioso colorido animaba sus mejillas, y sus ojos, todavía enrojecidos por algunas lágrimas vertidas recientemente, no despedían más que fuego.

Cuando el rey estuvo sentado y observó, con aquella seguridad que le caracterizaba, el desorden de la habitación y el no menor del semblante de Madame, tomó un aire jovial.

—Hermana mía —le dijo—, ¿a qué hora deseáis que ensayemos hoy el baile?

Madame, sacudiendo lenta y lánguidamente su encantadora cabeza:

—¡Ah, Majestad! —exclamó—. Dignaos excusarme para ese ensayo; precisamente iba a pasar recado a Vuestra Majestad para decirle que me sería imposible asistir hoy.

—¡Cómo! —dijo el rey con moderada sorpresa—. ¿Estáis indispuesta, hermana mía?

—Sí, Majestad.

—Entonces voy a hacer que llamen a vuestros médicos.

—No, porque nada pueden hacer los médicos para mi mal.

—¿Me asustáis?

—Majestad —dijo ella—, deseo solicitar vuestro permiso de regresar a Inglaterra.

El rey hizo un movimiento.

—¡A Inglaterra! ¿Reflexionáis bien lo que decís, señora?

—Lo digo a pesar mío, Majestad —repuso la nieta de Enrique IV con resolución, haciendo brillar al mismo tiempo sus hermosos ojos negros—. Siento hacer confidencias de tal género; pero soy muy desgraciada en la corte de Vuestra Majestad, y deseo volver al lado de mi familia.

—¡Señora!

Y el rey se acercó.

—Escuchadme, Majestad —continuó la joven tomando sobre su interlocutor el ascendiente que le daban su belleza y su naturaleza nerviosa—; yo estoy acostumbrada a sufrir.

—Joven todavía, me he visto humillada y desdeñada… ¡Oh! No digáis que no —repuso la joven con una sonrisa.

El rey se ruborizó.

—Entonces —dijo—, pude creer que Dios me tenía señalado ese destino, a mí, hija de un rey poderoso; pues habiendo Dios permitido que mi padre muriese desgraciadamente, bien podía temer que quisiera abatir en mí el orgullo. Mucho he sufrido y mucho he hecho sufrir a mi madre; pero he jurado que si alguna vez llegara a verme en una posición independiente, aun cuando fuera sólo la de la obrera del pueblo, que gana el pan con su trabajo; no sufriría la menor humillación. Ese día ya ha llegado; he recuperado la posición debida a mi clase y a mi nacimiento, he subido hasta las gradas del trono, y he debido creer que aliándome a un príncipe francés, hallaría en él un pariente, un amigo, un igual mío; pero voy viendo que sólo he encontrado un amo, y esta idea me irrita, Majestad… Mi madre nada sabrá, Vos, a quien respeto y a quien… amo…

El rey estremecióse; ninguna voz había halagado así su oído.

—Vos, Majestad, que todo lo sabéis, ya que habéis venido a verme, tal vez me comprendáis. Si no hubieseis venido, hubiera yo acudido a vos. Lo que deseo es la autorización para marcharme libremente. Ahora dejo a vuestra discreción el cuidado de disculparme y protegerme.

—¡Hermana mía, hermana mía! —balbuceó el rey, abrumado por aquel rudo ataque—. ¿Habéis meditado bien la enorme dificultad que ofrece vuestro proyecto?

—Majestad, yo no reflexiono; siento. Viéndome atacada, rechazo el ataque por instinto; nada más.

—Pero ¿qué os han hecho? Veamos.

La princesa, con esa maniobra tan peculiar de las mujeres, acababa de evitar toda reconvención formulando otra más grave; de acusada, se convertía en acusadora. Este es un signo infalible de culpabilidad; pero de este mal evidente, las mujeres, aun las menos diestras, saben siempre sacar partido para vencer.

El rey no advirtió que había venido a ver a Madame para decirle: «¿Qué habéis hecho a mi hermano?». Y ahora se veía reducido a decir:

—¿Qué os han hecho?

—¿Qué me han hecho? —repuso Madame—. ¡Oh! ¡Es preciso ser mujer para comprenderlo, Majestad! ¡Me han hecho llorar!

Y con un dedo que no tenía igual en delicadeza y blancura nacarada, mostraba unos ojos brillantes, anegados en lágrimas, que principiaban a correr de nuevo.

—¡Por Dios, hermana mía! —dijo el rey, aproximándose para tomarle una mano, que ella le abandonó lánguida y palpitante.

—Majestad, hace poco que me han privado de la presencia de un amigo de mi hermano. Milord de Buckingham era para mí un huésped simpático y jovial, un compatriota que conocía mis gustos e inclinaciones, diría; casi un compañero, pues hemos pasado juntos muchos días, con otros compañeros nuestros, en mis hermosas aguas de Saint James.

—¡Pero, hermana mía, Villiers estaba enamorado de vos!

—¡Pretextos! ¿Qué importa —dijo seriamente la joven— que monseñor de Buckingham estuviese o no enamorado? ¿Es acaso peligroso para mí un hombre enamorado…?

¡Ah, Majestad! No basta que un hombre ame.

Y sonrió con tal gracia y ternura, que el rey sintió latir y desfallecer el corazón en el pecho.

—Pero ¿y si mi hermano estaba celoso? —interrumpió el rey.

—Bueno, admito eso, es una razón; y han expulsado a Buckingham.

—¡Expulsado…!

—¡Oh, no! Expulsado, extrañado, despedido, si así lo queréis, Majestad. Uno de los primeros caballeros de Europa se ha visto precisado a abandonar la corte del rey de Francia, la corte de Luis XIV, como un villano, por la bagatela de una mirada o un ramillete. Eso es poco digno de la corte más galante. Perdón, Majestad, olvidaba que al hablar así atento a vuestro poder soberano.

—No, por mi honor, hermana mía, no fui yo quien despidió al señor de Buckingham.

Era hombre que me agradaba mucho.

—¿No fuisteis vos? —exclamó hábilmente Madame—. ¡Ah! ¡Tanto mejor!

Y acentuó el tanto mejor, como si en lugar de esa frase hubiera pronunciado tanto peor. Hubo un silencio de algunos minutos.

—Habiendo marchado el señor de Buckingham (y ya sé por qué y quién le hizo salir), creía haber recobrado la calma… Y no… Ahora salimos con que Monsieur encuentra otro pretexto; y sucede…

—Sucede —dijo el rey alegremente— que se presenta otro al puesto, y nada hay más natural. Sois bella, señora, y siempre tendréis quien os ame.

—Entonces —murmuró la princesa— ¿me veré condenada a estar sola siempre? ¡Oh, eso es lo que se quiere, y eso es lo que se me prepara! Pero, no, prefiero volver a Londres. Allí, a lo menos, me conocen y me quieren, y sí que podré tener amigos sin temor de que se atrevan a calificarlos de amantes…

—¡Bah! ¡Esa sospecha es indigna, y, mucho más por parte de un gentilhombre…!

—Monsieur ha perdido todo en mi espíritu desde que le he conocido, desde que se me ha revelado como el tirano de una mujer.

—¡Vaya! Mi hermano sólo es culpable de amaros.

—¡Amarme! ¡Monsieur amarme…! ¡Ah! Majestad…

Y se echó a reír a carcajadas.

—Monsieur no amará jamás a una mujer —continuó—, porque se ama demasiado a sí mismo; no desgraciadamente para mí, Monsieur es de los celosos de peor especie: celoso sin amor.

—Confesad, sin embargo —dijo el rey, que principiaba a animarse con aquella conversación ardiente y variada—, confesad que el señor de Guiche os ama.

—Majestad, nada sé.

—Debéis de verlo. Un hombre que ama se traiciona.

—Es que el señor de Guiche no se ha traicionado, Majestad.

—¡Hermana mía, hermana mía, defendéis al señor de Guiche!

—¡Yo! ¡Defenderle yo…! ¡Oh! Majestad, sólo faltaba a mi infortunio que vos también llegaseis a concebir sospechas.

—No, señora, no —replicó vivamente el rey—. No os aflijáis…

—¡Oh! ¡Se os saltan las lágrimas…! ¡Por Dios, tranquilizaos!

La princesa lloraba, no obstante, y corrían abundantes lágrimas por sus manos.

El rey cogió una de aquellas manos y aspiró una dé sus lágrimas. Madame le miró con tanta melancolía y ternura, que le llegó al corazón.

—¿De modo que nada tenéis con Guiche? —dijo el rey con más ansiedad de la que convenía a su papel de mediador.

—Nada absolutamente, Majestad.

—Así, ¿podré tranquilizar a mi hermanó?

—¡Ay! Nada le tranquilizará, Majestad. No creáis que esté celoso; no ha sido más sino, que Monsieur ha escuchado perversos consejos, y su carácter es naturalmente inquieto.

—Nada tiene de extraño que lo esté con vos.

Madame bajó los ojos y calló. El rey hizo lo propio, teniendo siempre asida la mano de Madame.

Aquel silencio de un minuto duró un siglo.

Madame retiró suavemente la mano, segura ya del triunfo. El campo de batalla había quedado por ella.

—Monsieur se lamenta —dijo tímidamente el rey— de que preferís a su conversación y sociedad, amistades particulares.

—Majestad, Monsieur pasa la vida en contemplarse al espejo y maquinar indignidades contra las mujeres con el caballero de Lorena.

—¡Oh! Vais demasiado lejos.

—No digo más que la verdad. Observad; y veréis si tengo razón.

—Observaré. Pero, entretanto, ¿qué satisfacción podré dar a mi hermano?

—Mi partida.

—¿Todavía repetís esa palabra? —exclamó imprudentemente el rey, como si creyera que en los últimos diez minutos debía haberse operado tal cambio, que Madame no pudiera seguir con la misma idea.

—Majestad, no puedo ser feliz aquí —dijo Madame—; el señor de Guiche incomoda a Monsieur. ¿Será cosa de que le hagan marchar también?

—Si es necesario, ¿por qué no? —replicó sonriendo Luis XIV.

—Pues bien, después del señor de Guiche… a quien os advierto, Majestad; que echaré de menos…

—¡Ah! ¿Le echaréis de menos?

—Sí por cierto; es amable, me profesa amistad y sabe distraerme.

—¡Ah! ¡Si Monsieur os oyese! —murmuró picado el rey—. ¿Sabéis que no me encargaría entonces de reconciliaros ni lo intentaría siquiera?

—Y, en el estado en que se hallan las cosas, Majestad, ¿podéis impedir que Monsieur tenga celos el primero que se presente? Bien sé que el señor de Guiche no es un cualquiera.

—¡Aun con esa! Os prevengo que, como buen hermano, me haréis cobrar horror al señor de Guiche.

—¡Ah, Majestad! —exclamó Madame—. Os ruego que no os revistáis de las simpatías ni de los odios de Monsieur; sed siempre rey, será mejor para vos y para todo el mundo.

—Sois una burlona encantadora, señora, y comprendo perfectamente que os adoren hasta los mismos de quienes os burláis.

—Y sin duda por eso, Majestad, vos, a quien hubiera tomado por defensor mío, vais a poneros del lado de los que me persiguen —dijo Madame.

—¡Yo perseguiros! ¡Dios me libre!

—Entonces —continuó lánguidamente la princesa— concededme lo que os he pedido.

—¿Qué?

—Regresar a Inglaterra.

—¡Oh! ¡Eso, nunca! ¡Nunca! —exclamó Luis XIV.

—¿De modo que estoy prisionera? —preguntó Madame.

—En Francia, sí.

—¿Y qué he de hacer, entonces?

—¿El qué, hermana mía? Voy a decíroslo.

—Escucho a Vuestra Majestad como humilde servidora.

—En vez de entregaros a intimidades un poco inconsecuentes, en lugar de alarmarnos con vuestro aislamiento, dejaos ver siempre entre nosotros, no nos abandonéis; vivamos en familia. Confieso que el señor de Guiche es amable, mas, al fin, si no poseemos su talento…

—¡Oh, Majestad! Bien sabéis que os hacéis el modesto.

—No, os lo juro. Puede ser uno rey y conocer que tiene menos probabilidades de agradar que tal o cual gentilhombre.

—Yo juro, en cambio, que no creéis una palabra de cuanto estáis diciendo, Majestad.

El rey miró a Madame tiernamente.

—¿Queréis prometerme una cosa? —dijo.

¿Qué?

—No perder en vuestro gabinete, con personas extrañas, el tiempo que debéis dedicaron a nosotros. ¿Queréis que hagamos contra el enemigo común una alianza ofensiva y defensiva?

—¿Una alianza con vos, señor?

—¿Y por qué no? ¿No sois acaso una potencia?

—Pero ¿vos, Majestad, seréis un aliado fiel?

—Ya lo veréis, señora.

—¿Y desde qué día empezará esa alianza?

—Desde hoy.

—Pues yo redactaré el tratado.

—¡Muy bien!

—¿Y lo firmaréis?

—Ciegamente.

—¡Oh! Entonces, Majestad, os prometo maravillas; pues sois el astro de la Corte, y cuando os presentéis…

—¿Qué?

—Todo resplandecerá.

—¡Oh! Señora, señora —dijo Luis XIV—, bien sabéis que toda luz viene de vos, y que si tomo el sol por divisa, no es más que un emblema.

—Majestad, veo que aduláis a vuestra aliada; eso me hace suponer que tratáis de engañarla —dijo Madame amenazando al rey con su travieso dedo.

—¡Cómo! ¿Suponéis que trato de engañaros cuando os aseguro de mi afecto?

—Sí.

—¿Y qué os hace sospechar?

—Una cosa.

—¿Una sola?

—Sólo una.

—¿Y cuál? Porque mucha desgracia sería que no pudiera triunfar de una sola cosa.

—Es que esa cosa no está en vuestro poder, Majestad, ni siquiera en el de Dios.

—¿Y qué cosa es ésa?

—El pasado.

—Señora, no os comprendo —replicó el rey, precisamente porque había comprendido demasiado bien. La princesa le cogió la mano.

—Majestad —dijo—, he tenido la desgracia de desagradaros tanto tiempo, que casi hoy me creo con derecho a preguntarme cómo habéis podido aceptarme por cuñada.

—¡Desagradarme vos!

—No lo neguéis. Permitidme.

—No; no; me acuerdo muy bien.

—¡Nuestra alianza principia desde hoy! —exclamó el rey con un calor que no era simulado—. De consiguiente, ni vos os acordáis del pasado, ni yo tampoco; para mí no existe más que el presente. Lo tengo a la vista; mirad.

Y llevó a la princesa delante de un espejo; donde se vio sonrojada y bella, capaz de hacer sucumbir a un santo.

—De todos modos —dijo Madame—, no será esta alianza muy sólida.

—¿Queréis que jure? —preguntó el rey, trastornado por el giro voluptuoso que tomó toda aquella conversación.

—¡Oh! No rechazo un buen juramento —dijo Madame—. Siempre es una apariencia de seguridad.

El rey arrodillóse sobre una losa, y cogió la mano de Madame.

La princesa, con sonrisa que un pintor no sabría reproducir y un poeta sólo imaginar, le abandonó sus manos, en las cuales ocultó el rey su ardorosa frente.

Ni uno ni otro pudieron encontrar palabra alguna que decirse. El rey sintió que Madame retiraba sus manos rozándole suavemente las mejillas.

Luis se levantó al punto y salió de la habitación:

Los cortesanos advirtieron su rostro rubicundo, y dedujeron que la escena había sido, borrascosa.

Pero el caballero de Lorena se apresuró a decir:

—¡Oh! No, señores, tranquilizaos. Cuando Su Majestad se irrita, se pone pálido.