Los caballos del señor Faucheux eran unos excelentes animales del Perche, de apelotonadas rodillas y patas algo hinchadas. Como el coche, databan de la otra mitad del siglo.
No corrían como los caballos ingleses del señor Fouquet. De modo que tardaron dos horas en llegar a Saint Mandé.
Hubiérase dicho que marchaban majestuosamente. Y la majestad excluye el movimiento.
La marquesa paró delante de una puerta muy conocida, aunque sólo la había visto una vez, y se recordará que fue en circunstancia no menos penosa que la presente.
Sacó una llave del bolsillo, la introdujo con su blanca mano en la cerradura, cedió la puerta sin ruido, y dio orden al dependiente de subir el cofre al primer piso.
Mas el peso del cofre era tal, que el dependiente se vio obligado a hacerse ayudar por el cochero.
El cofre fue puesto en aquel gabinete, antesala, o más bien retrete, inmediato al salón en que vimos al señor Fouquet a los pies de la marquesa.
La señora de Bellière dio un luis al cochero, una sonrisa al dependiente, y despidió a ambos.
Luego cerró la puerta y esperó parapetada en ella. Ningún doméstico aparecía.
Pero todo estaba preparado, como si un genio invisible hubiera adivinado las necesidades y deseos del huésped, o más bien de la huésped que era esperada. El fuego encendido, las bujías en los candelabros, los refrescos en el aparador, los libros sobre las mesas, y las flores frescas, en los vasos del Japón.
Hubiérase dicho que aquélla era una casa encantada.
La marquesa encendió las bujías, respiró el perfume delicioso de las flores, se sentó, y pronto cayó en profunda meditación. Pero esta meditación, aunque triste, estaba impregnada de cierto dolor. Veía delante de sí un tesoro en aquella sala. Un millón que ella había arrancado de su fortuna como la labradora arranca una espiga de su corona. Forjábase los sueños más placenteros. Pensaba, sobre todo, en dejar aquel dinero al señor Fouquet, sin que él pudiera saber de dónde le venía. Este medio era el que naturalmente habíale presentado el primero a su imaginación. Pero, aunque la cosa le parecía difícil, meditando en ella no desesperaba de llegar a este objeto.
Debía llamar para que avivasen al señor Fouquet y huir enseguida, mas feliz dando un millón que si lo hallase.
Pero, después que hubo llegado, luego de ver aquel lindo gabinete y aquel salón tan bien preparado, tal que parecía haber echado de él a las hadas que lo habitaban, se preguntó si las miradas de los entes a quienes había hecho huir, genios, espíritus o criaturas humanas, no la habrían reconocido.
Entonces todo lo sabría Fouquet, y lo que no supiera, lo adivinaría; rehusaría aceptar como donación lo que quizá habría aceptado a título de préstamo, y así la empresa no tendría objeto ni resultado.
Era, pues, necesario hacer la cosa de modo que se consiguiera que el superintendente comprendiera toda la gravedad de su posición para someterse al generoso capricho de una mujer. Era necesario, en fin, para persuadir, todo el encanto de una elocuente amistad, y si esto no bastaba; toda la embriaguez de un amor ardiente, al que nada resistiría.
En efecto, ¿no era conocido el superintendente como hambre lleno de delicadeza y dignidad? ¿Se dejaría cargar con los despojos de una mujer? No, lucharía, y si una voz del mundo podía vencer su resistencia, ésta sería la voz de la mujer que amaba.
Otra duda, terrible duda, que pesaba en el corazón de la señora de Bellière con el dolor y el frío de un puñal: ¿Amaba él? Aquella imaginación ligera, ¿se resolvería a fijarse un instante aunque fuese para contemplar un ángel? ¿No acontecía a Fouquet, a pesar de todo su genio y probidad, como a esos conquistadores que derraman lágrimas sobre el campo de batalla después de haber alcanzado la victoria?
—Pues bien, esto es lo que necesito aclarar y juzgar —dijo la marquesa—. ¿Quién sabe si ese corazón tan codiciado es un corazón vulgar? ¿Quién sabe si esa imaginación será de una naturaleza trivial e inferior cuando yo le aplique la piedra de toque? Vamos —exclamó—, esto es demasiado dudar. ¡La prueba, la prueba!
Miró al reloj.
—Son las siete, y debe haber llegado; es la hora de la firma. ¡Vamos!
Y, levantándose con impaciencia, fue hacia el espejo, ante el cual se sonreía con la enérgica sonrisa del sacrificio; tocó el resorte y tiró del botón de la campanilla. Y, como anonadada de antemano en la lucha que acababa de comprometer, fue a arrodillarse ante un sillón y sepultó su cabeza entre sus agitadas manos.
Diez minutos después oyó rechinar el resorte de la puerta, que rodó sobre sus goznes.
Apareció Fouquet, pálido y encorvado bajo el peso de un pensamiento amargo.
Necesario era que su preocupación fuese muy poderosa para que este hombre, para quien el placer era todo, acudiese en silencio a semejante llamamiento.
En efecto, la noche, fecundo en sueños dolorosos, había enmagrecido sus nobles facciones y trazado alrededor de sus ojos órbitas obscuras. Pero siempre estaba hermoso y noble, y la expresión triste de su boca, expresión tan rara en este hombre, daba a su fisonomía un carácter nuevo de juventud.
Vestido de negro y el pecho lleno de encajes, el superintendente se detuvo en el umbral de esta sala, donde tantas veces había ido en busca de la dicha esperada.
Esta dulzura melancólica y risueña, que reemplazaba a la exaltación de la alegría, hizo en la señora de Bellière un efecto indecible.
Los ojos de una mujer saben leer todo orgullo o todo sufrimiento en las facciones del hombre que ama, se diría que, en razón a su debilidad, Dios ha querido conceder a las mujeres más que a ninguna otra criatura. Ellas pueden ocultar sus sentimientos al hombre; éste no puede ocultarle los suyos. La marquesa adivinó toda la desgracia del superintendente.
Adivinó una noche pasada en vela.
Un día en decepciones.
Y desde entonces fue fuerte, sintiendo que quería a Fouquet sobre todas las cosas.
Levantóse, y acercándose a él, le dijo:
—Me escribisteis esta mañana diciéndome que comenzabais a olvidarme y que yo, a quien no habíais vuelto a ver, indudablemente había acabado de pensar en vos. Vengo a desmentiros, caballero, y con tanta más seguridad cuanto que leo en vuestros ojos una cosa.
—¿Cuál, señora? —dijo Fouquet sorprendido.
—Que jamás me habéis amado tanto como ahora; lo mismo que vos debéis leer en mi aspecto que no os he olvidado.
—¡Oh! Vos, marquesa —dijo Fouquet, cuyo noble semblante se animó un instante por un relámpago de alegría—, vos sois un ángel, y los hombres no tienen el derecho de dudar de vos. ¡Sólo deben humillarse y pedir gracia!
—Tenéis, pues, concedida la gracia.
Fouquet quiso arrodillarse.
—No —dijo ella—; sentaos a mi lado. ¡Ah! ¡En alguna cosa mala pensáis!
—¿Y en qué conocéis eso?
—En vuestra sonrisa, que acaba de alterar toda vuestra fisonomía. Vamos, ¿en qué pensáis? ¡Sed franco, nada de secretos entre amigos!
—Pues bien, señora, decidme por qué, ese rigor, de tres o cuatro meses.
—¿Ese rigor?
—Sí. ¿No me habéis prohibido visitaros?
—¡Ay, amigo mío! —exclamó la marquesa con profundo suspiro—. Porque vuestra visita a mi casa os ha causado una gran desgracia; porque vigilan mi palacio; porque los ojos que os han visto podrían veros otra vez; porque encuentro menos peligroso venir yo que vos vayáis, y, en fin, porque os encuentro demasiado infeliz para querer aumentar más vuestra desgracia.
Fouquet estremecióse. Estas palabras acababan de recordarle los cuidados de la superintendencia, cuando hacía algunos minutos que sólo pensaba en las esperanzas del amante.
—¡Yo infeliz! —dijo intentando sonreír—. En verdad que me lo haréis creer con vuestra tristeza.
—No soy yo quien está triste, señor, sino vos; miraos en este espejo.
—Cierto es que estoy un poco pálido; pero eso es el exceso de trabajo, el rey me pidió ayer dinero.
—Sí, cuatro millones; ya lo sé.
—¡Lo sabéis! —murmuró Fouquet sorprendido—. ¿Y cómo lo sabéis, cuando sólo delante de una persona el rey…?
—Pues ya veis que lo sé. Ea, continuad; ese dinero que el rey os ha pedido…
—Ya comprenderéis que ha sido preciso buscarlo, contarlo después, registrarlo… Desde el fallecimiento del señor Mazarino, hay un poco de dificultad y embarazo en el servicio de la Hacienda; mi administración está muy recargada, y por eso he velado esta noche.
—¿De modo que tenéis la cantidad? —preguntó la marquesa, inquieta.
—Sería cosa de ver, marquesa —replicó alegremente Fouquet—, que un superintendente de Hacienda no tuviera cuatro miserables millones en sus arcas.
—Sí, supongo que los tenéis o que los tendréis.
—¿Cómo que los tendré?
—No hace mucho tiempo que os pidió otros dos.
—Creo que ya hace un siglo, marquesa; pero no hablemos de dinero, si gustáis.
—Al contrario, hablemos, amigo mío.
—¡Oh!
—Oíd: sólo para esto he venido.
—¿Pues qué queréis decir? —preguntó el financiero, cuyos ojos expresaron curiosa inquietud.
—¿Es un cargo inamovible la superintendencia?
—¡Marquesa!
—Ya veis que yo respondo francamente.
—¡Marquesa, me sorprendéis! Me habláis como un comanditario.
—Es muy sencillo; quiero situar dinero en vuestra casa, y, naturalmente, deseo saber si estáis seguro.
—En verdad, marquesa, no sé adónde vais a parar.
—Formalmente, mi señor Fouquet, tengo algunos fondos que me estorban, pues he dejado de comprar tierras, y deseo encargar a un amigo que haga valer mi dinero. Pero, supongo que eso no urge.
—Muchísimo.
—Pues bien, hablaremos de ello más tarde.
—Más tarde no, pues el dinero está aquí.
La marquesa señaló al cofre, y, abriéndolo, enseñó al superintendente los fajos de billetes y el oro.
Fouquet habíase levantado al mismo tiempo que la señora de Bellière. Permaneció un instante pensativo; luego, se puso pálido, y cayó sobre una silla ocultando el rostro entre las manos.
—¡Oh marquesa, marquesa! —exclamó.
—¡Qué!
—¿Qué opinión tenéis de mí para hacerme semejante oferta?
—¿De vos?
—Indudablemente.
—Pero ¿vos mismo qué pensáis? Veamos.
—Ese dinero lo traéis para mí; me lo traéis porque sabéis mi apuro. ¡Oh! No neguéis. Adivino. ¿No conozco, por ventura, vuestro corazón?
—Pues, si conocéis mi corazón, ya veis que es mi corazón el que os ofrezco.
—¡He adivinado! —exclamó Fouquet—: ¡Oh, señora! Jamás os he dado derecho para insultarme así.
—¡Insultaros! ¡Rara delicadeza humana! Habéis dicho que me amáis. Me habéis pedido en nombre de ese amor mi reputación y mi honor… y cuando os ofrezco mi dinero, lo rehusáis.
—Marquesa, libre habéis sido en guardar lo que llamáis vuestra reputación y vuestro honor. Dejadme la libertad de conservar los míos. Dejad que me arruine, dejadme sucumbir bajo el peso de los odios que me rodean, de las faltas que he cometido y de mis remordimientos; mas, en nombre del Cielo, marquesa, no me deis este último golpe.
—Ahora me habláis como hombre de talento, señor Bouquet.
—Es posible, señora.
Fouquet oprimió con la mano crispada su pecho jadeante.
—Acabad, señora —dijo—; nada tengo que contestar.
—Os he ofrecido mi amistad, señor Fouquet:
—Sí, señora; pero os habéis limitado a eso.
—¿Lo que yo he hecho es de amiga?
—Y sin duda.
—¿Y rechazáis esta prueba de amistad?
—La rehúso.
—Miradme; señor Fouquet.
Los ojos de la marquesa brillaban.
—Os ofrezco mi amor.
—¡Oh, señora! —murmuró Fouquet.
—Os amo hace mucho tiempo, ¿lo oís? Las mujeres tienen, como los hombres, su falsa delicadeza. Hace mucho tiempo que os amo; pero no quería decíroslo.
—¡Oh! —exclamó Fouquet juntando las manos.
—Me habéis pedido ese amor de rodillas, y os lo he rehusado, pues estaba ciega como vos lo estáis ahora. Os ofrezco mi amor.
—Sí, vuestro amor, mas sólo vuestro amor.
—¡Mi amor, mi persona, mi vida! ¡Todo, todo, todo!
—¡Oh, Dios santo! —exclamó Fouquet.
—¿Qué queréis de mi amor?
—¡Oh! ¡Me anonadáis bajo el peso de mi felicidad!
—¿Seréis dichoso, decídmelo… si soy vuestra, enteramente vuestra?
—¡La felicidad suprema!
—Pues, aquí estoy; pero si os hago el sacrificio de una preocupación, hacedme vos el sacrificio de un escrúpulo.
—¡Señora, señora, no me atentéis!
—¡Amigo, amigo mío, no me rehuséis…!
—¡Oh! ¡Pensad lo que me proponéis!
—Fouquet, una palabra… Decidme, no… y abro esa puerta. Y mostró la que conducía a la calle.
—Y no me volveréis a ver más. Otra palabra… sí, y os sigo adonde queráis con los ojos cerrados, sin defensa, sin negativa, sin remordimientos.
—¡Elisa…! ¡Elisa…! Pero ese cofre…
—¡Es mi dote!
—¡Es vuestra ruina! —exclamó Fouquet, revolviendo el oro y los papeles—. Aquí hay un millón…
—¡Justo…! ¡Mi pedrería, que ya no me servirá, si me amáis como yo os amo!
—¡Oh! ¡Es demasiado! —murmuró Fouquet—. Cedo, cedo… aunque no fuera mas que por consagrar tal adhesión. Acepto la dote…
—Y aquí está la mujer —dijo la marquesa, arrojándose en sus brazos.