Capítulo XXVILa plata labrada de la señora de Bellière

La marquesa tardó bastante tiempo en reponerse; pero ya repuesta, se puso a reflexionar sobre los acontecimientos, tales como se anunciaban.

Continuó entonces aquel orden de ideas que le había hecho seguir su implacable amiga. Traiciones, lazos, amenazas ocultas bajo un exterior de interés público; he aquí lo que pensaba de las maniobras de Colbert.

Alegría odiosa de una caída no lejana, esfuerzos incesantes para conseguir este objeto, seducciones no menos culpables que el crimen mismo; he aquí lo que Margarita ponía por obra.

Al hombre sin entrañas se había unido la mujer sin corazón.

La marquesa vio con tristeza, aun más que con indignación, que el rey jugaba en un complot que manifestaba la duplicidad de Luis XIII ya viejo, y la avaricia de Mazarino cuando aun no había tenido tiempo para hartarse de oro francés.

Pero pronto esta mujer valerosa adquirió toda su energía.

La marquesa no era de las personas que lloran cuando es necesario obrar.

Durante algunos minutos apoyó la frente en sus manos heladas, y alzándola después llamó a sus sirvientes con mano firme y gesto lleno de energía.

Su resolución estaba tomada.

—¿Está todo preparado para mi marcha? —preguntó a una de las doncellas que entraba.

—Sí; señora marquesa; pero no se creía que la señora marquesa marchara a Bellière antes de tres días.

—Pero ¿están encajonados los adornos y los valores?

—Sí, señora; mas tenemos la costumbre de dejar todo esto en París, pues la señora no lleva sus pedrerías al campo.

—Pero ¿está todo dispuesto?

—En el gabinete de la señora.

—¿Y la orfebrería?

—En los cofres.

—¿Y la plata labrada?

—En el armario grande de roble.

La marquesa añadió con voz tranquila:

—Que venga mi platero.

Las mujeres desaparecieron para ejecutar la orden.

La marquesa había entrado en su gabinete, y contemplaba con el mayor cuidado sus alhajas.

Jamás había prestado tal atención a estas riquezas, que son el orgullo de una mujer; nunca había mirado estos adornos con otra intención que con la de escogerlos según sus colores. Entonces admiraba el tamaño de los rubíes, la claridad de los diamantes, Y se condolía de la menor mancha, del más pequeño defecto, todo lo hallaba pobre y miserable.

El orfebre sorprendióla en esta ocupación.

—Señor Faucheux, creo que me habéis provisto de toda mi plata.

—Sí señora marquesa.

—Ya no me acuerdo cuánto fue su importe.

—¿De la nueva o de la que el señor de Bellière, llevó al casarse? Porque he suministrado dos.

—Primero veamos la nueva.

—Los jarros, los cubiletes y los platos con sus estuches, el centro de mesa y los morteros para el hielo, las fuentes para confituras y las bandejas, han costado a la señora marquesa sesenta mil libras.

—¿Nada más que eso, Dios mío?

—A la señora le pareció crecida la cuenta.

—¡Es verdad! Me acuerdo que, en efecto, era caro; el trabajo, ¿no es eso?

—Sí, señora: grabados, cinceladuras, nuevas formas.

—¿El trabajo entra por mucho en el precio?

—Un tercio del valor, señora. Pero…

—¿Y el otro servicio, el viejo, el de mi marido?

—¡Oh! Ese es menos trabajado. Sólo vale treinta mil libras, valor intrínseco.

—¡Setenta! —murmuró la marquesa—. Pero, señor Faucheux, aún tenemos toda la plata de mi madre; todo aquello de que no quise deshacerme a causa de recuerdos gratos para mí.

—¡Ah! Ciertamente que es un famoso recurso para gentes que, como la señora marquesa, no pudieran conservar su vajilla. En aquel tiempo, no se trabajaba tan ligero como hoy. Se trabajaba con lingotes. Pero esa vajilla no es presentable… Pesa…

—Eso, eso es. ¿Cuánto pesa?

—Cincuenta mil libras, lo menos. No hablo de dos enormes vasos que sólo ellos pesan cinco mil libras de plata: diez mil libras los dos.

—¡Ciento treinta! —murmuró la marquesa—. ¿Estáis seguro de eso, señor Faucheux?

—Seguro; además, no sería difícil pesar.

—Las cantidades están sentadas en mis libros.

—¡Oh! Sois mujer ordenada, señora marquesa.

—Pasemos a otra cosa —dijo ésta.

Y abrió un cofrecillo.

—Reconozco esas esmeraldas —dijo el mercader—, porque yo las hice montar; son las más hermosas de la Corte, es decir, no, las más hermosas son de madame de Chatillon, que las tiene de los señores de Guisa; pero las vuestras, señora, son las segundas.

—¿Y valen…?

—¿Montadas?

—No; suponed que quisiera venderlas.

—¡Bien, sé yo quién las compraría! —exclamó el señor Faucheux.

—Eso es precisamente lo que yo deseo. ¿Con que las comprarán?

—Se comprarán todas vuestras pedrerías, señora, pues se sabe que son de las más hermosas de París. No sois vos de esas mujeres que cambian; cuando compráis es de lo bueno; cuando poseéis, guardáis.

—¿Cuánto pagarán por esas esmeraldas?

—Ciento treinta mil libras.

La marquesa escribió con un lápiz en unas tablillas la cifra citada por el orfebre.

—¿Y ese collar de rubíes?

—¿Rubíes balajes?

—Vedlos.

—Son hermosos, soberbios. Ignoraba que tuvierais estas piedras, señora.

—Apreciadlas.

—Doscientas mil libras. Sólo el de en medio vale cien mil.

—Esto es lo que yo pensaba —dijo la marquesa—. Los diamantes… ¡oh! tengo muchos: sortijas, cadenas, pendientes, broches, herretes. Apreciad, señor Faucheux, apreciad.

El orfebre cogió su lupa, su balanza, pesó, examinó y, haciendo sus cálculos en voz baja:

—Estas piedras —dijo— cuestan a la señora marquesa cuarenta mil libras de renta.

—¿Lo apreciáis en ochocientas mil libras?

—Aproximadamente.

—Eso es lo que yo pensaba. Pero la montura es aparte.

—Como siempre, señora. Y si yo fuera llamado a vender o a comprar, me contentaría con el oro de la montura, y ganaría mis buenas veinticinco mil libras.

—¡Bonita suma!

—Ciertamente, señora. ¿Aceptáis el beneficio con la condición de convertirme en dinero estas piedras?

—¡Pero, señora! —exclamó el platero asustado—. ¿Vendéis los diamantes?

—Silencio, señor Faucheux; no os inquietéis por esto, sino contestadme. Sois un hombre honrado, proveedor de mi casa hace treinta años, habéis conocido a mi padre y a mi madre, y os hablo como a un amigo: ¿aceptáis el oro de la montura por esa cantidad en dinero que pondréis en mis manos?

—¡Ochocientas mil, libras! ¡Es enorme!

—Ya lo sé.

—Imposible de encontrar.

—¡Oh! ¡Eso no!

—Pero; señora, ¡considerad el efecto que causaría el rumor de la venta, de vuestros diamantes!

—Nadie lo sabrá… Me haréis construir otros adornos falsos iguales a los finos. No me respondáis… lo quiero. Vended por menor, vended sólo las piedras.

—Es cosa fácil… Monsieur busca alhajas y pedrería para el tocador de Madame. Hay concurso. Podré vender a Monsieur por valor de seiscientas mil libras. Estoy seguro de que éstas son las más bellas. ¿Para cuándo?

—Dentro de tres días.

—¡Corriente! El resto vendedlo a particulares; ahora… hacedme un contrato de venta garantida… pagadera a cuatro días.

—Señora… reflexionad, os lo ruego… perderéis cien mil libras si os apresuráis a vender.

—Aunque pierda doscientas mil, es necesario. Quiero que todo quede hecho esta noche. ¿Aceptáis?

—Acepto, señora marquesa, y no disimulo que ganaré en esto cinco mil doblones.

—Mejor. ¿Cómo tendré el dinero?

—En oro o en billetes del Banco de Lyon, pagaderos en casa del señor Colbert.

—Acepto —dijo vivamente la marquesa—; volved a vuestra casa, y traedme pronto la suma en billetes, ¿entendéis?

—Sí, señora; pero por Dios…

—Ni una palabra más, señor Faucheux. ¡Ah! Me olvidaba de la plata labrada. ¿Cuánto me ha costado?

—Cincuenta mil libras, señora.

—Un millón —se dijo por lo bajo la marquesa—. Señor Faucheux, os llevaréis toda la orfebrería y la vajilla con el pretexto de una reforma sobre modelos de mi gusto; la fundís y me traéis el valor en oro… al momento.

—Bien, señora marquesa.

—Pondréis ese oro en un cofre, lo haréis acompañar por uno de vuestros dependientes, y, sin que lo vean mis sirvientes se aguardará en una carroza.

—¿La de madame Faucheux? —dijo el platero.

—Si lo deseáis, la tomaré en vuestra casa.

—Sí, señora marquesa.

—Tomad tres de mis criados para que os lleven la plata.

—Perfectamente, señora.

La marquesa llamó, y dijo al doméstico que se presentó:

—El carro a disposición del señor Faucheux.

El orfebre saludó y salió, ordenando que el carro le siguiera de cerca, y anunciando él mismo que la marquesa quería fundir su vajilla para hacer una nueva.

Tres horas después llegaba ésta a casa de Fouquet y recibía de él ochocientas mil libras en billetes del Banco de Lyon y doscientas cincuenta mil en oro, encerradas en un cofre que llevaba con trabajo un dependiente hasta el carruaje de madame Faucheux.

Porque madame Faucheux gastaba coche. Hija de un presidente del Tribunal de cuentas, había aportado treinta mil escudos a su marido, síndico de los orfebres, y los treinta mil escudos habían fructificado durante veinte años. El platero era millonario y modesto, por lo cual había comprado una venerable carroza construida en 1648, diez años después del nacimiento del rey. Esta carroza era la admiración del barrio, pues estaba cubierta de pinturas alegóricas y de nubes sembradas de estrellas de plata y oro.

En este carruaje, algo grotesco, fue donde subió la noble dama, sentándose frente al dependiente, que encogía las rodillas para no ajar la ropa de la marquesa.

Y el dependiente, satisfecho de escoltar a una marquesa, dijo al cochero:

—¡Camino de Saint Mandé!