En el segundo piso, sea por fatiga o por emoción, faltó la respiración al visitante, y se arrimó a la pared.
—¿Queréis comenzar por éste? —dijo Baisemeaux—. Ya que vamos ir de uno a otro, poco importa que subamos del segundo al tercer o al contrario. Además, también hay que hacer algunas reparaciones en este cuarto —añadió al distinguir al carcelero que estaba al alcance de su voz.
—¡No, no! —exclamó Aramis—. Primero arriba, señor alcaide, que es lo que precisa más.
Y continuaron subiendo.
—Pedid las llaves al carcelero —dijo en voz baja Aramis.
—Con sumo gusto.
Baisemeaux abrió la puerta de la tercera sala. El llavero entró el primero, y puso sobre la mesa las provisiones que le había encargado el bueno del alcaide.
Y salió inmediatamente. El preso no había hecho ningún movimiento. Entonces entró Baisemeaux, en tanto que Aramis se quedaba a la puerta. Desde ella vio a un joven, un niño de dieciocho años, que, levantando la cabeza al oír el ruido inusitado, se tiró de la cama viendo al alcaide, y exclamó juntando las manos:
—¡Madre mía! ¡Madre mía!
Tanto dolor expresaba el acento de este joven, que Aramis se estremeció a pesar suyo.
—Mi querido huésped —díjole Baisemeaux sonriendo os traigo una distracción y un extraordinario; una para el espíritu, el otro para el cuerpo; este señor viene a tomar algunas medidas, y aquí tenéis confituras para los postres.
—¡Oh señor! —dijo el joven—. Dejadme solo durante un año, alimentadme de pan y agua, pero decidme que transcurrido un año saldré de aquí y volveré a vera mi madre.
—Pero, querido —dijo Baisemeaux—, os he oído decir que vuestra madre era muy pobre, y que no estabais muy bien alojado en su casa, mientras que aquí, ¡caramba!
—Si es pobre, razón de más para que le vuelvan su sostén; mal alojado, decís; ¡oh!, siempre se está bien cuando uno es libre.
—En fin, ya que decís que no habéis hecho más que ese desgraciado dístico…
—¡Y sin intención alguna, os lo juro! Yo leía a Marcial cuando concebí la idea. ¡Oh!
Que me castiguen, que me corten la mano con que lo escribí, yo trabajaré con la otra; pero que me devuelvan a mi madre.
—Hijo mío —repuso Baisemeaux—, ya sabéis que eso no depende de mí; yo no puedo hacer más que aumentaros un bizcocho entre dos platos.
—¡Dios mío! —exclamó el joven echándose a rodar por el suelo. Incapaz Aramis de soportar por más tiempo aquella escena, se retiró al descansillo.
—¡Infeliz! —murmuró en tono bajo.
—¡Oh! Sí, señor, muy desgraciado; pero la culpa es de sus padres.
—¡Cómo!
—Sin duda… ¿Por qué le han hecho aprender latín? Ya veis que la mucha ciencia perjudica; yo no sé leer ni escribir… y por eso no estoy en prisión.
Aramis miró a aquel hombre, que llamaba no estar en prisión ser carcelero de la Bastilla.
En cuanto a Baisemeaux, viendo el poco efecto de sus consejos y de su vino de Oporto, salió todo turbado.
—¡Eh; eh! ¡La puerta, la puerta! —dijo el carcelero—. Os olvidáis de cerrar la, puerta.
—Es cierto —dijo Baisemeaux—. Toma, ahí tienes las llaves.
—Yo pediré el perdón de ese niño —dijo Aramis.
—Y si no lo alcanzáis —dijo Baisemeaux—; pedid por lo menos que lo eleven a diez libras, con lo cual ganaremos los dos.
—Si el otro preso llama también a su madre, prefiero no entrar, y tomaré desde fuera las medidas convenientes.
—¡Oh! No tengáis miedo, señor arquitecto —dijo el carcelero—; éste es dulce como un cordero; para llamar a su madre sería preciso que hablase, y no habla nunca.
—Vamos, entonces —dijo Aramis sordamente.
—¿Sois arquitecto de las cárceles? —dijo el llavero.
—¿Y no estáis acostumbrado a estas cosas? ¡Es sorprendente! Aramis comprendió que para no inspirar sospechas era preciso ejercitar todas sus fuerzas. Baisemeaux abrió la puerta y dijo al llavero:
—¡Quédate fuera, y aguárdanos abajo!
El hombre obedeció, y se retiró. Entonces se vio, entre la luz que entraba por la ventana enrejada de la sala, a un hermoso joven, de pequeña estatura, pelo corto y barba ya naciente; estaba sentado en un escabel, con el codo en un sillón que le servía de apoyo.
Su traje, echado sobre la cama, era de fino terciopelo negro, y él aspiraba el aire fresco que penetraba en su pecho cubierto con una camisa de la mejor batista.
Cuando el alcaide entró, el joven volvió la cabeza con un movimiento lleno de abandono, y al reconocer a Baisemeaux se levantó y saludó cortésmente.
Pero, cuando sus ojos volviéronse hacia Aramis, que estaba en la sombra éste se estremeció; palideció, y el sombrero que tenía en la mano se le escapó, como si todos sus músculos se hubieran distendido a la vez.
Habituado Baisemeaux a la presencia de su prisionero, parecía no participar de ninguna de las sensaciones de Aramis; depositó sobre la mesa el pastel y los cangrejos, como hubiera podido hacer el más celoso servidor. Así ocupado, no advirtió la turbación de su huésped.
Al terminar, dijo al joven preso:
—Buena cara tenéis. ¿Cómo va?
—Muy bien, gracias —respondió el joven.
Aquella voz trastornó a Aramis. A pesar suyo avanzó un paso, con labios trémulos. Fue tan visible este movimiento, que no pudo escapar a Baisemeaux.
—He aquí un arquitecto que va a examinar la chimenea —dijo el alcaide—. ¿Echa humo?
—Nunca, señor.
—Decíais que no podía ser feliz un preso —dijo Baisemeaux, frotándose las manos—, sin embargo, aquí hay uno que lo es, y que no se queja. ¿Es cierto?
—Nunca.
—¡No os aburrís! —dijo Aramis.
—Nunca.
—¿Qué tal? —dijo Baisemeaux—. ¿Tenía yo razón?
—¡Toma! ¡Qué queréis, mi querido alcaide, menester es rendirse a la evidencia! ¿Se permite hacerle preguntas?
—Cuantas queráis.
—Pues, hacedme el favor de preguntarle si sabe por qué está aquí.
—El señor me encarga os pregunte —dijo Baisemeaux— si conocéis la causa de vuestra detención.
—No, señor —dijo el joven—; no la conozco.
—¡Es imposible! —dijo Aramis—. Si la ignorarais, estaríais furioso.
—Lo estuve en los primeros días.
—¿Por qué no ya?
—Porque he reflexionado.
—¡Es extraño! —murmuró Aramis.
—¿No es verdad que es sorprendente? —dijo Baisemeaux.
—¿Y en qué habéis reflexionado? —preguntó Aramis—. ¿Puede saberse?
—En que no habiendo hecho ningún crimen, Dios no puede castigarte.
—Pero ¿qué es la prisión —preguntó Aramis— sino un castigo?
—¡Ay! —dijo el joven—. Yo no sé; todo cuanto puedo deciros es que es todo lo contrario de lo que yo temía hace siete años.
—Al oíros y ver vuestra resignación, está uno tentado a creer que amáis la cárcel.
—La soporto.
—¿Con la certeza de ser libre algún día?
—No tengo certeza, señor; esperanza, nada más; y no obstante, cada día, lo confieso, se pierde esa esperanza.
—¿Y por qué no habéis de ser libre, habiéndolo sido ya?
—Esa es precisamente la razón que me impide esperar la libertad —respondió el joven—. ¿Por qué me habían de encarcelar teniendo intención de dejarme libre más tarde?
—¿Qué edad tenéis?
—No sé.
—¿Cómo os llamáis?
—He olvidado el nombre que me daban.
—¿Vuestros padres?
—Nunca los he conocido.
—Pero ¿y a los que os han criado?
—No me llamaban más que hijo.
—¿Amabais a alguien antes de venir aquí?
—A mi nodriza y a mis flores.
—¿Es eso todo?
—También amaba a mi criado.
—¿Echáis de menos esa nodriza y ese criado?
—Mucho lloré cuando fallecieron.
—¿Murieron antes o después de encerraros?
—La víspera del día en que me robaron.
—¿Los dos a un tiempo?
—Los dos a un tiempo.
—¿Y cómo os robaron?
—Un hombre llegó en busca mía, me hizo subir en una carroza, y me condujo aquí.
—¿Reconoceríais a ese hombre?
—Llevaba una máscara.
—¿No es extraordinaria esta historia? —dijo en voz baja Baisemeaux a Aramis.
Este apenas podía respirar.
—Sí, extraordinaria —murmuró.
—Pero lo más extraordinario todavía es que jamás me ha dicho tanto como a vos ahora.
—Quizá será porque no le habéis preguntado —dijo Aramis.
—Es posible; yo no soy curioso —respondió el alcaide—. Por lo demás, ya veis qué hermosa es la sala, ¿no?
—Muy hermosa.
—Una alfombra…
—Soberbia.
—Apuesto a que no tenía otra semejante antes de venir aquí.
—Lo creo.
Luego, volviéndose hacia el joven:
—¿No recordáis haber sido visitado nunca por alguien? —preguntó Aramis.
—¡Oh! Sí tal; tres veces por una mujer, que cada vez se paraba en coche a la puerta, y entraba cubierta con un velo que nunca alzó sino cuando estábamos solos y encerrados.
—¿Y os acordáis de esa mujer?
—Sí.
—¿Qué os decía?
—Me preguntaba lo mismo que vos; si era dichoso y si me aburría.
—¿Y cuando llegaba o se marchaba?
—Me cogía en sus brazos y me estrechaba contra su pecho.
—¿La recordáis?
—Perfectamente.
—Digo si recordáis bien las facciones de su semblante.
—Sí.
—Luego la reconoceríais si la casualidad os la pusiere delante u os condujese a ella…
—¡Oh! Ciertamente que sí.
Un relámpago de satisfacción pasó por la frente de Aramis.
En aquel momento oyó Baisemeaux al llavero que subía.
—¿Queréis que salgamos? —preguntó vivamente a Aramis. Probablemente, ya sabía éste todo lo que quería saber.
—Cuando gustéis —dijo.
El joven violes disponerse a salir, y les saludó cortésmente. Baisemeaux respondió con una simple inclinación de cabeza. Aramis, teniendo respeto a la desgracia, saludó profundamente al prisionero. Salieron. Baisemeaux cerró la puerta.
—Y bien —preguntó Baisemeaux en la escalera—, ¿qué decís de todo esto?
—He descubierto el secreto, mi querido alcaide.
—¡Bah! ¿Y qué secreto es ése?
—En aquella casa se cometió un asesinato.
—¡Vamos!
—¿Os olvidáis de la nodriza y el criado muertos el mismo día?
—¿Y qué?
—Veneno.
—¡Ah! ¡Ah!
—¿Qué decís?
—Que podría muy bien ser cierto. ¡Qué! ¿Sería un asesino este joven?
—¿Y quién os dice eso? ¿Cómo queréis que el pobre niño sea un asesino?
—Eso es lo que yo decía.
—El crimen se cometió en su casa; eso basta; quizá vio él a los criminales y temen que hable.
—¡Demonio! ¡Si yo supiera eso!
—Redoblaría la vigilancia.
—¡Oh! No tiene la menor traza de querer evadirse.
—¡Oh! No conocéis a los presos.
—¿Tiene libros?
—Nunca; prohibición absoluta de dárselos.
—¿Absoluta?
—De puño y letra del señor Mazarino.
—¿Y tenéis esa nota?
—Sí, monseñor. ¿Queréis verla al ir a recoger vuestra capa?
—Con mucho gusto; soy muy aficionado a los autógrafos.
—Este es de una certidumbre absoluta, sólo tiene una tachadura.
—¡Ah! ¡Una tachadura! ¿Y con qué propósito?
—Por una cifra.
—¿Una cifra?
—Sí; primero decía: «Pensión de 50 libras».
—Como los príncipes de la sangre, ¿eh?
—Mas el cardenal vería que se equivocaba y tachó el cero, poniendo un 1 delante del 5, pero, a propósito…
¿Qué?
—No habláis del parecido.
—No hablo, querido señor Baisemeaux, por una razón muy sencilla; no hablo porque no existe.
—¡Oh! ¿Qué decís?
—Oh, que si existe está en vuestra imaginación; y aunque existiera, me parece que haríais muy bien en no hablar de ella.
—¡Verdaderamente!
—Ya comprenderéis que el rey Luis XIV os aborrecería mortalmente si supiera que contribuíais a extender el rumor de que uno de sus súbditos tiene la audacia de parecérsele.
—¡Es verdad, es verdad! —dijo Baisemeaux todo asustado—; pero yo no he hablado de la cosa sino con vos, monseñor, y cuento demasiado con vuestra discreción.
—¡Oh! No tengáis cuidado.
—En fin, ¿queréis ver esa nota? —dijo Baisemeaux.
—Indudablemente.
Charlando así, volvieron; Baisemeaux sacó del armario un registro particular, igual al que ya había visto Aramis, pero cerrado con una cerradura.
La llave que la abría formaba parte de un manojillo que llevaba siempre consigo Baisemeaux.
Poniendo el libro sobre la mesa, abrió por la letra M, Y enseñó a Aramis la nota en la columna de las observaciones: «Libros jamás; lienzos de gran finura, trajes escogidos». «Nada de paseo, de cambio de carcelero, de comunicaciones». «Instrumentos de música; autorización para hacerle la vida agradable; 15 libras para alimentación». «El señor Baisemeaux puede reclamar si las 15 libras no le son suficientes».
—Y reclamaré —dijo el alcaide. Aramis cerró el libro.
—Sí —dijo—; reconozco la letra del señor Mazarino. Ahora, mi querido alcaide —continuó como si esta última comunicación hubiera agotado su interés—, pasemos, si gustáis, a nuestros arreglillos.
—¿Qué término deseáis que señale?
—Fijadlo vos mismo.
—No señaléis término; hacedme un reconocimiento liso y llano de ciento cincuenta mil libras.
—¿Exigibles…?
—A mi voluntad; mas ya comprenderéis que yo no querré hasta que vos queráis.
—¡Oh! Estoy tranquilo —dijo Baisemeaux sonriendo—; pero ya os he entregado dos recibos.
—Y por eso los rompo.
Lo cual hizo Aramis después de haberlos mostrado al alcaide. Vencido por tal prueba de confianza, Baisemeaux suscribió sin vacilar una obligación de ciento cincuenta mil libras, reembolsables a voluntad del prelado.
Aramis, que siguió el movimiento de la pluma; por encima del hombro del alcaide, se metió el papel en el bolsillo sin hacer ademán de leerlo, lo cual dio completa tranquilidad a Baisemeaux.
—Ahora —dijo el prelado—, no me querréis mal si os quito algún prisionero, ¿eh?
—¿Cómo es eso?
—Sin duda, logrando su perdón. ¿No os he dicho ya, por ejemplo, que el pobre Seldon me interesaba?
—¡Ah! ¡Es verdad!
—¿Y qué?
—Eso es cosa vuestra; obrad como gustéis. No ignoro que tenéis el brazo largo y la mano ancha.
—¡Adiós, adiós!
Y Aramis salió, llevándose las bendiciones del alcaide.