Capítulo XXIILas cuentas del señor Baisemeaux de Montlezun

Daban las siete en San Pablo cuando Aramis, a caballo y en traje de paisano; es decir, vestido de color, con un cuchillo de caza por toda distinción, pasaba por la calle del Petit-Muse e iba a parar frente a la calle Tournelles, a la puerta del castillo de la Bastilla.

Dos funcionarios la guardaban. No pusieron ninguna dificultad en admitir a Aramis, que entró a caballo como estaba, y lo condujeron a lo largo de un pasadizo por el que se llegaba a la verdadera entrada, esto es, al puente levadizo. El centinela del cuerpo de guardia exterior detuvo a Aramis.

Aramis, con su finura acostumbrada, explicó que la causa que allí lo llevaba era el deseo de hablar al señor Baisemeaux de Montlezun.

El primer centinela llamó al otro, colocado en un puesto interior. Este asomó la cabeza a su tronera, y miró muy atentamente al recién llegado.

Aramis reiteró la expresión de su deseo.

El centinela llamó a un sargento que se paseaba en un patio bastante espacioso, y que, enterado de lo que se trataba, fue en busca de un oficial de la plana mayor del alcaide:

Este último, después de haber oído la petición de Aramis, le rogó que esperase un momento; dio unos pasos, y volvió a preguntarle su nombre.

—No puedo decíroslo, señor —dijo Aramis—. Sabed tan sólo que tengo cosas de tal importancia que comunicar al señor alcaide, que puedo responder de antemano a una; y es que, el señor Baisemeaux quedará encantado de verme. Con tal que le digáis que aquí está la persona a quien espera el 1.º de junio, bastará para que él mismo venga al instante.

El oficial no podía explicarse que un hombre tan importante como el señor alcaide se molestase por otro tan poco importante como parecía ser aquel paisano a caballo.

—Feliz, casualidad, señor. Justamente, el señor alcaide se prepara a salir; ved enganchada su carroza, en el patio de la alcaidía; de suerte que no tendrá necesidad de venir a buscaros, sino que os verá al pasar.

Aramis hizo con la cabeza una señal de asentimiento, porque no quería dar de sí mismo una idea demasiado alta; esperó, pues, con paciencia y en silencio, inclinado sobre los arzones del caballo.

No habían transcurrido diez minutos, cuando se movió la carroza del alcaide, acercándose a la puerta. El alcaide salió y montó en el carruaje.

Entonces se hizo la misma ceremonia para el señor de la casa que para un extraño sospechoso; el centinela del puesto se adelantó en el mismo momento en que la carroza iba a pasar bajo la bóveda, y el alcaide abrió la portezuela para obedecer el primero la consigna.

De este modo pudo convencerse el soldado de que nadie salía fraudulentamente de la Bastilla.

La carroza rodó bajo la bóveda, pero, en el instante en que se abría la verja, el oficial se acercó a la carroza, detenida por segunda vez, y dijo unas palabras al alcaide. Este sacó entonces la cabeza por la portezuela y vio a Aramis a caballo en la extremidad del puente levadizo.

Al instante dio un grito de alegría, y salió, o mejor, se lanzó de la carroza, corriendo a estrechar las manos de Aramis, dándole mil excusas. Poco faltó para que se las besase.

—¡Qué de impedimentos para entrar en la Bastilla, señor alcaide! ¿Pasa lo mismo para aquellos a quienes envían contra su voluntad, como para los que vienen voluntariamente?

—¡Perdón, perdón! ¡Ah, monseñor! ¡Qué alegría tengo en ver a Su Ilustrísima!

—¡Chito! ¿En eso pensáis, amigo Baisemeaux? ¿Qué queréis que se piense al ver a un obispo en el traje en que estoy?

—¡Ah! Perdón, no pensaba en eso. El caballo de este señor a la cuadra —gritó Baisemeaux.

—¡No, no —dijo Aramis—, cáspita!

—¿Por qué?

—Porque hay cinco mil doblones en el portamanteo.

El semblante del alcaide se puso tan radiante, que si lo hubiesen visto los presos habrían podido, creer que le enviaban algún príncipe de la sangre.

—Sí, tenéis razón; a la alcaldía el caballo. ¿Queréis que subamos en el coche para ir hasta allí?

—¡En coche para atravesar un patio…! ¿Me creéis tan flojo? No, a pie, señor alcaide, a pie.

Entonces le ofreció Baisemeaux su brazo como apoyo; pero el prelado no hizo uso de él. De este modo llegaron a la alcaldía, Baisemeaux frotándose las manos y mirando a hurtadillas el caballo, y Aramis contemplando las murallas negras y desnudas.

Un vestíbulo muy espacioso y una escalera recta de piedras blancas, conducían a las habitaciones de Baisemeaux.

Este atravesó la antesala y el comedor, donde se disponía el desayuno, abrió una puertecilla oculta, y se encerró con su huésped en un gran gabinete, cuyas ventanas se abrían oblicuamente sobre los patios y las cuadras.

Baisemeaux instaló al obispo con esa obsequiosa urbanidad cuyo secreto sólo conocen un pobre hombre o un hombre agradecido.

Sillón de brazos, cojín bajo los pies, y mesa giratoria para apoyar la mano, todo lo preparó el alcaide.

También colocó sobre aquella mesa, con religioso cuidado, el saco de oro que uno de los soldados había subido con no menos respeto que un cura lleva el Santísimo Sacramento.

El soldado salió. Baisemeaux fue a cerrar la puerta, corrió una cortina de la ventana, y fijó los ojos en Aramis a fin de ver si le faltaba algo.

—Monseñor —dijo sentándose—, continuáis siendo el más fiel de los hombres de palabra.

—En negocios, amigo señor Baisemeaux, la exactitud no es virtud, sino simple deber.

—Sí, ya comprendo; mas éste no es un negocio que hacéis conmigo, monseñor, sino un servicio que me prestáis.

—Vamos; confesad que, a pesar de mi exactitud, habéis estado inquieto.

—Por vuestra salud, sí, ciertamente —balbuceó Baisemeaux.

—Quise venir ayer, pero no pude; estaba muy cansado. Baiserneaux se apresuró a meter otro cojín bajo los riñones de su, huésped.

—Pero —repuso Aramis— me prometí venir a veros hoy muy temprano.

—Sois excelente, monseñor.

—Y no me ha salido bien la diligencia, según creo.

—¿Cómo es eso?

—Sí, ibais a salir. Baisemeaux se encendió.

—En efecto… salía.

—Luego os estorbo.

La turbación de Baisemeaux fue notable.

—Os estorbo —continuó fijando su mirada incisiva sobre el pobre alcaide—. Si hubiera, sabido esto no habría venido.

—¡Ah, monseñor! ¿Cómo podéis creer que me estorbéis nunca?

—Confesad que ibais en busca de dinero.

—No —balbuceó Baisemeaux—, os lo aseguro; iba…

—¡El señor alcaide va a casa del señor Bouquet! —gritó desde abajo la voz del mayor.

Baisemeaux corrió como loco a la ventana.

—¡No, no! —gritó como un desesperado—. ¿Quién diantres habla del señor Fouquet? ¿Están borrachos? ¿Por qué se me incomoda cuando estoy ocupado?

—¿Ibais a casa del señor Fouquet? —preguntó Aramis pellizcándose los labios—. ¿A casa del abate o del superintendente?

Baisemeaux tenía ganas de mentir, pero le faltó valor, y dijo:

—A casa del superintendente.

—Luego teníais necesidad de dinero cuando ibais a casa de quien lo da.

—No tal, monseñor.

—Desconfiáis de mí.

—Monseñor, la sola incertidumbre, la sola ignorancia del lugar en que habitáis…

—¡Oh! Hubieseis tenido dinero en casa del señor Fouquet, que es hombre que tiene la mano abierta.

—Os juro que jamás me hubiera atrevido a pedir dinero al señor Fouquet. Iba a preguntarle vuestra dirección, nada más.

—¿Mi dirección en casa del señor Fouquet? —exclamó Aramis abriendo a pesar suyo los ojos.

—Indudablemente —dijo Baisemeaux turbado por la mirada del obispo—; en casa del señor Fouquet.

—Ningún mal hay en eso, querido Baisemeaux; mas os pregunto, ¿por qué ibais a preguntar mi dirección a casa del señor Fouquet?

—Para escribiros.

—Comprendo —dijo Aramis sonriendo—; pero no es esto lo que yo quería decir; pregunto por qué ibais precisamente a casa del señor Fouquet a preguntar por mi dirección.

—¡Ah! —murmuró Baisemeaux—. Perteneciendo Belle-Île al señor Fouquet…

—¿Y qué?

—Belle-Île, que es de la diócesis de Vannes… y como sois obispo de Vannes…

—¡Querido Baisemeaux!, ya que sabíais que yo era obispo de Vannes, no teníais necesidad de ir a preguntar mi dirección a casa del señor Fouquet.

—En fin, monseñor —dijo Baisemeaux en el mayor aprieto—, ¿he cometido alguna indiscreción? En ese caso, os pido perdón.

—¡Bah! ¿Y en qué había de consistir esa indiscreción? —preguntó tranquilamente Aramis.

Y al mismo tiempo que serenaba su rostro y sonreía al alcaide, Aramis se preguntaba cómo Baisemeaux, que desconocía su dirección, sabía no obstante que Vannes era su residencia.

Yo aclararé esto, dijo para sí. Y enseguida añadió en voz alta:

—Vamos, mi apreciable alcaide, ¿queréis que hagamos nuestras cuentas?

—Estoy a vuestras órdenes, monseñor; pero antes decidme.

¿Qué?

—¿No me haréis el honor de almorzar conmigo, como de costumbre?

—Sí tal; con sumo gusto.

Baisemeaux dio tres golpes en un timbre.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Aramis.

—Que alguien almuerza conmigo, y que obren en consecuencia.

—¡Diantre, y dais tres golpes! Me parece, querido alcaide, que empleáis cumplimientos.

—¡Oh! Es lo menos que puedo hacer.

—¿Y a propósito de qué?

—Porque no existe príncipe que haya hecho por mí lo que vos hacéis.

—Vaya, hablemos de otra cosa. Decidme, ¿hacéis negocio en la Bastilla?

—Ciertamente.

—¿Cuánto de cada preso?

—No mucho.

—¡Diantre!

—El cardenal Mazarino no era bastante duro.

—¡Ah, sí! Nuestro antiguo cardenal necesitaba una alcaidía suspicaz.

—Sí, en tiempo de aquél todo marchaba bien. Aquí hizo su fortuna el hermano de Su Eminencia.

—Creedme, alcaide —dijo Aramis acercándose—, un rey joven vale tanto como un cardenal viejo. La juventud tiene sus desconfianzas, sus cóleras, sus pasiones, como la vejez tiene sus odios, sus precauciones y recelos. ¿Habéis pagado los tres años de beneficios a Louvière y a Tremblay?

—¡Oh! Sí.

—¿De modo que sólo os resta darles las cincuenta mil libras que os traigo?

—Sí.

—Así, ¿no ha habido economías?

—¡Ah, monseñor! Dando cincuenta mil libras a esos señores, os juro que les doy todo lo que gano. Esto era lo que ayer decía al señor de D’Artagnan.

—¡Ah! —exclamó Aramis, cuyos ojos brillaron un instante—. ¿Ayer visteis a D’Artagnan? ¿Y cómo está ese querido amigo?

—Perfectamente.

—¿Y qué era lo que le decíais?

—Le decía —prosiguió el alcaide sin percibir su aturdimiento— que yo alimentaba muy bien a mis presos.

—¿Cuántos tenéis? —preguntó Aramis.

—Sesenta.

—¡Buena cifra!

—¡Ay! En otro tiempo había más de doscientos.

—Al fin, un mínimo de sesenta. No hay mucho de qué quejarse.

—Sin duda, porque a cualquiera otro que no fuese yo, cada uno debía rentar ciento cincuenta doblones.

—¡Ciento cincuenta doblones!

—Sí, calculad: por un príncipe de la sangre, por ejemplo, tengo cincuenta libras cada día.

—Pero no tenéis ningún príncipe de la sangre, supongo —dijo Aramis con un ligero temblor en la voz.

—¡No, gracias a Dios! Es decir, no, desgraciadamente.

—¿Cómo desgraciadamente?

—Sin duda; eso me sería lucrativo.

—Es cierto. Con que un príncipe de la sangre cincuenta libras.

—Sí. Por un mariscal de Francia, treinta y seis libras.

—Pero tampoco tenéis ahora mariscal de Francia, ¿eh?

—¡Ay, no! Cierto es que los tenientes generales y los brigadieres son a veinticuatro libras, pero sólo tengo dos.

—¡Ah! ¡Ah!

—Por tanto, siguen los consejeros del Parlamento, que producen quince libras.

—¿Y cuántos tenéis?

—Cuatro.

—Ignoraba que los consejeros fuesen de tanto provecho —dijo Aramis.

—Sí, pero de quince libras voy a parar inmediatamente a diez.

—¿A diez?

—Sí; por un juez ordinario, por un abogado, por un eclesiástico, diez libras.

—¿Y tenéis siete? ¡Excelente negocio!

—No, malo.

—¿En qué?

—¿Cómo queréis que no trate a esos desgraciados, que al fin son alguna cosa, como a un consejero del Parlamento?

—En efecto, tenéis razón; no veo cinco libras de diferencia entre ellos.

—Ya lo veis; si tengo un buen pescado, siempre lo pago a cuatro o cinco libras; si un buen pollo, me cuesta libra y media; alimento muy bien a los habitantes del corral, pero necesito comprar grano, y no podéis imaginaros el ejército de ratas que tenemos aquí.

—¿Y por qué no le oponéis una media docena de gatos?

—¡Ah! Sí; pero me he visto precisado a renunciar a ellos; juzgad cómo tratarían el grano. He tenido que tomar hurones, que hice venir de Inglaterra, para estrangular las ratas; pero los perros tienen un apetito feroz, y tragan tanto como un prisionero de quinto orden, sin contar con que algunas veces me estrangulan los conejos y los pollos.

¿Escuchaba o no escuchaba Aramis? Nadie hubiese sabido decirlo; sus ojos bajos indicaban al hombre atento, pero su mano inquieta anunciaba al hombre absorto.

Aramis meditaba.

—Os decía, pues —prosiguió Baisemeaux—, que un pollo mediano me costada libra y media, y un buen pescado cuatro libras; en la Bastilla se hacen tres comidas; y, como los presos no tienen ocupación, siempre comen; un hombre de diez libras me cuesta siete y diez sueldos.

—Pero ¿no me decíais que tratabais a los de diez libras como a los de quince?

—Sí.

—Luego os ganáis siete libras y diez sueldos en los de quince libras.

—Es preciso compensar… —dijo Baisemeaux, que comprendió se había dejado coger.

—Tenéis razón, querido alcaide. Pero ¿no tenéis prisioneros de menos de diez libras?

—Ciertamente, los procuradores y los plebeyos.

—¿A cuánto?

—A cinco libras.

—¿Y qué comen?

—¡Vaya! Ya comprenderéis que no se les dará todos los días un pollo asado ni vinos de España a cada comida; pero, en fin, siempre ven un buen plato tres veces a la semana.

—Eso es filantropía, querido alcaide, y debéis arrumaros.

—No; cuando el de quince libras no acaba su pollo o el de diez deja un buen pedazo, se lo envío al de cinco libras; esto es un regalo para el infeliz diablo. ¿Qué queréis? Es preciso ser caritativo.

—¿Y cuánto sacáis de los de cinco libras?

—Treinta sueldos.

—Vamos, sois un hombre honrado.

—Gracias.

—No; lo digo de verdad.

—Gracias, monseñor; pero creo que tenéis razón. ¿Sabéis por qué sufro?

—Pues por los plebeyos y los letrados, tasados en tres libras. Estos no ven muchas veces carpas del Rin ni sollas de la Mancha.

—¿Pues no dejan nada los de cinco libras?

—¡Oh! Monseñor, no soy un ladrón; colmo de honor al plebeyo y al letrado dándole un ala de perdiz, un filete de corzo, un pedazo de pastel trufado, manjares que no han visto jamás sino en sueños; al fin, son los restos de las veinticuatro libras, pero comen, beben y gritan: «¡Viva el rey!», bendiciendo la Bastilla; con dos botellas de un vinillo de Champagne que compro a cinco sueldos, les emborracho todos los domingos. ¡Oh! Me bendicen, echan de menos la prisión cuando salen de ella. ¿Sabéis lo que he notado?

—No, en verdad.

—He notado… ¿Sabéis que éste es un honor para mi casa? Pues bien, he notado que ciertos presos libertados se han hecho encarcelar otra vez inmediatamente. ¿Por qué sería, sino por disfrutar de mi cocina?

Aramis sonrió con aire de duda.

—¿Sonreís?

—Sí.

—Os aseguro que hemos registrado nombres tres veces en el espacio de dos años.

—Necesitaría ver eso para creerlo.

—¡Oh! Puede verse, aunque esté prohibido participar los registros a los extraños.

—Lo creo.

—Pero vos, monseñor, si queréis verlo por vuestros propios ojos… Confieso que me gustaría.

—¡Pues sea!

Baisemeaux abrió un armario y sacó un gran registro.

Aramis lo siguió ávidamente con los ojos.

Baisemeaux volvió, puso el registro sobre la mesa, lo hojeó un instante, y se detuvo en la letra M.

—Aquí tenéis —dijo—; mirad.

—¿Qué?

—Martinier, enero 1659. Martinier, junio 1660. Martinier, marzo 1661; libelos, mazarinadas, etc. Ya comprenderéis, que esto sólo es un pretexto. El compadre iba a denunciarse a sí propio a fin de que lo embastillaran.

—¿Y con qué objeto?

—Con el de volver a comer de mi cocina por tres libras.

—¡Por tres libras! ¡Infeliz!

—Sí, monseñor; el poeta se halla en el último grado, y tiene cocina de plebeyo y de letrado.

Y Aramis volvía maquinalmente las hojas del registro, leyendo sin parecer interesarse por los nombres que leía.

—¡Ah! ¡Seldón! —exclamó de pronto—. Me parece que conozco este nombre. ¿No fuisteis vos quien me habló de un joven…?

—¡Sí, sí! Un pobre diablo de estudiante que hizo… ¿Cómo llamáis a esos dos versos latinos que suenan bien?

—Un dístico.

—Eso es.

—¡Infeliz! ¡Por un dístico! ¡Diablo! ¿Sabéis que el dístico era contra los jesuitas?

—Es igual; el castigo me parece duro.

—El año pasado me parece que os interesasteis por él.

—Sin duda.

—Y como vuestro interés es aquí omnipotente, desde aquel día lo trato como a los de quince libras.

—¿Cómo a éste? —dijo Aramis, que se había detenido en uno de los nombres que seguían al de Martinier.

—Cabalmente, como a ése.

—¿Es un italiano este Marchiali? —preguntó Aramis, señalando con el dedo el nombre que había llamado su atención.

—¡Chito! —murmuró Baisemeaux.

—¡Cómo chito! —dijo Aramis crispando involuntariamente su blanca mano.

—Creo haberos hablado ya de este Marchiali.

—No, esta es la primera vez que oigo pronunciar su nombre.

—Es posible; os habré hablado sin nombrároslo.

—¿Es un viejo pescador? —dijo Aramis tratando de sonreír.

—Por el contrario, es muy joven.

—¡Ah! ¡Ah! ¿Tan grande su crimen?

—¡Imperdonable!

—¿Ha asesinado?

—¡Bah!

—¿Ha incendiado?

—¡Bah!

—¿Ha calumniado?

—¡Bah! Es el que…

Y Baisemeaux acercóse al oído de Aramis; haciendo con sus manos una trompeta acústica.

—Es el que se permite parecerse.

—¡Ah! Sí, sí —dijo Aramis—. Efectivamente, ya me hablasteis el año pasado de él; pero me había parecido tan ligero el crimen.

—¡Ligero!

—O más bien, tan involuntario…

—Monseñor, tal semejanza no se sorprende involuntariamente.

—En fin, lo había olvidado. Pero me parece que nos llaman —observó Aramis— cerrando el registro.

Baisemeaux encerró éste en el armario, y se guardó la llave en el bolsillo.

—¿Queréis que almorcemos, monseñor? Porque, en efecto, nos llaman para almorzar.

—Cuando gustéis, mi querido alcaide.

Y pasaron al comedor.