Capítulo XXIEl juego del rey

Como había dicho D’Artagnan, Fouquet asistía al juego del rey. Parecía que la marcha de Buckingham había vertido un bálsamo sobre, todos los corazones ulcerados la víspera.

Monsieur, radiante, hacía señas afectuosas a su madre.

El conde de Guiche no podía separarse de Buckingham, y al mismo tiempo que jugaba charlaba con él sobre las eventualidades de su viaje.

Buckingham, pensativo y afectuoso como hombre de corazón que ha tomado su partido, oía al conde y dirigía de vez en cuando a Madame una mirada de ternura y de pena.

La princesa, llena de embriaguez, compartía su pensamiento entre el rey, que jugaba con ella, Monsieur, que le gastaba dulces bromas sobre sus enormes ganancias, y Guiche, que demostraba una alegría extravagante. De Buckingham ocupábase ligeramente, pues este fugitivo, este desterrado, no era para ella más que un recuerdo, no un hombre.

Así son los corazones ligeros; entregados, a lo presente, rompen con todo lo que puede trastornar sus cálculos de bienestar egoísta. Madame se hubiese avenido a las sonrisas, gentilezas y suspiros de Buckingham presente; pero ¿a qué suspirar, sonreír y arrodillarse desde lejos? El viento del Estrecho que arrastra a los navíos, ¿dónde lleva los suspiros?

El duque advirtió este cambio, y padeció mortalmente su corazón. Naturaleza delicada, orgullosa y susceptible de profunda adhesión, maldijo el día en que la pasión entrara en su alma.

Las miradas que enviaba a Madame se enfriaron poco a poco al soplo glacial de su pensamiento. Aún no podía despreciar, pero fue bastante fuerte para imponer silencio a los gritos tumultuosos de su corazón.

A medida que Madame adivinaba este cambio, aumentaba su actividad para recobrar la radiación que perdía; su ingenio; tímido e indeciso al principio, se manifestó luego con brillantez; era necesario que a toda costa fuera notada por encima de todos, hasta del mismo rey.

Y lo fue. Las reinas, no obstante su dignidad; el rey, a pesar de los respetos de la etiqueta, fueron eclipsados.

Las reinas, rígidas y envaradas, humanizáronse y rieron. La reina madre se admiró de este brillo que volvía a su raza, gracias al talento de la nieta de Enrique IV.

El rey, celoso como joven y como rey de todas las superioridades que le rodeaban, no pudo menos de rendir las armas a esa petulancia francesa, cuya energía realzaba más el humor inglés.

Los ojos de Madame lanzaban destellos. La alegría se escapaba de sus labios de púrpura, como la persuasión de los labios del viejo Néstor.

Sometida toda la Corte a tales encantos, advertía por primera vez que podían reír delante del rey mas grande del mundo, como gentes dignas de ser llamadas las más delicadas y espirituales de la tierra.

Madame consiguió aquella noche un éxito capaz de aturdir a cualquiera que no hubiese nacido en esas elevadas regiones que se llaman un trono, y que están al abrigo de semejantes vértigos, a pesar de su altura.

Desde aquel instante miró Luis XIV a Madame como un personaje. Buckingham la miró como una coqueta digna de los más crueles tormentos. Guiche, como una divinidad. Los cortesanos, como un astro cuya luz debía convertirse en un foco de favor y de poder.

Sin embargo, unos años antes no se dignó Luis XIV dar la mano para un baile a aquella fea. Sin embargo, Buckingham había adorado aquella coqueta de rodillas. Sin embargo, Guiche había mirado aquella divinidad cómo una mujer. Sin embargo, los cortesanos no habían osado aplaudir a aquel astro por temor de desagradar al rey, a quien en otro tiempo disgustara.

Todo esto pasaba en aquella noche memorable.

La joven reina, aunque española y sobrina de Ana de Austria, adoraba al rey y no sabía disimular.

Ana de Austria, observadora como mujer e imperiosa como reina, sintió el poder de Madame y se inclinó.

Lo que determinó a la joven reina a levantar el sitio y entrar en su habitación.

Apenas fijó el rey la atención en esta salida, a pesar de los afectados síntomas de indisposición que la acompañaban.

Conocedor de las leyes de la etiqueta, que empezaba a introducir como elemento de toda relación, Luis XIV no se emocionó; ofreció la mano a Madame, sin mirar a Monsieur, y condujo a la joven princesa hasta la puerta de su aposento.

Observóse que en el umbral de la puerta, libre Su Majestad de todo obstáculo, o menos fuerte que la situación, dejó escapar un enorme suspiro.

Las mujeres, porque todo lo observan, la señorita de Montalais, por ejemplo, no dejaron de decir a sus compañeras:

—El rey ha suspirado.

—Madame ha suspirado.

Era cierto. Madame había suspirado sin ruido, pero con un acompañamiento más peligroso para el reposo del rey.

Había suspirado cerrando sus encantadores ojos negros, abriéndolos enseguida, y cargados como estaban de indecible tristeza, los había alzado sobre el rey, cuyo rostro estaba visiblemente purpúreo.

Resultaba de este rubor, de estos suspiros y de todo este regio movimiento, que la de Montalais había cometido una indiscreción, y que esta indiscreción había afectado ciertamente a su compañera, porque la señorita de La Vallière, menos perspicaz indudablemente, palideció cuando se ruborizó el rey y entró temblando en el cuarto de Madame sin cuidarse de tomar los guantes, como el ceremonial lo exigía.

Verdad es que esta provinciana podía alegar como excusa la turbación en que la ponía la majestad real. En efecto, la señorita de La Vallière, al cerrar la puerta, había fijado inadvertidamente los ojos en el rey, que iba andando hacia atrás.

El rey entró en la sala de juego, quiso hablar a diversos personajes, pero pudo advertirse que estaba trascordado.

Embrolló diferentes cuentas, de lo que se aprovecharon algunos señores que habían conservado estas costumbres del señor Mazarino: mala memoria, pero buena aritmética.

De modo que Manicamp, personaje distraído si los hubo, y el hombre más honrado del mundo, recogió pura y simplemente veinte mil libras que estaban sobre la mesa y cuya propiedad no parecía legítimamente adquirida por nadie.

Y el señor de Wardes, que tenía la cabeza algo trastornada por los sucesos de la noche, dejó sesenta luises dobles que había ganado al señor de Buckingham, y que éste, incapaz, como su padre, de salir con una moneda en la mano, abandonó al candelero.

El rey no recobró un tanto la atención hasta el momento en que el señor Colbert, que acechaba hacía algunos instantes, se acercó y, muy respetuosamente sin duda, pero con instancia, depositó uno de sus consejos en el oído, todavía aturdido, de Su Majestad.

Luis prestó nueva atención a este consejo, y echando una mirada por la pieza:

—¿No está aquí el señor Fouquet? —dijo.

—Sí tal, Majestad —contestó la voz del superintendente, ocupado con Buckingham.

Y se acercó.

El rey dio un paso hacia el conde con aire negligente.

—Perdón, señor superintendente, si interrumpo vuestra conversación; pero os reclamo siempre que tengo necesidad de vos.

—Mis servicios son siempre del rey.

—Y, sobre todo, vuestra caja —dijo éste riendo con falsedad.

—Mi caja más que nada —contestó fríamente Fouquet.

—Este es el hecho: quiero dar una fiesta en Fontainebleau; Quince días de casa abierta. Necesito…

Y miró oblicuamente a Colbert. Fouquet esperó sin turbarse.

—Unos… —dijo.

—Unos cuatro millones —contestó el rey, respondiendo a la cruel sonrisa de Colbert.

—¿Cuatro millones? —exclamó Fouquet inclinándose profundamente.

Y sus uñas, clavándose en su pecho, hicieron un surco sangriento, sin que la serenidad del rostro se alterase un momento.

—Sí, señor —dijo el rey.

—¿Cuándo, Majestad?

—Toma tiempo… Es decir… no…

—Lo más pronto posible.

—Es necesario tiempo.

—¡Tiempo! —exclamó Colbert triunfante.

—Tiempo para contar los escudos —dijo el superintendente con majestuoso desprecio—; sólo se pesa un millón al día.

—Por tanto, son cuatro días —dijo Colbert.

—¡Oh! —replicó Fouquet dirigiéndose al rey—. Mis dependencias hacen prodigios en servicio de Vuestra Majestad, y la suma estará dispuesta en tres días.

Colbert púsose pálido.

Luis, lo miró, sorprendido. Fouquet se retiró sin orgullo ni humildad, sonriendo a sus numerosos amigos, en cuya sola mirada leía una leal amistad, un interés que llegaba a la compasión.

Era preciso no juzgar a Fouquet por su sonrisa, porque realmente tenía la muerte en el corazón.

Algunas gotas de sangre manchaban, bajo su vestido, la fina tela que cubría su pecho.

El vestido ocultaba la sangre; la sonrisa, la rabia.

Por el modo con que llegó a su carroza adivinaron los criados que el señor no estaba de buen humor; de lo cual resultó que sus órdenes se ejecutaron como las maniobras de un buque de guerra mandadas por un capitán irritado.

La carroza no rodaba, volaba. Apenas tuvo tiempo de concentrarse Fouquet durante el trayecto. Al llegar, subió al cuarto de Aramis.

Aramis no estaba acostado.

En cuanto a Porthos, había comido de una manera gigantesca; luego, se había hecho untar el cuerpo con aceites perfumados; a la manera de los luchadores antiguos, y después se había tendido, entre franelas, en un lecho caliente.

Aramis, envuelto en una bata de terciopelo, escribía cartas y más cartas con esa letra fina y apretada que una página hace un cuarto de volumen.

La puerta se abrió precipitadamente; el superintendente apareció, pálido, agitado, inquieto.

Aramis alzó la cabeza, y dijo:

—Buenas noches, apreciado huésped y su mirada investigadora adivinó toda la tristeza de Bouquet.

—¿Qué tal el juego? —preguntó para entrar en conversación. Fouquet se sentó, y, con un gesto, indicó la puerta al lacayo que le había seguido.

Cuándo éste hubo salido, dijo:

—¡Muy bien!

Y Aramis, que lo seguía con la vista, advirtió que se tiraba sobre los cojines con impaciencia febril.

—¿Habéis perdido como siempre? —preguntó Aramis con la pluma en la mano.

—Más que siempre —contestó Fouquet.

—Pero sabemos que soportáis bien las pérdidas.

—A veces.

—¡Bien! ¿El señor Fouquet, mal jugador?

—Hay juegos y juegos, señor de Herblay.

—¿Y cuánto habéis perdido, monseñor? —preguntó Aramis con cierta inquietud.

Fouquet se recogió un instante para componer su voz, y dijo sin emoción alguna.

—La velada me cuesta cuatro millones.

Y una risa amarga se perdió en la última vibración de estas palabras.

Aramis no esperaba tal cifra, y dejó caer la pluma.

—¡Cuatro millones! —dijo—. ¿Habéis jugado cuatro millones? ¡Imposible!

—El señor Colbert llevaba mis cartas —respondió Fouquet con la misma siniestra risa.

—¡Ah! Comprendo ahora, monseñor. ¿Y hay que recurrir a los fondos?

—Sí, querido.

—¿Para el rey?

—Sí.

—¡Diablo!

—¿Qué pensáis de esto?

—¡Diantre! Pienso que quieren arruinaros; es claro.

—Siempre es ese vuestro parecer.

—Siempre; y no hay que sorprenderse, pues era lo que teníamos previsto.

—Corriente; pero no esperaba yo lo de los cuatro millones.

—Verdad que la suma es fuerte, pero, en fin, cuatro millones no son la muerte de un hombre, sobre todo cuando este hombre se llama Fouquet.

—Si conocieseis el fondo de la caja, estaríais menos tranquilo.

—¿Y habéis prometido?

—¿Qué queríais que hiciese?

—Es cierto.

—¡El día que yo niegue, Colbert encontrará, y estaré perdido!

—Incontestablemente: ¿Y para cuándo habéis prometido esos millones?

—Para dentro de tres días. El rey parece muy necesitado.

—¡Tres días!

—¡Oh! —repuso Fouquet—. Cuando se piensa que ahora mismo, al pasar por la calle, gritaba la gente: «Ahí va el rico señor Fouquet», es cosa de perder la cabeza, querido Herblay.

—¡No, monseñor, alto ahí! La cosa no vale la pena —dijo flemáticamente Aramis, echando polvos sobre la carta que acababa de escribir.

—¡Pues dadme un remedio, un remedio para ese mal sin remedio!

—No hay más que uno: pagad.

—¡Si apenas tengo esa cantidad! Todo debe estar agotado; se ha pagado Belle-Île; se ha pagado la pensión… Desde las requisitorias de los arrendadores de rentas y contribuciones, el dinero es raro. Admitiendo que se pague esta vez, ¿cómo se pagará otra? Porque, no lo dudéis, cuando los reyes han gustado el dinero, son como los tigres cuando han probado la carne: ¡devoran! Algún día será preciso que diga: «¡Imposible, Majestad!».

¡Y ese día estoy perdido!

—Un hombre de vuestra posición, monseñor; sólo se pierde cuando quiere.

—¡Bah! Bastante luché en mi juventud con el cardenal Richelieu, que era el rey de Francia… ¿Tengo, por ventura, armas, tropas, tesoros? ¡Ya la Belle-Île siquiera! ¡Bah!

La necesidad es madre de la invención, y cuando todo lo creáis perdido…

—¿Qué?

—Se descubrirá algo inesperado que os salvará.

—¿Y quién descubrirá esa maravilla?

—Vos.

—¡Yo! Presento la dimisión de inventor.

—Entonces, yo.

—Bien; poned mano a la obra sin tardanza.

—Tenemos tiempo.

—Me matáis con vuestra flema, Herblay —repuso el superintendente, limpiándose el sudor.

—¿No os acordáis de lo que os dije un día?

—¿Qué me dijisteis?

—Que no os inquietarais si teníais valor. ¿Lo tenéis?

—Así creo.

—Pues no os inquietéis.

—¿Luego vendréis en mi auxilio en el momento supremo?

—Eso no será más que devolveros lo que os debo, monseñor.

—El oficio de los financieros es adelantarse a las necesidades de los hombres como vos.

—Si la cortesanía es el oficio de los financieros, la caridad es la virtud de las gentes de Iglesia. Tranquilizaos, y en el último momento veremos.

—Entonces, veremos muy pronto.

—Ahora, permitidme os manifieste que personalmente siento mucho estéis tan escaso de dinero.

—¿Por qué?

—Porque iba a solicitaros…

—¿Para vos?

—Para mí o para los míos; para los míos o para los nuestros.

—¿Qué cantidad?

—¡Oh, tranquilizaos! Una bonita cantidad, verdad es, mas poco exorbitante.

—¡Decid la cifra! Cincuenta mil libras.

—¡Una miseria!

—¿De veras?

—Sin duda; siempre se tienen cincuenta mil liras. ¡Ah! ¿Por qué ese tuno de Colbert no se contenta como vos, y me causaría menos pena? ¿Y cuándo necesitáis esa cantidad?

—Mañana temprano.

—Bien, y…

—¡Ah! ¿Su destino queréis decir?

—No, caballero; no necesito —explicación.

—Sí tal; mañana es 1.º de junio.

—¿Y qué?

—Vencimiento de una de nuestras obligaciones.

—¿Tenemos obligaciones?

—Indudablemente, mañana pagamos nuestro último tercio.

—¿Qué tercio?

—El de las ciento cincuenta mil libras de Baisemeaux.

—¡Baisemeaux! ¿Quién es?

—El alcalde de la Bastilla.

—¡Ah! Es cierto; me hacéis pagar, ciento cincuenta mil libras por ese hombre.

—¡Vamos!

—Pero ¿por qué?

—Por su destino, que he comprado, o mejor dicho, que nosotros hemos comprado a Louvière y Tremblay.

—Todo eso está muy vago en mi cabeza.

—Lo concibo. ¡Tenéis tantos asuntos! Sin embargo, no creo que haya ninguno más importante que éste.

—Decidme, pues, con qué objeto hemos comprado ese destino.

—Con el de ser útil.

—¡Ah!

—Primeramente a él. ¿Y después?

—A nosotros.

—¡A nosotros…! ¿Os burláis?

—Señor, hay tiempos en que un alcaide de la Bastilla es un buen conocimiento.

—Tengo la dicha de no comprenderos.

—Monseñor, tenemos nuestros poetas, nuestro ingeniero, nuestro arquitecto, nuestros músicos, nuestro impresor, nuestros pintores; y necesitábamos nuestro alcaide de la Bastilla.

—¡Ah! ¿Creéis…?

—No nos hagamos ilusiones, monseñor. Estamos muy expuestos a ir a la Bastilla, querido señor Fouquet —añadió el prelado enseñando aquellos hermosos dientes, tan adorados treinta años antes por María Michón.

—¿Y suponéis que no es demasiado esa suma, Herblay?

—Día vendrá en que reconoceréis vuestro error.

—Mi querido Herblay; el día en que se entra en la Bastilla, no está uno protegido más por el pasado.

—Sí tal, si las obligaciones suscritas están en regla no lo dudéis, ese excelente Baisemeaux no tiene corazón de cortesano. Estoy seguro que me conservará reconocimiento por ese dinero; sin contar, señor, con que guardo yo los títulos.

—¡Qué demonio de negocio! ¡Usura en materia de beneficencia!

—Monseñor, no os mezcléis en esto; si hay usura, yo sólo la hago y la aprovechamos los dos.

—¡Qué intriga, Herblay…!

—No lo niego.

—Y Baisemeaux cómplice.

—¿Por qué no? Peores los hay: ¿De modo que puedo contar mañana con las cincuenta mil libras?

—¿Las deseáis esta noche?

—Mejor será, porque quiero salir temprano, y ese pobre Baisemeaux, que no sabe lo que ha sido de mí, estará sobre ascuas.

—Tendréis la cantidad dentro de una hora. ¡Ah, Herblay! El interés de vuestras ciento cincuenta mil libras no pagará jamás mis cuatro millones —dijo Fouquet levantándose.

—¿Por qué no, monseñor?

—Buenas noches, tengo que hacer con los dependientes antes de acostarme.

—Buenas noches, monseñor.

—Me deseáis un imposible, Herblay.

—¿Tendré las cincuenta mil libras esta noche?

—Seguramente.

—Pues, dormid descuidado, os lo digo yo.

—¡Buenas noches, monseñor!

No obstante el tono de seguridad con que dijo estas palabras, Fouquet salió moviendo la cabeza y dando un suspiro.