Capítulo XIXMultitud de estocadas en el vacío

Raúl encontró a Guiche conversando con Wardes y Manicamp. Wardes, después de la aventura pasada; trataba a Raúl como a un desconocido.

Hubiérase dicho que nada había pasado entre ellos y demostraban no conocerse.

Raúl entró, y Guiche le salió al encuentro.

Al estrechar Raúl la mano de su amigo, dirigió una mirada rápida a los dos jóvenes; esperaba leer en el rostro lo que se agitaba en su ánimo. Wardes estaba impenetrable.

Manicamp parecía absorto en la contemplación de un adorno de su traje.

Guiche condujo a Raúl a un gabinete inmediato y le hizo sentar.

—¡Qué buena cara tienes! —murmuró.

—Pues, es raro —respondió Raúl—, porque estoy muy poco alegre. Te pasa lo que a mí, ¿verdad? Mal va el amor.

—Me alegro, conde, la peor noticia, la que más pudiera apenarme, sería una buena noticia.

Entonces no te aflijas, porque no sólo soy muy desdichado, sino que también veo gentes felices en derredor mío.

—He aquí una cosa que no comprendo —respondió Raúl—; explícate, amigo.

—Verás. En vano he combatido el sentimiento que tú has visto nacer, crecer y apoderarse de mí; a un tiempo he apelado a todos los buenos consejos y a toda mi fuerza; he considerado bien la desgracia en que me comprometía, la he sondeado, y sé que es un abismo; pero no importa, seguiré mi camino.

—¡Insensato! No puedes dar un paso más sin querer hoy la ruina, mañana la muerte.

—¡Suceda lo que quiera!

—¡Guiche!

—Todas las reflexiones están ya hechas.

—¡Oh! ¿Crees lograr… crees que te amará Madame?

—Yo no creo nada, espero, porque la esperanza está en el hombre, y vive hasta la tumba.

—Admito que alcances esa felicidad que esperas; en ese caso, estás más seguramente perdido que si no la tienes.

—Te ruego que no me interrumpas Raúl; tú no me has de convencer, porque te digo de antemano que no quiero ser convencido. De tal modo he avanzado, que ya no puedo retroceder; tanto he sufrido, que la muerte me parecería un beneficio. No sólo estoy enamorado hasta el delirio, sino también celoso hasta el furor.

Raúl hizo un movimiento de ira, diciendo:

—¡Bien!

—Bien o mal, poco importa. Mira lo que reclamo de ti, de mi amigo, de mi hermano. Tres días hace que Madame anda embriagada en fiestas. El primero no me atreví a mirarla, pues la odiaba porque no era tan infeliz como yo. Al día siguiente ya no pude perderla de vista, y, por su parte… me parece que me miró, si no con algo de piedad, al menos con alguna dulzura. Pero entre sus miradas y las mías viene a interponerse una sombra; la sonrisa de otro provoca la suya. Al lado de su caballo galopa constantemente otro que no es el mío; en su oído vibra incesantemente una voz cariñosa que no es la mía. Raúl, hace tres días que mi cabeza arde y que corre fuego por mis venas. Es necesario que yo deshaga esa sombra, que apague esa sonrisa, que sofoque esa voz.

—¿Quieres matar a Monsieur? —exclamó Raúl.

—¡Ah, no! No estoy celoso de Monsieur; no estoy celoso del marido; estoy celoso del amante.

—¡Del amante!

—Pero ¿no lo has notado, tú que eres tan penetrante?

—¿Estás celoso de milord Buckingham?

—¡Hasta morir! ¡Oh! Está vez la cosa será fácil de arreglar entre nosotros; tengo la delantera, y le he enviado un billete.

—¿Eres tú quien le ha escrito? ¿Cómo lo sabes?

—Porque él me lo ha hecho saber. Mira.

Y dio a Guiche la carta recibida casi al mismo tiempo que la suya. Guiche la leyó con avidez, y dijo:

—Es un hombre intrépido y, sobre todo, galante.

—Ciertamente que el duque es un hombre galante; por supuesto que tú le habrás escrito en tan buenos términos.

—Te enseñará mi epístola cuando vayas a verlo de mi parte. Pero eso es casi imposible.

—¿Qué?

—Que yo vaya a verlo.

—¿Cómo?

—El duque me consulta y tú también.

—¡Oh! Creo que me darás la preferencia. Oye lo que te suplico digas a Su Gracia… Es muy sencillo… Uno de estos días, mañana, pasado, cuando le convenga, quiero, encontrarlo en Vincennes.

—Reflexiona.

—Me parece haberte dicho que ya están hechas las reflexiones.

—El duque es extranjero; tiene una misión que lo hace inviolable… y Vincennes se halla muy cerca de la Bastilla.

—Las consecuencias serán para mí…

—Mas… ¿y la razón de ese encuentro?

—¿Qué razón quieres que le dé?

—Él no te la preguntará; está tranquilo… El duque debe hallarse tan cansado de mí como yo de él, y debe odiarme tanto como yo le odio. Te suplico, pues, que vayas a verle, y, si es necesario que yo le suplique para que acepte mi proposición, le suplicaré.

—Es inútil… El duque me ha prevenido que quería hablarme… Ahora estará jugando con el rey… Vamos allá los dos. Yo lo llamaré a la galería; tú estarás apartado y bastarán dos palabras.

—Está bien. Voy a llevarme a Wardes a fin de que me sirva de continencia.

—¿Y por qué no a Manicamp? Wardes se reunirá a nosotros, aunque lo dejemos aquí.

—Es verdad.

—¿No sabe nada?

—¡Oh! Nada absolutamente. ¿Conque seguís indispuesto?

—¿No te ha dicho nada?

—No.

—No me gusta ese hombre, y, como jamás me ha gustado, resulta de esta antipatía que no estoy ahora más frío con él que lo estaba ayer.

—Vamos, pues.

Los cuatro bajaron y fueron conducidos en la carroza de Guiche al Palacio Real.

Durante el camino pensaba Raúl que, siendo el único depositario de ambos secretos, podría concluir una conciliación entre las dos partes.

Sabía que era influyente con Buckingham, y conocía su ascendiente sobre Guiche; de modo que no le parecían desesperadas las cosas.

Al llegar a la resplandeciente galería, donde las mujeres más hermosas e ilustres de la Corte agitábanse como astros en su atmósfera de llamas, Raúl no pudo menos de olvidarse un instante de Guiche para mirar a Luisa, que en medio de sus compañeras; semejante a una paloma fascinada, devoraba con los ojos el regio círculo, deslumbrante de oro y pedrería.

Los hombrees permanecían de pie; sólo el rey estaba sentado. Raúl distinguió a Buckingham. Estaba a diez pasos de Monsieur, en un grupo de franceses y de ingleses, que admiraban el aire arrogante de su persona y la incomparable magnificencia de sus vestidos. Algunos de los viejos cortesanos acordábanse de haber visto a su padre, y este recuerdo no cedía en perjuicio del hijo.

Buckingham charlaba con Fouquet. Fouquet le hablaba en voz alta de Belle-Île.

—No puedo acercarme a él en este instante —dijo Raúl. Aprovecha la primera ocasión y acaba pronto.

—Mira, aquí está nuestro salvador —dijo Raúl apercibiendo a D’Artagnan, que, con su hermoso vestido nuevo de capitán de mosqueteros, acababa de hacer en la galería una entrada de conquistador.

Y se dirigió hacia él.

—El conde de la Fère os buscaba, caballero —dijo Raúl.

—Sí —contestó D’Artagnan—, ahora le dejé.

—Creí haber entendido que debíais pasar con él parte de la noche.

—Tenemos cita para volvernos a ver.

Y al mismo tiempo que contestaba a Raúl, las distraídas miradas de D’Artagnan vagaban de derecha a izquierda, como quien busca algo.

De pronto quedaron fijos sus ojos, como los del águila que percibe una presa.

Raúl siguió la dirección de aquella mirada, y vio que de Guiche y D’Artagnan se saludaban; mas no pudo distinguir a quién se dirigía aquella mirada tan curiosa y tan fiera del capitán.

—Señor caballero —dijo Raúl—, sólo vos podéis hacerme un servicio.

—¿Cuál, mi querido vizconde?

—Se trata de ir a incomodar al señor de Buckingham, a quien tengo que decir algunas palabras; y como está hablando con el señor de Fouquet, ya comprenderéis que no soy yo quien puede interrumpir su conversación.

—¡Ah! ¿El señor de Fouquet está ahí? —preguntó D’Artagnan.

—Miradlo allí.

—¿Y supones que tengo yo más derechos que tú?

—Sois hombre más considerable…

—¡Ah! Es verdad, soy capitán de los mosqueteros; pero como hace tanto tiempo que me ofrecieron esta plaza y tan poco que la tengo, siempre olvido mi dignidad.

—¿Conque me haréis ese favor?

—¡El señor Fouquet, diablo!

—¿Tenéis algo contra, él?

—No; antes bien sería él quien tuviese algo contra mí; pero, al fin, como será preciso que un día u otro…

—Ahora creo que os mira. ¿O será a otro?

—No; es a mí a quien hace ese honor.

—Entonces, ésta es la ocasión.

—¿Crees?

—¡Vamos, por favor! Voy allá.

Guiche no perdía de vista a Raúl; éste le hizo seña de que todo estaba dispuesto.

D’Artagnan se fue derecho al grupo y saludó cortésmente a todos.

—Bienvenido, caballero D’Artagnan. Hablábamos de Belle-Île —dijo el señor Fouquet con esa práctica del mundo y esa ciencia de la mirada que exigen la mitad de la vida para ser aprendidas y a la cual no llegan jamás ciertas gentes a pesar de sus estudios.

—¿De Belle-Île-en-Mer? ¡Ah!

D’Artagnan.

—Creo que es vuestra, señor Fouquet.

—Acaba de decirme que la ha regalado a Su Majestad —dijo Buckingham—. Servidor, señor de D’Artagnan.

—¿Conocéis a Belle-Île, caballero? —preguntó Fouquet al mosquetero.

—Una sola vez he estado —contestó D’Artagnan con galantería.

—¿Mucho tiempo?

—Un día escaso, monseñor.

—¿Y habéis visto…?

—Todo cuanto se puede ver en un día.

—Un día es mucho para vuestra mirada, caballero.

D’Artagnan se inclinó.

Al mismo tiempo Raúl hacía señas a Buckingham.

—Señor superintendente —dijo éste—, os dejo al capitán, que entiende más que yo de baluartes, escarpas y contraescarpas, y voy a ver a un amigo que me hace señas. Ya disimularéis…

Buckingham se destacó del grupo y acercóse a Raúl, deteniéndose un instante junto a la mesa en que jugaban la reina madre, la reina y el rey.

—Vamos, Raúl —dijo Guiche—; acaba pronto.

El duque, después de haber cumplimentado a Madame, seguía hacia Raúl.

Estaba de tal manera combinada la maniobra, que el encuentro de los dos jóvenes había de tener lugar entre el grupo del juego y la galería, donde paseaban, charlando, algunos graves caballeros.

Mas, en el momento en que las dos líneas iban a unirse, fueron cortadas por un tercero.

Era Monsieur, que avanzaba hacia el duque de Buckingham. Monsieur llevaba en sus rosados labios la más encantadora sonrisa.

—¡Dios mío! —dijo con afectuosa cortesía—. ¿Qué acaban de decirme, mi querido duque?

Buckingham se volvió pues, no había visto llegar a Monsieur; estremecióse y una leve palidez se extendió por sus mejillas.

—Señor —preguntó—, ¿qué han dicho a Vuestra Alteza que tanto le sorprende?

—Una cosa que me desespera —dijo el príncipe—; una cosa que será un duelo para toda la Corte.

—¡Ah! Muy bondadoso es Vuestra Alteza —dijo Buckingham—, porque veo que quiere hablar de mi marcha.

—Justamente.

—¡Ay, señor! Habiendo estado en París cinco o seis días apenas, el duelo será únicamente para mí.

Guiche oyó estas palabras desde el sitio en que estaba, y se estremeció.

—¡Su marcha! —murmuró—. ¿Qué está diciendo?

Felipe continuó en el mismo tono:

—No ignoro que el rey de la Gran Bretaña os llama, caballero; sé que Su Majestad Carlos II no puede pasar sin vos; pero que os perdamos sin sentimiento es cosa que no puede comprenderse; recibid, pues, la expresión de los míos.

—Señor —dijo el duque—, creed que si yo dejo la Corte de Francia…

—Es porque os llaman, ya lo sé; pero en fin, si creéis que mi deseo sea de algún peso para con el rey, me ofrezco a rogar a Su Majestad Carlos II que os deje con nosotros algún tiempo más.

—Me abruma tanta bondad, señor; pero he recibido órdenes terminantes. Mi permanencia en Francia era limitada, y yo la he prolongado a riesgo de disgustar a mi soberano. Sólo ahora recuerdo que ha cuatro días debí haber marchado.

—¡Oh! —murmuró Monsieur.

—Sí —añadió Buckingham alzando la voz de modo que fuese oída por las princesas—; pero yo me parezco a aquel hombre del Oriente que durante muchos días, estuvo loco por haber tenido un hermoso sueño, y que, una buena mañana, se despertó curado, es decir, razonable. La corte de Francia produce una embriaguez que puede asemejarse a ese sueño; pero al fin despierta uno, y se marcha. No podría, por tanto, prolongar aquí, mi estancia, como Vuestra Alteza tenía a bien pedirme.

—¿Y cuándo partís? —preguntó Felipe, con aire de interés.

—Mañana, señor, hace tres días están listos mis carruajes.

El duque de Orléans hizo un movimiento de cabeza que significaba:

—Ya que es una resolución tomada, no hay más que hablar.

Buckingham dirigió sus miradas a las reinas, y se encontró con las de Ana de Austria, que le dio las gracias con un gesto.

Monsieur alejóse por donde había venido.

Y al mismo tiempo, por el lado opuesto, se acercaba Guiche.

Raúl temió que el impaciente joven viniera a hacer él mismo la proposición, y se le adelantó.

—No, no, Raúl, todo es inútil ya —dijo Guiche extendiendo sus dos manos al duque y llevándolo detrás de una columna—. ¡Oh, duque! Perdonadme lo que os he escrito. ¡Estaba loco! ¡Devolvedme mi carta!

—A verdad —replicó el joven duque con melancólica sonrisa—; ya no podéis quererme mal.

—¡Oh! ¡Duque, duque; perdonadme…! ¡Mi amistad, mi amistad eterna!

Raúl comprendió que su presencia era ya inútil entre los dos jóvenes, y retrocedió tres pasos.

Aquel movimiento lo acercó a Wardes.

Este hablaba de la marcha de Buckingham. Su interlocutor era el caballero de Lorena.

—¡Prudente retirada! —exclamó Wardes.

—¿Por qué?

—Porque ahorra una estocada al querido duque.

Y los dos rompieron a reír. Indignado, Raúl, se volvió con aire desdeñoso.

El caballero de Lorena hizo una pirueta; Wardes permaneció firme, y aguardó.

—Caballero —dijo Raúl a Wardes—, ¿cuándo dejaréis la costumbre de insultar a los ausentes? Ayer era al señor de D’Artagnan; hoy al de Buckingham.

—Caballero —dijo Wardes—; bien sabéis que a veces insulto también a los presentes.

Se conocía que uno de ellos estaba en la cúspide de su odio, y el otro en el extremo de su paciencia. De pronto oyeron una voz llena de gracia y cortesía decir detrás de ellos:

—Creo que me han nombrado. Se volvieron: era D’Artagnan, que con rostro risueño, llegaba a posar su mano en el hombro de Wardes. Raúl se apartó un paso para hacer puesto al mosquetero.

Wardes se estremeció y se puso lívido.

—Gracias, mi querido Raúl —dijo D’Artagnan—. Señor de Wardes, tengo que hablaros; no os alejéis, Raúl, que todo el mundo puede oír lo que he de decir al señor de Wardes.

Luego su sonrisa desapareció, y su mirada hízose fría y cortante como una hoja de acero.

—Estoy a vuestras órdenes, señor —dijo Wardes.

—Caballero —repuso D’Artagnan—, hace largo tiempo que busco la ocasión de hablar con vos y ahora es cuando la encuentro. En cuanto al lugar, convengo que está mal escogido; mas, si queréis tomaros la molestia de venir hasta mi cuarto, mi cuarto está justamente en la escalera que desemboca en la galería…

—Os sigo, caballero —dijo Wardes.

—¿Estáis solo aquí? —preguntó D’Artagnan.

—No, estoy con mis amigos, los señores de Manicamp y de Guiche.

—Bien —contestó D’Artagnan—; pero dos personas es poco; podréis encontrar algunas más, ¿no es cierto?

—Naturalmente —dijo el joven, que no sabía a dónde iba a parar D’Artagnan—. ¿Cuántas queréis?

—¿Amigos?

—Sí, señor, excelentes amigos.

—Sin duda.

—Pues os suplico hagáis provisión de ellos. Y vos, Raúl, venid… Traeros al señor de Guiche y al de Buckingham, si gustáis.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué misterio! —exclamó Wardes ensayando una sonrisa.

El capitán le hizo una seña con la mano, recomendándole paciencia.

—Yo estoy siempre impasible: Por consiguiente, os espero, señor.

—Esperadme.

—Entonces, hasta luego.

Y se encaminó hacia su habitación.

La cámara de D’Artagnan no estaba solitaria; el conde de la Fère esperaba, sentado en el alféizar de una ventana.

—¿Qué hay? —preguntó al verle entrar.

—El señor de Wardes —dijo D’Artagnan— se digna concederme el honor de hacerme una visita en componía de algunos de sus amigos y de los nuestros.

Efectivamente, detrás del mosquetero aparecieron Wardes y Manicamp.

Guiche y Buckingham los seguían, bastante sorprendidos y sin saber qué querían de ellos.

Raúl venía con dos o tres caballeros. Su mirada vagó al entrar por toda la sala hasta que vio al conde, y fue a situarse a su lado.

D’Artagnan recibió a sus visitantes con toda la cortesía de que era capaz, conservando su fisonomía tranquila y atenta.

Todos los que se encontraban allí eran hombres distinguidos, que ocupaban un puesto en la Corte.

Y cuando hubo dado a cada cual excusas por la incomodidad que les causaba, se volvió hacia Wardes, que, a pesar de su poder sobre sí mismo, no podía impedir que su fisonomía expresase, una sorpresa mezclada de inquietud.

—Caballero —dijo—, ahora que estamos fuera del palacio del rey, ahora que podemos hablar alto sin faltar a los miramientos, voy a deciros por que me he tomado la libertad de suplicaros que pasaseis a mi cuarto, y al mismo tiempo convocar en él a estos señores.

Por mi amigo el conde de la Fère he sabido los injuriosos rumores que sembráis con respecto a mí; me han dicho que me teníais por vuestro enemigo mortal, en atención a que lo era, según decís, de vuestro padre.

—Es verdad, señor, que he dicho eso —replicó Wardes, cuya palidez se coloró con una ligera llama.

—Así, pues, me acusáis de un crimen, de una falta o de una cobardía. Os ruego que fijéis, la acusación.

—¿Delante de testigos, señor?

—Sin duda, delante de testigos, y ya veis que los he escogido expertos en materia de honor.

—No apreciáis mi delicadeza, caballero. Verdad es que os he acusado; pero he guardado el secreto de la acusación. Yo no he entrado en ninguna acusación, limitándome a manifestar mi odio delante de personas que tenían casi un deber de hacéroslo conocer; pero no habéis tenido en cuenta mi discreción, por más que estuvierais interesado en mi silencio. En esto no veo vuestra prudencia habitual, señor de D’Artagnan.

D’Artagnan mordióse las puntas del bigote.

—Caballero —dijo—, ya he tenido el honor de suplicaros que formuléis los agravios que tenéis contra mí.

—¿En voz alta?

—¡Diantre!

—Pues, hablaré.

—Hablad —dijo D’Artagnan inclinándose—; todos nos escuchan.

—Pues bien, no se trata de una ofensa a mí, sino a mi padre.

—Ya lo habéis dicho.

—Sí, pero hay ciertas cosas que se dicen con vacilación.

—Si esa vacilación existe realmente, os ruego que la desechéis.

—¿Aun cuando se trate de una acción vergonzosa?

—En todos, los casos.

Los testigos de esta escena empezaron a mirarse con cierta inquietud; pero se tranquilizaron al ver que el rostro de D’Artagnan no manifestaba ninguna emoción.

Wardes callaba.

—Hablad —dijo el mosquetero—. Ya veis que estamos esperando.

—Pues oíd: mi padre amaba a una mujer noble, y esta mujer le correspondía.

D’Artagnan cambió una mirada con Athos.

Wardes prosiguió:

—El señor de D’Artagnan sorprendió cartas que indicaban una cita, substituyó por medio de un disfraz a quien era esperado, y abusó de la obscuridad.

—Es cierto —dijo D’Artagnan.

Un ligero murmullo se oyó entre los concurrentes.

—Sí, he cometido esa mala acción, y aun debierais haber añadido, ya que sois tan imparcial, que en la época en que pasó el suceso de que me hacéis cargo aún no tenía yo veintiún años.

—No por eso es menos vergonzosa la acción —replicó Wardes— y la edad de la razón basta a un gentilhombre para no cometer una falta de delicadeza.

Oyóse un nuevo murmullo, pero de sorpresa y casi de duda.

—Efectivamente —dijo D’Artagnan—, fue una superchería vergonzosa; y no he aguardado que el señor de Wardes me la eche en cara para hacerlo yo mismo, y muy amargamente. La edad me ha hecho más razonable, más probo en todo, y he expiado esa falta con largos arrepentimientos. Mas apelo a vosotros, señores: esto pasaba en 1626, y aquel era un tiempo… felizmente no sabéis esto sino por tradición… era un tiempo en que el amor no era escrupuloso, en que las conciencias no destilaban como hoy el veneno y la mirra. Éramos nosotros soldados jóvenes, ya batiendo, ya batidos, siempre con la espada desenvainada del todo o a medias; siempre entre cadáveres; la guerra, y el cardenal nos hacían duros. En fin, yo me arrepentí, y aun me arrepiento ahora, señor de Wardes.

—Lo comprendo, pues la acción era digna de arrepentimiento; mas no por eso habéis dejado de causar la pérdida de una mujer. Abrumada por su vergüenza y encorvada bajo el peso de su afrenta, esa mujer huyó, dejó la Francia; y nunca se ha sabido lo que fue de ella…

—¡Oh! —murmuró el conde de la Fère extendiendo el brazo hacia Wardes con siniestra sonrisa—. Sí tal, caballero; la han visto, y aun hoy aquí personas que habiendo oído hablar de ella pueden reconocerla por el retrato que voy a hacer. Era una mujer de unos veinticinco años, pálida y rubia, que se había casado en Inglaterra.

—¿Casada? —dijo Wardes.

—¡Ah! ¿Ignorabais que era casada? Ya veis que estamos mejor enterados que vos, señor de Wardes.

—¿Sabéis que la llamaban habitualmente Milady, sin añadir ningún nombre a esta calificación?

—Sí, señor; lo sé.

—¡Dios mío! —murmuró Buckingham.

—Pues bien, esa mujer, que venía de Inglaterra, volvió a Inglaterra después de haber conspirado tres veces la muerte del señor de D’Artagnan. Eso era justicia, ¿no es verdad…?

El señor de D’Artagnan la había insultado. Pero lo que no es justo, es que en Inglaterra conquistase esa mujer, por medio de seducciones, a un joven que estaba al servicio de lord Winter, y que se llamaba Felton. ¿Palidecéis, milord de Buckingham? Vuestros ojos se encienden en cólera y dolor…

—Acabad, pues, la relación, milord, y decid al señor de Wardes quién era esa mujer que puso el cuchillo en la mano del asesino de vuestro padre.

Un grito escapó de todas las bocas. El joven duque pasó un pañuelo por su frente, inundada en sudor.

Reinaba profundo silencio.

—Ya veis, señor de Wardes —dijo D’Artagnan—, que mi crimen no es la causa de la pérdida de un alma que ya estaba bien perdida antes de mi arrepentimiento. Ahora sólo me resta pediros perdón muy humildemente por esa acción vergonzosa, como de cierto se lo hubiera pedido a vuestro padre si viviera todavía, o si le hubiera encontrado a mi regreso a Francia, después de la muerte de Carlos I.

—¡Pero eso es demasiado, señor de D’Artagnan! —exclamaron a un tiempo muchas voces.

—No, señores —replicó el capitán—. Ahora; señor de Wardes, espero que todo habrá concluido entre nosotros, y que no os sucederá otra vez hablar mal de mí. Es asunto concluido, ¿no es verdad?

Wardes se inclinó balbuciente.

También espero —continuó D’Artagnan acercándose al joven— que ya no hablaréis mal de nadie como por mala costumbre tenéis; por que un hombre tan concienzudo y puritano como vos, que echa en cara una ligereza de joven a un viejo soldado, después de treinta y cinco años, debe contraer el compromiso tácito de no hacer nada contra la conciencia y el honor. Ahora, oíd bien lo que me queda por deciros, señor de Wardes: guardaos de que llegue a mis oídos una chismorrería en que figure vuestro nombre.

—Caballero —dijo Wardes—, es inútil amenazarme por nada.

—¡Oh! No he concluido aún, y estáis condenado a escucharme todavía.

Todos acercáronse con curiosidad:

—Hace poco hablabais alto del honor de una mujer y del de vuestro padre; y nos habéis agradado al hablar de ese modo, porque es grato pensar que ese sentimiento de delicadeza y de probidad, que según parece no vivía en nuestra alma, vive en la de nuestros hijos, y es hermoso ver a un joven, en la edad en que se tiene por hábito ser ladrón del honor de las mujeres, es hermoso, digo, verle, respetarlo y defenderlo.

Wardes apretaba los labios y los puños, inquieto por saber cómo concluiría este discurso, cuyo exordio se anunciaba tan mal.

—¿Cómo es, entonces —continuó D’Artagnan—, que os hayáis permitido decir al señor vizconde de Bragelonne que no conocía a su madre?

Los ojos de Raúl centellearon.

—¡Oh! ¡Señor caballero, señor caballero! —exclamó—. Esa es cuestión personal mía.

Wardes sonrió con maldad.

—No me interrumpáis, joven replicó D’Artagnan a Raúl.

Y, dominando a Wardes con la mirada; continuó:

—Aquí trato una cuestión que no se resuelve con la espada. La trato delante de hombres de honor, que todos la han sacado más de una vez, y los he escogido expresamente, pues saben que todo secreto por el cual se bate uno deja de ser secreto. Reitero, por tanto, mi pregunta al señor de Wardes: ¿con qué propósito habéis ofendido a este joven; ofendiendo a la vez a su padre y a su madre?

—Creo —dijo Wardes— que las palabras son libres cuando se ofrece sostenerlas por todos los medios que están a la disposición de tal hombre de honor.

—¿Y qué medios son ésos por los que un hombre de honor puede sostener una palabra inicua?

—Por la espada.

—No sólo faltáis a la lógica; sino también a la religión y al honor; exponéis la vida de muchos hombres, sin hablar de la vuestra, que me parece muy aventurada. Todas las modas pasan, caballero, y ha pasado ya la de los duelos, sin contar con los edictos de Su Majestad, que lo prohíben. Por tanto, para ser consecuente con vuestras ideas, debéis presentar vuestras excusas al señor de Bragelonne, diciéndole que lamentáis haber proferido una palabra ligera; que la nobleza y la pureza de su raza están escritas; no sólo en su corazón, sino también en todas las acciones de su vida. Vais a hacer eso, señor de Wardes, como yo lo he hecho ahora mismo; yo, viejo capitán, ante vuestro bigotillo de adolescente.

—¿Y si no lo hago? —preguntó Wardes.

—Entonces, sucederá…

—Lo que creéis impedir —interrumpió Wardes, riendo—; sucederá que vuestra lógica conciliadora conducirá a una violación de las prohibiciones del rey.

—No, señor —dijo tranquilamente el capitán—: estáis en un error.

—Entonces, ¿qué sucederá?

—Sucederá que iré a ver el rey, con quien estoy bastante a bien; al rey, a quien he tenido la ventura de prestar algunos servicios que datan de un tiempo en que todavía no habíais nacido; al rey, en fin, que, a petición mía, acaba de enviarme una orden en blanco para el señor Baisemeaux de Montlezun, gobernador de la Bastilla. Así podré decir al rey: «Señor, un hombre ha insultado villanamente al señor de Bragelonne, en la persona de su madre. He escrito su nombre en la orden de arresto que ha tenido a bien darme Vuestra Majestad, de suerte que el señor de Wardes está en la Bastilla por tres años».

Y D’Artagnan, sacando del bolsillo la orden firmada de Su Majestad, la mostró a Wardes.

Mas, viendo que el joven no estaba bien convencido, y que tomaba el aviso por una amenaza vana, se encogió de hombros y se dirigió fríamente hacia una mesa, en la que había un escritorio y una pluma cuya longitud hubiese espantado al topógrafo Porthos.

Entonces vio Wardes que la amenaza no podía ser más seria; la Bastilla era en aquella época una cosa horrible.

Dio un paso hacia Raúl y, con voz casi ininteligible:

—Caballero —dijo—, os presento las excusas que me ha dictado el señor de D’Artagnan, pues fuerza me es hacerlo.

—Un momento, caballero —dijo el capitán con la mayor tranquilidad—; os engañáis en los términos. Yo no he dicho: Pues fuerza me es hacerlo, si no: Pues mi conciencia me inclina a ello. Estas palabras valen más que las otras, no lo dudéis, tanto más, cuanto que serán la más verdadera expresión de vuestros sentimientos.

—Las suscribo, pues —dijo Wardes—, mas confesad, señores, que una estocada como las que se daban en otro tiempo, valía más que semejante tiranía.

—No, caballero —contestó Buckingham—, porque la estocada, si la recibís, no significa que tengáis o no razón, sino el ser más o menos diestro.

—¡Caballero! —murmuró Wardes.

—¡Ah! Vais a decir algo malo —interrumpió D’Artagnan cortando la palabra a Wardes y os hago un servicio interrumpiéndoos…

—¿Es eso todo? —dijo Wardes.

—Absolutamente todo —contestó D’Artagnan—; y estos señores y yo quedamos satisfechos de vos…

—¡Caballero! —replicó Wardes—. Creed que vuestras conciliaciones no son felices.

—¿Y por qué?

—Porque vamos a separarnos el señor de Bragelonne y yo más enemigos que nunca.

—Os engañáis en cuanto a mí —respondió Raúl—, pues no conservo ni un átomo de hiel en el corazón contra vos.

Este golpe anonadó a Wardes. D’Artagnan saludó graciosamente a los caballeros que habían querido asistir a la explicación, y todos se retiraron dándole la mano.

Ni una siquiera se dirigió a Wardes.

—¡Oh! —murmuró el joven, sucumbiendo a la rabia que le mordía el corazón—. ¡Oh! ¿No encontraré una persona en quien pueda vengarme?

—Sí tal, caballero, pues aquí estoy yo —dijo a su oído una voz preñada de amenazas.

Wardes se volvió y vio al duque de Buckingham, que sin duda habíase quedado con esta intención.

—¡Vos! —exclamó Wardes.

—Sí, yo… Yo no soy súbdito del rey de Francia, ni me quedo en su territorio; yo también he ido reuniendo desesperación y cólera… y, como vos, tengo necesidad de vengarme en alguno. Apruebo los principios del señor de D’Artagnan, pero no estoy obligado a aplicarlos a vos. Soy inglés; y vengo a proponeros lo que en vano habéis propuesto a los otros.

—Señor duque.

—Vamos, querido señor de Wardes; ya que estáis tan airado, tomadme por desquite. Dentro de treinta y cuatro horas estaré en Calais. Veníos conmigo, y el camino nos parecerá menos largo juntos que separados. Tiraremos a la espada allá sobre la arena que cubre la marea, y que seis horas al día es territorio de Francia y otras seis territorio de Dios.

—Bien —contestó Wardes—, acepto.

—Si se matáis —observó el duque—, os aseguro que me haréis un servicio muy señalado.

—Haré lo que pueda por agradaros, duque —dijo el de Wardes.

—Es cosa resuelta; os venís conmigo.

—Estaré a vuestras órdenes. ¡Pardiez! Tenía necesidad de un peligro mortal para calmarme.

—Pues me parece que habéis dado con lo que necesitáis. Servidor, señor de Wardes; mañana por la mañana os dirá mi ayuda de cámara la hora precisa de la marcha. Viajaremos juntos, como buenos amigos. ¡Adiós!

Buckingham saludó a Wardes y entró en la cámara del rey. Exasperado, Wardes salió del palacio, y tomó rápidamente el camino de la casa que habitaba.