Raúl y el conde de la Fère llegaron a París la noche del mismo día en que Buckingham había tenido su conferencia con la reina madre.
Apenas hubo llegado, el conde hizo pedir, por medio de Raúl, una audiencia al rey.
El rey había pasado una parte del día en mirar, con Madame y las damas de la Corte, telas de Lyon que quería regalar a su cuñada. Había habido después comida en Palacio, juego, y, según la costumbre, el rey, abandonando el juego a las ocho, había pasado a su gabinete, para trabajar con Colbert y Fouquet.
Raúl permanecía en la antecámara en el momento en que salieron los dos ministros, y el rey lo divisó por la puerta entreabierta.
—¿Qué quiere el señor de Bragelonne? —preguntó…
El joven se acercó.
—Majestad —respondió—, una audiencia para el conde de la Fère; que llega de Blois con gran deseo de hablaros.
—Dispongo de una hora antes del juego y de la cena —dijo el rey—. ¿Esta ahí el conde?
—Se encuentra abajo, a las órdenes de Vuestra Majestad.
—Que suba.
Acogido por el monarca con esa graciosa benevolencia que Luis, con un tacto superior a su edad, reservaba para hacerse con los hombres que no se conquistan con ordinarios favores.
—Conde —le dijo el soberano—, dejadme esperar que venís a pedirme algo.
—No lo ocultaré a Vuestra Majestad —contestó el conde—; vengo, en efecto, a solicitar.
—¡Veamos! —dijo el rey, con aire risueño.
—No es para mí, Majestad.
—Tanto peor; pero, en fin, por vuestro recomendado, conde, haré lo que me impedís hacer por vos.
—Vuestra Majestad me consuela. Vengo a hablar al rey por el vizconde de Bragelonne.
—Conde, es como si hablaseis por vos.
—No del todo, Majestad… Lo que deseo alcanzar de vos no lo puedo por mí mismo. El vizconde piensa en casarse.
—Aun es muy joven, mas no importa… Es hombre distinguido, y quiero buscarle mujer.
—La ha encontrado ya, Majestad, y sólo quiere vuestro consentimiento.
—¡Ah! ¿Sólo se trata de firmar un contrato de matrimonio?
Athos se inclinó.
—¿Ha elegido novia rica y de calidad?
Athos dudó por un momento.
—La novia es señorita —contestó—; pero no rica.
—Es un mal que veremos de remediar.
—Vuestra Majestad me penetra de gratitud; sin embargo, me permitirá hacerle una observación. Hacedla, conde.
—¿Vuestra Majestad parece anunciar el deseo de dotar a esta joven?
—Así es.
—¿Y mi visita al Louvre tendría este resultado?
—Lo sentiría mucho, Majestad.
—A un lado exagerada delicadeza, conde. ¿Cómo se llama la prometida?
—Es —dijo Athos con frialdad— la señorita Luisa de la Baume Le Blanc de La Vallière.
—¡Ah! —murmuró el rey repasando su memoria—. Conozco ese nombre; un marqués de La Vallière.
—Señor, es su hija.
—¿Murió?
—Murió, Majestad.
—¿Y la viuda ha vuelto a casarse con el señor de Saint-Rémy, maestresala de la marquesa de Orléans, viuda?
—Vuestra Majestad está bien informado.
—¡Sí, ésa es…!
—Hay más: la joven ha entrado como camarista de Madame.
—Vuestra Majestad sabe mejor que yo toda su historia.
El rey reflexionó aún, y mirando a hurtadillas el semblante asaz triste de Athos:
—Conde —le dijo—, creo que esa señorita no es bastante linda…
—No lo sé —contestó Athos.
—Yo la he mirado; no me ha impresionado.
—Tiene cierto aire de dulzura y de modestia; pero escasa belleza, Majestad.
—De bellos cabellos rubios, sin embargo.
—Creo que sí.
—Y ojos azules bastante bellos.
—Es la misma.
—Por consiguiente, bajo el aspecto de la hermosura, el partido, es nada más que regular. Pasemos al dinero.
—De quince a veinte mil libras de dote, a lo más, Majestad; mas los amantes son desinteresados; yo mismo hago poco caso del dinero.
—De lo superfluo, queréis decir; pero lo necesario es urgente. Con quince mil libras de dote, sin patrimonio, una mujer no puede presentarse en la Corte. Supliremos esa falta: deseo hacerlo por Bragelonne.
Athos se inclinó.
El rey observó nuevamente su frialdad.
—Pasemos del dinero a la clase —dijo Luis XIV—. Hija del marqués de La Vallière, está bien: pero tenemos a ese bueno de Saint-Rémy, que echa a perder un poco el blasón… Y vos, conde, creo que tenéis en gran estima el vuestro.
—Yo, Majestad, no tengo en aprecio ya nada, sino mi adhesión al rey.
—Oíd, señor —dijo—; me sorprendéis mucho desde el principio de vuestra conversación. Venís a hacerme una petición de casamiento y no parece sino que tal petición os aflige. ¡Oh! Raras veces me engaño, aunque soy joven, porque con los unos pongo mi amistad al servicio de mi inteligencia y con los otros mi desconfianza, que doblada perspicacia. Os lo repito, no me hacéis con gusto esa petición.
—Pues bien, Majestad, es cierto.
—Entonces, no os comprendo; negaos.
—No, Majestad; amo a Bragelonne con todo mi corazón; está apasionado de la señorita de La Vallière, y se forja un paraíso en el porvenir; no soy de dos que desean destrozar las ilusiones de la juventud. Este matrimonio me desagrada, pero suplico a Vuestra Majestad que acceda a él cuanto antes, haciendo así la dicha de Raúl.
—Veamos, veamos; conde. ¿Le ama ella?
—Si Vuestra Majestad quiere que le diga la verdad, no creo en el amor de la señorita de La Vallière; es joven; casi una niña, y está como hechizada; el placer de ver la Corte, el honor de estar al servicio de Madame, equilibrarán en su cabeza la ternura que pueda tener en su pecho: será, por tanto, un enlace como Vuestra Majestad ve tantos otros en la Corte: pero Bragelonne lo quiere, y así sea.
—¿No os parecéis, sin embargo, a esos padres condescendientes que se hacen esclavos de sus hijos? —dijo el rey.
—Majestad, tengo firmeza contra los malos, mas no contra las personas de corazón. Raúl sufre y está triste: su espíritu, despejado por lo común, está como obstruido y sombrío; no quiero privar a Vuestra Majestad de los servicios que pueda prestarle.
—Os comprendo —dijo el rey—, y comprendo, sobre todo, vuestro corazón.
—Entonces —contestó el conde—, no tengo necesidad de decir a Vuestra Majestad que mi objeto es hacer la felicidad de esos jóvenes, o, por mejor decir, de ese hijo.
—Y yo quiero, como vos, la felicidad de Bragelonne.
—Sólo espero, Majestad, vuestra firma. Raúl tendrá el honor de presentarse ante Vuestra Majestad, y recibirá vuestro consentimiento.
—Os engañáis, conde —dijo el rey con firmeza—; acabo de decir que quiero la dicha del vizconde, por eso me opongo ahora a su matrimonio.
—Pero —replicó Athos—; Vuestra Majestad me ha prometido…
—No eso, conde; no os lo he prometido, porque es opuesto a mis miras.
—Comprendo todo lo que hay para mí de noble y generoso en la iniciativa de Vuestra Majestad; pero me tomo la libertad de recordar que he aceptado el compromiso de venir como embajador.
—Un embajador, conde, pide muchas veces y no obtiene siempre.
—¡Ah, Majestad! ¡Qué golpe para Bragelonne…!
—Yo daré el golpe, yo hablaré al vizconde.
—El amor, Majestad, es una fuerza irresistible.
—Se resiste al amor; os lo certifico, conde.
—Cuando se tiene alma de rey, vuestra alma, Majestad.
—No os inquietéis por eso… Tengo mis proyectos sobre Bragelonne; no digo que no se case con la señorita de La Vallière; pero no quiero que lo haga tan joven; no quiero que se case antes de que ella haya hecho fortuna y de que él, por su parte, merezca mis beneficios, tales como quiero hacerlos. En una palabra, conde, quiero que espere.
—Majestad, por última vez.
—Señor conde, ¿habéis venido, decíais, a pedirme un favor?
—Ciertamente.
—Pues bien; concededme vos uno: no hablemos más de esto. Es posible que antes de mucho tiempo haga la guerra, y tengo precisión de caballeros libres en rededor mío. Vacilaría en enviar contra las balas y el cañón a un hombre casado, a un padre de familia; vacilaría también, por Bragelonne, en dotar, sin mayor razón, a una joven desconocida; esto sembraría la envidia en mi nobleza.
Athos se inclinó y no contestó.
—¿Es esto todo lo que teníais que pedirme? —añadió Luis XIV.
—Absolutamente todo, Majestad, y me despido. ¿Es preciso quedé cuenta a Raúl?
—Evitaos ese cuidado, ahorraos esa contrariedad. Decid al vizconde que mañana, en la audiencia, le hablaré; en cuanto a esta noche, conde, jugaréis conmigo.
—Estoy en traje de viaje, Majestad.
—Día, llegará, lo espero, en que no os apartéis de mi lado. Antes de mucho, conde, la monarquía veráse cimentada de modo que ofrezca hospitalidad digna a todos los hombres de vuestro mérito.
—Majestad, con tal de que un rey sea grande en el corazón de sus súbditos, poco importa el palacio que habite, ya que es adorado en un templo.
Y dichas estas palabras, Athos salió del gabinete y halló a Bragelonne que le esperaba.
—¿Qué hay, señor? —dijo el joven.
—Raúl, el rey es muy bondadoso con nosotros, tal vez no en el sentido que creéis, pero es bueno y generoso con nuestra casa.
—Señor, tenéis una mala noticia que darme —añadió el joven vizconde palideciendo.
—El rey os dirá mañana que no es una mala noticia.
—¡Pero, al fin, señor, el rey no ha firmado!
—El rey quiere extender, vuestro contrato, Raúl, por sí mismo, y quiere hacerlo tan grande, que le falta tiempo para ello. Quejaos de vuestra impaciencia, mas no de la buena voluntad del rey.
Raúl, asustado, porque conocía la franqueza del conde, y al mismo tiempo su habilidad, permaneció sumido en sombrío estupor.
—¿No me acompañáis a casa? —díjole Athos.
—Perdonadme, señor, os sigo —tartamudeó.
Y bajó las escaleras detrás de Athos.
—¡Oh! Pero, ya que estoy aquí —dijo éste de pronto—, ¿no podría ver a D’Artagnan?
—¿Queréis que os conduzca a su cuarto? —dijo Bragelonne.
—Claro que sí.
—Entonces, vamos por la otra escalera.
Y cambiaron de dirección; mas, llegados a la gran galería, Raúl divisó a un criado con librea del conde de Guiche, que corrió hacia él tan luego como oyó su voz.
—¿Qué hay? —dijo Raúl.
—Este billete; señor. El conde ha sabido que habíais vuelto y os ha escrito.
Raúl se acercó a Athos para abrir la epístola.
—¿Me lo permitís, señor?
Querido Raúl —decía el conde de Guiche—: tengo un asunto importante que tratar con vos sin dilación; sé que habéis llegado; venid pronto.
Acababa apenas de leer, cuando, desembocando de la galería, otro criado con librea de Buckingham, reconociendo a Raúl, se aproximó a él respetuosamente.
—De parte de milord duque —dijo.
—¡Hola! —exclamó Athos—. Veo, Raúl, que tenéis ya que hacer tanto como un general en jefe; os dejo, pues yo solo buscaré al señor de D’Artagnan.
—Dignaos excusarme, os lo suplico —dijo Raúl.
—Sí, sí, os excuso; adiós, Raúl. Me encontraréis en casa hasta mañana; al amanecer partiré para Blois, a menos de que haya contraorden.
—Señor, mañana os ofreceré mis respetos.
Athos partió.
Raúl abrió la epístola de Buckingham.
Señor de Bragelonne —decía el duque—: sois de todos los franceses que he visto el que más me agrada; voy a tener necesidad de vuestra amistad. Me llega cierto mensaje escrito en correcto francés. Soy inglés, y temo no comprender bien. La carta está firmada por un buen nombre, he aquí todo lo que sé. ¿Seríais bastante amable para venir a visitarme pues sé que habéis regresado de Blois?
Vuestro apasionado,
VILLIERS, DUQUE DE BUCKINGHAM.
—Voy a ver a tu amo —dijo Raúl al sirviente de Guiche, despidiéndole—. Y dentro de una hora estaré en casa de lord de Buckingham —añadió, despidiéndose del mensajero del duque.