Capítulo XVII«For ever!»

Milord Buckingham, accediendo a la invitación de la reina madre, se presentó en se cuarto una media hora después de la salida del duque de Orléans.

Cuando el ujier dijo su nombre, la reina, que se había acodado sobre la mesa; la cabeza entre las manos, se levantó y recibió con una sonrisa el saludo lleno de gracia que el duque le dirigía.

Ana de Austria era hermosa todavía. Sabido es que a la edad, ya avanzada que tenía en la época a que nos referimos, sus largos cabellos, sus bellas manos, sus encarnados labios, eran la admiración de cuantos la veían.

En aquel momento, entregada toda a un recuerdo que removía lo pasado en su corazón, estaba tan bella como en los días de su juventud, cuando su palacio se abría para recibir, joven y apasionado, al padre de aquel Buckingham, aquel desgraciado por ella, y que había muerto pronunciando su nombre.

Ana de Austria, fijó, por tanto, sobre Buckingham una ojeada tan tierna que se descubría a la vez en ella la complacencia de un afecto maternal, y algo dulce como una coquetería de amante.

—¿Vuestra Majestad —dijo Buckingham con respeto— ha deseado hablarme?

—Sí, duque —contestó la reina en inglés—, dadme el gusto de sentaros.

Este favor que hacía Ana de Austria al joven, ésta caricia del idioma del país de la que el duque estaba privado desde su permanencia en Francia, conmovieron hondamente su alma.

Adivinó al instante que la reina tenía algo que pedirle. Después de haber concedido los primeros momentos a la opresión invencible que había sentido, la reina prosiguió en tono risueño:

—Caballero —le dijo en francés—, ¿qué os parece Francia?

—Un encantador país, Señora —contestó el duque.

—¿Lo habíais ya visto?

—Una vez; señora.

—Mas, como todo buen inglés, preferiréis Inglaterra.

—Amo más mi patria que la patria de un francés —respondió el duque—; pero si Vuestra Majestad me pregunta cuál de las dos Cortes prefiero, Londres o París, contestaré que París.

Ana de Austria observó el tono lleno de calor con que estas palabras fueron pronunciadas.

—Tenéis, me han dicho, milord, muchos bienes en vuestra patria; habitáis un palacio rico y antiguo…

—El palacín de mi padre —respondió Buckingham bajando los ojos.

—Ventajas valiosas y recuerdos son éstos —repuso la reina tocando a su pesar la cuerda de sus memorias— que uno no abandona gustoso.

—En efecto —dijo el duque experimentando la influencia triste de este preámbulo—; las personas de corazón viven tanto del pasado como del presente, señora.

—Es cierto —dijo la reina en voz baja.

—Resulta de aquí —añadió— que vos, milord, que sois hombre de corazón… abandonáis pronto a Francia para encerraros en vuestras riquezas, en vuestras reliquias.

Buckingham alzó la cabeza.

—No lo creo, señora.

—¿Cómo?

—Pienso, por el contrario, que dejaré a Inglaterra para venir a vivir a Francia.

Llegó la vez a Ana de Austria de manifestar su extrañeza.

—¡Cómo! —le dijo—. ¿No estáis en favor con el nuevo rey?

—Al contrario, señora, Su Majestad me honra con una benevolencia sin límites.

—No es posible que vuestra fortuna haya disminuido; dicen que es considerable.

—Mi fortuna, señora, no ha estado nunca tan floreciente.

—Necesario es, entonces, que haya algún secreto.

—No, señora —dijo vivamente Buckingham—; nada hay en la causa de mi determinación que sea un secreto. Me place vivir en Francia; me agrada una Corte llena de gusto y amabilidad; me agradan, por fin, señora, esos placeres un poco serios que no son los de mi país y que se encuentran en Francia.

Ana de Austria se sonrió.

—¡Los placeres serios! —le dijo—. ¿Habéis reflexionado bien, milord de Buckingham, sobre esa seriedad?

El duque tartamudeó.

—No hay placer tan serio —continuó la reina—, que deba impedir a un hombre de vuestro rango…

—Señora, Vuestra Majestad insiste a mi parecer demasiado respecto a este punto.

—¿Lo creéis?

—Es la segunda vez, perdone Vuestra Majestad, que elogia los atractivos de Inglaterra a expensas del encanto que se siente viviendo en Francia.

Ana de Austria se aproximó al joven, y, apoyando su bella mano sobre su hombro, que se estremeció al contacto:

—Caballero —le dijo—, creedme; nada vale tanto como vivir en la tierra natal. Me ha sucedido a mí muchas veces echar de menos mi España. He vivido largo tiempo, milord, demasiado tal vez para una mujer, y os confieso que no ha pasado año sin echar de menos a España.

—¡Ni un año, señora! —dijo fríamente el duque—. ¡Ni uno de esos años en vos que erais reina de la belleza, como, por lo demás, lo sois también ahora!

—¡Oh! Nada de lisonjas, duque; soy una mujer que podría ser vuestra madre.

Dijo estas palabras con un acento, con una dulzura; que penetraron en el corazón de Buckingham.

—Sí —le dijo—; podría ser vuestra madre y he aquí porque os doy un buen consejo.

—¡El consejo de regresar a Londres!

—Sí, milord.

El duque juntó las manos con aire despavorido, que no podía dejar de producir efecto en aquella mujer, dispuesta a sentimientos tiernos por tiernos recuerdos.

—Es necesario —añadió la reina.

—¡Cómo! —exclamó—, me decís seriamente que es preciso que parta, que es preciso que me destierre, que es precisó que me salve!

—¿Que os desterréis habéis dicho? ¡Ah, milord! Creeríase que Francia es vuestra patria.

Señora, el país de las personas que aman es el país de aquellas a quienes aman.

—Ni una palabra más, milord —dijo la reina—. ¿Olvidáis con quién habláis?

Buckingham hincóse de rodillas.

—Señora, señora, sois un manantial de talento, de bondad, de clemencia; señora, no sois sólo la primera de este reino por el rango, sois la primera del mundo por las cualidades que os hacen divina; nada he dicho, señora. ¿He dicho, acaso algo por lo cual pudieseis responderme una palabra tan cruel? ¿Acaso me he traicionado?

—Os habéis traicionado —murmuró la reina.

—¡No he dicho nada! ¡No sé nada!

—Olvidáis que habéis hablado, pensado ante una mujer, y además…

—Además —la interrumpió vivamente—, sólo vos me oíais.

—Duque, tenéis los defectos y las cualidades de la juventud…

—¡Me han vendido! ¡Me han denunciado!

—¿Quién?

—Lo que ya en el Havre había, con satánica perspicacia, leído en mi corazón.

—¡No sé de quién queréis hablar!

—Del señor de Bragelonne, por ejemplo.

—Es un nombre que conozco sin conocer al que lo lleva. No, el señor de Bragelonne no ha dicho nada.

—¿Entonces, quién? ¡Oh! Señora, si alguno hubiera tenido la audacia de ver en mí lo que yo mismo no quiero ver…

—¿Qué haríais, duque?

—Hay secretos que matan a quienes los descubre.

—El que ha encontrado vuestro secreto, loco como sois, no está muerto aún; y puedo deciros, además, que no le mataréis, pues se halla armado de todos los derechos: es un marido, es un celoso, es el segundo gentilhombre de Francia, es mi hijo el duque de Orléans.

El duque palideció.

—¡Cuán cruel sois, señora!

—Heos ahí, Buckingham —dijo Ana de Austria con melancolía—, pasando por todos los extremos y combatiendo sombras, cuando tan fácil os sería estar en paz con vos, ¡id si no!

—Si, peleamos, señora, moriremos en el campo de batalla —repuso dulcemente el joven, abandonándose al más doloroso abatimiento.

Ana corrió hacia él, y le cogió la mano.

—Villiers —le dijo en inglés con una vehemencia a la cual nadie hubiera podido resistir—, ¿qué me pedís? ¡A una madre que sacrifique su hijo, a una reina que consienta en el deshonor de su casa! ¡Sois un niño y no pensáis lo que decís! ¡Cómo! Para evitaros una lágrima, ¿habría de cometer estos dos crímenes, Villiers? Habláis de los muertos; los muertos, al menos, fueron respetuosos y sumisos; los muertos inclinábanse ante una orden de destierro; llevaban su desesperación como un tesoro en su pecho, porque la desesperación veía de la mujer amada; porque la muerte, tan engañosa, era como un don, como un favor.

Buckingham se levantó con las facciones alteradas y las manos sobre el corazón.

—Tenéis razón, señora —dijo—; pero esos de quienes habláis recibieron la orden de destierro de una boca amada; no se les arrojaba; se les rogaba partir, mas no se mofaban de ellos.

—¡No, se acordaban! —murmuró Ana de Austria—. Pero ¿quién os dice que se os expulsa, que se os destierre? ¿Quién os dice que no se acuerdan de vuestro sacrificio? ¡No hablo por nadie, Villiers, hablo en mi nombre, partid! Hacedme este servicio, prestadme, este favor, que deba esto a uno que lleve vuestro nombre.

—¿Entonces es por vos, señora?

—Por mí sola.

—¿Y no habrá detrás de mí ningún hombre que se burle, ningún príncipe que diga: «lo he querido»?

—Duque oídme.

Y aquí la figura augusta de la vieja reina adquirió solemne expresión.

—Os aseguro que nadie sino yo manda aquí, os juro que no sólo nadie se mofará, sino que nadie faltará al deber que vuestro rango impone. Contad conmigo, duque, como no yo he contado con vos.

—No os explicáis, señora; estoy desesperado, y por dulce y completo que el consuelo sea, no me parecerá suficiente.

—Amigo, ¿habéis conocido a vuestra madre? —replicó la reina con acariciadora sonrisa.

—¡Oh! Bien poco, señora; mas recuerdo que aquella noble señora me cubría de besos y de lágrimas cuando yo lloraba.

—Villiers —murmuró la reina pasando su brazo por el cuello del joven—: soy una madre para vos, y, no lo dudéis; nadie jamás hará llorar a mi hijo.

—¡Gracias, señora, gracias! —dijo el duque enternecido y ahogado por la emoción—. Siento que había aún lugar en mi corazón para un sentimiento más grato, más noble que el amor.

La reina madre lo miró y estrecho su mano.

—Idos —dijo.

—¿Cuándo es necesario que parta? ¡Ordenad!

—Tomaos el tiempo conveniente, milord —contestó la reina—; partid, pero elegid el día… Así; en vez de partir hoy, como lo desearíais sin duda, o mañana, como sería de esperar, partid pasado mañana por la noche; sólo que debéis anunciar desde hoy vuestra voluntad.

—Mi voluntad —murmuró el joven.

—Sí, duque.

—¿Y no volveré jamás a Francia?

Ana, de Austria reflexionó un momento, y se absorbió en la dolorosa gravedad de esta meditación.

—Me será grato —le dijo— que volváis el día en que vaya a dormir eternamente en Saint Denis cerca del rey mi esposo.

—¡Que tanto os hizo sufrir! —dijo Buckingham.

—Fuera el rey de Francia —replicó la reina.

—Señora, sois muy bondadosa, entráis en la prosperidad, nadáis en alegría; os están prometidos largos años.

—Pues bien, vendréis tarde entonces —murmuró la reina queriendo sonreír.

—No volveré —dijo tristemente Buckingham— yo que soy joven.

—¡Oh! Gracias a Dios… La muerte, señora, no cuenta los años; es imparcial: se muere aun siendo joven, se vive aun siendo viejo.

—Duque, nada de ideas tristes; voy a alegraros. ¡Venid dentro de dos años! Veo sobre vuestro rostro encantador que las ideas que se os hacen tan lúgubres hoy día, serán ideas decrépitas antes de seis meses, por consiguiente, habrán muerto o estarán olvidadas en el plazo que os señalo.

—Creo que me juzgabais mejor no ha mucho, señora —replicó el joven—, cuándo decíais que en nosotros, los Buckingham, el tiempo nada puede.

—¡Silencio! ¡Oh, silencio! —exclamó la reina abrazando al duque con una ternura que no pudo reprimir—: ¡Marchad! ¡Marchad! ¡No! ¡No me enternezcáis, no os olvidéis!

Soy la reina, y vos súbdito del rey de Inglaterra; el rey Carlos os aguarda. ¡Adiós, Villiers! Farewell, Villiers!

For ever! —replicó el joven.

Y huyó devorando sus lágrimas. Ana apoyó las manos sobre su frente; después; mirándose al espejo:

—Es muy fácil decir —murmuró— la mujer es siempre joven; siempre se tiene veinte años en algún rincón del corazón.