Al día siguiente tuvieron lugar las fiestas con toda la pompa y alegría que permitieron los recursos de la ciudad y la disposición de los ánimos.
Luego de haberse despedido Madame de la escuadra inglesa, y saludando el pabellón de su patria, subió en una carroza rodeada de brillante escolta.
El de Guiche aguardaba que el duque de Buckingham volvería a Inglaterra con el almirante; pero Buckingham consiguió demostrar a la reina que sería impropio dejar llegar a Madame casi abandonada a París.
Estando ya resuelto que Buckingham acompañaría a Madame el joven duque se eligió una corte de caballeros y oficiales, de modo que se encaminó a París un ejercito, derramando el oro por en medio de las ciudades y aldeas que atravesaba.
El tiempo era espléndido. Francia es bella, sobre todo por el camino que atravesaba el cortejo.
Todo el itinerario fueron fiestas y embriaguez. Guiche y Buckingham todo lo olvidaban; Guiche para reprimir las nuevas tentativas del inglés; Buckingham para despertar en el corazón de la princesa, un recuerdo más vivo de la patria a que se refería el recuerdo de los días felices.
Pero ¡ah! El pobre duque podía notar que la imagen de su amada Inglaterra se borraba de día en día en el corazón de Madame, a medida que se imprimía más profundamente el amor a Francia.
Efectivamente, podía advertir que todas sus atenciones no despertaban ningún reconocimiento, y aunque cabalgase con gracia en uno de los más fogosos corceles de Yorkshire, sólo por casualidad se fijaban en él los ojos de Madame.
En balde procuraba, para fijar sobre sí una de esas distraídas miradas, hacer producir a la naturaleza animal cuanto tiene de fuerza, vigor y destreza; en balde excitaba a fogoso caballo lanzándolo con peligro de hacerse mil pedazos contra los árboles o rodar por el declive de las colinas; traída por un momento la atención de Madame, volvía la cabeza sonriendo ligeramente; y luego se dirigía a sus leales guardias, Raúl y Guiche, que cabalgaban tranquilamente a las portezuelas de la carroza.
Entonces era presa Buckingham de los celos; un dolor desconocido, ardiente, se deslizaba por sus venas; afluyendo al corazón y luego, a fin de probar que conocía su locura, y que quería hacer dispensar su aturdimiento con la mas humilde sumisión, obligaba a su caballo a tascar el freno cerca de la carroza, en medio de la multitud de los cortesanos.
Algunas veces obtenía por recompensa una palabra de Madame, y esta palabra lo parecía un reproche.
—Bueno, señor de Buckingham —decía—, ya os veo razonable.
O una palabra de Raúl:
—Vais a matar el caballo; señor de Buckingham.
Y Buckingham oía con paciencia a Raúl, porque conocía instintivamente que era el moderador de los sentimientos de Guiche, y que sin él, alguna loca demostración, del conde o suya, hubiese ya producido un rompimiento entre ambos.
Desde la famosa conversación que los dos jóvenes tuvieran delante de las tiendas del Havre, y en la cual Raúl había hecho notar al duque lo inconveniente de sus manifestaciones, Buckingham se sentía como a pesar suyo inclinado a Raúl.
No pocas veces conversaba con él, y casi siempre era para hablarle de su padre o de D’Artagnan, su amigo común, y de quien Buckingham era casi siempre tan entusiasta como Raúl.
Este sacaba la conversación sobre aquel punto delante de Wardes, que durante todo el viaje había estado mortificado por la superioridad de Bragelonne, y sobre todo por su influencia en el ánimo de Guiche.
Wardes tenía esa mirada astuta que distingue a toda persona de mal natural, y al instante había advertido la tristeza de Guiche y sus aspiraciones amorosas por la princesa. En, lugar de tratar el asunto con la reserva de Raúl; en lugar de guardar, como éste, todas las consideraciones y miramientos oportunos, atacaba con resolución en el conde esta cuerda siempre sonora de la audacia juvenil y del orgullo egoísta.
Aconteció que una noche, durante una parada en Nantes, Guiche y Wardes charlaban juntos, apoyados en una balaustrada; Buckingham y Raúl departían también paseando, y Manicamp hacía la corte a las princesas, que lo trataban ya sin cumplidos; a causa de la delicadeza de su talento y urbanidad de maneras.
—Confiesa —dijo Wardes al conde— que estás bastante malo, y que tu pedagogo no te cura.
—No te entiendo, Wardes —dijo el conde.
—Pues es fácil, sin embargo; tú mueres de amor.
—¡Locura, Wardes, locura!
—Convengo en que sería locura, si Madame fuese indiferente a tu martirio; pero ella lo ha notado a tal extremo, que se compromete; y tiemblo porque al llegar a París os denuncie a ambos tu pedagogo el señor de Bragelonne.
—¡Wardes! ¿Otro ataque a Bragelonne?
—¡Vamos, haya paz! —repuso a media voz el enemigo de Raúl—. Tú sabes tan bien como yo lo que deseo decirte; bien has visto que a mirada de la princesa se dulcifica hablándote; tú comprendes por el sonido de su voz que gusta de escuchar los versos que le recitas, y no negarás que todas las mañanas te dice que ha pasado mala noche…
—Es cierto. Pero ¿a qué me dices todo eso?
—¿No es importante ver las cosas claramente?
—No; cuando esas cosas pueden volvernos locos.
Y volviéndose con inquietud hacia la princesa, como si al mismo tiempo que rechazaba las insinuaciones de Wardes, hubiera querido buscar la confirmación en sus ojos.
—Mira —dijo Wardes—, ¿no ves cómo ella te llama? Ea, aprovéchate de la ocasión, que no está aquí el pedagogo.
Guiche no pudo contenerse, una atracción invencible lo llevaba hacia la princesa.
—Os equivocáis, caballero —dijo Raúl apareciendo de pronto—; el pedagogo está aquí y os escucha.
Wardes, a la voz de Raúl, qué reconoció sin necesidad de mirarlo, sacó a medias la espada.
—Envainad la espada —dijo Raúl—; bien sabéis que mientras dure este viaje será inútil toda demostración de ese género; envainad vuestra espada; mas envainad también la lengua. ¿Por qué introducís en el corazón del que llamáis vuestro amigo toda la hiel que roe el vuestro? A mí queréis hacerme aborrecer a un hambre honrado, amigo de mi padre y de los míos; al conde queréis hacerle amar a una mujer destinada a vuestro señor. En verdad que seríais a mis ojos un traidor y un cobarde, si más justamente no os considerara como un loco.
—¡Caballero! —murmuró Wardes exasperado—. ¡No me había engañado al llamaros pedagogo! Ese tono que afectáis, y esa forma de que usáis, es la de un jesuita y no la de un caballero. Aborrezco al señor de D’Artagnan, porque cometió una cobardía para con mi padre.
—¡Mentís! —dijo secamente Raúl.
—¡Oh! ¡Me dais un mentís, caballero!
—¿Por qué no, si lo que decís, es falso?
—¡Me dais un mentís y no echáis mano a la espada!
—Me he prometido no mataron hasta que hayamos entregado a Madame a su esposo.
—¡Matarme! Vuestra disciplina de espartano no mata de ese modo, señor pedante.
—No —replicó tranquilamente Raúl—; pero sí mata la espada del señor D’Artagnan; y no sólo tengo yo esa espada, sino que él mismo me ha enseñado a servirme de ella, y con ella también vengaré a su tiempo su nombre ultrajado por vos.
—¡Cuidado con lo que decís, caballero! —exclamó Wardes—. Si en el acto no me dais una satisfacción, todos los medios me serán —buenos para vengarme.
—¡Oh! Caballero —exclamó Buckingham apareciendo de repente en la escena—; una amenaza es ésa que huele a asesinato; y que por consecuencia es de bastante mal gusto para un caballero.
—¿Qué decís, señor duque? —preguntó Wardes volviéndose.
—Digo que acabáis de pronunciar palabras que suenan mal en mis oídos ingleses.
—Pues bien —repuso Wardes exasperado—, si lo que decís es cierto, ¡tanto mejor…! Pues así encontraré un hombre que no se me deslizará de entre los dedos. Tomad mis palabras como las entendáis.
—Las tomo como debo —contestó Buckingham con el tono altanero que le era peculiar—; el señor de Bragelonne es mi amigo; y como le insultáis, me daréis satisfacción de ese insulto.
Wardes le dirigió una mirada a Bragelonne, que fiel a su papel; permanecía tranquilo y frío, y dijo:
—Además, me parece que yo no insulto al señor de Bragelonne, puesto que teniendo éste una espada ceñida no se da por insultado.
—Pero, en fin, ¿insultáis a alguien?
—Insulto al señor de D’Artagnan —repuso Wardes, advirtiendo que este nombre era el único aguijón que podía despertar la cólera de Raúl.
—Eso es distinto —dijo—, Buckingham.
—¿No es verdad —añadió Wardes—, que a los amigos del señor de D’Artagnan les toca defenderlo?
—Soy de vuestro parecer, caballero —contestó el inglés—; yo no podía razonablemente tomar el partido del señor de Bragelonne, ofendido, estando él aquí; pero, tratándose del señor de D’Artagnan.
—Me dejáis el puesto, ¿no es cierto? —dijo Wardes.
—No tal, al contrario; desenvaino —dijo Buckingham sacando la espada—; porque si el señor de D’Artagnan ha ofendido a vuestro señor padre, también prestó, o al menos intentó prestar, un buen servicio al mío.
Wardes hizo un movimiento de estupor.
—El señor de D’Artagnan —prosiguió Buckingham— es el más perfecto caballero que conozco, y será muy grato, teniendo obligaciones para con él, pagároslas a vos con una buena estocada.
Y, a la vez que se ponía en guardia, saludó a Raúl.
Wardes dio un paso para cruzar el hierro.
—Basta, señores —dijo Raúl adelantándose y poniendo su acero entre los combatientes—; todo esto no vale la pena de degollarse casi a la vista de la princesa; el señor de Wardes habla mal del señor de D’Artagnan, pero ni siquiera lo conoce.
—¡Oh! —murmuró Wardes rechinando los dientes y bajando la punta de la espada—, ¿decís que yo no conozco al señor de D’Artagnan?
—No lo conocéis —repuso fríamente Raúl—, y, todavía ignoráis dónde está.
—¿Yo ignoro dónde está?
—Preciso es que así sea, cuando buscáis querella con los extraños con respecto a él, y no vais a buscarlo dondequiera que se encuentre.
Wardes se puso pálido.
—Pues bien, yo os diré dónde está —continuó Raúl—. El señor de D’Artagnan se halla en París, en el Louvre cuando está de servicio, y en la calle de los Lombardos cuando no lo está… Siempre se le encuentra en cualquiera de estos dos domicilios; y teniendo vos tantos agravios contra él, sois poco galante no yendo a buscarlo para que os dé la satisfacción que parece pedís a todo el mundo, excepto a él.
Wardes se enjugó el sudor que inundaba su frente.
—Ea, señor de Wardes —continuó Raúl—, no está bien ser tan espadachín como vos, habiendo edictos contra los duelos. Pensad en que no gustaría al rey nuestra desobediencia, sobre todo en este momento, y tendría mucha razón.
—¡Excusas —repuso Wardes—, pretextos!
—Vamos —repuso Raúl—, no digáis tonterías, mi querido señor de Wardes; bien sabéis que el señor duque de Buckingham es hombre que ha sacado diez veces la espada y que igual se batiría la once; ¡lleva un nombre que compromete, qué demonio! En cuanto a mí, bien sabéis que también me bato. Lo he hecho en Sens, en Bleneau, en las Dunas, y a cien pasos delante de la línea, mientras que vos estabais cien pasos detrás. Como que allí había demasiada gente para que se viera vuestra bravura, ahora queréis armar escándalo, para que hablen de vos de cualquier modo. Pues bien, señor de Wardes, no contéis conmigo para ayudaros en esa empresa.
—Tenéis mucha razón —dijo Buckingham envainando su espada—; perdón señor de Bragelonne, por haberme dejado llevar de un primer impulso.
Enojado Wardes, dio un salto, amenazando con la espada a Raúl, que sólo tuvo tiempo para hacer una parada en cuarta.
—¡Oh, caballero! —dijo tranquilamente Bragelonne—. Cuidado no me dejéis tuerto.
—¡Mas no queréis batiros! —exclamó Wardes.
—Por el momento, no; pero os lo prometo cuando lleguemos a París: primero os llevaré a ver al señor de D’Artagnan, a quien diréis los agravios que contra él tenéis; el señor de D’Artagnan pedirá permiso al rey para daros una estocada; lo concederá; y, recibida la estocada, ya consideraréis con ojos más tranquilos los preceptos del Evangelio que mandan el perdón de las injurias.
—¡Ah! —exclamó Wardes, furioso de ver esta sangre fría—. ¡Bien se ve que sois un bastardo a medias, señor de Bragelonne!
Raúl púsose blanco como el cuello de su camisa, y su mirada lanzó un relámpago que hizo retroceder a Wardes.
Buckingham se interpuso entre los dos adversarios, temiendo que vinieran a las manos.
Wardes había guardado esta injuria para lo último, y apretaba convulsivamente la espada esperando el choque.
—Tenéis razón —dijo Raúl haciendo un violento esfuerzo—; solamente conozco el nombre de mi padre; pero sé demasiado que el señor conde de la Fère es hombre de bien y de honor para temer, ni un solo instante, que haya una mancha en mi nacimiento. La ignorancia que tengo del nombre de mi madre es sólo una desgracia para mí, y no un oprobio. Vos faltáis a la lealtad y a la cortesía echándome en cara una desgracia. No importa… El insulto existe, y esta vez me tengo por injuriado… Por consiguiente, es cosa convenida que, después de haber ventilado vuestra querella con el señor de D’Artagnan, os veréis conmigo, si gustáis.
—¡Oh! —respondió Wardes con sonrisa amarga—. Admiro vuestra discreción, caballero; ahora poco me prometíais una estocada del señor de D’Artagnan, y después de haberla recibido me ofrecéis la vuestra.
—No os inquietéis —contestó Raúl con sorda cólera—; el señor de D’Artagnan es hombre hábil en asuntos de armas, y le suplicaré haga por vos lo que hizo por vuestro señor, padre; esto es que no os mate del todo, para que me quede el placer, cuando sanéis, de mataros seriamente; porque tenéis un corazón malvado, señor de Wardes, y todas las precauciones no serían bastantes para librarse de vos.
—Yo también las tomaré contra vos, descuidad —dijo Wardes.
—Permitidme —dijo Buckingham— que traduzca vuestras palabras con un consejo que deseo dar al señor de Bragelonne. Señor vizconde, llevad siempre una coraza.
Wardes apretó los puños.
—¡Ah! Ya comprendo —dijo—, esos señores esperan haber tomado esa precaución para medirse contra.
—Vamos —dijo Raúl—; ya que absolutamente lo queréis, concluyamos.
Y dio un paso hacia Wardes tendiendo la espada.
—¿Qué hacéis? —preguntó Buckingham.
—Tranquilizaos —contestó Raúl—; esto no durará mucho.
Wardes se puso en guardia, y se cruzaron los hierros, adelantándose con tal precipitación sobre Raúl, que al instante conoció Buckingham que este dominaba a su enemigo.
El duque retrocedió un paso para mirar la lucha.
Raúl estaba tranquilo, como si tirase al florete en lugar de la espada; paró con las tres o cuatro estocadas que le tiró Wardes, y, amenazándolo con una cuarta baja, que Wardes paró haciendo círculo, lio su espada en la de éste, desarmándolo y tirándola a unos veinte pasos del otro lado de la balaustrada.
Como que Wardes estaba desarmado y aturdido, Raúl volvió el acero a la vaina, lo asió por el cuello y la cintura, y lo tiró al otro lado de la balaustrada, estremecido de cólera.
—¡Ya nos veremos! ¡Ya nos veremos! —exclamó Wardes levantándose y recogiendo la espada.
—¡Pardiez! —dijo Raúl—. Eso es lo que estoy repitiendo hace una hora.
Y volviéndose a Buckingham, repuso:
—Duque, no digáis una palabra de esto; me avergüenzo de haber llegado a tal extremo, pero me cegó la cólera… y os pido perdón; olvidadlo.
—Amigo vizconde —dijo el duque, estrechando aquella mano tan fuerte y tan leal—; permitidme, por el contrario, que me acuerde, y os diga que ese hombre es peligroso y os matará.
—Mi padre —contestó Raúl— ha vivido veinte años amenazado por un enemigo más terrible, y no ha muerto. Soy de una sangre que favorece Dios, señor duque.
—Vuestro padre tenía excelentes amigos, vizconde.
—Sí, amigos como ya no hay.
—¡Oh! No digáis eso en el instante en que os brindo con mi amistad.
Y abrió sus brazos a Bragelonne, que recibió con regocijo la alianza ofrecida.
—En mi familia —añadió Buckingham— se muere por aquellos que se aman, bien sabéis esto, señor de Bragelonne.
—Sí, duque, lo sé —respondió Raúl.