Capítulo XLas tiendas

Como ya sabe el lector, el almirante había tomado el partido de no fijar la atención en los ojos amenazadores ni en los arrebatos convulsivos de Buckingham.

Efectivamente, desde la salida de Inglaterra se debía haber acostumbrado poco a poco a ellos.

El de Guiche no había advertido aún esa animosidad que el joven lord parecía tener contra él; mas tampoco sentía ninguna simpatía por el favorito de Carlos II.

La reina madre, con mayor experiencia y fría calma, dominaba toda la situación, y como conocía el peligro de ella, se disponía a cortar el nudo cuando llegase el momento.

Este momento llegó.

Se había restablecido la fría calma en todas partes, menos en el corazón de Buckingham, que en su impaciencia repetía a media voz a la joven princesa:

—Señora, señora, os suplico encarecidamente que saltemos a tierra, en nombre del Cielo. ¿No veis que ese fatuo de conde de Norfolk me hace morir con sus cuidados y adoraciones hacia vos?

Enriqueta oyó estas palabras, sonrióse y dando a su voz esa inflexión de dulce reproche y de lánguida impertinencia con que la coquetería sabe contentar a la vez que formula una especie de defensa, murmuró:

—Mi querido lord, ya os he dicho que estáis loco.

Como hemos dicho, ninguno de estos detalles escapaba a Raúl; había oído la súplica de Buckingham y la respuesta de la princesa; había visto al duque dar un paso atrás al oír ésta dar un suspiro y pasarse la mano por la frente; y lo comprendió todo, estremeciéndose al apreciar el estado de cosas y de ánimos.

El almirante, en fin, con lentitud meditada, dio las últimas órdenes para echar al agua las canoas.

Buckingham acogió estas órdenes con tales transportes, que un extraño hubiese creído que el joven tenía turbada la razón.

A la voz del conde de Norfolk bajó del costado del navío almirante una enorme barca empavesada, que podía contener veinte remeros y quince personas de pasaje.

Pabellones de terciopelo con las armas de Inglaterra, bordadas en oro, formaban el principal adorno de esta barca verdaderamente regia. Apenas tocó en el agua y apenas los remeros levantaron sus remos, aguardando como soldados el embarque de la princesa, cuando Buckingham corrió a la escalera para ocupar su puesto en la canoa.

Pero la reina lo detuvo.

—Milord —le dijo—, no conviene que nos permitáis a mi hija y a mí ir a tierra sin que estén preparados los alojamientos de una manera positiva. Os suplico, pues, que os adelantéis al Havre y cuidéis que todo esté en orden para nuestro servicio.

Este fue otro golpe para el duque, tanto más terrible cuanto que no era esperado.

Balbuceó, ruborizóse; pero no pudo responder.

Había creído poder quedarse al lado de Madame durante la travesía, y saborear así hasta el último de los momentos que le concedía la suerte.

Pero la orden era expresa.

El almirante, que la había oído, exclamó en el acto:

—¡Al agua la chalupa!

Esto fue ejecutado con la peculiar rapidez de las maniobras en los buques de guerra.

Desolado Buckingham, dirigió una mirada de desesperación a la princesa, otra de ruego a la reina, y otra de cólera al almirante.

La princesa fingió no verla.

La reina volvió la cabeza a otra parte.

El almirante se rio. Buckingham estuvo a punto de lanzarse sobre Norfolk.

La reina madre se levantó, y le dijo imperativamente:

—¡Marchad, caballero!

El joven duque se detuvo, pero intentando el último esfuerzo, preguntó sofocado por tan diversas emociones:

—¿Y vosotros, caballeros? Vos, señor de Guiche, señor de Bragelonne, ¿no me acompañáis?

El de Guiche se inclinó.

—Yo, lo mismo que el señor de Bragelonne, estoy a la disposición de la reina; lo que nos mande, eso haremos.

Y miró a la joven princesa, que bajó los ojos.

—Perdonad, señor de Buckingham —repuso la reina—, pero el de Guiche representa aquí a Monsieur, y debe hacernos los honores de Francia, como vos nos habéis hecho los de Inglaterra; no puede, pues, dispensarse de acompañarnos, y además, bien debemos este pequeño favor al esfuerzo que ha hecho por venir a buscarnos.

Buckingham abrió la boca como para responder; pero bien sea que no encontraba un pensamiento o palabras para formularlo, no despegó los labios, y saltó del navío a la chalupa.

Los remeros no pudieron contenerlo ni contenerse, pues el peso y el golpe por poco hicieron zozobrar la barca.

—Decididamente, está loco milord —dijo el almirante a Raúl.

—Tengo miedo por él —contestó Bragelonne.

Todo el tiempo que tardó la chalupa en llegar a tierra, no cesó el duque de dirigir sus miradas al navío, como haría un avaro a quien arrebatasen su riqueza, o una madre a quien alejasen de su hija para conducirla a la muerte.

Pero nadie respondió a sus signos, a sus manifestaciones, a sus imprudentes actitudes.

Buckingham aturdióse de tal modo, que se dejó caer sobre un banco, tirándose de los cabellos, mientras los indiferentes remeros hacían volar la chalupa sobre las olas.

Al llegar a tierra estaba en un entorpecimiento tal, que si no hubiese encontrado en el puerto al mensajero a quien había hecho tomar la delantera como aposentador, no habría sabido decir dónde estaba.

Cuando llegó a la casa que le estaba destinada, encerróse en ella como Aquiles en su tienda. Mientras tanto la falúa real se despegaba del navío almirante en el momento en que Buckingham saltaba a tierra.

Una lancha le seguía, llena de oficiales, de cortesanos y de súbditos.

Toda la población del Havre; embarcada apresuradamente en lanchas de pescadores o en chalupas normandas, salió al encuentro de la falúa real.

El cañón de los fuertes retumbaba, el navío del almirante y los otros dos buques contestaban a las raleas. Nubes de espeso humo se disipaban en el azul del firmamento.

La princesa llegó a la escalinata del muelle, donde una alegre música la esperaba y seguía todos sus pasos.

En tanto que caminaban al centro de la ciudad, pisando ricas tapicerías y guirnaldas de flores; el de Guiche y Raúl, separándose de los ingleses, tomaban otro camino a fin de llegar más prontamente al lugar designado como residencia de Madame.

—Vamos pronto —decía Raúl a Guiche—, pues según el carácter que advierto en ese Buckingham, nos hará alguna mala pasada cuando vea el resultado de nuestra deliberación de ayer.

—¡Oh! —murmuró el conde—. Allí tenemos a Wardes que es la firmeza en persona, y a Manicamp, que es la misma dulzura.

Cinco minutos después se encontraban delante del edificio de la Municipalidad.

Lo primero que les llamó la atención fue una multitud de gente reunida en la plaza.

—Bien —dijo Guiche—, parece que ya están construidos nuestros alojamientos.

En efecto, en la misma plaza se habían levantado ocho tiendas de la mayor elegancia, adornadas con los pabellones de Francia y de Inglaterra unidos.

La Casa Ayuntamiento estaba rodeada de tiendas como un caprichoso cinturón; diez pajes y doce caballos ligeros, dados por escolta a los embajadores, montaban la guardia delante de ellas.

El espectáculo era curioso, original, y presentaba cierto aspecto mágico.

Estas habitaciones improvisadas habían sido construidas durante la noche. Por dentro y por fuera estaban revestidas de valiosas telas que Guiche he había podido procurarse en El Havre, y circuían enteramente la Casa Consistorial, morada de la princesa; estaban reunidas unas a otras por medio de cuerdas de seda, y guardadas por centinelas; de modo que el plan de Buckingham se hallaba completamente destruido, si semejante plan consistía realmente en guardar para sí y sus ingleses las avenidas de la Casa Ayuntamiento.

El único paso que daba acceso a las gradas del edificio, y que no estaba cerrado por esta barricada de seda, era guardado por dos tiendas, semejantes a dos pabellones, cuyas puertas abríanse a ambos lados de la entrada.

Estas dos tiendas eran las de Guiche y Raúl; y en su ausencia debían ser ocupadas: la primera, por Wardes, y la otra, por Manicamp.

Alrededor de ellas y de las otras seis, un centenar de oficiales, de caballeros y de familiares, brillantes de seda y oro, zumbaban como abejas en rededor de la colmena.

Todos ellos, con la espada ceñida, estaban dispuestos a obedecer a cierta señal de Guiche o de Bragelonne los dos jefes de la embajada.

En el momento de aparecer los dos jóvenes al extremo de una calle que finalizaba en la plaza, vieron que la atravesaba al galope de su caballo un joven de maravillosa elegancia.

Iba hendiendo la muchedumbre de curiosos, y, a la vista de aquellas construcciones improvisadas, dio un grito de cólera y desesperación.

Era Buckingham, salido de su estupor para ponerse un elegante traje e ir a esperar a Madame y la reina al Consistorio.

Pero a la entrada de las tiendas le cortaron el paso, y fuerza le fue detenerse.

Exasperado, alzó el látigo; pero dos oficiales le agarraron el brazo. De los dos guardianes, sólo uno estaba allí, pues Wardes había subido a la Municipalidad para comunicar órdenes a Guiche.

Al ruido hecho por Buckingham, Manicamp, perezosamente tendido sobre los cojines de su tienda, se levantó con su flojedad acostumbrada, y oyendo que continuaba el ruido, apareció entreabriendo las cortinas.

—¿Qué es eso? —dijo con dulzura—. ¿Quién mete ese ruido? Hizo la casualidad que renaciese el silencio en el momento en que comenzaba a hablar, y que, aunque su acento fuese moderado, todo el mundo oyera su pregunta. Buckingham se volvió y miró aquel cuerpo flojo y aquel rostro indolente.

Probablemente, la figura de nuestro caballero, vestido por otra parte con tanta sencillez como hemos dicho, no le inspiró gran respeto, pues respondió con desdén.

—¿Quién sois, caballero? Manicamp se apoyó en el brazo de un soldado enorme y sólido como un pilar de catedral, y contestó en el mismo tono tranquilo:

—¿Y vos, caballero?

—Yo soy milord duque de Buckingham. He alquilado todas las casas que rodean la Municipalidad; y puesto que están alquiladas, son mías; y ya que las he tomado para tener libre el paso hasta el Consistorio, vos no tenéis derecho a cerrármelo.

—Pero, caballero, ¿quién os prohíbe pasar?

—Vuestros centinelas.

—Es porque queréis pasar a caballo, y; la consigna es no permitirlo más que a los operarios.

—Nadie tiene derecho a dar consignas aquí sino yo —dijo Buckingham.

—¿Cómo es eso, caballero? —preguntó Manicamp con su dulce voz—. Hacedme la gracia de explicarme ese misterio.

—Porque, como ya os he dicho, he alquilado todas las casas de la plaza.

—Ya lo sabemos, puesto que no nos ha quedado más que la plaza misma.

—Os equivocáis, caballero; la plaza es mía, como las casas.

—¡Oh! Perdonad; estáis en un error, se dice que la casa del rey es nuestra casa; la plaza es del rey, luego la plaza es nuestra, pues somos sus embajadores.

—¡Ya os he preguntado quién sois, caballero! —dijo Buckingham exasperado de la sangre fría del interlocutor.

—Me llaman Manicamp —contestó el joven con voz eolia; ¡tan suave y armoniosa era!

Buckingham encogióse de hombros y dijo:

—Cuando alquilé las casas que rodean el Ayuntamiento, la plaza estaba libre, esas barracas obstruyen mi vista… ¡Quitadlas!

Un murmullo amenazador corrió por el auditorio.

Guiche llegaba en aquel momento; hendió la multitud, y, seguido de Raúl, llegó por una parte, mientras Wardes llegaba por otra.

—Perdón, milord —exclamó—; pero si tenéis alguna reclamación que hacer, tened la bondad de hacérmela a mí, puesto que soy quien ha dado los planos de estas construcciones.

—Y además os haré notar que la palabra barraca se toma en mal sentido —añadió graciosamente Manicamp.

—¡Conque decíais…! —prosiguió Guiche.

—Que es imposible que estas tiendas permanezcan donde están —repuso Buckingham con acento de extremada rabia, aunque templado por la presencia de un igual.

—¡Imposible…!

—¿Y por qué?

—Porque me estorban.

El de Guiche hizo un movimiento de impaciencia, que contuvo una mirada fría de Raúl.

—Menos deben estorbar que ese abuso de prioridad que os habéis permitido.

—¡Abuso!

—Sin duda. Enviáis aquí a un mensajero que alquile en nombre vuestro toda la ciudad, sin inquietaros por los franceses que venían a recibir a Madame. Eso es poco fraternal, señor duque, para el representante de una nación amiga.

—La tierra es del primer ocupante —replicó Buckingham.

—No en Francia, caballero.

—¿Y por qué no en Francia?

—Porque es este el pueblo de la urbanidad.

—¡Qué queréis decir! —exclamó Buckingham de manera tan arrebatada que los pescadores retrocedieron, esperando una colisión.

—Es decir, caballero —respondió Guiche palideciendo—, que yo he hecho construir este alojamiento para mí y para mis íntimos, como asilo de los embajadores de Francia, único albergue que vuestra exigencia nos ha dejado en la ciudad; y que en este alojamiento habitaré yo y los míos, a menos que una voluntad más poderosa me despida.

—Eso es, que nos digan no ha lugar, como se dice en los tribunales —añadió dulcemente Manicamp.

Enojado Buckingham, echó mano a la empuñadora de su espada. En aquel momento, y cuando la diosa Discordia, inflamando los ánimos, iba a dirigir todas las espadas contra los pechos humanos, Raúl dijo a. Buckingham:

—Una palabra, milord.

—¡Mi derecho! ¡Mi derecho primero! —exclamó el fogoso joven.

—Respecto a ese punto, justamente quería tener el honor de hablaros —dijo Raúl.

—Bien; pero nada de discursos largos; caballero.

—Una sola pregunta; no puedo ser más breve.

—Hablad.

—¿Sois vos, acaso, el señor duque de Orléans, el que va a casarse con la nieta de Enrique IV?

—¿Qué decís? —preguntó Buckingham, retrocediendo, asustado.

—Contestadme, caballero —insistió tranquilamente Raúl.

—¡Vuestra intención es de burla caballero! —exclamó Buckingham.

—Eso me basta, señor, porque confesáis que no sois vos quien va a casarse con la princesa de Inglaterra.

—Me parece que bien sabéis eso.

—Perdonad; con vuestra conducta, la cosa no era muy ciara.

—Vamos al caso: ¿qué pretendéis decir?

Raúl se acercó al duque y le dijo bajando la voz.

—Tenéis arranques que se parecen a celos. ¿Sabéis eso, milord? Esos celos, con respecto a una mujer, no sientan bien a quien no sea ni su amante ni su esposo; y con mucha más razón me parece que comprenderéis esto cuando esa mujer es una princesa.

—¡Caballero! —dijo Buckingham—. ¿Insultáis a madame Enriqueta?

—Vos sois quien la insulta, milord —contestó fríamente Bragelonne—. Ahora poco en el navío almirante exasperasteis a la reina y cansasteis la paciencia del conde de Norfolk; yo os observaba y os creí primero loco; mas después adiviné el carácter real de esa locura.

—¡Caballero!

—Diré más. Presumo ser el único de los franceses que lo haya adivinado.

—Pero ¿sabéis —dijo Buckingham, estremeciéndose de ira y de inquietud—, sabéis que usáis un lenguaje que merece reprensión?

—Pensad vuestra palabra; milord —dijo Raúl, altivamente—. Yo no soy de una sangre cuyas vivacidades se dejen reprimir, mientras que, por el contrario, vos sois de una cuyas pasiones son sospechosas a los buenos franceses. Milord, os repito por segunda vez que consideréis lo que hacéis.

—¡Cómo! ¿Me amenazáis por ventura?

—Yo soy el hijo del conde de la Fère, señor de Buckingham, y no amenazo jamás, porque hiero primero. Así, entendámonos bien… la amenaza que os hago es ésta.

Buckingham apretó los puños; pero Raúl prosiguió como si nada hubiese visto:

—A la primera palabra impertinente que os permitáis con respecto a Su Alteza Real… ¡Oh! Tened calma, señor de Buckingham, que bastante tengo yo.

—¿Vos?

—Sin duda. Mientras Madame ha estado en territorio inglés, he callado; mas ahora que toca el suelo de Francia; ahora que nosotros la hemos recibido en nombre del príncipe, el primer insulto que en vuestra rara adhesión cometáis contra la casa de Francia… tengo dos partidos que tomar… O confieso delante de todos la locura de que estáis afectado en este momento, u os envío vergonzosamente a Inglaterra… Y si lo preferís, os doy de puñaladas en plena asamblea. Por lo demás, este segundo medio me parece el más conveniente y supongo que me atendré a él.

Buckingham se había puesto más pálido que el cuello de encaje inglés que rodeaba su garganta.

—Señor de Bragelonne —repuso Buckingham—, ¿es un caballero el que habla de ese modo?

—Sí, sólo que este caballero habla a un loco. Curaos, milord, y emplearé otro lenguaje.

—¡Oh, señor de Bragelonne! —murmuró el duque con voz sofocada y llevándose las manos al cuello—. ¡Bien sabéis que me muero!

—Si tal sucediera en este instante —respondió Raúl con inalterable sangre fría—, lo vería como una felicidad, porque este suceso prevendría toda clase de perversos propósitos sobre vos y la persona ilustre a quien vuestra adhesión compromete tan locamente.

—¡Oh! ¡Tenéis razón! —dijo el joven, anonadado—. ¡Sí, sí… morir…! Más vale morir que sufrir lo que sufro en este momento.

Y diciendo esto, llevó la mano a un lindo puñal, todo guarnecido de pedrerías, y lo dirigió contra el pecho.

Raúl detúvole el brazo, y dijo:

—Cuidado, caballero; si no os matáis hacéis un acto ridículo, y si os matáis mancharéis de sangre el traje nupcial de la princesa de Inglaterra.

Buckingham permaneció inmóvil un minuto, durante el cual temblaron sus labios, se estremecieron sus mejillas y rodaron sus ojos como los de una persona delirante.

Pero, luego dijo de pronto:

—Señor de Bragelonne, no conozco un corazón mas noble que el vuestro; sois digno hijo del más acabado caballero. Habitad vuestras tiendas.

Y echó los brazos al cuello de Raúl.

Maravillada toda la concurrencia de este movimiento, que de ningún modo podía esperar, prorrumpió en frenéticos vivas.

Guiche también abrazó a Buckingham, algo a disgusto, pero al fiel le abrazó.

Esta fue la señal; ingleses y franceses, que hasta entonces habíanse mirado con prevención, fraternizaron en el mismo instante.

Mientras sucedía esto, llegó el cortejo de las princesas, quienes, a no ser por Bragelonne, hubieran encontrado batallas y sangre.

Todo quedó en calma al aparecer las primeras banderas.