Capítulo VIIIEn el Havre

La escolta toda le aclamó, diez minutos después, bandera, bandas y plumas flotaban a la ondulación del galope de los corceles.

Aquella corte tan brillante; tan alegre, tan animada par contrarios sentimientos, llegó al Havre cuatro días después de su salida de París. Eran las cinco de la tarde, y aun no se tenía noticia alguna de la princesa.

Buscáronse alojamientos; pero desde entonces comenzó una gran confusión entre los señores, grandes disputas entre los lacayos, y en medio de aquel ruido el conde de Guiche creyó reconocer a Manicamp.

Él era, en efecto, el llegado, pero como Malicorne habíase puesto su mejor traje, no pudo él comprar más que un vestido de terciopelo violeta bordado en plata.

Guiche lo reconoció, por el vestido y el semblante. Había visto muchas veces a Manicamp aquel traje violeta, su último recurso…

Manicamp presentóse al conde de Guiche bajo una bóveda de hachones que incendiaban más que iluminaban él pórtico por el que se entraba en El Havre, situado cerca de la torre de Francisco I.

El conde, al ver la triste figura de Manicamp, no pudo contener la risa.

—¡Hola, mi Manicamp! Hétenos aquí violeta. ¿Estás de luto?

—Sí, señor, de luto.

—¿Por quién o por qué?

—Por mi traje azul y oro, que ha desaparecido, y en vez del cual no he podido encontrar mas que éste, y aun me ha sido preciso economizar para sacarlo de manos de los prenderos.

—¿Es verdad?

—¡Diablo! Sorpréndete de eso, tú que me dejas sin dinero.

—Pero al fin ya estás aquí, y esto es lo principal.

—Sí, por sendas malditas. ¿Dónde estás alojado?

—¿Alojado?

—Sí.

—No estoy hospedado. Guiche se echó a reír.

—En fin, ¿dónde te hospedarás?

—Donde te hospedes tú.

—Pues, no lo se.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Indudablemente. ¿Cómo quieres que sepa dónde me hospedaré?

—Pues qué, ¿no has tenido un hotel?

—¡Yo!

—Tú o el príncipe.

—No hemos pensado en eso, ni el uno ni el otro. El Havre es grande, y con tal de que tenga una cuadra para doce caballos y una casa limpia en un buen barrio…

—¡Oh! Hay casas muy elegantes.

—Entonces…

—Sí, pero no para nosotros.

—¿Cómo que no para nosotros? ¿Para quién, entonces?

—Para los ingleses.

—¿Cómo?

—Sí, todas están alquiladas.

—¿Por quién?

—Por el señor de Buckingham.

—¿Es cierto? —dijo Guiche, a quien esta palabra alarmó.

—Sí, querido; por el señor de Buckingham. Su gracia se ha hecho preceder por un correo; este correo llegó hace tres días, y ha guardado todas las habitaciones alquilables que se encontraban en la ciudad.

—Veamos, Manicamp; entendámonos.

—¡Pardiez! Lo que te digo es bien claro, a mi parecer.

—Pero el señor de Buckingham no ocupará todo El Havre.

—No lo ocupa, es cierto, porque aún no ha desembarcado; pero una vez desembarcado lo ocupará.

—¡Oh, oh!

—¡Bien se ve que no conoces a los ingleses! Les place acapararlo todo.

—Ya; pero un hombre que tiene toda una casa, se contenta con ella y no toma dos.

—Sí, pero dos, hombres…

—Sean los que tú quieras; pero hay cien casas en el Havre.

—Bueno, eso quiere decir que están alquiladas las cien.

—¡No puede ser!

—Pero, terco, cuando te digo que el señor de Buckingham ha alquilado todas las casas que rodean a la en que deben apearse Su Majestad la reina viuda de Inglaterra y la princesa su hija…

—¡Ah! He aquí una cosa extraña —dijo Wardes acariciando la crin de su caballo.

—Así es, señor.

—¿Estáis seguro, señor de Manicamp?

Y al hacer esta pregunta miraba con malicia a Guiche, como para interrogarle sobre el grado de confianza que podía tenerse en razón de su amistad.

Durante este tiempo había llegado la noche, y los hachones, los lacayos, los escuderos, los caballos y las carrozas ocupaban toda la plaza; las antorchas se reflejaban en las aguas del mar en flujo, mientras al otro lado percibíanse mil figuras curiosas de marineros y pueblo que procuraban no perder nada del espectáculo.

Durante todas estas vacilaciones, Bragelonne, como si hubiera sido extraño a todo, se mantenía a caballo algo detrás de Guiche, y miraba los juegos de luz que se elevaban de las aguas, al mismo tiempo que respiraba con delicia el olor de las ondas que arrojaban al aire su espuma y al espacio su ruido.

—Pero, en fin —murmuró Guiche—, ¿qué razón ha tenido el señor de Buckingham para esa provisión de alojamientos?

—Sí —preguntó Wardes—, ¿qué razón?

—¡Oh! Una excelente —contestó Manicamp.

—Pero, al fin, ¿la sabes?

—Creo que sí.

—Habla, pues.

—Entonces aplica tu oído. ¡Diantre! ¿Acaso no puede decirse sino en voz baja?

—Tú mismo juzgarás.

—Bien.

Guiche inclinó la cabeza.

—El amor —dijo Manicamp.

—No entiendo.

—¿Dices que aún no comprendes?

—Habla.

—Pues bien; pasa por cierto, señor conde, que Su Alteza Real será el más infortunado de dos maridos.

—¡Cómo! ¿El duque de Buckingham?

—Semejante nombre lleva la desgracia a los príncipes de la casa de Francia.

—¿Entonces… el duque…?

—Aseguran que está locamente enamorado de la joven princesa, y no quiere que nadie, sino él, se acerque a ella.

Guiche palideció.

—Bien, gracias —dijo apretando la mano de Manicamp.

Luego, levantándose:

—Por el amor de Dios —dijo a Manicamp—, has de modo que este proyecto del duque de Buckingham no llegue a oídos franceses, o de lo contrario, Manicamp, relucirían al sol de este país espadas que no tienen miedo a los aceros ingleses. Además —dijo Manicamp—, ese amor no está demostrado, y tal vez sólo sea, un cuento.

—No —dijo Guiche—; debe ser verdad.

Y contra su voluntad rechinaron los dientes del joven.

—Y bien, después de todo, ¿qué te importa? ¿Qué es lo que a mí me interesa que el príncipe sea lo que fue el difunto rey? Buckingham, el padre, para la reina; Buckingham, hijo, para la joven princesa; nada para nadie.

—¡Manicamp, Manicamp!

—¡Demonio…! Es un hecho; o al menos un dicho.

—¡Silencio! —dijo el conde.

—¿Y por qué silencio? —exclamó Wardes—. Es un hecho muy honroso para la nación francesa. ¿No sois de mi parecer, señor de Bragelonne?

—¿Qué hecho? —dijo distraído Bragelonne.

—Que los ingleses rindan así homenaje a la belleza de nuestras reinas y de nuestras princesas.

Perdonadme; mas no he entendido lo que se ha dicho, y os pido me lo expliquéis.

—Sin duda, fue necesario que el señor de Buckingham, padre, viniese a París, para que el rey Luis XIII se apercibiese de que su esposa era una de las más bellas damas de la corte de Francia; y ahora, es necesario que el señor de Buckingham, hijo, consagre a su vez, con el homenaje que le rinde, la hermosura de una princesa de sangre francesa. Será en lo sucesivo un diploma de belleza haber inspirado amor del otro lado del mar.

—Señor —contestó Bragelonne—, no me gusta hacer burlas sobre estas materias. Nosotros, caballero; somos los guardadores del honor de las reinas y de las princesas. Si nos reímos, de ellas, ¿qué harán los lacayos?

—¡Oh, caballero! —dijo Wardes, cuyos ojos centellearon—. ¿Cómo debo tomar lo que me decís?

—Tomadlo como os plazca —contestó fríamente Bragelonne.

—¡Bragelonne! —exclamó Guiche.

—¡Señor de Wardes! —gritó Manicamp viendo al joven impulsar su caballo hacia el de Raúl.

—Caballero —dijo Guiche—, no deis semejante espectáculo al público y en la calle. Wardes, habéis hecho mal.

—¡Mal! ¿Y en qué?

—¿En qué? Habláis siempre terriblemente de todos y de todas —replicó Raúl con su implacable sangre fría.

—Sed indulgente, Raúl —le dijo por lo bajo Guiche.

—Y no os batáis antes de haber descansado; no haríais nada útil —dijo Manicamp.

—¡Vamos, vamos, señores, adelante! —prosiguió Guiche.

Y al punto, apartando pajes y caballos, abrióse camino hasta la plaza por en medio de la multitud, atrayendo tras sí a todo el cortejo de franceses.

Había abierta una gran puerta que daba a un patio. Guiche penetró en él; Bragelonne, Wardes, Manicamp y otros tres o cuatro caballeros le siguieron.

Allí se tuvo una especie de Consejo de guerra; deliberóse sobre el medio que era preciso emplear para salvar la dignidad de la embajada.

Bragelonne optó por que se respetase el derecho de prioridad.

Wardes propuso entregar al saqueo la ciudad.

Tal proposición pareció un poco fuerte a Manicamp.

Propuso dormir antes que nada esto era lo más prudente.

Por desgracia, para seguir su consejo sólo faltaban dos cosas: una casa y camas.

Guiche meditó algún tiempo, después, gritó en alta voz:

—¡Quien quiera que me siga!

—¿Los criados también? —preguntó un paje que se había acercado al grupo.

—¡Todo el mundo! —gritó el fogoso joven—. Ea, Manicamp, condúcenos a la casa que debe ocupar la princesa.

Sin adivinar nada sobre el proyecto del conde, sus amigos le siguieron, escoltados por una muchedumbre popular cuyas aclamaciones y alegría formaban feliz presagio para el proyecto, aun ignorado, de aquella fogosa juventud.

El viento soplaba fuertemente y densas ráfagas agitaban el mar.