Guiche, conoció perfectamente que iba a agriarse la discusión.
En efecto; en la mirada de Bragelonne había algo manifiestamente hostil.
Y en la de Wardes como un cálculo de agresión.
Sin darse cuenta de los distintos sentimientos que agitaban a los dos amigos, Guiche pensó en parar el golpe, que conocía próximo a darse por uno o por otro, y tal vez por ambos.
—Señores —dijo— vamos a separarnos, porque es preciso que yo vaya al cuarto de Monsieur. Tú, Wardes, vente conmigo al Louvre; y tú, Raúl, quédate dueño de la casa, y, como eres el consejero de todo lo que se hace aquí, darás la última ojeada a mis preparativos de marcha.
Raúl hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y se sentó en un banco al sol.
—Vaya, Raúl —dijo Guiche—: quédate ahí y que te enseñen los dos caballos que he comprado con la condición de que tú ratificarás el contrato. A propósito… olvidaba preguntarte por el conde de la Fère. Y al decir estas últimas palabras, observaba a Wardes para descubrir el efecto que en él hacía el nombre del padre de Raúl.
—Gracias —contestó el joven—; está bien.
Un relámpago de odio brilló en los ojos de Wardes.
Guiche simuló no advertirlo, y dando un apretón de manos a Raúl, le dijo:
—Es cosa convenida que irás a encontrarnos al patio del Palacio Real, ¿eh?
Y haciendo después ademán de que le siguiera Wardes, añadió:
—Nos vamos; venid, señor Malicorne.
Este nombre hizo temblar a Bragelonne.
Parecióle que ya lo había oído pronunciar más de una vez; pero no pudo recordar en qué ocasión.
Y mientras cavilaba sobre esto, medio irritado de su conversación con Wardes, los tres jóvenes encaminábanse al Palacio Real, donde vivía Monsieur.
Malicorne comprendió dos cosas. La primera, que los dos amigos tendrían algo que decirse.
La otra, que él no podía marchar en la misma fila que ellos.
Y se quedó atrás.
—¿Estáis loco? —exclamó Guiche a su compañero cuando estuvieron algunos pasos distantes del palacio de Grammont—. Atacáis al señor de D’Artagnan… delante de Raúl.
—¿Y qué? —dijo Wardes.
—¡Cómo!
—Sin duda.
—¿Está prohibido atacar al señor dé D’Artagnan?
—Pero ¿sabéis que D’Artagnan es la cuarta parte de aquel todo tan glorioso y temible que se llamaba los mosqueteros?
—Bien, pero no veo que eso me impida aborrecer al señor de D’Artagnan.
—¿Pues qué os ha hecho?
—¡Oh! A mí, nada.
—¿Pues por qué le odiáis?
—Preguntádselo a la sombra de mi padre.
—Me sorprendéis, amigo Wardes; el señor de D’Artagnan no es de esos que dejan detrás de sí una enemistad sin apurar su cuenta. Vuestro padre era duro de puños… y no hay enemistades tan rudas que no se laven con una buena estocada.
—¡Qué queréis; amigo! Este odio existía entre mi padre y el señor de D’Artagnan; siendo yo muy niño me hablaba de ese odio, que es un legado particular que he recibido con su herencia.
—¿Y tal odio tenía por objeto al señor de D’Artagnan solo?
—¡Oh! El señor de D’Artagnan está demasiado bien incorporado en sus tres amigos, para que no se reflejase en ellos… y de tal suerte, que llegado el caso, no tendría ninguno de qué quejarse.
El de Guiche tenía los ojos fijos en Wardes, y se estremeció viendo su pálida sonrisa. Tuvo un presentimiento; pensó que ya había transcurrido el tiempo de las estocadas entre caballeros, pero que el odio, extravasándose del fondo del corazón no por eso dejaba de ser odio; en una palabra, que después de los padres; que habíanse aborrecido con el corazón y combatido con el brazo, vendrían los hijos que también se odiarían con el corazón, pero que no se combatirían sino con la traición o con la intriga.
Mas como no era de Raúl de quien sospechaba traición o intriga, por él fue por quien Guiche se estremeció.
Pero en tanto que estos pensamientos sombríos obscurecían la frente de Guiche, Wardes había vuelto a ser completamente dueño de sí mismo.
—Por lo demás —dijo—, no aborrezco personalmente al señor de Bragelonne, no le conozco.
—En todo caso —dijo Guiche con severidad—, no olvidéis que Raúl es mi mejor amigo.
Aquí quedó la conversación, aunque Guiche hizo todo cuanto pudo por sacarle el secreto del corazón; pero sin duda estaba Wardes resuelto a no decir más, y permaneció impenetrable.
Guiche prometióse sacar más partido de Raúl.
En esto llegaron al Palais Royal, que estaba rodeado de multitud de curiosos.
La servidumbre de Monsieur aguardaba sus órdenes para montar a caballo y escoltar a los embajadores encargados de conducir a la joven princesa.
Este lujo de caballos, de armas y de libreas compensaba en aquella época, gracias a la benevolencia de los pueblos, y a las tradiciones de respetuosa adhesión a los reyes, los enormes gastos que proporcionaba.
Mazarino había dicho: «Permitidles cantar con tal que paguen». Luis XIV decía: «Dejadlos ver».
La vista había reemplazado a la voz; todavía se podía mirar, pero ya no se podía cantar.
El de Guiche, dejó a Wardes y a Malicorne al pie de la escalera principal; pero él, que compartía el favor de Monsieur, con el caballero de Lorena, a quien ponía buena cara, mas a quien no podía sufrir, subió al cuarto de Monsieur, a quien encontró mirándose a un espejo, y poniéndose colorete.
Sobre unos cojines estaba recostado el señor de Lorena, que trataba de hacerse rizar sus largos cabellos rubios, con los cuales jugaba como si fuese una mujer.
El príncipe se volvió al ruido, y dijo:
—¡Ah! Eres tú, Guiche; ven aquí y cuéntame la verdad.
—Sí, Monsieur; ya sabéis que ése es mi defecto.
—Figúrate que ese perverso caballero me está haciendo rabiar. El caballero se encogió de hombros.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Guiche—. No es ésa la costumbre del caballero.
—Pues pretende —continuó el príncipe— que madame Enriqueta es mejor como mujer que yo como hombre.
—Cuidado —dijo Guiche frunciendo las cejas—, que me habéis exigido que diga la verdad.
—Sí —dijo Monsieur casi temblando.
—Pues bien, os la diré.
—No te apresures, Guiche —exclamó el príncipe—; tiempo tienes; mírame con atención, y acuérdate bien de Madame. Además, ahí tienes su retrato.
—Y le entregó una miniatura de trabajo delicado. Guiche la tomó y la contempló largo tiempo.
—A fe mía, señor —dijo—, que tiene un rostro adorable.
—¡Paro mírame, mírame bien! —exclamó el príncipe pretendiendo atraer la atención del conde, absorta del todo por el retrato.
—¡Es maravilloso! —murmuró Guiche.
—Se diría —continuó Monsieur— que no has visto jamás a esa chica.
—Es cierto que la he visto, señor; pero hace ya cinco años, y hay mucha diferencia entre una niña de doce años y una joven de diecisiete.
—En fin, dime tu parecer, vamos.
—Mi opinión es que el retrato debe estar mejorado.
—¡Oh! No hay duda —dijo el príncipe triunfante—; pero supón que no lo esté, y dime lo que piensas.
—Señor, Vuestra Alteza es muy feliz teniendo tan linda prometida.
—Bien; esa es tu opinión sobre ella. ¿Y sobre mí?
—Mi opinión es que sois demasiado hermoso para ser hombre.
El caballero de Lorena soltó una carcajada.
Monsieur comprendió todo lo severo que había para él en la opinión del conde de Guiche, y frunció el entrecejo diciendo:
—Tengo amigos poco benévolos. El de Guiche miró de nuevo el retrato, y después de algunos minutos de contemplación lo entregó a Monsieur haciendo un esfuerzo.
—Decididamente —dijo—, desearía mejor contemplar diez veces a Vuestra Alteza que una vez a Madame.
Sin duda, el caballero echó de ver algo misterioso en estas palabras, que quedaron incomprensibles para el príncipe, pues exclamó:
—¡Pues bien, casaos!
Monsieur continuó dándose colorete; cuando terminó esta operación, contempló otra vez el retrato, y luego se miró al espejo y sonrió.
Sin duda, estaba satisfecho de la comparación.
—Por lo demás, has hecho perfectamente en venir —dijo a Guiche—; temía que marchases sin venir a despedirte.
—Demasiado me conoce Monsieur para creer que cometiese semejante desatención.
—¿Tienes algo que pedirme antes de salir de París?
—Vuestra Alteza lo ha adivinado; tengo, en efecto, una petición que presentarle.
—¿Cuál es?
El caballero de Lorena fue todo ojos y oídos, pues le parecía que cada gracia obtenida por otro, era un robo que se le hacía.
Y como Guiche vacilara, preguntó el príncipe.
—¿Es dinero? Eso vendría a las mil maravillas, porque soy riquísimo: el superintendente de Hacienda me ha hecho entrega de cincuenta mil doblones.
—Gracias, señor; mas no se trata de dinero.
—Pues ¿de qué? Veamos.
—De un despacho de camarista.
—¡Diantre! ¡Qué protector te haces, Guiche! —dijo el príncipe con desdén—. No me has de hablar nunca más que de tonterías.
El caballero de Lorena sonrióse, pues sabía que proteger damas era desagradar a Monsieur.
—Señor —dijo el conde—, no soy yo quien protege directamente a la persona de que acabo de hablar; es un amigo mío.
—Eso es distinto. ¿Y cómo se llama la protegida de tu amigo?
—La señorita Luisa de la Baume Le Blanc de La Vallière, doncella de honor de Madame viuda.
—¡Una coja! —dijo el caballero de Lorena estirándose en los cojines.
—¡Una coja! —repitió el príncipe—. ¿Madame había de tener eso a la vista? De ningún modo; sería muy peligroso para su embarazo.
El caballero de Lorena soltó otra carcajada.
—Caballero —dijo Guiche, lo que estáis haciendo no es generoso; yo solicito, y me perjudicáis.
—Perdonad, señor conde —dijo el caballero, inquieto por el acento con que Guiche acentuó sus palabras—; no era tal mi intención, y aun creo que confundo a esa señorita con otra…
—Ciertamente que la confundís, os lo juro.
—¿Y te interesa eso mucho, Guiche? —preguntó el príncipe.
—Mucho, señor.
—Pues bien, concedido; pero no me pidáis más despachos, porque no hay más plazas.
—¡Ah! —murmuró el caballero—. ¡Las doce ya! La hora fijada para la marcha.
—¿Me echáis, caballero? —preguntó Guiche.
—¡Oh conde! ¡Cómo me maltratáis hoy! —contestó afectuosamente el de Lorena.
—¡Por Dios, conde!
—¡Por Dios, caballero! —dijo Monsieur—. No os querelléis así. ¿No veis que eso me apena?
—¿Firmáis eso? —preguntó Guiche.
—Tomad un despacho de esa carpeta y dádmelo.
Guiche obedeció. El príncipe firmó.
—Tomad —dijo entregándoselo—; pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que os reconciliéis con el caballero.
—Con mucho gusto.
Y le alargó una mano con una indiferencia que parecía desprecio.
—Ea, conde —dijo el caballero, sin parecer notar el desdén de Guiche—; idos y traednos una princesa que no desdiga mucho de su retrato.
—Sí, andad y volved pronto… A propósito, ¿a quién os lleváis?
—A Bragelonne y a Wardes.
—Intrépidos compañeros.
—Demasiado —dijo el caballero—: haced por traerlos a ambos.
—¡Corazón villano! —murmuró el conde.
Y saludando a Monsieur, salió. Al llegar al vestíbulo levantó en el aire el despacho firmado. Malicorne se precipitó y lo recibió temblando de alegría.
Pero, después de haberlo recibido, conoció Guiche que aguardaba alguna otra cosa.
—¡Paciencia, amigo, paciencia! —dijo a su cliente—. Estaba allí el señor caballero y he temido fracasar si pedía demasiado de un golpe. Esperad que yo regrese, y adiós.
—Adiós, señor conde, y mil gracias —dijo Malicorne.
—Y enviadme a Manicamp. A propósito: ¿es cierto que la señorita de La Vallière es coja?
En el momento de pronunciar estas palabras paraba un caballo detrás de él.
Volvióse, y vio palidecer a Bragelonne, que entraba en aquel instante en el patio.
El pobre amante había oído. No así Malicorne, que ya estaba fuera del alcance de su voz.
—¿Por qué se habla aquí de Luisa? —se preguntó Raúl—. ¡Oh! ¡El cielo libre a, Wardes de hablar una palabra de ella delante de mí!
—Vamos, señores —gritó el conde de Guiche—; ¡en marcha!
En aquel momento apareció en la ventana el príncipe, que ya había acabado de embellecerse.