Capítulo VIEl patio del palacio de Grammot

Al llegar, Malicorne a Étampes, supo que el conde de Guiche acababa de salir en dirección a París.

Malicorne descansó dos horas y se dispuso a continuar su camino. Por la noche llegó a París, apeóse en una posada donde siempre tenía costumbre de parar, y a las ocho del día siguiente se presentó en el palacio Grammort.

Ya era hora de que Malicorne llegase.

El conde de Guiche se preparaba a despedirse de Monsieur, antes de salir para El Havre, adonde lo mejor de la nobleza de Francia iba a recibir a Madame, que llegaba de Inglaterra.

Malicorne pronuncio el nombre de Manicamp, y al instante fue introducido.

El conde de Guiche permanecía en el patio del palacio Grammort, revisando sus trenes y caballos, que los escuderas y picadores hacían pasar por delante de él.

El conde elogiaba o criticaba delante de sus subordinados los vestidos, caballos y arneses que acababan de llevarle cuando en medio de esta importante ocupación fue dicho el nombre de Manicamp.

—¡Manicamp! —exclamó—. ¡Que entre, pardiez, que entre!

Y dio algunos pasos hacia la puerta.

Malicorne se deslizó por aquella puerta entreabierta, mirando al conde de Guiche, sorprendido de ver un semblante extraño en lugar del que esperaba.

—Perdonad, señor conde —dijo—, creo que se han equivocado anunciándoos al mismo Manicamp; pero yo no soy mas que un emisario suyo.

—¡Ah! —dijo Guiche con más frialdad—. ¿Y qué me traéis?

—Una epístola, señor conde. Malicorne se la presentó, observándole el rostro.

—El conde leyó y se echó a reír. ¡Otra camarista…! ¡Vaya! Ese tunante de Manicamp protege a todas las camaristas de Francia. Malicorne saludó.

—¿Y por qué no viene él mismo? —preguntó.

—Se halla en cama.

—¡Diablo! ¿Conque no tiene un cuarto?

—El enviado se encogió de hombros.

—¿Qué ha hecho del dinero? Malicorne hizo un movimiento que quería decir que sobre este punto estaba tan ignorante como el conde.

—Entonces que use de su crédito —prosiguió Guiche.

—¡Ah! Es que creo una cosa.

—¿Cuál?

—Que Manicamp no tiene crédito más que con vos.

—¿Es que no se encontrará en El Havre?

Malicorne hizo otro movimiento.

—Eso no puede ser; todo el mundo estará allí.

—Yo espero, señor conde, que no desperdiciará tan buena ocasión.

—Ya debería estar en París.

—Tomará caminos de travesía para ganar él tiempo perdido.

—¿Y dónde se halla ahora?

—En Orléans.

—Caballero —dijo Guiche saludando—, me parecéis hombre de excelente gusto.

Malicorne llevaba el vestido de Manicamp.

Y saludó también.

—Mucho honor me hacéis —dijo.

—¿A quién tengo el gusto de hablar?

—Me llamo Malicorne.

—Señor de Malicorne, ¿qué os parecen estas pistoleras?

Malicorne era hombre de talento y conoció la situación. Por otra parte, el de puesto antes de su nombre acababa de elevarlo a la altura de aquel a quien dirigía la palabra. Examinó las pistoleras como inteligente, y dijo resueltamente:

—Un poco pesadas.

—Ya lo veis —dijo Guiche al guarnicionero—; el señor, que es hombre de gusto, considera pesadas estas fundas. ¿Qué os había dicho yo?

El guarnicionero sé excusó coma pudo.

—¿Y qué opináis de ese caballo? —preguntó Guiche.

—A la vista parece perfecto, señor conde; mas sería necesario que lo montase para datos mi parecer.

—Pues montadlo, señor de Malicorne, y dadle dos o tres vueltas por el patio.

Malicorne tomó la brida, agarró la crin puso el pie en el estribo, y se colocó en la silla.

La primera vez hizo dar al caballo una vuelta al paso.

La segunda fue al trote. La tercera al galope.

Luego pasó cerca del conde, echó pie a tierra, y entregó la rienda a un palafrenero.

—Vaya, ¿qué pensáis, señor de Malicorne?

—Señor conde —respondió—: este caballo es de raza mecklemburguesa, y creo que debe tener siete años; la edad en que el caballo debe ser preparado para la guerra. El cuarto delantero es ligero. Caballo de cabeza chata no fatiga nunca la mano del jinete. La cruz es un poco baja. La configuración de la grupa me hace dudar de la pureza de la raza alemana. Debe tener sangre inglesa. En las vueltas y cambios de pie le he encontrado las ayudas finas.

—Bien juzgado, señor Malicorne —dijo el conde—, sois inteligente. Pero observo que traéis un traje encantador, que presumo no vendrá de la provincia. No se corta con ese gusto ni en Tours ni en Orléans.

—No, señor conde; este vestido es de París.

—Ya se ve… Pero; volvamos a nuestro asunto… ¿Conque Manicamp quiere hacer otra camarista?

—Ya veis lo que os escribe…

—¿Quién es la otra?

Malicorne ruborizóse.

—Una linda criatura —respondió—; la señorita de Montalais.

—¡Ah! La conocéis, ¿eh?

—Sí, es mi prometida o poco menos.

—Eso es distinto: sea muy enhorabuena —exclamó Guiche, en cuyos labios vagaba una sonrisa de broma cortesana; pero el título de prometida dado por Malicorne a la señorita de Montalais le recordó el respeto debido a las mujeres.

—¿Y el otro despacho, para quién es? ¿Es para la prometida de Manicamp…? En ese caso, lo siento. ¡Pobre niña! Tendrá un esposo muy malo.

—No, señor conde; el segundo despacho es para la señorita Luisa de la Baume Le Blanc de La Vallière.

—Desconocida —dijo Guiche.

—Desconocida, sí, señor —contestó Malicorne sonriendo.

—¡Bueno! Voy a hablar a Monsieur. A propósito: ¿es noble?

—Y de muy buena casa; doncella de honor de Madame viuda.

—Perfectamente.

—¿Queréis acompañarme al cuarto de Monsieur?

—Con mucho placer, si me concedéis ese honor.

—¿Tenéis carroza?

—No, he venida a caballo…

—¿Con ese traje?

—No, señor; he llegado de Orléans en posta, y me he mudado de vestido para presentarme en vuestra casa.

—Es cierto; me habéis dicho que llegabais de Orléans.

Y, arrugándola, se metió la carta en el bolsillo.

—Señor —dijo tímidamente Malicorne—. Me parece que no lo habéis leído todo.

—¡Cómo! ¿Todo no?

—No; había dos billetes bajo el mismo sobre.

—¡Ah! ¿Estáis seguro?

—¡Oh! Segurísimo.

—Veamos.

Y el conde volvió a abrir la carta.

—¡Ah…! Es cierto… —dijo desdoblando el papel que aún no había leído—. No me engañaba, otro destino en el cuarto de Monsieur. ¡Oh! Es una sima ese Manicamp. ¡Malvado! Yo creo que comercia.

—No, señor conde; desea hacer donación de él.

—¿A quién?

—A mí, señor.

—¿Y por qué no lo decíais, querido señor de Mauvaisecorne?

—¡Malicorne!

—¡Ah, perdón! Ese latín me enreda, la atroz costumbre de las etimologías. Me perdonaréis, ¿verdad, señor de Malicorne?

—Agradezco mucho vuestra bondad, y es una razón para que os diga cierta cosa ahora mismo.

—¿Qué cosa?

—Que yo no soy gentilhombre; tengo buen corazón y un poco de talento, pero me llamo Malicorne a secas.

—Pues bien —dijo Guiche mirando el malicioso semblante de su interlocutor—; me hacéis el efecto de un hombre muy amable. Me gusta vuestra cara, señor Malicorne, y es preciso que tengáis muy buenas cualidades para haber gustado a ese egoísta de Manicamp. Sed sincero; sois algún santo bajado a la tierra.

—¿Por qué?

—¡Pardiez! Porque os da algo. ¿No habéis dicho que deseaba haceros donación de un empleo en la casa del rey?

—Pero, señor conde, si consigo ese empleo, no será él quien me lo haya dado, sino vos.

—Y además… no os lo habrá dado por nada absolutamente.

—Señor conde…

—Esperad en Orléans hay un Malicorne. ¡Pardiez! El que presta dinero al señor príncipe.

—Creo que es mi padre, señor.

—¡Ya! El señor príncipe tiene al padre, y ese terrible devorador de Manicamp al hijo. Cuidado, amigo, que yo lo conozco, y os roerá, ¡vive Dios!, hasta los huesos.

—Pero yo le presto sin interés —dijo Malicorne sonriendo.

—Ya decía yo que erais un santo o cosa parecida. Señor Malicorne, tendréis el destino, o yo perderé mi nombre.

—¡Oh, señor conde! ¡Gracias! —dijo Malicorne enajenado.

—Vamos a casa del príncipe, mi querido señor Malicorne, vamos a casa del príncipe.

Y el de Guiche se dirigió a la puerta, haciendo seña a Malicorne de que le siguiera.

Mas en el momento en que iban a franquear el umbral, apareció un joven por el otra lado.

Era un caballero de veinticuatro a veinticinco años, de semblante pálido, labios delgados, ojos brillantes y cabellos castaños.

—Buenos días —dijo empujando a Guiche al interior del patio.

—¡Ah! ¡Vos aquí Wardes, con botas, espuelas y látigo en mano…!

—El traje que cuadra a un hombre que marcha al Havre; mañana ya no habrá nadie en París.

Y el recién llegado saludó ceremoniosamente a Malicorne, a quien su hermoso vestido daba aire de príncipe…

—El señor Malicorne —dijo Guiche a su amigo.

Wardes saludó.

—El señor de Wardes dijo inmediatamente a Malicorne.

Este saludó también:

—Vamos, Wardes —continuó Guiche—: decidnos, vos que estáis enterado de todas estas cosas: ¿qué destinos hay todavía vacantes en la Corte, o más bien en el cuarto de Monsieur?

—En el cuarto de Monsieur —dijo Wardes con ademán de quien recuerda—; creo que está vacante el de escudero mayor.

—¡Oh! —exclamó, Malicorne—; no hablemos de tales. Mi ambición no llega a la cuarta parte de eso.

Wardes tenía el golpe de vista más desconfiado que Guiche, y enseguida caló a Malicorne.

—El caso es —dijo—, que para ocupar esa plaza es preciso ser duque o par.

—Todo lo que yo pido —dijo Malicorne—, es un puesto muy humilde; yo soy poco, y no me aprecio en más de lo que valgo.

—El señor Malicorne, a quien veis —dijo Guiche a Wardes—, es un gallardo mozo, Cuya única desgracia es no ser gentilhombre; pero no ignoráis que yo hago poco caso del que no es más que gentilhombre.

—Conforme —dijo Wardes—, pero yo os haré observar querido conde, que sin nobleza no se puede entrar en casa de Monsieur.

—Verdad —dijo el conde—, la etiqueta es formal. ¡Diablo! ¡No habíamos pensado en esto!

—¡Qué desgracia para mí! —dijo Malicorne.

—Pero tiene remedio, según creo —respondió Guiche.

—¡Diantre! —exclamó Wardes—. El remedio se ha encontrado; se os hará gentilhombre. Su Excelencia el cardenal Mazarino no hacía otra cosa de la mañana a la noche.

—¡Paz, paz! —dijo el conde—. Nada de bromas pesadas, pues no es propio de nosotros; verdad es que la nobleza puede comprarse, pero no es una desgracia tan grande como para que los nobles no se rían de ella.

—A fe mía que eres un puritano, según dicen los ingleses.

—El señor vizconde de Bragelonne —anunció un criado en el patio, como si hubiera sido en un salón.

—¡Ah, Raúl! ¡Ven, ven acá! ¡También botas y espuelas! ¿Te marchas?

Bragelonne se acercó al grupo y saludó con el ademán grave y dulce que le era peculiar.

Su saludo dirigióse sobre todo a Wardes, a quien no conocía y cuyas facciones se habían armado de singular frialdad viendo aparecer a Raúl.

—Amigo —dijo Guiche—, vengo a pedirte tu compañía. ¿Vienes al Havre, según creo?

—¡Ah! ¡Esto es encantador! Vamos a hacer un viaje maravilloso… Señor Malicorne; el señor de Bragelonne… ¡Ah! Te presento al señor de Wardes.

Los jóvenes cambiaron un saludo acompasado, porque ambas naturalezas parecían dispuestas a rechazarse.

—Ponnos de acuerdo a Wardes y a mí, Raúl.

—¿Sobre qué asunto?

—Sobre nobleza.

—¿Y quién entenderá de ella mejor que un Grammont?

—Yo no te pido cumplimientos, sino tu opinión.

—Pero necesito conocer el objeto de la discusión.

—Wardes pretende que se abusa de los títulos y yo afirmo que el título es inútil al hombre.

—Y tienes razón —dijo tranquilamente Bragelonne.

—Pero yo también —replicó Wardes con una especie de obstinación—, yo también, señor vizconde, pretendo tener razón.

—¿Pues qué decís, señor?

—Yo sostengo que en Francia se hace todo lo que se puede para humillar a los gentileshombres.

—¿Y quién hace eso? —preguntó Raúl.

—El mismo rey, que se rodea de gentes que no podrían hacer, prueba de los cuatro cuarteles.

—Ignoro dónde diablos habéis visto eso, Wardes —dijo Guiche—. Un ejemplo…

Y, diciendo esto, dirigió a Bragelonne una mirada.

—¿Sabes tú quién acaba de ser nombrado capitán general de los mosqueteros, puesto que vale más que el de par y que ya delante de los mariscales de Francia?

Raúl empezó a encenderse; porque veía dónde iba a parar Wardes.

—No. ¿Quién ha sido nombrado?

—Y no hará de eso mucho tiempo, porque ha ocho días aun estaba vacante la plaza; por más señas, Su Majestad se la negó a Monsieur, que la pedía para uno de sus protegidos.

—Pues la ha negado al protegido de Monsieur, a fin de dársela al caballero de D’Artagnan, un segundón de la Gascuña que ha arrastrado la espada treinta años por las antecámaras.

—Perdonad si os interrumpo, señor —dijo Raúl lanzando a Wardes una mirada llena de severidad— mas creo que no conocéis a aquel de quien habláis.

—¡Que no conozco al señor de D’Artagnan! ¡Dios mío! ¿Pues quién no lo conoce?

—Los que lo conocen —dijo Raúl con más calma y frialdad— están obligados a decir que si no es tan buen gentilhombre como el rey, lo cual no es falta suya, iguala a todos los soberanos del mundo en valor y lealtad. Esta es mi opinión, caballero, y gracias a Dios, conozco al señor de D’Artagnan desde que nací.

Wardes iba a contestar; pero le interrumpió Guiche.