La presentación de estos dos nuevos personajes en esta historia, y su misteriosa afinidad de nombres y sentimientos, merece cierta atención por parte del lector y del cronista. Vamos, pues, a entrar en ciertos detalles sobre el señor Malicorne y el señor de Manicamp.
No ignoramos que Malicorne había hecha el viaje de Orléans para ir en busca del despacho destinado a la señorita de Montalais, cuya llegada acaba de producir tan viva sensación en el castillo de Blois. En aquel momento hallábase en Orléans el señor de Manicamp, singular personaje, mozo de mucho ingenio, pero siempre muy necesitado, por más que gastase a voluntad de la bolsa del conde de Guiche, uña de las bolsas mejor provistas de su época.
El conde de Guiche había tenido por compañero de infancia a Manicamp, pobre hidalgo vasallo, oriundo de los Grammont.
El señor de Manicamp habíase creado con su genio una rica renta en la familia del mariscal.
Por un cálculo superior a su infancia, siempre había dado su nombre y complacencia alas travesuras del conde de Guiche. Cuando su noble compañero robaba alguna fruta destinada a la señora mariscala; cuando rompía un cristal o sacaba los ojos a un perro, Manicamp declarábase culpable del crimen cometido, y recibía el castigo, que no era más dulce por caer sobre un inocente.
Pero también le era pagado este sistema de abnegación. En vez de llevar vestidos medianos, como lo exigía la fortuna paterna, podía presentarse brillante y soberbio, como un señor de cincuenta mil libras de renta.
Y no porque fuera vil de carácter o humilde de espíritu era filósofo, o más bien tenía la indiferencia y la apatía que apartan del hombre todo sentimiento del mundo jerárquico.
Su única ambición era derrochar.
Y bajo este aspecto, era un abismo el bueno de Manicamp.
Tres o cuatro veces al año, generalmente, arruinaba al conde de Guiche, y cuando el conde de Guiche estaba muy arruinado; cuando había vuelto y revuelto su bolsa declarando que era necesario recurrir, lo menos por quince días, a la beneficencia paterna para llenar bolsa y bolsillos, Manicamp perdía toda energía, se metía en cama, no comía, y vendía todos sus vestidos so pretexto de que estando acostado no necesitaba de ellos.
Durante esta postración de fuerzas y de espíritu, llenábase la bolsa del conde de Guiche, desbordándose en la de Manicamp, que compraba nuevos vestidos, vestíase y daba principio a la misma vida de antes.
Esa manía de vender sus vestidos nuevos por la cuarta parte de lo que valían, habían hecho a nuestro héroe bastante célebre en Orléans, ciudad a donde generalmente, y sin que sepamos por qué iba a pasar sus días de penitencia.
Los elegantes de provincias se repartían los restos de su opulencia.
Entre los admiradores de estos espléndidos vestidos brillaba nuestro amigo Malicorne, hijo de un síndico de la ciudad, a quien el príncipe de Condé siempre necesitado como un Condé, tomaba muchas veces dinero prestado a un interés crecido.
El señor Malicorne, hijo, llevaba la caja del padre. Es decir, que en este tiempo de fácil moral, se formaba por su parte, siguiendo el ejemplo de su padre, y prestando por semanas, una renta de mil ochocientas libras, sin contar otras seiscientas que suministraba la generosidad del síndico; de modo que Malicorne era el rey de los lechuguinos de Orléans, teniendo dos mil cuatrocientas libras que dilapidar y derrochar en locuras de todo género Mas, al contrario de Manicamp, Malicorne era horriblemente ambicioso.
Amaba por ambición, gastaba por ambición y se hubiera arruinado por ambición.
Malicorne se había propuesto lograr su objetivo a cualquier precio, y para esto había buscado una querida y un amigo.
La querida, la señorita de Montalais, era en extremo cruel en los últimos favores de amor; pero era una mujer noble, y esto bastaba a Malicorne.
El amigo no tenía amistad; mas era el favorito del conde de Guiche y amigo de Monsieur, hermano del rey, y esto bastaba a Malicorne.
Sólo que, conforme al capítulo de gastos, la señorita de Montalais costaba al año en cintas, guantes y confituras, mil libras.
Manicamp contaba dinero prestado y nunca pagado de mil doscientas a mil quinientas libras al año.
De modo que no le quedaba nada a Malicorne.
¡Ah! Sí, tal; nos equivocamos, le quedaba la caja paterna.
Usó, pues, de un procedimiento, sobre el cual guardó el más profundo secreto, y que consistía en adelantarse a sí propio sobre la caja del síndico una media docena de años; esto es, una quincena de miles de libras, jurándose, por supuesto; satisfacer el déficit tan pronto como se le presente ocasión.
La ocasión debía ser la concesión de un buen destino en la casa de Monsieur, cuando esta casa se remontara en la poca de su matrimonio. La época había llegado. Un buen destino en la casa de un príncipe de la sangre, cuando es conseguido por la influencia y la recomendación de un amigo tal como el conde de Guiche, era tanto como doce mil libras al año; y, según la costumbre que había tomado Malicorne de hacer fructificar, sus rentas, doce mil libras podían elevarse a veinte.
Ya empleado, casaríase con la señorita de Montalais; ésta, de una familia cuyas hembras ennoblecían, no sólo sería dotada, sino también ennoblecería a Malicorne.
Mas para que la señorita de Montalais; que no tenía gran fortuna patrimonial, aun siendo hija única, fuese convenientemente dotada, era preciso que perteneciera a alguna gran princesa, tan pródiga corno avara era Madame viuda.
Y para que la mujer no anduviese por un lado y el marido por otro, situación que presentaba graves inconvenientes, sobre todo con caracteres como los de los futuros cónyuges, Malicorne había pensado fijar el punto central de reunión en casa misma de Monsieur, hermano de Su Majestad.
La señorita de Montalais sería camarista, y Malicorne oficial de Monsieur.
Vemos que el plan era de una buena cabeza, y que había sido valientemente ejecutado.
Malicorne había solicitado a Manicamp que pidiese al conde de Guiche un despacho de camarista.
Y el conde había pedido este despacho a Monsieur, que lo había firmado sin tardanza.
El plan moral de Malicorne, porque es claro que las combinaciones de un ingenio tan activo como el suyo no se limitarían tan sólo a lo presente, sino que se extenderían a lo porvenir, era éste:
Hacer entrar en casa de madame Enriqueta a una mujer que le fuera adicta, espiritual, joven, bonita intrigante; saber por esta mujer todos los secretos femeninos de la casa, en tanto que él y su amigo Manicamp sabrían entre los dos los misterios masculinos.
Por estos medios llegaría a una fortuna espléndida.
Malicorne era nombre villano, y el que lo llevaba tenía demasiado talento para disimularse esta verdad.
Malicorne sonaba muy noblemente al oído.
Así es que no era inverosímil que pudiera encontrarle un origen de los mas aristocráticos.
En efecto; ¿no podía venir de una tierra donde un toro de cuernos mortales hubiera causado una gran desgracia y bautizado el suelo con la sangre que derramara? Este plan presentábase erizado de dificultades, y la mayor parte de todas era la misma Montalais. Caprichosa, variable, virgen armada de garras, solía derribar de un solo golpe de sus dedos blancos, o de un solo soplo de sus risueños labios; el edificio que la paciencia de Malicorne había tardado un mes en levantar.
Aparte el amor, Malicorne era dichoso, tenía la fuerza de ocultarlo con cuidado, persuadido de que a la menor soltura de los lazos con qué había ligado a su Proteo hembra, el diablo lo echaría por tierra y se burlaría de él.
Humillaba a su querida desdeñándola. Ardiendo en deseos cuando ella se acercaba para tentarlo, tenía el arte de parecer de hielo, persuadido de que si abría sus brazos ella huiría burlándose.
Montalais, por su parte, creía no amar a Malicorne, y por el contrario, le amaba. Malicorne le repetía con tanta frecuencia, sus protestas de indiferencia, qué ella concluía a veces por creerlo, y entonces también creía que lo detestaba; y si deseaba conquistarla por la coquetería, Malicorne usaba de más coquetería que ella.
Pero lo que hacía que Montalais lo quisiese de una manera indisoluble, era que Malicorne siempre estaba lleno de noticias recientes, traídas de la Corte y de la ciudad; que siempre llevaba a Blois una moda, un secreto, un perfume, y que jamás pedía una cita, sino que por el contrario, se hacía suplicar para recibir favores que ardía por conseguir.
Montalais, por su parte, lo tenía al corriente de todo lo que pasaba en casa de Madame viuda, de lo cual hacía a Manicamp cuentos para morir de risa, que eran relatados por éste al señor de Guiche, quien a su vez los relataba a Monsieur.
He aquí en pocas palabras la trama de los pequeños intereses y de las pequeñas conspiraciones que unían a Blois con Orléans y a Orléans con París, y que debían conducir a esta última ciudad a la pobre La Vallière, la cual se hallaba muy lejos de figurarse el extraño porvenir a que estaba reservada.
Respecto al honrado Malicorne, y nos referimos al síndico de Orléans, no veía más claro en lo presente que los otros en lo porvenir, y no sospechaba, paseando diariamente de tres a cinco por la plaza de Santa Catalina, con su vestido gris de la época de Luis XIII, y sus zapatos de paño, que era él quien pagaba todas aquellas carcajadas, todos aquellos besos furtivos, y todos los cuchicheos y planes que formaban una cadena de cuarenta y cinco leguas entre el palacio de Blois y el Palacio Real.