En pos de madame de Saint-Rémy subía la señorita de La Vallière.
Oyó la explosión de la rabia materna, y, como adivinaba el motivo, entró temblando en la sala y vio al desgraciado Malicorne, cuyo continente desesperado hubiera emocionado o divertido a cualquiera que lo hubiese observado a sangre fría.
En efecto, Malicorne se había atrincherado detrás de una enorme silla, como para evitar los primeros asaltos de madame de Saint-Rémy no confiaba ablandarla por la palabra, porque ella hablaba más alto que él y sin interrupción; pero contaba con la elocuencia de sus gestos.
La anciana dama ni veía ni oía nada; hacía mucho tiempo que Malicorne era una de sus antipatías.
Mas su cólera era demasiado grande para no desbordarse desde Malicorne a su cómplice.
También hubo para Montalais.
—Y Vos, señorita, sabed que advertirá a Madame de lo que pasa en el cuarto de una de sus doncellas de honor.
—¡Oh! Madre mía —murmuró la señorita de La Vallière—, ahorrad…
—Callaos, señorita, y no os canséis en vano en interceder por sujetos indignos; que una joven honrada como vos sufra el mal ejemplo, ya es una desgracia bastante grande; pero que lo autorice con su indulgencia, eso es lo que yo no sufriré.
—Pero, verdaderamente —dijo Montalais rebelándose al fin—, no sé con qué pretexto me tratáis así. Me parece que no hago nada malo.
—Y ese holgazán, señorita —añadió Madame de Saint-Rémy señalando a Malicorne— ¿está aquí para hacer cosa buena? ¡Decid!
—No está aquí ni para nada malo ni para nada bueno; viene a verme y nada más.
—Está bien —dijo madame de Saint-Rémy—. Su Alteza Real será enterada y juzgará.
—Y, en todo caso —contestó Montalais—, no veo por qué ha de prohibirse al señor Malicorne que ponga los ojos en mí, cuando su intención es honrada.
—¡Intención honrada con semejante figura! —exclamó la de Saint-Rémy.
—Os doy las gracias en nombre de mi figura, señora —repuso Malicorne.
—Venid, hija mía; llegad —continuó la vieja—, vamos a decir a Madame que en el momento mismo en que ella llora un esposo, en el instante en que todos lloramos un señor en este viejo castillo de Blois, mansión de dolor, hay aquí gentes que se divierten y distraen.
—¡Oh! —murmuraron los dos acusados.
—¡Una doncella de honor! ¡Una doncella de honor! —exclamó la vieja dama alzando las manos al cielo.
—Pues os engañáis, señora —dijo Montalais exasperada—; ya no soy yo doncella de honor de Madame.
—¿Presentáis la dimisión, señorita? Está bien, no puedo menos de aplaudir semejante determinación, y la aplaudo.
—Yo no presento la dimisión, señora; tomo otro servicio y nada más.
—¿En la vecindad o en la curia? —dijo madame de Saint-Rémy con desdén.
—Sabed, señora —dijo Montalais—, que yo no soy doncella para servir vecinas o gentes de golilla, y que, en lugar de la corte miserable en que vegetáis, voy a habitar una corte casi real.
—¡Ah! ¡Ah! una corte real —dijo la de Saint-Rémy, esforzándose por reír—: ¡Una corte real! ¿Qué pensáis de eso, hija mía?
Y se volvía a la señorita de La Vallière, a quien quería arrastrar a todo trance contra Montalais; y que, en lugar de obedecer al impulso de madame de Saint-Rémy, miraba unas veces a su madre, otras a la de Montalais con ojos conciliadores.
—Yo no he dicho una corte real, señora —contestó la acusada—; porque madame Enriqueta de Inglaterra, que va a ser esposa de Su Alteza Real Monsieur, no es una reina. He dicho casi real, y esta es la verdad, ya que va a ser cuñada del rey.
Un rayo que cayera, sobre el castillo de Blois no hubiese aturdido tanto a madame de Saint-Rémy como esta última frase de la de Montalais.
—¿Qué habláis de Su Alteza Real madame Enriqueta? —preguntó la vieja dama.
—Digo que voy a entrar en su casa como camarista; eso es lo que he dicho.
—¡Como camarista! —exclamaron a la vez madame de Saint-Rémy con desesperación y la señorita de La Vallière con alegría.
—Sí, señora; como camarista. La anciana inclinó la cabeza, como si el golpe hubiera sido excesivo para ella.
Pero casi al mismo tiempo se incorporó, para lanzar el último proyectil a su adversario.
—¡Oh, oh! —murmuró—. Mucho se habla de esa clase de promesas, se cuenta muchas veces con esperanzas locas, y en el último momento, cuando se trata de cumplir esas promesas y de realizar esas esperanzas, vese con sorpresa reducida a humo la influencia con que se contaba.
—¡Oh, señora! La influencia de mi protector es incontestable, y sus promesas valen como documentos.
—¿Y sería indiscreto preguntaros el nombre de ese protector que tiene tanto poder?
—¡Oh, Dios Santo! Es este caballero —dijo Montalais señalando a Malicorne, que durante la escena había conservado la más imperturbable sangre fría y la más cómica dignidad.
—¡El señor! —murmuró madame de Saint-Rémy con una explosión de hilaridad—. ¿El señor es vuestro, protector? El hombre cuya influencia es tan poderosa y cuyas promesas valen como documentos, ¿es el señor Malicorne?
Este saludó.
Montalais sacó sin responder su nombramiento del bolsillo, y dijo, mostrándolo a la vieja dama:
—Aquí está el despacho.
Todo concluyó entonces; cuando la buena señora recorrió con la vista el venturoso pergamino, unió las manos; una expresión indecible de desesperación y de envidia contrajo su semblante, y se vio obligada a sentarse para no caer desmayada.
Montalais no era bastante perversa para gozar de su victoria mas allá de los límites de la prudencia y anonadar al enemigo vencido, sobre todo siendo la madre de su amiga; así es que usó, mas no abusó de su triunfo.
Malicorne fue menos generoso, tomó posturas nobles en su sillón, y extendióse con una familiaridad que dos horas antes le hubiera valido la amenaza del bastón.
—¡Camarista de la joven Madame! —repetía la de Saint-Rémy, mal convencida todavía.
—Sí, señora, y por la protección del señor Malicorne.
—¡Es increíble! —repetía la vieja—. ¿No es cierto, Luisa, que es increíble?
Pero Luisa no respondió; estaba inclinada, pensativa, casi afligida y suspirando, puesta una mano sobre su hermosa frente.
—En fin, caballero —dijo de pronto madame de Saint-Rémy—, ¿cómo habéis hecho para obtener ese empleo?
—Lo he solicitado, señora.
—¿A quién?
—A un amigo mío.
—¿Y tenéis amigos bastante bien relacionados en la Corte para daros tales pruebas de influencia?
—¡Toma! Así parece.
—¿Y puede saberse, el nombre de esos amigos?
—Yo no he dicho que tuviera muchos amigos, señora, sino uno solo.
—¿Y se llama…?
—¡Diantre, señora, cómo adelantáis! Cuando se tiene un amigo tan poderoso como el mío, no se presenta así a la luz del día para que se lo roben a uno.
—Tenéis razón en callar su nombre, porque presumo que os sería difícil decirlo.
—En todo caso —dijo Montalais—, si el amigo no existe, existe el nombramiento, y de este modo termina la cuestión.
—Entonces ya concibo —dijo madame de Saint-Rémy con la sonrisa del gato que va a arañar— por qué he encontrado al señor en vuestro cuarto.
—¿Por qué?
—Os traía el despacho.
—Es cierto, señora; habéis adivinado.
—Entonces, no puede haber nada más moral.
—Así lo creo, señora.
—Y he hecho mal, al parecer, en dirigiros ningún cargo.
—Muy mal; señora; pero estoy tan acostumbrada a vuestros cargos, que os los perdono.
—En tal caso, vámonos, Luisa; nada tenemos que hacer aquí.
—¿Qué decíais, señora? —preguntó La Vallière, estremeciéndose.
—¿No oyes, hija mía?
—No, señora; estaba pensando.
—¿En qué?
—En distintas cosas.
—¡Tú no dejarás de quererme, Luisa! —exclamó Montalais estrechándole la mano.
—¿Y por qué no te había de querer, amada Aura? —contestó la joven con su dulce voz.
—¡Bah! —repuso madame de Saint-Rémy—. Aunque os dejase de querer un poco, no haría del todo mal.
—¿Y por qué, Dios Santo?
—Me parece que es de tan buena familia y tan bonita coma vos. ¡Madre! —murmuró Luisa.
—Cien veces más bonita, señorita de mejor familia, no; pero eso no me dice por qué me había de dejar de querer Luisa.
—¿Suponéis que sea divertido para ella enterrarse en Blois, cuando vos vais a brillar en París?
—Pero, señora, yo no soy quien impide a Luisa que me siga; al contrario, tendría mucho gusto en que viniese.
—Creo que el señor Malicorne, que es tan poderoso en la Corte…
—¡Ah! Tanto peor, señora —dijo el mancebo—; cada uno trabaja para sí en este miserable mundo.
—¡Malicorne! —dijo Montalais.
Y bajándose hacia el joven, le dijo:
—Entretenedme a madame de Saint-Rémy disputando o acomodándoos a ella; es necesario que yo charle con Luisa.
Y al mismo tiempo una dulce presión de mano recompensaba a Malicorne su futura obediencia.
Malicorne acercóse gruñendo a madame de Saint-Rémy, mientras que Montalais decía a su amiga, echándole un braza por el cuello:
—¿Qué tienes? ¿Es cierto que ya no me amarás, como dice tu madre?
—¡Oh, no! —respondió la joven conteniendo apenas las lágrimas—. Soy feliz con tu dicha.
—¡Feliz, y se diría que vas a llorar!
—¿No se llora más que de envidia?
—¡Ah! Ya comprendo: voy a París, y esta palabra te recuerda algún caballero…
—¡Aura!
—Cierto caballero que, en otro tiempo, habitaba en Blois y hoy vive en. París.
—Verdaderamente, no sé lo que tengo; mas estoy sofocada.
—En ese caso, llora, ya que no puedes sonreír.
Luisa alzó su dulce rostro, por el cual corrían las lágrimas.
—Vamos, confiesa —dijo Montalais.
—¿Qué quieres que confiese?
—Lo que te hace llorar; nadie llora sin causa. Soy tu amiga y haré todo cuanto quieras. Malicorne es más poderoso, de lo que se cree. ¡Vaya! ¿Quieres venir a París?
—¡Ay! —exclamó Luisa.
—¿Deseas venir a París?
—Quedarme aquí sola, en este viejo castillo, yo, que tenía la dulce costumbre de escuchar tus canciones, estrechar tu mano y correr contigo al parque. ¡Oh! ¡Cómo me voy a aburrir! ¡Qué pronto voy a morir!
—¿Quieres venir a París? Luisa dio un suspiro.
—¿No respondes?
—¿Qué he de responder?
—Sí, o no; me parece que es cosa fácil.
—¡Oh! ¡Qué feliz eres, Montalais!
Luisa calló.
—¡Querida! —exclamó Montalais—. ¡Habrase visto, tener secretos con una amiga! ¿Confiesas que estás muriéndote de ganas de, volver a ver a Raúl?
—No puedo manifestar eso.
—Haces mal.
—¿Por qué?
—Porque… ¿ves este despacho?
—Sí.
—Pues bien; habría hecho que tuvieras otro igual.
—¿Por medio de quién?
—Por Malicorne.
—¿Sería posible, Aura?
—¡Diantre! Ahí está Malicorne; y lo que ha hecho por mí, será preciso que lo haga por ti. Malicorne acababa de oír pronunciar su nombre dos veces, y estaba encantado de hallar una ocasión para concluir con madame de Saint-Rémy; así es que se volvió y dijo:
—¿Qué pasa, señorita?
—Venid acá, Malicorne —dijo Montalais.
Malicorne obedeció.
—Un despacho igual —dijo Montalais.
—¿Cómo?
—Uno igual a éste; es claro.
—Pero.
—Me hace falta.
—Es imposible, ¿no es verdad, señor Malicorne? —dijo Luisa con su voz de ángel.
—¡Diantre!
—Si es para vos, señorita…
—Sí, señor Malicorne, sería para mí.
—Y si la señorita de Montalais lo pide al mismo tiempo que vos…
—Montalais no pide; lo exige.
—¡Bueno! Se hará por obedeceros, señorita.
—¿Y la haréis nombrar?
—Se tratará.
—No admito respuestas evasivas. Luisa de La Vallière será camarista de madame Enriqueta antes de ocho días.
—Mas, ¡cómo…!
—Antes de ocho días, o…
—O…
—O tomáis vuestro despacho, señor Malicorne; yo no me alejo de mi amiga.
—¡Querida Montalais!
—Está bien; guardaos ese despacho; la señorita de La Vallière será también camarista.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Conque puedo esperar ir a París?
—Contad con ello.
—¡Oh, señor de Malicorne! ¡Qué agradecimiento! —murmuró Luisa juntando las manos y saltando de alegría.
—¡Disimulada! —dijo Montalais—. Intenta otra vez hacerme creer que no estás enamorada de Raúl.
Luisa ruborizóse como la rosa de mayo; pero, en vez de responder, fue a abrazar a su madre.
—Señora —le dijo—, ¿sabéis que el señor Malicorne me nombrará camarista?
—El señor de Malicorne es un príncipe disfrazado —replicó la vieja dama—, y todo lo puede.
—¿Deseáis vos ser también camarista? —preguntó Malicorne a madame de Saint-Rémy—. Mientras esté allá haré nombrar a todo el mundo.
Y salió inmediatamente, dejando a la pobre dama trastornada.
—Vamos —murmuraba Malicorne mientras bajaba la escalera—; otro billete de mil libras me va a costar esto; pero es necesario tomar un partido porque mi amigo Manicamp no hace nada de balde.