Capítulo ID’Artagnan le echa al fin la mano a su despacho de capitán

El mensajero era fácil de reconocer.

Era D’Artagnan, con el traje lleno de polvo, el rostro inflamado, los cabellos goteando sudor y las piernas contraídas; levantaba penosamente los pies a la altura de cada escalón, en los cuales resonaban sus ensangrentadas espuelas.

En el instante mismo en que atravesaba el umbral vio a Fouquet. Éste saludó con una sonrisa a quien una hora antes le traía la ruina o la muerte.

D’Artagnan encontró en su bondad de alma y él su inextinguible vigor corporal bastante presencia de espíritu para recordar la buena acogida de aquel hombre, y también le saludó, más bien por benevolencia y por piedad que por respeto.

Y sintió en sus labios esta palabra que fue repetida tantas veces al duque de Guisa:

—¡Huid!

Mas pronunciar esta palabra era hacer traición a una causa; decirla en el gabinete del rey y delante de un ujier, era perderse gratuitamente sin salvar a nadie.

D’Artagnan se contentó con saludar a Fouquet, sin hablarle, y entró. En el mismo momento fluctuaba el rey entre la sorpresa que acababan de producirle las últimas palabras de Fouquet y el placer de la vuelta de D’Artagnan.

Sin ser cortesano, tenía D’Artagnan la mirada tan rápida y segura como si lo fuese.

Al entrar leyó la humillación devoradora en la frente de Colbert. Y aún pudo oír estas palabras, que le decía el rey:

—¡Ah, señor Colbert! ¿Conque teníais novecientas mil libras en la superintendencia?

Colbert, sofocado, se inclinaba sin responder.

Toda esta escena entró a la vez en el ánimo de D’Artagnan por los ojos y los oídos.

Las primeras palabras de Luis XIV a su mosquetero, como si hubiese querido hacer contraste con lo que decía en aquel momento, fue un «buenos días» afectuoso.

Las segundas, un adiós a Colbert. Este salió del gabinete, lívido y vacilante; mientras D’Artagnan se retorcía las guías del bigote.

—Me place ver ese desorden en uno de mis servidores —dijo el rey admirando el marcial continente del traje de su enviado.

—Efectivamente, Majestad —dijo D’Artagnan—, he creído que mi presencia era bastante necesaria en el Louvre, para permitirme, presentarme así.

—¿Me traéis grandes noticias, señor? —preguntó el rey sonriendo. Majestad, he aquí la cosa en breves palabras:

Belle-Île está fortificada, admirablemente fortificada; tiene una muralla doble, una ciudadela y dos fuertes avanzados; en el puerto hay tres corsarios; y las baterías de la costa sólo espesan los cañones.

—Sé todo eso, señor —respondió el rey.

—¡Ah! ¿Vuestra Majestad sabe todo eso? —exclamó el mosquetero estupefacto.

—Tengo el plano de las fortificaciones de Belle-Île —dijo el rey.

—¿Vuestra Majestad tiene el plano?

—Miradlo.

—Efectivamente, Majestad —dijo D’Artagnan—; éste es, sin duda, y allá he visto otro igual.

Obscurecióse la frente de D’Artagnan, y añadió:

—¡Ah! Ya comprendo; Vuestra Majestad no se ha fiado de mí sólo; y ha enviado a otro —dijo con tono de reproche.

—¿Y qué importa, señor, la manera con que lo haya sabido, con tal de que lo sepa?

—Nada, Majestad —repuso el mosquetero, sin pretender ocultar su descontento—; pero me permitiré decir a Vuestra Majestad que no valía la pena hacerme correr tanto y exponerme veinte veces a romperme las costillas, para saludarme al llegar aquí con semejante noticia. Majestad, cuando se desconfía de los hombres, o cuando se les cree incapaces, no se les emplea.

Y D’Artagnan, con un movimiento militar, dio un golpe con el pie e hizo caer en el entarimado un polvo ensangrentado.

El rey lo miraba y gozaba interiormente de su primer triunfo.

—Señor —dijo al cabo de un instante—; no sólo me es conocida Belle-Île, sino que es mía…

—Bueno, Majestad; yo no os pregunto nada —respondió D’Artagnan—. ¡Mi licencia!

—¡Cómo! ¿Vuestra licencia?

—Sin duda. Soy demasiado orgulloso para comer el pan del rey sin ganarlo, o, más bien, ganándolo mal. ¡Mi licencia, Majestad!

—¡Oh! ¡Oh!

—Mi licencia, o me la tomo yo.

—¿Os incomodáis, señor?

—Hay motivos; ¡vive Dios! ¡Estoy a caballo treinta y dos horas, corriendo día y noche, hago prodigios de ligereza, llego tieso como un ahorcado, y otro me toma la delantera! ¡Vamos, soy un pigmeo! ¡Mi licencia, Majestad!

—Señor D’Artagnan —dijo Luis XIV apoyando su blanca mano en el polvoriento brazo del mosquetero—; lo que acabo de decir no influye para nada en lo que os he prometido. Palabra dada, palabra cumplida.

Y el joven rey fue derecho a su mesa, abrió un cajón, y sacó un papel plegado en cuatro dobleces.

—Este es vuestro despacho de capitán de los mosqueteros; lo habéis ganado, señor de D’Artagnan.

D’Artagnan abrió con viveza el papel y lo miró dos veces, sin dar crédito a sus ojos.

—Y se os da ese despacho —continuó el rey—, no sólo por vuestro viaje a Belle-Île, sino también por vuestra valerosa intervención en la plaza de la Grève. Muy bien me servisteis allí.

—¡Ah! ¡ah! —murmuró D’Artagnan, sin que el poder que tenía sobre sí mismo pudiera impedir que cierto rubor le subiese a los ojos—. ¿También sabéis eso, Majestad?

—Sí, lo sé.

El rey tenía la mirada penetrante Y el juicio infalible cuando se trataba de leer en una conciencia.

—Tenéis algo que decir y calláis —dijo al mosquetero—. Vacuos, hablad francamente, señor; ya os he dicho, una vez por todas, que tuvieseis franqueza conmigo. Pues bien, Majestad, lo que tengo es que quisiera, mejor haber sido nombrado capitán” de los mosqueteros por haber cargado a la cabeza de mi compañía, apagando los fuegos de una batería o tomando una ciudad, que por haber hecho ahorcar a dos desgraciados.

—¿Es verdad eso que decís?

—¿Y por qué me sospecha Vuestra Majestad simulador?

—Porque; si os conozco bien, señor, no podéis arrepentiros de haber sacado la espada por mí.

—Pues os engañáis grandemente, Majestad; sí, me arrepiento de haber sacado la espada, a causa de los resultados que esta acción ha producido. Esos desgraciados que han muerto, Majestad, no eran ni vuestros enemigos ni los míos, y no se defendían.

El rey guardó un momento de silencio.

—¿Y vuestro compañero, señor de D’Artagnan, participa también de vuestro arrepentimiento?

—¿Mi compañero…?

—Sí, me parece que no estabais solo.

—¿Sólo? ¿Dónde?

—En la plaza de la Grève.

—No, Majestad, no —dijo D’Artagnan ruborizándose al pensar que el rey podía tener la idea de que trataba de apropiarse de la gloria de que participaba Raúl—. ¡No, vive Dios! Como dice Vuestra Majestad, tenía un compañero, y un buen compañero:

—¿Un joven?

—Sí, Majestad, un joven. ¡Oh! Doy la enhorabuena a Vuestra Majestad por lo bien informado que está, tanto de lo de fuera como de lo dentro. ¿Es el señor Colbert quien hace al rey estos hermosos relatos?

—El señor Colbert no me ha manifestado más que cosas buenas de vos, señor de D’Artagnan, y hubiera hecho mal en venir a decir otras.

—¡Ah! ¡Es una suerte!

—Mas también ha dicho mucho bueno de ese joven.

—Y es justo dijo el mosquetero.

—Parece que es un valiente —añadió Luis XIV, para avivar aquel sentimiento que tomaba por despecho.

—Un valiente, sí, Majestad —repetía D’Artagnan, encantado de incitar al rey a costa de Raúl.

—¿Sabéis su nombre?

—Me parece…

—¿Le conocéis, pues?

—Hace unos veinticinco años.

—¡Si tiene apenas esa edad! —exclamó el rey.

—Pues bien, Majestad, lo conozco desde el día que nació.

—¿Me afirmáis eso?

—Vuestra Majestad —respondió D’Artagnan—, me interroga con una desconfianza en la que reconozco otro carácter que el suyo. El señor Colbert, que tan bien os ha instruido, ¿ha olvidado manifestados que ese joven era hijo de mi amigo íntimo?

—¿El vizconde de Bragelonne?

—Ciertamente, Majestad; el vizconde de Bragelonne tiene por padre al señor conde de la Fère, que tanto ha contribuido a la restauración del rey Carlos II. ¡Oh! Bragelonne es de una raza de valientes.

—Entonces, ¿es hijo de ese señor que ha venido a verme, o mejor, a ver al señor Mazarino, de parte de Carlos II, para ofrecernos su alianza?

—Justamente.

—¿Y decís que es intrépido el conde de la Fère?

—Majestad, es un hombre que ha sacado más veces la espada por el rey vuestro padre que días tiene la vida feliz de Vuestra Majestad.

Luis XIV se mordió los labios a su vez.

—¡Bien, señor de D’Artagnan! ¿Y es amigo vuestro el conde de la Fère?

—Hará unos cuarenta años. Ya ve Vuestra Majestad que no habló de ayer.

—¿Os alegraría ver a ese joven, señor de D’Artagnan?

—Muchísimo, Majestad.

El rey llamó con su timbre y apareció el ujier.

—Llamad al señor de Bragelonne.

—¡Ah! ¿Está aquí? —preguntó D’Artagnan.

—Hoy está de guardia en el Louvre, con la compañía de gentileshombres del señor príncipe.

Apenas acababa el rey, cuando se presentó Raúl, y al ver a D’Artagnan sonrió de aquella manera que sólo se encuentra en los labios de la juventud.

—Vamos, vamos —dijo D’Artagnan familiarmente a Raúl—. El rey permite que me abraces; pero di a Su Majestad que le das las gracias. Raúl se inclinó tan graciosamente, que Luis, a quien agradaban todas las superioridades cuando no afectaban a la suya, admiró aquella belleza, aquel vigor y aquella modestia.

—Señor —dijo el rey dirigiéndose a Raúl—, he pedido al señor príncipe tuviera la bondad de cederme a vos; he recibido su contestación, y me pertenecéis desde hoy. El señor príncipe era un buen amo; mas creo que no perderéis en el cambio.

—Sí, sí, Raúl, dice bien el rey —dijo D’Artagnan, que había adivinado el carácter de Luis, y que jugaba en ciertos límites con su amor propio, conservando siempre los cumplimientos, y lisonjeando cuando parecía que se burlaba.

—Majestad —dijo entonces Bragelonne con voz dulce, y llena de encanto, y con aquella locución fácil y natural que tenía de su padre—; no es de hoy el que os pertenezca.

—¡Oh! Ya lo sé —dijo el rey—; queréis hablar de vuestra expedición de la Grève; en efecto, muy mío fuisteis ese día, señor.

—Tampoco hablo de ese día, Majestad, y no me sentaría bien recordar un servicio, tan insignificante en presencia de un hombre como el señor de D’Artagnan; quería hablar de una circunstancia que hace época en mi vida, y que me ha consagrado desde la edad de dieciséis años a vuestro servicio.

—¡Ah, ah! —murmuró el rey—. ¿Y qué circunstancia es? Decidme, señor.

—Esta… Cuando salí para mi primera campaña, es decir, para unirme al ejército del señor príncipe, el señor conde de la Fère me acompañó hasta Saint Denis, donde los restos del rey Luis XIII aguardaban, en las últimas gradas de la basílica, un suceso que espero no le enviará Dios antes de largos años. Allí me hizo jurar sobre las cenizas de nuestros amos servir a la realeza, representada y encarnada en vos; servirla en pensamientos, en palabras y en actos. Juré, y Dios y los muertos recibieron mi juramento. Hace diez años, Majestad, he deseado muchas veces la ocasión de cumplirla; soy un soldado de Vuestra Majestad, y nada más; llamándome a su lado, no cambio de amo, sino de guarnición únicamente.

Raúl calló, y se inclinó:

—¡Vive Dios! —exclamó D’Artagnan—. ¡Muy bien dicho! ¿No es verdad, Majestad?

¡Buena raza! ¡Gran raza!

—Sí —murmuró el rey conmovido, mas sin querer manifestar su emoción, que no tenía otra causa que el contacto de una naturaleza eminentemente aristocrática—. Decís bien, caballero, en todas partes sois del rey; pero, cambiando de guarnición, creedme, encontrareis una ventaja de que sois digno.

Raúl conoció que aquí terminaba lo que el rey tenía que decirle, y con el tacto perfecto que caracterizaba su naturaleza delicada, se inclinó y salió.

—¿Os queda algo más que decirme, señor? —dijo el rey encontrándose solo con D’Artagnan.

—Sí, Majestad, y, había guardado esta noticia para lo último, porque es triste y va a vestir de luto a la realeza de Europa.

—¿Qué me decís?

—Majestad, al pasar por Blois, una palabra triste, eco del palacio, llegó a herir mis oídos.

—¿Mi tío Gastón de Orléans, quizá?

—Ha dado el último suspiro.

—¡Y no me han avisado! —exclamó el rey, cuya susceptibilidad real veía un insulto en la falta de esta noticia.

—¡Oh! No os enfadéis, Majestad —dijo D’Artagnan—; los correos de París y los del mundo entero no caminan como vuestro servidor; el correo de Blois no llegará aquí hasta dentro de dos horas, y os respondo de que anda bien, puesto que no le he alcanzado hasta más allá de Orléans.

—¡Mi tío Gastón! —exclamó Luis apoyando la mano en su frente, y encerrando en estas tres palabras todos los sentimientos que le recordaban este nombre.

—¡Eh! Sí, Majestad, así es —dijo D’Artagnan respondiendo al pensamiento del rey—; el pasado vuela.

—Verdad es, señor; pero nos queda, gracias a Dios, el porvenir, y ya trataremos de no hacerlo demasiado sombrío.

—Para eso confío en Vuestra Majestad —dijo el mosquetero inclinándose—. Y ahora…

—Sí, tenéis razón; olvido las ciento diez leguas que acabáis de correr… Marchaos, señor, y, cuando hayáis reposado, venid a tomar mis órdenes.

D’Artagnan se inclinó y salió. Y, como si sólo hubiera venido de Fontainebleau, se puso a recorrer el Louvre en busca de Bragelonne.