Capítulo LXXIVDonde el señor Fouquet obra

Mientras tanto Fouquet corría hacia el Louvre al galope tendido de su tiro inglés.

El rey trabajaba con Colbert. De pronto quedó el rey pensativo: aquellas dos sentencias de muerte que había firmado al subir al trono, se presentaban de cuando en cuando en su memoria.

—Señor —dijo al intendente—. A veces creo que esos dos hombres que habéis hecho condenar no eran tan grandes culpables.

—Majestad, fueron elegidos entre la multitud de arrendadores que había necesidad de diezmar.

—¿Elegidos por quién?

—Por la necesidad, Majestad —respondió Colbert secamente.

—¡La necesidad! ¡Gran palabra! murmuró el joven rey!

—Grandiosa, Majestad.

—Eran dos amigos muy adictos al superintendente, ¿no es verdad?

—Majestad, dos amigos que hubieran dado su vida por el señor Fouquet.

—Y la han dado, señor —dijo el rey.

—Es verdad, pero inútilmente, por fortuna, lo cual no era su intención.

—¿Cuánto dinero habían derrochado esos hombres?

—Diez millones, poco más o menos, de los cuales se les han confiscado seis.

—¿Y esa suma está en mis cajas? —preguntó el rey con repugnancia.

—Allí está, Majestad; pero, por más que esta confiscación haya amenazado al señor Fouquet, no le ha alcanzado.

—¿Y qué deducís, señor Colbert?

—Que si el señor Fouquet subleva contra Vuestra Majestad una tropa de facciosos para arrancar a sus amigos del tormento, sublevará un ejército cuando se trate de librarse él mismo del castigo.

El rey lanzó sobre su confidente una de esas miradas que se parecen al fuego de un relámpago de tempestad; una de esas miradas, que van a iluminar las tinieblas de las más profundas conciencias.

—Me sorprende —dijo—, que pensando tales cosas del señor Fouquet no me deis ningún consejo.

—¿Qué consejo, Majestad?

—Decidme primero, claramente, exactamente, lo que pensáis, señor Colbert.

—¿Sobre qué?

—Sobre la conducta del señor Fouquet.

—Me parece, Majestad, que no contento el señor Fouquet con atraer a sí todo el dinero, coma hacia el señor Mazarino, y privar por este medio a Vuestra Majestad de una parte de su poder, desea también atraer a sí a todos los amigos de la vida fácil y de los placeres, todo lo que los holgazanes llaman poesía, y los políticos corrupción; pienso que asalariando a los súbditos de Vuestra Majestad usurpa algo de la prerrogativa regia, y si esto continúa así, no puede tardar en relegar a Vuestra Majestad entre los débiles y los obscuros.

—¿Cómo se califican todos esos proyectos, señor Colbert?

—¿Los proyectos del señor Fouquet?

—Se les llama crímenes de lesa majestad.

—¿Y qué debe hacerse con los criminales de lesa majestad?

—Se les arresta, se les juzga, y se les castiga.

—¿Estáis seguro de que el señor Fouquet ha tenido el pensamiento del crimen que le imputáis?

—Diré más, Majestad; ha habido principio de ejecución.

—Pues bien, vuelvo a lo que decía, señor Colbert.

—¿Y qué decíais, Majestad?

—Dadme un consejo.

—Perdón, Majestad, pero antes tengo algo que añadir.

—Decid.

—Una prueba evidente, palpable; material, de traición.

—¿Cuál?

Acabo de saber que el señor Fouquet hace fortificar a Belle-Île-en-Mer.

—¡Ah! ¿De veras?

—Sí, Majestad.

—¿Estáis seguro?

—Perfectamente. ¿Sabéis, Majestad, cuántos soldados hay en Belle-Île?

—Yo, no; ¿y vos?

—Lo ignoro, Majestad; y deseaba proponer a Vuestra Majestad que enviase a alguien a Belle-Île.

—¿A quién?

—A mí, por ejemplo.

—¿Y qué haríais allá?

—Informarme de si es verdad que, a ejemplo de los antiguos señores feudales, el señor Fouquet hace reparar sus murallas.

—¿Y con qué objeto?

—Con objeto de defenderse un día contra su rey.

—Pues si es así, señor Colbert, hay que hacer al instante lo que decíais; es preciso prender al señor Fouquet:

—¡Imposible!

—Creo haber dicho, ya, señor, que quedaba suprimida esa palabra en mi servicio.

—El servicio de Vuestra Majestad no impide que el señor Fouquet sea superintendente general.

—¿Y qué?

—Y que, por lo tanto, tenga por suyo todo el Parlamento, como tiene todo el ejército por su generosidad, toda la literatura por sus gracias, y toda la nobleza por sus regalos.

—Es decir, pues, que yo ¿nada puedo contra el señor Fouquet?

—Nada, absolutamente, al menos por ahora.

—Sois un consejero estéril, señor Colbert.

—¡Oh! No, Majestad, porque no me limitaré a enseñar el peligro. ¡Veamos! ¿Por dónde se puede minar al coloso? ¡Veamos!

El rey se echó a reír amargamente.

—Ha crecido por el dinero; matadlo por el dinero, Majestad.

—¿Y si le quitara su cargo?

—Mal medio.

—¿Pues cuál es el bueno, entonces?

—Arruinarlo, Majestad, os lo aconsejo.

—¿Cómo?

—No os faltarán ocasiones, aprovechaos de todas ellas.

—Indicádmelas.

—He aquí una en primer lugar. Su Alteza Real Monsieur va a casarse, y sus bodas deben ser magníficas. Esta es una excelente ocasión para que Vuestra Majestad le pida un millón a Fouquet, y él, que paga de una vez veinte mil libras cuando sólo debe cinco mil, encontrará fácilmente ése millón que le pide Vuestra Majestad.

—Corriente; se lo pediré —dijo Luis XIV.

—Si Vuestra Majestad quiere firmar la ordenanza, yo mismo haré cobrar el dinero.

Y Colbert puso un papel delante del rey y le dio una pluma.

En aquel momento entreabrió la puerta el ujier y anunció al señor superintendente.

Luis palideció.

Colbert dejó caer la pluma y se apartó del rey. El superintendente hizo su entrada como hombre de Corte, a quien basta una sola ojeada para apreciar la situación.

Tal situación no era tranquilizadora para Fouquet, cualquiera que fuese la conciencia de su fuerza. El ojillo negro de Colbert, dilatado por la envidia, y el ojo límpido de Luis XIV, inflamado por la ira, señalaban un peligro inminente.

Son los cortesanos para las murmuraciones de Corte, como los soldados viejos, que perciben al través de los rumores del viento y del follaje el resonar lejano de los pasos de una tropa armada; pueden, después de haber escuchado, asegurar cuántos hombres marchan, cuántas armas resuenan, y cuántos cañones ruedan.

Fouquet no tuvo más que interrogar al silencio, y halló en él amenazadoras revelaciones.

El rey le dio tiempo para adelantarse hasta la mitad de la sala, y Fouquet se aprovechó de tan propicia ocasión.

—Majestad —dijo—, estaba impaciente por ver al rey.

—¿Y por qué? —preguntó Luis.

—Para anunciarle una buena noticia.

A excepción de la grandeza de la persona y de la generosidad de corazón, Colbert se parecía en muchos puntos a Fouquet. La misma penetración, el mismo hábito de los hombres. Además; esa gran fuerza de concentración que da a los hipócritas tiempo de reflexionar y prepararse para una salida. Adivinó que Fouquet se adelantaba al golpe que iba a darle. Sus ojos brillaron.

—¿Qué noticia? —dijo el rey.

Fouquet puso un rallo de papel sobre la mesa.

—Tenga Vuestra Majestad la bondad de examinar este trabajo —dijo.

El rey deslió lentamente el rollo.

—¿Planos? —dijo.

—Si, Majestad.

—¿Y qué planos son éstos?

—Una reciente fortificación, Majestad.

—¡Ah! ¡ah! —dijo el rey—. ¿Os ocupáis de táctica y de estrategia, señor Fouquet?

—Me ocupo de todo lo que puede ser provechoso al servicio de Vuestra Majestad —replicó Bouquet.

—¡Magníficos trazas! —dijo el rey examinando el dibujo.

—Vuestra Majestad comprenderá, sin duda —dijo Fouquet inclinándose sobre el papel—; aquí se encuentra el cinturón de muralla, aquí los fuertes, aquí las obras avanzadas.

—¿Y qué es esto que veo?

—El mar.

—¿El mar todo alrededor?

—Sí, Majestad.

—¿Y qué plaza es ésta cuyos planos me mostráis?

—Belle-Île-en-Mer —replicó Fouquet con sencillez.

A este nombre hizo Colbert un movimiento tan marcado, que el rey cayóse, como para recomendarle reserva.

Fouquet fingió no advertir el movimiento de Colbert ni la seña del rey.

—¿De modo que habéis hecho fortificar a Belle-Île? —continuó Luis.

—Sí; Majestad; y traigo a Vuestra Majestad los diseños y las cuentas; he gastado en esta operación un millón seiscientas mil libras.

—¿Y para qué? —replicó secamente Luis, que había tomado la iniciativa en una mirada rencorosa del intendente.

—Para un objeto y fácil de comprender —contestó Fouquet: Vuestra Majestad está algo frío con la Gran Bretaña.

—Sí; pero, desde la restauración de Carlos II he hecho alianza con ella.

—De eso hace un mes, Majestad, y hace más de seis que empezaron las fortificaciones de Belle-Île.

—Luego ya son inútiles.

—Majestad, las fortificaciones jamás son inútiles. Yo fortifiqué a Belle-Île contra Monk, Lambert y todos esos, plebeya de Londres que jugaban a los soldados, y, ahora estará fortificada contra los holandeses, a quienes Vuestra Majestad o la Gran Bretaña no puede menos de hacer la guerra.

—¿Me parece que Belle-Île es propiedad vuestra, señor Fouquet?

—No, Majestad.

—Entonces, ¿de quién?

—De vuestra Majestad.

Colbert se aterrorizó, como si se hubiese abierto un precipicio a sus pies.

Luis se estremeció de admiración, ya por el genio, ya por la adhesión de Fouquet.

—Explicaos, señor —dijo.

—Nada más fácil, Majestad. Belle-Île es una tierra que me pertenece, y la he fortificado a mis expensas. Mas como nada en el mundo se opone a que el súbdito haga un presente humilde a su rey, yo ofrezco a Vuestra Majestad la propiedad de la tierra, de la que me dejará el usufructo. Belle-Île, plaza da guerra, debe ser ocupada por el rey, Vuestra Majestad podrá tener en ella guarnición segura.

Colbert comenzó a resbalar hacia el suelo, y tuvo necesidad de afianzarse en los muebles para no caer.

—Habéis demostrado aquí una gran habilidad de hombre de guerra —dijo Luis XIV.

—Majestad; la iniciativa no ha salido de mí; me la han inspirado muchos oficiales. Los planos mismos han sido hechos por un ingeniero de los más excelentes.

—¿Su nombre?

—El señor Du Vallon.

—¿El señor Du Vallon? —repitió Luis—. No le conozco. Es enfadoso, señor, Colbert —continuó—, que yo no conozca el nombre de los hombres de talento que honran a mi reino.

Y diciendo estas palabras; volvióse hacia Colbert.

Este sentíase anonadado; el sudor le corría por la frente, no se le ocurría ninguna palabra; sufría un martirio inexplicable.

—Retendréis ese nombre —añadió Luis XIV.

Colbert se inclinó, más pálido que sus puños de encaje de Flandes. Fouquet continuó:

—La albañilería es de almáciga romana, compuesta por los arquitectos según los relatos de la antigüedad.

—¿Y los cañones? —preguntó Luis:

—¡Oh! Eso concierne a Vuestra Majestad; no me corresponde meter cañones en mi casa, sin que Vuestra Majestad diga que es suya.

Luis empezaba a fluctuar, indeciso entre el odio que lo inspiraba aquel hombre tan poderoso y la lástima de aquel otro hombre abatido, que le parecía la contrafigura del primero.

Mas la conciencia de su deber de rey lo fijó en sus sentimientos de hombre:

—Ejecutar estos planos ha debido costaros mucho dinero —dijo, poniendo un dedo encima.

—Creo haber tenido la honra de decir la cifra a Vuestra Majestad.

—Repetidla, la he olvidado.

—Un millón seiscientas mil libras.

—¡Un millón seiscientas mil libras! Sois muy rico, señor Fouquet.

—Vuestra Majestad es el rico —dijo el ministro—, puesto que Belle-Île es vuestra.

—Sí, gracias; pero por rico que sea, señor Fouquet…

El rey se detuvo.

—¿Qué, Majestad? —preguntó el superintendente.

—Preveo el momento en que no gastaré dinero.

—¿Vos, Majestad?

—Sí, yo.

—¿Y en qué momento?

—Mañana, por ejemplo.

—Hágame Vuestra Majestad el honor de explicarse.

—Mi hermano se casa con Madame de Inglaterra.

—¿Y qué, Majestad?

—Y debo hacer a la joven princesa una recepción digna de la nieta de Enrique IV.

—Muy justo, Majestad.

—Luego tengo necesidad de dinero.

—Indudablemente.

—Y necesitaré…

Luis XIV titubeó. La cantidad que iba a pedir era precisamente la que se había visto obligado a negar a Carlos II.

Y se volvió hacia Colbert a fin de que diese el golpe.

—Y necesitaré mañana… —repitió mirando a Colbert.

—Un millón —dijo éste brutalmente, encantado de tomar el desquite.

Fouquet volvía la espalda para escuchar al rey. Sin moverse lo más mínimo, esperó a que el rey repitiese, o mejor, murmurase:

—Un millón.

—¡Oh! Majestad —contestó desdeñosamente Fouquet—. ¡Un millón! ¿Qué hará Vuestra Majestad con un millón?

—Me parece… —dijo Luis XIV—. Eso es lo que se gasta en las bodas de cualquier principillo de Alemania.

—Señor… Vuestra Majestad necesita dos millones lo menos. Sólo los caballos importarán quinientas mil libras. Tendré el honor de enviar a Vuestra Majestad esta noche un millón seiscientas mil libras.

—¡Cómo! —dijo el rey—. ¿Un millón seiscientas mil libras? —dijo.

—Majestad —respondió Fouquet sin volverse hacia Colbert—, sé que faltan cuatrocientas mil. Pero ese señor de la Intendencia… —y por encima del hombro indicó con el pulgar a Colbert, que estaba pálido— tiene en Caja novecientas mil libras. El rey se volvió a Colbert.

—Pero… —dijo éste.

—El señor —continuó Fouquet, hablando siempre indirectamente a Colbert— ha recibido hace ocho días un millón seiscientas mil libras; ha pagado cien mil a los guardias, setenta y cinco mil a los hospitales, veinticinco mil a los suizos, ciento treinta mil de víveres, trescientas sesenta mil de armamento y diez mil de gastos menudos; luego no me equivoco al decir que le quedan novecientas mil.

Volviéndose entonces a medias hacia Colbert, como hace un jefe desdeñoso con un inferior, dijo:

—Cuidad de que esas novecientas mil libras sean remitidas en oro a Su Majestad esta misma noche.

—Entonces —dijo el rey— serán dos millones quinientas mil libras.

—Majestad, las quinientas mil libras que sobran serán para el bolsillo de Su Alteza Real. ¿Oís, señor Colbert? Esta noche antes de las ocho.

Y, saludando al rey con respeto, el superintendente hizo hacia atrás su salida, sin honrar siquiera con una mirada al envidioso, cuya cabeza acababa de cortar a medias.

Colbert desgarró de rabia sus puños de encaje, y se mordió los labios hasta sangrar.

Aún no estaba Fouquet en la puerta del gabinete, cuando pasando el ujier a su lado, dijo:

—Un correo de Bretaña para Su Majestad.

—Tenía razón el señor de Herblay —pensó Fouquet sacando su reloj—, una hora cincuenta y cinco minutos. ¡Ya era tiempo!