Capítulo LXXIIIDonde D’Artagnan corre, Porthos ronca y Aramis aconseja

Treinta o treinta y cinco horas después de los acontecimientos que acabamos de referir, y cuando el señor Fouquet, según su costumbre; se había encerrado a laborar en aquel gabinete de su casa de Saint Mandé que ya conocemos, una carroza, tirada por cuatro caballos bañados en sudor, entraba al galope en el patio.

Aquella carroza era probablemente esperada; porque tres o cuatro lacayos se precipitaron a la portezuela y la abrieron. Mientras el señor Fouquet se levantaba de su bufete y corría a la ventana, un hombre salía penosamente de la carroza, bajando con dificultad los tres escalones del estribo y apoyándose en el hombro de los lacayos.

Apenas dijo su nombre, el lacayo sobre quien se apoyaba se lanzó hacia la escalinata y desapareció en el vestíbulo.

Este hombre iba a avisar a su amo; mas no tuvo necesidad de llamar a la puerta, Fouquet estaba de pie en el umbral.

—Su Ilustrísima el obispo de Vannes —dijo el lacayo.

—¡Bien! —respondió Fouquet.

E inclinándose sobre la barandilla de la escalera, cuyos primeros peldaños empezaba a subir Aramis:

—¿Vos, querido amigo —dijo—, tan pronto?

—Sí, yo mismo; más molido y estropeado, como veis.

—¡Oh! Pobre amigo mío —dijo Fouquet presentándole su brazo, sobre el cual se apoyaba Aramis, en tanto que los servidores se apartaban con respeto.

—¡Bah! —respondió Aramis—. Esto no es nada; lo principal era llegar, y he llegado.

—Hablad pronto —dijo Fouquet, cerrando la puerta del gabinete. ¿Permanecemos solos?

—Completamente solos.

—¿No puede escucharnos nadie? ¿No puede oírnos alguno?

—Estad tranquilo.

—¿Ha llegado el señor Du Vallon?

—Ha llegado.

—¿Y habéis recibido mi carta?

—Sí; el asunto es grave, a lo que parece, puesto que necesita vuestra presencia en París en un momento tan crítico allá.

—Es verdad; no puede ser más grave.

—Gracias, gracias. ¿De qué se trata?

—Pero, por Dios, respirad antes de todo, querido amigo; estáis pálido.

—Padezco, en efecto; pero, por favor, no os cuidéis de mí. ¿El señor Du Vallon no os ha dicho nada al entregaros la carta?

—No; oí un gran ruido, me asomó a la ventana, y vi una especie de caballero de mármol; bajé, me tendió la carta, y cayó muerto su caballo.

—Pero ¿y él?

—El también cayó con el caballo, y lo levantaron para conducirlo a las habitaciones; leí la carta y he querido subir a fin de tener noticias más extensas; pero estaba dormido de tal manera, que no ha sido posible despertarlo. Tuve lástima de él y mandé que le quitasen las espuelas y le dejasen tranquilo.

—Bien; oíd ahora de lo que se trata, señor: Habéis visto al señor de D’Artagnan en París, ¿no es verdad?

—Ciertamente; y es un hombre de talento y aun de corazón; por más que haya hecho matar a nuestros dos amigos Lyodot y Eymeris.

—¡Ah! Sí, ya lo sé; he encontrado en Tours el correo que llevaba la carta de Gourville y los despachos de Pelisson. ¿Habéis reflexionado bien este acontecimiento, señor?

—Sí.

—¿Y habéis comprendido que era un ataque directo a vos?

—¿Eso creéis?

—¡Oh! Sí, lo creo.

—Pues bien, lo diré: también me había ocurrido esa idea sombría.

—No os ceguéis, señor, en nombre del Cielo; escuchadme; vuelvo al señor D’Artagnan.

—Hablad.

—¿En qué circunstancias le habéis visto?

—Vino a buscar dinero.

—¿Con qué orden?

—Con un libramiento del rey.

—¿Directo?

Firmado por Su Majestad. Pues bien, D’Artagnan ha ido a Belle-Île disfrazado; pasaba por mayordomo encargado de comprar salinas para su amo. Pero D’Artagnan no tiene más amo que el rey; iba enviado por él y vio a Porthos.

—¿Quién es Porthos?

—Perdón, me he equivocado; vio al señor Du Vallon en Belle-Île, y sabe que está fortificada.

—¿Y creéis que el rey le habrá enviado? —dijo Fouquet pensativo.

—Indudablemente.

—Y D’Artagnan en manos del rey; ¿es un instrumento peligroso?

—El más peligroso de todos.

—Así lo juzgué a primera vista. ¿Cómo es eso?

—Quise atraérmelo.

—Si juzgasteis que es el hombre más intrépido de Francia, el más listo y el más sagaz, juzgasteis bien.

—¡Hay que tenerlo a toda costa!

—¿A D’Artagnan?

—¿No es vuestro parecer?

—Es mi parecer; mas no lo tendréis.

—¿Por qué?

—Porque hemos dejado pasar el tiempo; estaba indispuesto con la Corte, y era necesario haberse aprovechado de esta indisposición; después ha pasado a Inglaterra, donde ha contribuido poderosamente a la restauración, ha ganado una fortuna, y, por último, ha entrado al servicio del rey. Pues bien, si ha entrado al servicio del rey, es porque le han pagado bien.

—Le pagaremos mejor, y asunto concluido.

—¡Oh! D’Artagnan tiene palabra, y una vez empeñada permanece donde está.

—¿Y qué deducís de eso? —dijo Fouquet.

—Que por el momento se trata de parar un golpe terrible.

—¿Y cómo lo pararéis?

—D’Artagnan ha de venir a dar cuenta de su misión al rey.

—¡Oh! Tenemos tiempo para pensar.

—¿Cómo es eso?

—Me parece que traeréis buena delantera.

—Diez horas, poco más o menos.

—Bien, en diez horas… —Aramis movió su pálida, cabeza—. ¿Veis esas nubes que corren por el firmamento, y esas golondrinos que hienden el arre? Pues D’Artagnan va más deprisa que la nube y que el pájaro; D’Artagnan es el viento que los arrastra.

—¡Vamos!

—Os aseguro que ese hombre tiene algo de sobrehumano, señor: es de mi edad, y lo conozco hace treinta y cinco años.

—Bien, ¿y qué?

—Oíd mi cálculo, señor; yo os envié al señor Du Vallon a las dos de la, mañana y me llevaba ocho horas de delantera. ¿Cuándo llegó el señor Du Vallon?

—A las cuatro aproximadamente. Ya veis que he ganado cuatro horas, a pesar de que Porthos es un jinete duro, que ha matado ocho caballos en el camino y cuyos cadáveres he hallado. Yo he corrido la costa cincuenta leguas, pero tengo gota, mal de piedra, ¡qué sé yo! De suerte que me mata la fatiga. He tenido que pararme en Tours, y, rodando después en una carrozas casi muerto, al galope de cuatro caballos furiosos, he llegado ganando cuatro horas a Porthos; pero ya veis, D’Artagnan no pesa lo que Porthos: Aquél no tiene ni gota ni piedra, como yo, ni es un jinete, sino un centauro; D’Artagnan, que salía para Belle-Île cuando yo para París, a pesar de las diez horas de delantera que le llevo, llegará dos horas después que yo.

—Pero ¿y los accidentes?

—No hay accidentes para él.

—¿Y si le faltan caballos?

—Correrá más que los caballos.

—¡Qué hombre, Dios santo!

—Sí, es un hombre a quien amo y admiro; lo quiero porque es bueno, grande y leal; lo admiro porque representa para mí el punto culminante del poder humano; mas, al propio tiempo que lo quiero y admiro, le temo. De modo, señor, que dentro de dos horas estará aquí D’Artagnan; tomadle la delantera, corred al Louvre, y ved al rey antes que él vea a D’Artagnan.

—¿Y qué he de decir al rey?

—Nada; cededle Belle-Île.

—¡Oh! ¡Señor de Herblay, señor de Herblay! —murmuró Fouquet—. ¡Cuántos proyectos trastornados de repente!

—Después de un proyecto abortado, siempre queda otro que llevar adelante, no desesperemos, y marchad; señor, marchad.

—Pero esa guarnición tan bien conquistada la relevará el rey al instante.

—Esa guarnición, señor, era del rey antes de entrar en Belle-Île y ahora es vuestra; lo mismo sucederá con todas a los quince días de su ocupación. Dejad obrar, señor… ¿Existe inconveniente en tener un ejército vuestro al cabo de un año en lugar de uno o dos regimientos? ¿No veis que esa guarnición os dará partidarios en La Rochela, en Nantes, en Burdeos, en Tolosa, y en todas partes donde la envíen? Id a ver al rey; señor, que el tiempo urge; mientras nosotros lo perdemos, D’Artagnan viene volando como una flecha.

—Señor de Herblay, no ignoráis que vuestra palabra es un germen que fructifica en mi pensamiento; voy al Louvre.

—Al instante, ¿no es verdad?

—No os ido más tiempo que el preciso para mudar de vestido. Recordad que D’Artagnan no tiene precisión de pasar por Saint Mandé, sino que irá derecho al Louvre.

—D’Artagnan puede tenerlo todo menos mis caballos ingleses; en veinticinco minutos estoy en el Louvre.

Fouquet ordenó la marcha sin perder un momento; Aramis sólo tuvo tiempo para, decirle:

—Volved al instante, porque os aguardo con impaciencia.

Cinco minutos después, marchaba el superintendente hacia París. Durante este tiempo se hacía indicar Aramis la habitación en que descansaba Porthos.

A la puerta del gabinete de Fouquet le abrazó Pelisson, que acababa de saber su llegada y había dejado el bufete para verlo.

Aramis recibió con aquella dignidad afectuosa, que tan bien sabia tomar, estas caricias tan respetuosas como entusiastas; mas; deteniéndose de pronto, preguntó:

—¿Qué oigo allá arriba?

Oíase, efectivamente, un ronquido sonoro; semejante al de un tigre hambriento o al de un león impaciente.

—¡Oh! No es nada —dijo Pelisson riendo.

—Pero.

—Es el señor Du Vallon que ronca.

—En efecto —dijo Aramis—, nadie más que él es capaz de hacer tal ruido. ¿Permitís, Pelisson, que me entere de si le falta algo?

—¿Y permitís vos que yo os acompañe?

Y ambos entraron en la habitación.

Porthos estaba tendido sobre un lecho, la cara amoratada mas bien que roja, los ojos hinchados, la boca abierta. El rugido que se escapaba de las profundas cavidades de su pecho hacía vibrar los marcos de las ventanas. Las piernas y los pies hercúleos de Porthos habían hecho estallar, hinchándose sus botas de cuero; toda la fuerza de su enorme cuerpo habíase convertido en una rigidez de piedra. Porthos no se movía más que el gigante de granito acostado en la llanura de Agrigento.

Por orden de Pelisson, un ayuda de cámara ocupóse en cortarle las botas, porque ningún poder del mundo hubiera podido arrancárselas.

Cuatro lacayos lo habían intentado en vano, tirando de ellas como de cabrestantes.

Ni siquiera lograron despertar a Porthos:

Quitáronle las botas a tiras, y cayeron sus piernas sobre el lecho; le cortaron el Testo de sus vestidos, lo llevaron a un baño, donde estuvo una hora; envolviéronlo en un lienzo blanco y lo introdujeron en una cama caliente, todo con esfuerzas y trabajos que hubieran incomodado a un muerto, pero que ni siquiera hicieron abrir un ojo a Porthos; ni interrumpieron un instante el órgano formidable de sus ronquidos.

Aramis, de naturaleza seca y nerviosa, armado de un valor exquisito, quería por su parte desafiar el cansancio y trabajar con Gourville y Pelisson; pero se desmayó en la misma silla donde se obstinaba en permanecer.

De allí lo levantaron para llevarlo a una cámara contigua, donde el reposo del lecho devolvió la calma al cerebro.