Capítulo LXXIIPorthos comienza a enojarse por haber ido con D’Artagnan

Apenas había apagado D’Artagnan su bujía, cuando Aramis, que acechaba a través de las cortinas el último suspiro de la luz del aposento de su amigo, atravesó el corredor de puntillas y pasó a la habitación de Porthos.

El gigante, acostado hacía hora y media o poco menos, se daba importancia sobre el cubrepiés. Estaba en aquella calma feliz del primer sueño que en Porthos, resistía al ruido de las campanas y del cañón; su cabeza fluctuaba en ese dulce balanceo que recuerda el muelle movimiento de un navío. Un minuto después iba a soñar Porthos.

La puerta de su cuarto se abrió dulcemente bajo la delicada presión de la mano de Aramis:

—El obispo se acercó al durmiente. Una alfombra espesa apagaba el ruido de sus pasos; además, Porthos roncaba como para sofocar cualquier otro ruido.

Púsole una mano sobre el hombro.

—¡Vamos —dijo—, mi querido Porthos!

La voz de Aramis era dulce y afectuosa, pero encerraba, más que un ruego, una orden; su mano era ligera, pero indicaba algún peligro.

Porthos oyó la voz y sintió la mano de Aramis en lo profundo de su sueño.

Y estremecióse.

—¿Quién va? —dijo con voz de gigante:

—¡Silencio!

—Soy yo —dijo Aramis.

—¿Vos, amigo? ¿Y porqué diablos me despertáis?

—Para deciros que es menester marchar.

—¿Marchar?

—Ciertamente.

—¿A dónde?

—A París.

Porthos saltó en la cama, y cayó sentado fijando en Aramis sus asombrados ojos.

—¿A París?

—Sí.

—¿Cien leguas? —preguntó.

—Ciento cuatro —respondió el obispo.

—¡Ah! Dios mío —suspiró Porthos volviendo a acostarse, como uno de esos niños que luchan con su aya para lograr una o dos horas más de sueño.

—Treinta horas de caballo —añadió resueltamente Aramis—. Ya sabéis que hay excelentes puestos de refresco.

Porthos movió una pierna y dejó escapar un gemido.

—¡Vamos! ¡Vamos; querido! insistió el prelado con una especie de impaciencia.

Porthos sacó la otra pierna del lecho.

—¿Y es absolutamente preciso que vaya yo? —dijo.

—De toda precisión.

Porthos se incorporó sobre sus piernas y comenzó a hacer temblar el pavimento y las paredes con su paso ciclópeo.

—¡Silencio! ¡Por Dios, querido Porthos! —dijo Aramis—. Vais a despertar a alguien.

—¡Ah! Es verdad —contestó Porthos con atina voz de trueno—; lo olvidaba, pero tranquilizaos.

Y al decir estas palabras dejó caer un cinturón cargado con la espada, las pistolas y una bolsa, cuyos escudos escaparon con ruido vibrante y prolongado.

—¡Qué raro es esto! —dijo con la misma voz.

—¡Más bajo, Porthos!

—Es verdad.

Y, en efecto, bajó la voz en semitono.

—Decía, pues —prosiguió Porthos—; que es cosa rara que nunca esté uno más pesado que cuando quiere ser ligero, ni más alborotador que cuando quiere ser silencioso.

—Es verdad; pero hagamos mentir al proverbio, Porthos; démonos prisa y callemos.

—Ya veis que hago cuanto puedo —dijo Porthos poniéndose las botas.

—Perfectamente.

—¡Parece que la cosa urge!

—Es más que urgente, es grave, Porthos.

—¡Oh! ¡Oh!

—D’Artagnan os ha interrogado, ¿no es cierto?

—¿A mí?

—Sí, en Belle-Île.

—Nada absolutamente.

—¿Estáis seguro, Porthos? ¡Diantre!

—Es imposible, acordaos bien.

—Me preguntó qué hacía allí, y le dije que topografía. Hubiera querido decirle otra palabra de que os servisteis cierto día.

—La castrametación.

—Eso es, pero nunca he podido acordarme.

—Mejor. ¿Qué más os ha preguntado?

—Quién era el señor Gétard.

—¿Nada más?

—Quién era el señor Jupenet.

—¿No ha visto, por casualidad, nuestro plano de fortificaciones?

—Sí, tal.

—¡Ah! ¡Demonio!

—Pero, perded cuidado; yo había borrado vuestra letra con goma, y era imposible suponer que hubierais querido darme algún aviso sobre los trabajos.

—Es que nuestro amigo tiene muy buenos ojos.

—¿Pues qué teméis?

—Temo que se haya descubierto todo, Porthos; se trata de prevenir una gran desgracia.

He dado orden a mis gentes de que cierren todas las puertas, y no dejarán salir a D’Artagnan antes del día. Vuestro caballo está preparado, y antes de las cinco de la mañana habréis andado quince leguas. Venid.

Entonces Aramis comenzó a vestir a Porthos pieza por pieza, con tanta celeridad como lo hubiese hecho el más hábil ayuda de cámara.

Porthos, mitad confuso, mitad aturdido; se dejaba vestir y se confundía en excusas.

Cuando estuvo dispuesto; lo sujetó Aramis de la mano y lo guio, haciéndole poner, con precaución el pie sobre cada peldaño de la escalera, impidiéndole que se agarrase a las puertas y llevándolo; como si él fuera el gigante y Porthos el enano.

En efecto, un caballo ensillado aguardaba en el patio; Porthos montó en él.

Entonces tomó Aramis el caballo por la brida y guiole sobre el estiércol; esparcido en el patio coro intención de apagar el ruido; al mismo tiempo le pellizcaba en las narices para que no relinchase.

Ya en la sala exterior, Aramis detuvo a Porthos, que iba a partir sin preguntar siquiera para qué, y le dijo:

—Ahora, amigo Porthos, a París sin parar un minuto; comed a caballo, bebed a caballo; pero no perdáis un momento.

—Está dicho, no me detendré.

—Esta carta para el señor Fouquet; cueste lo que cueste es menester que la tenga mañana antes de mediodía.

—La tendrá.

—Y pensad en una cosa, querido.

—¿En cuál?

—En que corréis tras de vuestro diploma de duque y de par.

—¡Oh! ¡Oh! —murmuró Porthos con los ojos brillantes—. En ese caso iré en veinticuatro horas.

—Procurad hacerlo.

—¡Pues soltad la brida, y adelante, Goliat!

Aramis, soltó en efecto, no la brida, sino las narices del caballo. Porthos bajó la mano, picó en los ijares y el animal, furioso, salió volando.

Aramis siguió con los ojos a Porthos mientras pudo, y entró en el patio cuando lo hubo perdido de vista.

Aramis cerró la puerta con cuidado, mandó al lacayo que se acostase, y él mismo se metió en la cama.

D’Artagnan nada sospechaba, de modo que creyó haberlo ganado todo cuando despertó a las cuatro y media de la mañana.

Y corrió en camisa a mirar por la ventana que daba al patio.

El sol salía.

El patio estaba desierto, y ni aun las gallinas habían abandonado sus pértigas:

No se veía un solo criado y todas las puertas estaban cerradas.

«¡Bueno! Calma perfecta —pensó D’Artagnan—; soy el primero que despierto en la, casa; vamos, a vestirnos».

Pero esta vez estudió la manera de no dar al traje del señor Agnan aquella rigidez civil y casi eclesiástica que antes simulaba; por el contrario, apretándose más y abotonándose de cierta manera, supo dar a su persona un poco de aspecto militar, cuya ausencia tanto había asustado a Aramis.

Hecho esto, y sin usar o aparentar usar de cumplimientos para con su amigo, se entró de improviso en su habitación.

Aramis dormía o fingía dormir. Un libro estaba abierto en su pupitre de noche y aun ardía la bujía en la palmatoria. Esto era más de lo preciso para probar a más la inocencia de la noche del prelado y las buenas intenciones de su despertar.

Nuestro hombre hizo precisamente con el obispo lo que el obispo había hecho con Porthos.

Le dio un golpe en el hombro. Aramis fingía dormir, porque en vez de despertarse de pronto, él, que tan ligero tenía el sueño, se hizo reiterar la advertencia.

—¡Ah! ¡Ah! Sois vos —exclamó estirando los brazos—. ¡Qué grata sorpresa! En verdad que el sueño me había hecho olvidar que tuviese la dicha de poseeros. ¿Qué hora es?

—No sé —contestó D’Artagnan algo cortado—, temprana, según creo; pero ya sabéis que aún me dura esa maldita costumbre militar de despertarme con el día.

—¿Queréis acaso que salgamos ya? —preguntó Aramis—. Me parece muy de mañana.

—Será como gustéis:

—Creía que estábamos convenidos en montar a caballo a las ocho. Es posible, pero yo tenía tantas ganas de veros, que me he dicho: «cuanto más pronto, mejor».

—¿Y mis siete horas de sueño? —dijo Aramis.

—En otro tiempo erais menos dormilón que ahora; teníais la sangre más viva y jamás se os encontraba en la cama.

—Justamente, a causa de lo que me decís me place ahora hacer esto. ¿De modo que confesáis que no ha sido por dormir por lo que me habéis citado a las ocho?

—Siempre temo que os burléis de mí, si digo la verdad.

—No tengáis cuidado.

—Pues bien, desde las seis a las ocho acostumbro hacer mis devociones.

—¿Vuestras devociones?

—Sí:

—No creí que un obispo tuviese ejercicios tan severos.

—Querido, un obispo tiene que conceder más a las apariencias que un simple clérigo.

—¡Pardiez! ¡Esa palabra me reconcilia con vos! ¡Apariencias! ¡Es una palabra de mosquetero! ¡Vivan las apariencias!

—Perdonadme, en vez de felicitarme, D’Artagnan; es una palabra muy mundana la que he dejado escapar.

—¿Es necesario que os deje?

—Tengo necesidad de recogimiento, querido amigo.

—Bueno, os dejo; mas a causa de este pagano que se llama D’Artagnan, os suplico que abreviéis… Tengo sed de vuestra palabra.

—Bien; os aseguro que dentro de hora y media…

—¿Hora y media de devoción? ¡Ah! Ahorradme todo lo posible. Aramis se echó a reír, y dijo:

—Siempre contento, siempre joven. Creo que habéis venido a mi diócesis a indisponerme con la gracia.

—¡Bah!

—Bien sabéis que nunca he resistido a vuestras tentaciones; me costaréis la salvación, D’Artagnan.

D’Artagnan se mordió los labios.

—Vamos —dijo—, tomo por mi cuenta el pecado; ensartad ahí un Pater noster y la señal de la cruz, y marchemos.

—¡Silencio! —dijo Aramis—. Ya no permanecemos solos, y siento pasos de gente extraña que sube.

—Pues despedidla.

—Imposible, les cité ayer; es el rector del Colegio de jesuitas y el superior de los dominicos.

—Vuestro Estado Mayor:

—¿Qué vais a hacer?

—Voy a despertar a Porthos y esperar con él a que acabéis vuestras conferencias.

Aramis no se movió, ni pestañeó; ni precipitó su gesto ni su palabra.

—Id —dijo.

D’Artagnan adelantóse. Hacia la puerta.

—A propósito. ¿Sabéis el cuarto de Porthos?

—Ya preguntaré.

Seguid el pasillo y abrid la segunda puerta a la izquierda.

—¡Gracias! Hasta luego.

Y se marchó en la dirección indicada por Aramis.

Pero volvió antes de haber pasado diez minutos.

Aramis permanecía sentado entre el superior de los dominicos y el rector de los jesuitas; en la misma situación que lo encontrara tiempos atrás en la posada de Crevecoeur.

Esta compañía no asustó al mosquetero.

—¿Qué sucede? —dijo tranquilamente Aramis—. Me parece que tenéis algo que decirme.

—Es —respondió D’Artagnan mirándolo— que Porthos no se encuentra en su cuarto.

—¡Cómo! —replicó Aramis con calma—.

—¿Estáis seguro?

—¡Pardiez! Vengo de allí.

—Pues, ¿dónde estará?

—Eso os pregunto.

—¿Y no os habéis informado?

—Sí tal.

—¿Y qué os han dicho?

—Que habría salido, seguramente, pues tenía costumbre de hacerlo sin avisar.

—¿Y entonces qué habéis hecho?

—He ido a la cuadra —respondió D’Artagnan.

—¿Para qué?

—Para ver si había salido a caballo.

—¿Y qué? —interrogó el prelado.

—Que falta un caballo, el número 5, Goliat.

Este diálogo no estaba exento de afectación por parte del mosquetero y de cierta complacencia por parte de Aramis.

—¡Oh! Ya sé lo que es —dijo Aramis, después de haber pensado un instante—. Porthos ha salido para darnos una sorpresa.

—¡Una sorpresa!

—Sí; el canal que va de Vannes al mar está lleno de cercetas y besugos, que es la pesca, favorita de Porthos. Nos traerá una docena para el almuerzo.

—¿Eso creéis? —preguntó D’Artagnan.

—Estoy seguro. ¿Dónde queréis que haya ido?

—Es posible —dijo D’Artagnan:

—Haced una cosa, amigo; montad a caballo y buscadlo.

—Tenéis razón —dijo D’Artagnan—, voy a ello.

—¿Deseáis que os acompañen?

—No, gracias; ya me darán señas.

—Toma un arcabuz.

—Gracias.

—Y ordenad que os ensillen el caballo que gustéis.

—El que montaba ayer al venir de Belle-Île.

—Bien, usad de la casa como vuestra.

Aramis llamó y ordenó que ensillaran el caballo que escogiese el señor D’Artagnan.

Éste siguió al doméstico encargado de la ejecución de la orden. El doméstico detúvose en la puerta para dejar pasar a D’Artagnan. En este momento se encontraron sus ojos con los de su amo. Un fruncimiento de cejas hizo conocer al inteligente criado que diese a D’Artagnan lo que quería.

D’Artagnan montó a caballo y Aramis oyó el ruido de las herraduras sobre las piedras.

Un momento después entró el domestico.

—¿Y qué? —preguntó el obispo.

—Monseñor, sigue el canal en dirección al mar.

—Bien —dijo Aramis.

Libre D’Artagnan de toda duda, corría hacia el Océano, esperando ver a cada instante en la playa la sombra colosal de su amigo Porthos.

D’Artagnan obstinábase en reconocer pasos del caballo en todas partes.

A veces se figuraba oír la detonación de un arma de fuego.

Esta ilusión duró como tres horas. En las dos primeras buscó a Porthos. Y en la otra volvió a casa.

—Nos habremos cruzado —dijo—, y voy a encontrar a los dos esperando mi regreso.

Se engañaba D’Artagnan, pues así, encontró a Porthos en el obispado como a orillas del canal.

Aramis le esperaba en la puerta de la escalera con cara malhumorada.

—¿No os han alcanzado, querido D’Artagnan? —gritó desde lejos en cuanto vio al mosquetero.

—No. ¿Habéis enviado tras de mí?

—Sí, querido amigo, disgustado por haberos hecho correr en vano; pero a eso de las siete vino el limosnero de San Paterno, que encontró a Du Vallon que se marchaba. No queriendo despertar a nadie, le encargó me dijera que temiendo que el señor Gétard le jugase una mala pasada en su ausencia, aprovechaba la marea de la mañana para volver a Belle-Île.

—Mas, decidme: Goliat no habrá atravesado las cuatro leguas del mar.

—Son seis leguas —dijo Aramis.

—Pues con más motivo.

—Así es, querido —dijo el prelado con dulce sonrisa—, que Goliat está en la cuadra, y aseguro que muy satisfecho de no tener a Porthos sobre el lomo.

Efectivamente, el caballo había vuelto desde el primer descanso por los cuidadores del prelado, a quien no se le escapaba ningún detalle.

D’Artagnan pareció muy satisfecho de la explicación:

Empezaba un papel de disimulo que convenía, perfectamente a las sospechas que cada vez se fijaban más en su ánimo.

Luego, almorzó entre el jesuita y Aramis, teniendo al padre dominico enfrente, a quien sonreía con particularidad.

La comida fue larga y suculenta: vino generoso de España, ostras de Morbihan, pescados exquisitos de la embocadura del Loira, enormes cercetas de Paimboeuf y caza delicada del contorno.

D’Artagnan comió con apetito y bebió poco.

Aramis no bebió nada, y si bebió, fue agua.

Cuando concluyeron el almuerzo, dijo D’Artagnan al obispo:

—¿No me habéis ofrecido un arcabuz?

—Sí.

—Prestádmelo.

—¿Deseáis cazar?

—¿Puedo hacer nada mejor esperando a Porthos?

—Coged el que gustéis en la sala de armas.

—¿Venís conmigo?

—¡Ah! Querido amigo, tendría un gran placer; pero la caza está prohibida a los obispos.

—¡Ah! —dijo D’Artagnan—. Lo ignoraba.

—Además —continuó Aramis—, tengo que hacer hasta mediodía.

—¿Conque iré solo? —preguntó D’Artagnan.

—Sí, pero volved a la hora de comer.

—¡Pardiez! Se come demasiado bien en vuestra casa para que no vuelva.

Luego saludó a los convidados y tomó el arcabuz; pero, en vez de cazar, corrió de echo al puerto de Vannes.

Miró atrás por si lo seguían, más no vio a nadie.

Y era verdad que nadie lo seguía; pero un hermano jesuita, colocado en lo alto del campanario de su iglesia y valiéndose de un anteojo, no había perdido desde por la mañana ni uno solo de sus pasos.

—A las once y media ya sabía Aramis que D’Artagnan fletaba a las once un barco pesquero y que bogaba hacia Belle-Île.

El viaje de D’Artagnan fue rápido, pues empujaba su embarcación con buen viento Nordeste.

Mientras se acercaba, sus ojos interrogaban la costa, queriendo ver en la ribera o por encima de las fortificaciones el brillante vestido de Porthos y su enorme estatura destacándose sobre un cielo ligeramente nebuloso.

Pero todo fue inútil; desembarcó sin haber visto nada y supo del primer soldado a quien preguntó, que el señor Du Vallon todavía no había vuelto de Vannes.

Entonces, sin perder un instante, ordenó D’Artagnan a su barca que volviera a Sarzeau.

Sabido es que el viento varía en las diversas horas de la mañana; de modo que, habiendo pasado de Nordeste a Sudeste, era tan bueno para volver a Sarzeau como lo había sido para el viaje de Belle-Île. En tres horas tocó D’Artagnan el continente y otras dos le bastaron para llegar a Vannes.

No obstante la rapidez de la carrera, lo que D’Artagnan devoró de impaciencia y de despecho durante la travesía, sólo el puente del buque, sobre el cual pateó tres horas, pudiera contarlo a la historia.

El mosquetero dio un salto desde el muelle en que desembarcó, al palacio episcopal.

Contaba con aterrar a Aramis por la prontitud de su vuelta, y quería echarle en cara su duplicidad con reserva, mas con bastante ingenio para hacerle sentir todas las consecuencias arrancándole una parte de su secreto.

Confiaba, por último, gracias a esa viveza de expresión, que es a los misterios lo que una carga a la bayoneta a los reductos, conducir al misterioso Aramis a una manifestación cualquiera.

Pero en el vestíbulo del palacio halló al ayuda de cámara que le cerraba el paso, sonriéndole con arrebato.

—¿Y Su Ilustrísima? —exclamó D’Artagnan apartándolo con la mano.

—¿Su Ilustrísima? —dijo recobrando su aplomo, perdido por el empuje de D’Artagnan.

—Sin duda, ¿no me conoces acaso, necio?

—Sí tal; sois el caballero de D’Artagnan.

—Entonces, déjame pasar.

—Es inútil.

—¿Por qué?

—Porque no está en casa.

—¡Cómo! ¡No está en casa! Pues, ¿dónde está?

—Ha marchado.

—¿A dónde?

—No lo sé; pero tal vez se lo diga al señor caballero.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¿De qué modo?

—En ésta epístola que para vos me ha entregado.

Y el ayuda de cámara sacó una carta del bolsillo.

—¡Dámela, belitre! —dijo D’Artagnan arrancándosela de las manos—. ¡Oh! Sí, lo comprendo —continuó a la primera línea.

Y leyó a media voz:

Amigo,

Un negocio urgentísimo me llama a una de las parroquias de mi diócesis. Esperaba veros antes de marchar; mas pierdo la esperanza, pensando que estaréis dos o tres días en Belle-Île con nuestro amigo.

Adiós, querido; creed que siento mucho no haberme aprovechado mejor y más largo tiempo de vuestra compañía.

—¡Voto a bríos! —exclamó D’Artagnan—. He sido burlado. ¡Ah! ¡Pécora, bruto y tres veces tonto! ¡Oh! ¡Engañado como un mono a quien se: da una nuez vacía!

Y sacudiendo una puñada en el hocico siempre risueño del ayuda de cámara, se lanzó fuera del palacio episcopal.

Por muy buen trotador que fuera Furet, no estaba a la altura de las circunstancias.

D’Artagnan llegó a la casa de postas y escogió un caballo, al que hizo ver con unas buenas espuelas y una mano suave, que no son los ciervos los corredores más ágiles de la creación.