Capítulo LXXISu Ilustrísima el obispo de Vannes

Los dos amigos habían entrado en el palacio episcopal por una puerta especial, conocida únicamente de los amigos de la casa.

Porthos había servido de guía a D’Artagnan. El digno barón se comportaba como si estuviera en su casa. Sin embargo, fuese por reconocimiento tácito a la santidad de la persona de Aramis y de sin carácter, o por costumbre de respetar aquello que le imponía moralmente, conducta que siempre había hecho de Porthos un soldado modelo y un corazón excelente, la verdad es que Porthos guardó en casa de Su Ilustrísima el obispo de Vannes una especie de reserva que D’Artagnan notó al instante en la actitud que tomó con los sirvientes y comensales.

Esta reserva no llegaba, sin embargo, al extremo de privarse de preguntar.

Entonces supieron que Su Ilustrísima había entrado en sus habitaciones, y que pronto se presentaría, en la intimidad, menos majestuoso que con sus ornamentos.

En efecto, después de un cuarto de hora escaso, que pasaron D’Artagnan y Porthos en mirarse mutuamente el blanco de los ojos, y en volver éstos del Norte al Mediodía, se abrió una puerta de la sala y apareció Su Ilustrísima en traje ordinario y, completo de prelado.

Aramis llevaba la cabeza erguida, como hombre acostumbrado al mandato.

Aún conservaba el fino bigote y la perilla real en punta del tiempo de Luis XIII.

Al entrar exhaló ese perfume delicado que, entre los hombres elegantes, coma entre las mujeres del gran mundo, no varia nunca, y que parece estar incorporado la persona de la cual se ha hecho emanación natural.

Sólo que esta vez había retenido el perfume algo de la sublimidad religiosa del incienso; no trastocaba, pero penetraba; no inspiraba el deseo, pero sí el respeto…

No vaciló un momento al entrar en la sala, y sin pronunciar una palabra que, como quiera que fuese, habría sido fría en tal ocasión, se fue derecho al mosquetero tan bien disfrazado bajo el traje del señor Agnan, y lo estrechó en sus brazos con una ternura que el más desconfiado no hubiese podido encontrar sospechosa de frialdad o de afectación.

D’Artagnan, por su parte, también lo abrazó con igual ardor. Porthos apretó la mano delicada de Aramis entre las suyas enormes, y D’Artagnan observó que Su Ilustrísima le apretaba la izquierda, probablemente por costumbre, en atención a que Porthos debía haberle martirizado algunas veces los dedos, estrujándolos entre los suyos, adornados de sortijas. Aramis desconfiaba, advertido por el dolor, y sólo presentaba carne que rozar y no dedos que oprimir contra el oro o las facetas de diamantes.

Aramis miró de frente entre dos ventanas, ofreció una silla a D’Artagnan, sentándose en la sombra, y advirtió que la luz daba en el rostro de su interlocutor.

Esta maniobra, familiar a los diplomáticos y a las mujeres, parécese mucho a las ventajas que toman los combatientes sobre el terreno del duelo, según su habilidad o su costumbre.

D’Artagnan no fue engañado por aquella maniobra; pero fingió no haberla notado. Sintióse cogido, mas justamente por esto comprendió que estaba en el camino de la descubierta, y poco le importaba dejarse batir aparentemente, con tal que sacara de su pretendida derrota las ventajas de la victoria.

Aramis fue quien comenzó la conversación.

—¡Ah! ¡Querido amigo! ¡Mi excelente D’Artagnan…! ¡Qué feliz casualidad…!

—Es una casualidad, mi reverendo compañero —dijo D’Artagnan—, que yo llamaría amistad. Os busco como siempre os he buscado, en cuanto he tenido alguna empresa que ofreceros o unas horas de libertad que dedicaros.

—¡Ah! ¿De veras? —dijo Aramis sin entusiasmo—. ¿Me buscáis?

—Sí, sí, os busca, amigo Aramis —dijo Porthos—, y la prueba es que me ha alcanzado en Belle-Île. Eso está muy bien, ¿no es verdad?

—¡Ah! —dijo Aramis—. Verdaderamente, en Belle-Île.

—¡Bueno! —dijo D’Artagnan—. He aquí a Porthos que sin pensar en ello ha disparado el primer cañonazo de ataque.

—¡En Belle-Île —murmuró Aramis—, en ese agujero, en ese desierto…!

—Está muy bien, en efecto.

—Y yo soy quien le ha enterado que estabais en Vannes prosiguió Porthos en el mismo tono.

D’Artagnan esbozó en sus labios una sonrisa casi irónica.

—¡Sí tal…! Yo lo sabía, mas he querido ver…

—¿Ver qué?

—Si se mantenía nuestra antigua amistad; si al vernos, por más endurecido que nuestro corazón esté por la edad, dejaba escapar aquel buen grito de satisfacción que saluda la llegada de un amigo.

—Y qué, ¿no estáis satisfecho? —preguntó Aramis.

—Así, así.

—¿Cómo?

—Porthos me ha dicho: «¡Chitón!». Y vos…

—¿Y yo qué?

—Y vos… me habéis dado vuestra bendición.

—¿Qué queréis, querido… mío? —dijo sonriendo Aramis—. Es lo más precioso que tiene un pobre prelado como yo.

—Vamos, mi querido Aramis…

—Indudablemente.

—En Paris se dice, sin embargo, que el obispado de Vannes es uno de los mejores de Francia.

—¡Ah! Queréis hablar de los bienes temporales —exclamó Aramis con aire indiferente.

—Cierto que quiero hablar. Yo los tengo ya.

—En tal caso hablemos de ellos —dijo Aramis.

—Habréis de confesar que sois uno de los prelados más ricos de Francia:

—Amigo mío, puesto que me pedís cuentas, os diré que el obispado de Vannes produce veinte mil libras de renta, ni más ni menos. Es una diócesis que comprende ciento sesenta parroquias.

—Admirable —dijo D’Artagnan.

—Soberbio —dijo Porthos.

—Pero, sin embargo —repuso D’Artagnan, cubriendo a Aramis con su mirada—, ¡no los enterraréis aquí para siempre!

—Querido, no admito la palabra enterrado.

—Pues me parece que a semejante distancia de París, está uno enterrado o poco menos.

—Amigo, me estoy haciendo viejo —dijo Aramis—, y no me gusta el ruido y movimiento de la ciudad. A los cincuenta y siete años debe buscarse la calma y la meditación. Aquí las he encontrado: ¿Qué hay de más admirable y severo al mismo tiempo que esta vieja América? Aquí encuentro, querido D’Artagnan, todo lo contrario de lo que me gustaba en otro tiempo, lo cual es necesario al término de la vida, que es lo contrario del comienzo. Un poco de mis placeres de antaño viene a saludarme de vez en cuando, sin distraerme de mi salvación. Todavía soy de este mundo, y, sin embargo, cada paso que doy me aproximo a Dios.

—Elocuente, sabio, discreto, sois un prelado cumplido, Aramis, y os felicito.

—¡Pero no habréis venido para hacerme cumplidos! —dijo Aramis sonriendo—. Hablad: ¿qué os trae? ¿Seré bastante afortunado para que me necesitéis de un modo cualquiera?

—No, gracias a Dios, amigo —dijo D’Artagnan—; no es nada de eso… Soy rico y libre.

—¿Rico?

—Sí, rico por mí; no por vos ni por Porthos. Tengo una quincena de miles de libras de renta.

Aramis lo miró con aire de duda, pues no podía creer, viendo a su amigo con aquel aspecto tan humilde, que hubiese hecho fortuna tan crecida.

Viendo D’Artagnan que había llegado la hora de las explicaciones, contó su historia de Inglaterra.

Durante la conversación vio brillar diez veces los ojos y estremecerse otras tantas los afilados dedos del prelado.

En cuanto a Porthos, no era admiración lo que manifestaba hacia D’Artagnan, sino entusiasmo y delirio. Cuando terminó D’Artagnan, dijo Aramis:

—¿Y qué?

—Ya veis —contestó D’Artagnan—, tengo en Inglaterra amigos y propiedades, y un tesoro en Francia. Si el corazón os dice algo, os lo ofrezco todo… Esto es a lo que he venido.

Por segura que fuese su mirada, no pudo sostener en este momento la de Aramis; de modo que inclinó sus ojos sobre Porthos, como hace la espada que cede a una presión poderosa buscando otro camino.

—En todo caso —dijo el obispo—, habéis tomado un vestido extraño de viaje, querido amigo.

—¡Horrible! Ya lo sé; pero comprenderéis que yo no quería viajar ni como caballero ni como señor. Desde que soy rico, soy codicioso.

—¿Y habéis dicho que venís de Belle-Île? —dijo Aramis sin transición.

—Sí —replicó D’Artagnan—, sabía que os había de encontrar allí a Porthos y a vos.

—¿A mí? —murmuró Aramis—. ¡A mí! Un año hace que estoy aquí y ni una sola vez he pasado el mar.

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. No sabía que fueseis tan casero.

—¡Ah! Querido amigo, ¿habrá que deciros que ya no soy el hombre otros tiempos? El caballo me incomoda y el mar me fatiga; soy un pobre sacerdote achacoso, quejándome siempre, gruñendo siempre e inclinado a las austeridades, que me parecen acomodamientos con la ancianidad y conferencias con la muerte. No hago más que residir aquí, mi amigo D’Artagnan.

—Pues bien, tanto mejor, porque probablemente vamos a ser vecinos.

—¡Bah! —dijo Aramis, no sin alguna sorpresa, que tampoco pretendió disimular—. ¡Vos, mi vecino!

—¡Sí, Dios Santo, sí!

—¿Cómo es eso?

—Voy a comprar unas salinas muy productivas que están situadas entre el Piriac y el Croisic. ¡Figuraos, amigo, que es una explotación de doce por ciento de renta limpia! Nunca hay que hacer gastos inútiles, pues el Océano, fiel y regular, trae cada seis horas su contingente a mi caja. Soy el primer parisiense que haya imaginado tal especulación; y no torzáis el gesto, que antes de mucho partiremos. Tendré tres leguas de país por treinta mil libras.

Aramis dirigió una mirada a Porthos, como para preguntarle si todo aquello era verdad, y si no se ocultaba algún lazo bajo aquel exterior de indiferencia: Mas, avergonzado de consultar a tan pobre auxiliar, reunió todas sus fuerzas para un nuevo asalto o para una nueva defensa.

—Me habían asegurado —continuó— que tuvisteis cierto altercado con la Corte; pero que habíais salido, como salís de todo, querido D’Artagnan, con los honores de la guerra.

—¿Yo? —dijo el mosquetero con una carcajada insuficiente para ocultar su embarazo; porque al oír estas palabras de Aramis, podía creerlo instruido en sus últimas relaciones con el rey—. ¿Yo? ¡Ah! Contadme eso, amigo Aramis.

—Sí, me habían contado a mí, pobre obispo perdido en medio de los páramos, que el rey os había tomado por confidente de sus amores.

—¿Con quién?

—Con la señorita Mancini.

D’Artagnan respiró.

—¡Ah! No digo que no —replicó.

—Parece que una mañana os llevó el rey más allá del puente de Blois para charlar can su querida.

—Es cierto —dijo D’Artagnan—. ¡Ah! ¿Sabéis eso? Entonces, también debéis saber que aquel mismo día presenté mi dimisión.

—¿Sincera?

—¡Ah! No pudo ser más.

—Y entonces fuisteis a casa del conde de la Fère.

—Sí.

—Y a mi casa también.

—Y a casa de Porthos.

—Sí.

—¿Y era para una simple visita? —dijo Aramis.

—¡No! Yo no sabía que estuvieseis ocupados, y quería llevaros a Inglaterra.

—Sí, entiendo; y entonces ejecutasteis solo, hombre maravilloso, lo que queríais, proponernos que ejecutásemos los cuatro. Ya presumí que para algo entraríais en esa hermosa restauración, cuando me enteré de que os habían visto en das recepciones del rey Carlos, que os hablaba como a un amigo, o más bien como un obligado.

—Pero ¿cómo diantre habéis sabido todo eso? —preguntó, D’Artagnan, que temía que las investigaciones de Aramis fuesen más lejos de lo que le acomodaba.

—Amigo D’Artagnan —dijo el prelado—, mi amistad se parece un poco a la soledad de ese vigilante nocturno que tenemos en la torrecilla del extremo del muelle. Ese buen, hombre enciende todas las noches una linterna para alumbrar a las barcas que vienen del mar. Está oculto en su garita y los pescadores no lo ven, pero él los sigue con interés, los adivina, los llama y los atrae a la entrada del puerto. Yo me parezco a ese vigilante; de vez en cuando recibo noticias y me despiertan un recuerdo de todo lo que yo amaba; entonces sigo a los amigos de otro tiempo por la mar borrascosa del mundo, yo, pobre vigilante, a quien el cielo ha tenido a bien dar el abrigo de una garita.

—¿Y qué he hecho después de estar en Inglaterra? —preguntó D’Artagnan.

—¡Ah! Nada sé después de eso —dijo Aramis—. Mis ojos se han turbado, he sentido que ya no pensaseis en mí, he llorado vuestro olvido. Hacía mal; os vuelvo a ver, y esto es para mi una gran fiesta, os lo juro.

Hizo una pausa, y luego prosiguió:

—¿Cómo está Athos?

—Muy bien, gracias.

—¿Y el joven pupilo?

—¿Raúl?

—Sí.

—Ha heredado la destreza de su padre Athos y la fuerza de su tutor Porthos.

—¿Cuándo pudisteis juzgar eso?

—La víspera misma de mi salida de París.

—¿Cómo?

—Había ejecución en la Grève, y a consecuencia de está ejecución hubo tumulto. Nosotros nos hallamos en él, y fue necesario sacar la espada.

—¿Y qué hizo? —dijo Porthos.

—Primero tiró a un hombre por la ventana, como si fuera un saco de algodón.

—¡Oh! ¡Muy bien! —exclamó Porthos.

—Después desenvainó y comenzó a dar estocadas, como hacíamos nosotros en nuestros mejores tiempos.

—¿Y por qué hubo ese tumulto? —preguntó Porthos.

D’Artagnan notó en el rostro de Aramis extremada indiferencia al oír esta pregunta.

—Se dice —contestó mirando a Aramis— que eran dos contratistas a quienes Su Majestad hacía ahorcar; dos amigos del señor Fouquet.

Un ligero fruncimiento de cejas del prelado apenas indicó que hubiese oído.

—¡Oh, oh! —exclamó Porthos—. Y ¿cómo llamaban a esos amigos del señor Fouquet?

—El señor de Eymeris y el señor Lyodot —dijo D’Artagnan—. ¿Conocéis esos nombres, Aramis?

—No —dijo desdeñosamente el obispo—, pero esos nombres parecen de banqueros.

—Justamente.

—¡Oh! ¿El señor Fouquet ha dejado ahorcar a sus amigos? —murmuró Porthos.

—¿Y por qué no? —dijo Aramis. Es que me parece…

—Si han ahorcado a esos desgraciados, sería orden del rey; y creo que porque el señor Fouquet sea superintendente de Hacienda, no por eso tiene derecho de vida y muerte.

—Es igual —dijo Porthos—, en la posición del señor Fouquet… Aramis comprendió que Porthos iba a decir alguna tontería y cortó la conversación:

—Vaya, amigo D’Artagnan —dijo—, ya hemos hablado bastante de los demás; hablemos un poco de vos.

—Ya sabéis de mí todo lo que puedo deciros; hablemos, por el contrario, de vos.

—Ya os he dicho, querido; ya no soy Aramis.

—¿Ni siquiera el abate de Herblay?

—Ni eso. Aquí veis a un hombre a quien la Providencia ha tomado por la mano, y a quien ha conducido a una posición que ni debía ni se atrevía a esperar.

—¿Dios? —interrogó D’Artagnan.

—Sí.

—¡Pues es singular! Me habían dicho que era el señor Fouquet.

—¿Quién os dijo eso? —dijo Aramis sin que todo el poder de su voluntad pudiese impedir que un ligero rubor colorease sus mejillas.

—¡Toma! Bazin.

—¡Tonto!

—No afirmo yo que sea hombre de genio, es verdad; pero me lo ha dicho y a él me refiero.

—Nunca he visto yo al señor Fouquet —respondió Aramis con una mirada tan tranquila y tan pura como la de una virgen que nunca miente.

—Pero, aun cuando lo hubieseis visto —respondió D’Artagnan—, y aun conocido, no habría mal alguno en ello; es un hombre bien plantado el señor Fouquet.

—¡Ah!

—Un gran político.

Aramis hizo un gesto de indiferencia.

—Un ministro todopoderoso.

—Yo sólo dependo del rey y del Papa.

—¡Diablo! Escuchad —dijo D’Artagnan con el tono más cándido—; os digo esto porque aquí todo el mundo jura por el señor Fouquet. La llanura es del señor Fouquet; las satinas que yo compre serán del señor Fouquet; la isla en que Porthos se ha hecho topógrafo es del señor Fouquet; la guarnición es del señor Fouquet, y las galeras son del señor Fouquet. Declaro que nada me hubiera sorprendido vuestra infeudación, o más bien la de vuestra diócesis en el señor Fouquet. Es un señor diferente del rey, y eso es todo; pero tan poderoso como un rey.

—Gracias a Dios, yo no estoy infeudado en nadie, ni pertenezco a nadie —respondió Aramis, que durante esta conversación seguía con la vista cada gesto de D’Artagnan y cada mirada de Porthos.

Pero D’Artagnan estaba impasible y Porthos inmóvil; los golpes, tirados hábilmente, eran parados por adversarios hábiles también.

No obstante, todos sentían la fatiga de semejante lucha, y el anuncio de la comida fue recibido bien por todo el mundo.

La comida cambió el curso de la conversación, porque todos comprendieron que, estando prevenidos, ni unos ni otros sacarían ventajas. Porthos no había comprendido absolutamente nada, y habíase quedado inmóvil porque Aramis le había hecho señas de que no se moviese, de modo que la comida no fue para él más que la comida; pero era bastante para Porthos.

D’Artagnan tuvo gran alegría. Aramis se excedió a sí propio en dulce afabilidad.

Porthos comió muchísimo.

Se charló de guerra y finanzas, de artes y de amores.

Aramis fingía sorpresa a cada palabra de política que arriesgaba D’Artagnan. Esta serie de sorpresas aumentó la desconfianza de D’Artagnan, como la eterna indiferencia de D’Artagnan provocaba la desconfianza de Aramis.

Finalmente, D’Artagnan dejó caer de intento el nombre de Colbert, golpe que había reservado para lo último.

—¿Quién es Colbert? —preguntó el prelado.

D’Artagnan dio sobre Colbert todas las noticias que podía desear Aramis. La comida, más bien la conversación, prolongóse hasta la una de la mañana entre D’Artagnan y Aramis.

A las diez ya se había dormido Porthos en su silla y roncaba estrepitosamente.

A las doce lo despertaron y enviaron a la cama.

—¡Hum! —dijo—. Me parece que me he traspuesto, no obstante ser muy interesante lo que estabais diciendo.

A la una condujo Aramis al mosquetero a la habitación que le estaba destinada, y que era la mejor del palacio episcopal.

Dos criados fueron puestos a sus órdenes.

—Mañana, a las ocho —dijo despidiéndose de D’Artagnan—, daremos, si gustáis, un paseo a caballo con Porthos.

—¿A las ocho? —dijo D’Artagnan—. ¿Tan tarde?

—No ignoráis que me son necesarias siete horas de sueño —dijo Aramis.

—Es justo.

—Buenas noches, amigo mío.

Y abrazó al mosquetero cordialmente.

D’Artagnan le dejó marchar.

—¡Bueno! —dijo cuando la puerta se cerró—, a las cinco me levantaré.

Después de tomar esta resolución se acostó tranquilamente.