Capítulo LXXProcesión en Vannes

La travesía de Belle-Île a Sarzeau se hizo con mucha rapidez, merced a uno de los buques corsarios de que habían hablado a D’Artagnan durante su viaje, y que, destinados a dar caza, se abrigaban momentáneamente en la rada de Locmaria, desde donde uno de ellos, con la cuarta parte de su tripulación, hacía el servicio entra Belle-Île y el continente.

D’Artagnan tuvo ocasión de persuadirse de que Porthos; aunque ingeniero y topógrafo, no estaba bien enterado de los secretos del Estado.

Su perfecta ignorancia hubiera pasado por un prudente disimulo para cualquier otro. Pero D’Artagnan conocía muy bien todos los pliegues y repliegues de su Porthos, para no, descubrir un secreto en él, si lo había, como los antiguos dependientes de un establecimiento saben buscar con los ojos cerrados cualquier género que se les pida.

Y si D’Artagnan nada había encontrado plegando y desplegando a su Porthos, era porque realmente no había nada.

—Ea —dijo D’Artagnan—. Yo sabré más en Vannes en media hora que Porthos ha sabido en Belle-Île en dos meses; mas a fin de que yo sepa alguna cosa, importa que Porthos no use de la única estratagema para que le conozco disposición. Es menester que no prevenga a Aramis de mi llegada.

Todos los cuidados del mosquetero se limitaron, pues, por el momento, a vigilar a Porthos.

Y, apresurémonos a decirlo Porthos no merecía aquella desconfianza excesiva. Porthos no pensaba de ningún modo nada malo. Tal vez, al encontrarse, D’Artagnan le había inspirado alguna desconfianza, mas casi al propio tiempo D’Artagnan había reconquistado en aquel bondadoso y valiente corazón el lugar que siempre había ocupado, y ni la más ligera nube obscurecía la mirada de Porthos, al fijarla de vez en cuando, con cariño sobre su amigo.

Al desembarcar informóse Porthos de si le aguardaban sus caballos; y, en efecto, los divisó en la encrucijada del camino que da la vuelta alrededor de Sarzeau, y que sin atravesar esta ciudad conduce a Vannes.

Los caballos eran dos: una del señor Barón y otro de su escudero. Porque Porthos tenía un escudero desde que Mosquetón usaba del carricoche como único medio de locomoción.

D’Artagnan aguardaba que Porthos se decidiera a enviar delante a su escudero en un caballo para traer otro, proponiéndose combatir tal propósito; pero nada de lo que se presumió D’Artagnan sucedió. Porthos mandó simplemente al servidor que echase pie a tierra y que esperara su vuelta en Sarzeau, mientras D’Artagnan montaba en su caballo. Lo cual fue ejecutado.

—Sois hombre precavido, amigo Porthos —dijo D’Artagnan a su amigo cuando se vio montado en el caballo del escudero.

—Sí, pero este es un obsequio de Aramis, pues yo no tengo aquí mis trenes. Aramis ha puesto sus cuadras a mi disposición.

—Buenos caballos; ¡diantre! Caballos de obispo —dijo D’Artagnan—. Cierto que Aramis es un obispo muy particular.

—Santo hombre —respondió Porthos con tono casi gangoso y alzando los ojos al cielo.

—Entonces está muy cambiado —repuso D’Artagnan—, porque nosotros lo hemos conocido medianamente profano.

—La gracia le ha tocado —dijo Porthos.

—¡Bravo! —contestó D’Artagnan—. Eso redobla mi deseo de ver a mi amigo Aramis.

Y metió espuela al caballo, que lo arrastró con nueva rapidez.

—¡Pardiez! —dijo Porthos—. Si vamos a este paso, en una hora haremos el camino de dos.

—¿Para cuántas leguas?

—Cuatro y media.

—Será ir a buen paso.

—Hubiera podido, amigo mío, haceros embarcar en el canal, querido; pero cuando uno puede poner un buen corcel entre las rodillas, más vale esto que remeros y que cualquier otro medio.

—Es, verdad, Porthos. ¡Y vos, sobre todo, que siempre estáis magnífico a caballo!

—Un poco pesado, amigo mío; últimamente me he pesado.

—¿Y cuánto pesáis?

—¡Trescientas! —contestó Porthos con orgullo.

—¡Bravo!

—De modo que me veo obligado a escoger caballos cuyo lomo sea liso y ancho, pues de otro modo los reviento en dos horas.

—Sí, caballos de gigante, ¿no es cierto, Porthos?

—Sois muy bueno, amigo mío —replicó el ingeniero con afectuosa majestad.

—Efectivamente —repuso D’Artagnan—, me parece que ya suda vuestra montura.

—¡Claro! ¡Cómo que hace calor! ¡Ah! ¿Veis a Vannes ahora?

—¡Sí, muy bien! Es una bonita ciudad, al parecer.

—Según Aramis, encantado; yo, por lo menos, la encuentro negra; parece que lo negro es muy bello para los artistas. Me he llevado chasco.

—¿Por qué, Porthos?

—Porque he hecho blanquear mi castillo de Pierrefonds, que estaba gris de vejez.

—En efecto —dijo D’Artagnan—, el blanco es más alegre.

—Pero menos augusto; como me ha dicho Aramis. Felizmente, hay quien venda pintura negra, y haré dar una mano de ella a Pierrefonds. Si el gris es bello, ya comprenderéis que el negro debe ser soberbio.

—¡Diantre! —dijo D’Artagnan—. Eso me parece lógico.

—¿No habéis venido jamás a Vannes, D’Artagnan?

—Jamás.

—¿Entonces no conoceréis la ciudad?

—No.

—Pues bien, mirad —repuso Porthos alzándose sobre los estribos, lo cual hizo vacilar el delantero de su caballo—; ¿veis allá en el sol una flecha?

—Sí.

—Es la catedral.

—¿Cómo se llama?

—San Pedro. Mirad ahora a la izquierda, en el arrabal. ¿Veis una cruz?

—Sí, la veo.

—Es San Paterno, la parroquia predilecta de Aramis.

Duda, pues San Paterno pasa por haber sido el primer obispo de Vannes. Verdad es que Aramis pretende que no, y como él es tan sabio, bien pudiera ser eso una paro, una para…

—Paradoja —dijo D’Artagnan.

—Eso es. Se me trababa la lengua.

—Amigo mío —dijo D’Artagnan—, os suplico continuéis vuestra interesante demostración. ¿Qué es ese grande edificio blanco plagado de ventanas?

—¡Ah! El colegio de los jesuitas. Buena mano tenéis, querido. ¿Veis cerca del colegio una gran casa con campanarios y torrecillas, de hermoso estilo gótico, como dice ese bruto de señor Gétard?

—Sí, la veo; ¿y qué?

—Que es donde habita Aramis.

—¡Cómo! ¿No vive en el obispado?

—No; el obispado está ruinoso; además, está en la ciudad y Aramis prefiere los arrabales. Por eso os decía yo que gusta tanto de San Paterno, pues San Paterno está en el arrabal. Además, en este mismo barrio hay un paseo, un juego de pelota y una casa de dominicos, que es aquella que eleva al cielo su lindo campanario.

—Perfectamente.

—Y ya veis que el barrio es como una ciudad aparte; tiene sus murallas, sus torres y sus fosos. El muelle llega hasta aquí, y por tanto los buques también. Si nuestro corsario no calase ocho pies de agua, hubiéramos llegado a velas desplegadas hasta las ventanas de Aramis.

—Porthos, Porthos —dijo D’Artagnan—, sois un pozo de ciencia, una fuente de reflexiones ingeniosas y profundas. Ya no me sorprendéis, Porthos; me confundís.

—Ya hemos llegado —observó Porthos, mudando de conversación con su modestia ordinaria.

—Y ya era tiempo —pensó D’Artagnan—, porque el caballo se derrite como si fuese de hielo.

Casi en el mismo instante entraron en el arrabal; pero apenas anduvieron cien pasos quedaron asombrados al ver las calles cubiertas de hojas y de flores.

De las viejas murallas de Vannes pendían las más antiguas y extrañas tapicerías de Francia.

De los balcones de hierro caían largos paños blancos salpicados de ramos de flores.

Las calles estaban desiertas; conocíase que toda la población se había reunido en un punto.

Las persianas estaban corridas, y el fresco penetraba en las casas al abrigo de las colgaduras, que causaban densas sombras negras entre sus salientes, y las paredes.

Al volver la calle, unos cánticos hirieron repentinamente los oídos de los recién llegados. Una muchedumbre vestida como de día de fiesta apareció al través de los vapores de incienso que subían al cielo en azulados copos, y las nubes de hojas de rosa revoloteaban hasta los pisos principales.

Por encima de las cabezas se divisaban la cruz y las banderas, signos sagrados de la religión, y debajo de estas cruces y banderas, como protegidas por ellas, todo un mundo de jóvenes con trajes blancos y coronadas de aciano.

Por ambos lados de la calle, encerrando el cortejo, marchaban los soldados de la guarnición, con ramilletes en los cañones de sus fusiles y en la punta de sus lanzas.

Era una procesión.

En tanto que D’Artagnan y Porthos miraban con fervor de buen gusto que ocultaba la extremada impaciencia de seguir adelante, se acertaba un palio magnífico precedido de cien jesuitas y cien dominicos, acompañado por dos arcedianos, un tesorero, un penitenciario y doce canónigos.

Un sochantre de voz aterradora, un sochantre escogido entre todas las voces de Francia, como entre todos los gigantes del imperio se escogía el tambor mayor de la Guardia Imperial, escoltado por otros cuatro sochantres que sólo le servían de acompañamiento, hacía resonar los aires y vibrar los vidrios de todas las casas.

Bajo el palio aparecía un rostro pálido y noble, de ojos negros, cabellos negros mezclados de hilos de plata, boca fina y barba prominente y angulosa. Esta cabeza, llena de graciosa majestad, estaba adornada con la mitra episcopal, que le daba, además del carácter de soberanía, el del ascetismo y meditación evangélica.

—¡Aramis! —murmuró involuntariamente el mosquetero cuando pasó a su lado esta cabeza altiva. El prelado estremecióse y pareció haber oído aquella voz como un muerto resucitado oye la palabra del Salvador.

Levantó sus grandes ojos y los dirigió sin vacilar al sitio de donde había salido la exclamación.

De una mirada vio a Porthos y a D’Artagnan a su lado.

D’Artagnan, por su parte, gracias a la penetración de su mirada, lo había visto y comprendido todo. La fisonomía del prelado había entrado en su memoria para no salir de ella jamás.

Una cosa principalmente había llamado la atención de D’Artagnan. Aramis se había sonrojado al verlo, y al mismo tiempo había reconcentrado bajo sus párpados el fuego de la mirada del Señor y el afecto de la mirada del amigo.

Era evidente que Aramis se había hecho esta pregunta:

«¿Por qué D’Artagnan está aquí con Porthos y qué viene a hacer en Vannes?».

Aramis comprendió todo lo que pensaba D’Artagnan, fijando en él su mirada y viendo que no bajaba los ojos.

Conocía la penetración de su amigo y su talento, y temía dejar adivinar el secreto de su rubor y de su sorpresa. Siempre era el mismo Aramis con un secreto que guardar.

Para concluir, por tanto; con aquella mirada de inquisidor que era preciso hacer bajar a todo trance, como a todo trance apaga un general los fuegos de una batería que le estorba, Aramis extiende su linda mano blanca, en la cual brilla la amatista del anillo pastoral, hiende el aire con el signo de la cruz, y lanza su bendición a los dos amigos.

Pero D’Artagnan, tal vez distraído y pensativo, e impío a pesar suyo, no se inclinó ante la bendición santa; mas Porthos, que vio su distracción; apoyó amigablemente la mano en el hombro de su amigo, y lo agachó al suelo.

D’Artagnan vaciló y le faltó poco para caer de bruces.

Entretanto ya había pasado Aramis.

D’Artagnan, lo mismo que Anteo, no hizo más que tocar en tierra; y luego se enderezó hacia Porthos, muy dispuesto a enfadarse.

Pero no había que equivocarse sobre la intención del valiente Hércules; lo que le había animado fue un sentimiento de bien parecer religioso.

—Es admirable —dijo— que nos haya echado una bendición sólo a nosotros dos. Decididamente es un santo.

D’Artagnan, menos convencido que Porthos, no contestó.

—Ya veis, querido amigo —continuó Porthos—, Aramis nos ha visto, y en vez de seguir marchando al paso de procesión, como hacía, va más de prisa. Mirad cómo el cortejo acelera el paso; sin duda ese querido Aramis está ansioso de vernos y abrazamos.

—Es verdad —dijo D’Artagnan en voz alta.

Pero añadió enseguida para sí: «Siempre tendremos que ese zorro me ha visto, y que dispondrá de tiempo para prepararse a recibirme».

La procesión había pasado, el camino estaba libre, y D’Artagnan y Porthos marcharon; derechos al palacio episcopal, que rodeaba una muchedumbre numerosa, para ver entrar al prelado.

D’Artagnan notó que esta multitud se componía, especialmente de gente del pueblo y de militares, y en la naturaleza de estos partidarios conoció la destreza de su amigo.

Efectivamente, Aramis no era hombre que buscase la popularidad inútil. Poco le importaba ser amado de gentes que para nada le sirvieran.

Diez minutos después que ambos amigos habían pasado el umbral del obispado, entró Aramis como un triunfador: los soldados le presentaban armas como a un superior, y el pueblo le saludaba como a un compañero más bien que como a un jefe religioso.

En el mismo umbral tuvo una conferencia de medio minuto con un jesuita que, para hablarle más discretamente metió la cabeza debajo del palio.

Luego entró en su casa; las puertas se cerraron lentamente, y la multitud se marchó mientras que todavía resonaban los cánticos religiosos.

Era aquel un día espléndido; había perfumes terrestres mezclados a los perfumes atmosféricos y marinos. La ciudad respiraba felicidad y fuerza.

D’Artagnan sintió cómo la presencia de una mano invisible que había creado aquella fuerza, gozo y felicidad, derramando perfumes por todas partes.

«¡Oh! —pensó—. Porthos ha engordado, pero Aramis ha crecido».