El mosquetero tomó al momento la ofensiva.
—Ahora, que ya os lo he dicho todo, querido amigo, o más bien que todo lo habéis adivinado, decidme qué hacéis aquí cubierto de polvo y lodo.
Porthos se limpió la frente, y, mirando alrededor con orgullo, dijo:
—¡Me parece que ya podéis ver lo que hago!
—¡Sin duda…! Veo que levantáis piedras.
—¡Oh! ¡Para enseñar a esos haraganes lo que es un hombre! —murmuró Porthos con desprecio—. Ya comprenderéis.
—¡Sí! Pero no tenéis por oficio levantar piedras, aunque haya muchos que lo tengan y no las levanten como vos. Esto es lo que me hacía preguntaros: «¿qué hacéis aquí, barón?».
—Estudio topografía, señor.
—¿Estudiáis topografía?
—Sí, pero vos mismo, ¿qué hacéis con ese traje de paisano? D’Artagnan comprendió que había cometido una falta dejándose llevar por la sorpresa. Porthos se había aprovechado de ella para responder con una pregunta.
Feamente, D’Artagnan la aguardaba, y dijo:
—Ya sabéis que soy paisano, por consiguiente, nada tiene de extraño el vestido, porque está de acuerdo con mi condición.
—¡Cómo es eso! ¡Vos, un mosquetero!
—Ya no lo soy, mi buen amigo; presenté la dimisión.
—¿Y habéis abandonado el servicio?
—Lo he abandonado.
—¿Y habéis dejado al rey?
—Justamente.
Porthos levantó los brazos al cielo, como quien escucha una noticia inesperada.
—¡Oh! Eso sí que me confunde —dijo.
—Pues sin, embargo, así es.
—¿Qué os ha motivado a determinar eso?
—El rey me disgustó, Mazarino me disgustaba hacía mucho tiempo, como sabéis, y he ahorcado la casaca.
—Pero Mazarino ha fallecido.
—¡Bien lo sé, pardiez! Pero en la época de su muerte ya hacía dos meses que estaba presentada y aceptada mi dimisión; estando entonces libre corrí a Pierrefonds, para, ver a mi querido Porthos; había oído hablar de la feliz división que tenía hecha del tiempo, y pensaba distribuir el mío con el vuestro una quincena de días.
—Amigo mío, ya sabéis que mi casa está abierta para vos, no por quince días, sino por un año, por diez, o por toda la vida.
—Gracias, Porthos.
—¿Y no tenéis necesidad de dinero? —preguntó Porthos haciendo sonar unos cincuenta luises que encerraba en su bolsa—. ¡En tal caso, ya sabéis…!
—No, no necesito nada; he puesto mis ahorros en casa de Planchet, que me da un interés por ellos.
—¿Vuestros ahorros?
—Sin duda —dijo D’Artagnan. ¿Por qué no queréis que haya ahorrado, como otro cualquiera?
—¡Yo! Yo no deseo eso; al contrario, siempre os he sospechado… Es decir, Aramis os ha supuesto siempre algunos ahorrillos Yo no me mezclo en esa clase de asuntos; pero lo que únicamente presumo es que los ahorros de un mosquetero no serán gran cosa.
—Sin duda… Para vos, que sois millonario… En fin, voy a haceros juez del asunto. Yo tenía por una parte veinticinco mil libras…
—Bonita cantidad —dijo Porthos con aire afable.
—Y —continuó D’Artagnan— el 28 del mes último, he añadido a ellas otras doscientas mil.
Porthos abrió unos ojos que interrogaban elocuentemente al mosquetero: «¿dónde diablos habéis robado semejante suma, querido amigo?».
—¡Doscientas mil libras! —murmuró al fin.
—Sí… Que con veinte mil que traigo encima, me completan un total de doscientas cincuenta mil libras:
—Pero veamos, ¿de dónde os viene esa fortuna?
—¡Ah! Ya os contaré la cosa más tarde; amigo mío; pero como, vos tenéis que decirme muchas cosas, dejemos mi relato para luego.
—¡Bravo! —dijo Porthos—. Ya todos somos ricos. Pero ¿qué tenía yo que contaros?
—Teníais que contarme cómo Aramis ha sido nombrado…
—¡Ah! ¿Obispo de Vannes?
—Sí —dijo D’Artagnan—, obispo de Vannes. ¿Sabéis que progresa en su carrera?
—¡Oh! ¡Sí, sí! Sin contar que no parará ahí.
—¡Cómo! ¿Suponéis que no se contentará con las medias moradas y que aspirará al sombrero rojo?
—¡Chitón! Eso le ha sido prometido.
—¡Bah! ¿Por Su Majestad?
—Por alguien más poderoso que el rey.
—¡Diablos!
—Porthos, ¡me decís cosas increíbles, amigo!
—¿Por qué increíbles? ¿Acaso no ha habido siempre en Francia alguien más poderoso que el rey?
—¡Oh! Ciertamente. En tiempo de Luis XIII era el duque de Richelieu; en tiempo de la regencia era el señor Mazarino; en tiempo de Luis XIV…
—¡Vamos!
—El señor Fouquet.
—Lo habéis nombrado de un tirón.
—¿De modo que el señor Fouquet ha prometido el capelo a Aramis?
Porthos asumió un aire de reserva, y dijo:
—Querido amigo; Dios me libre de ocuparme de los asuntos de otros, y sobre todo de revelar secretos que pueda haber interés en ocultar. Cuando veáis a Aramis, él os dirá lo que crea que deba deciros.
—En verdad, Porthos, no hablemos más de eso, y volvamos a vos.
—Sí —contestó Porthos.
—¿No me habíais dicho que estabais aquí para estudiar topografía?
—Ciertamente.
—¡Pardiez! Amigo mío, ¡qué lindas cosas hacéis!
—¿Cómo es eso?
—¡Caray! ¡Estas fortificaciones son admirables!
—¿Es ese vuestro parecer?
—Sin duda; y poco menos que un sitio en toda regla. Belle-Île es inexpugnable.
Porthos se frotó las manos.
—Esa es mi opinión dijo.
—Pero ¿quién diablos ha fortificado así esta bicoca? Porthos se pavoneó.
—¿No os lo he dicho?
—No.
—¿Y no lo adivináis?
—No; todo lo que puedo decir es que sin duda se trata de un hombre que ha estudiado todos los sistemas, y me parece que se ha fijado en el mejor.
—¡Chitón! —dijo Porthos—. Contemplad mi modestia, amigo D’Artagnan.
—¡De veras! —respondió el mosquetero—. Seréis vos… quien… ¡Oh!
—Por favor, amigo mío.
—Vos habéis imaginado, planeado y combinado estos baluartes, estos reductos, estas cortinas, estas medias lunas; ¿y quién ha preparado este camino cubierto?
—Os ruego…
—¿Vos quien ha edificado esta luneta con sus ángulos entrantes y salientes?
—Por Dios…
—¿Vos quien dio esta inclinación a los cortes de las troneras, con cuyo auxilio se protegerán tan eficazmente los que sirvan las piezas?
—¡Oh! Dios Santo, sí.
—¡Oh! Porthos, Porthos, es preciso inclinarse ante vos; pero siempre nos habéis ocultado ese hermoso genio, y espero, amigo, que me enseñaréis todo en detalle.
—Nada más fácil; aquí está mi plano.
—Enseñádmelo.
Porthos condujo a D’Artagnan hacía la piedra que le servía de mesa, donde permanecía el plano extendido.
Debajo de este plano estaba escrito lo siguiente, con aquella formidable letra de Porthos de que ya hemos tenido ocasión de hablar:
En vez de serviros del cuadrado o del rectángulo, como se ha hecho hasta hoy, supondréis la plaza en un hexágono regular, polígono que tiene la ventaja de presentar más ángulos que el cuadrilátero. Cada lado del hexágono, del que determinaréis la longitud en razón de las dimensiones tomadas sobre la misma plaza, será dividido en dos partes iguales; en el punto medio levantaréis una perpendicular hacia centro del polígono, que tendrá de longitud la sexta parte del lado. Por las extremidades de cada lado del polígono trazaréis dos diagonales qué irán a cortar la perpendicular. Las dos rectas formarán las líneas de defensa.
—¡Diablo! —dijo D’Artagnan deteniéndose en este punto de demostración—. ¡Esto es un sistema completo, Porthos!
—Completísimo —repuso Porthos—. ¿Queréis continuar?
—No, ya he leído bastante; y puesto que sois vos, querido Porthos, quien dirige los trabajos, ¿qué necesidad tenéis de establecer el sistema por escrito?
—¡Oh, amigo! ¡La muerte!
—¿Cómo la muerte?
—¡Claro! ¿No somos todos mortales?
—Es verdad —dijo D’Artagnan—; a todo habéis respondido, amigo mío.
Y colocó el plano sobre la piedra.
Mas, por poco tiempo que lo tuviera en las manos, pudo distinguir bajo la enorme letra de Porthos otra mucho más fina que le recordaba ciertas cartas a María Michon, de que tuvo conocimiento en su juventud. Sólo que la goma había pasado y repasado sobre esa letra, que hubiera escapado a un ojo menos penetrante que el de nuestro mosquetero.
—¡Bravo, amigo mío! —dijo D’Artagnan.
—Ahora ya sabéis todo lo que queríais saber, ¿no es verdad? —dijo Porthos contoneándose.
—¡Oh! Sí, sí; sólo os pido el último favor, amigo.
—Hablad, yo soy aquí el amo.
—Hacedme el favor de decir el nombre de aquel señor que se pasea por allá abajo.
—¿Dónde es allá abajo?
—Detrás de los soldados.
—¿Seguido de un lacayo?
—Sí.
—¿En compañía de una especie de bergante vestido de negro?
—Ese misma.
—El señor Gétard.
—¿Y quién es el señor Gétard, querido?
—El arquitecto de la casa.
—¿De qué casa?
—De la casa del señor Fouquet.
—¡Ah, ah! —exclamó D’Artagnan—. ¿Con que sois de la casa del señor Fouquet, Porthos?
—¡Yo! ¿Por qué decís eso? —dijo el topógrafo, ruborizándose hasta la extremidad superior de las orejas.
—¡Vaya! Decís la casa hablando de Belle-Île, como si hablarais del castillo de Pierrefonds.
Porthos se pellizcó los labios.
—Amigo —dijo—; Belle-Île es del señor Fouquet, ¿no es verdad?
—Sí.
—Como Pierrefonds es mío.
—Sin duda.
—¿Venís de Pierrefonds?
—Ya os he dicho que estuve en él aun no hace dos meses.
—¿Y no habéis visto a un señor que tiene la costumbre de pasearse con una regla en la mano?
—No; mas lo habría visto si en efecto se hubiera estado paseando.
—¡Pues bien! Ese es el señor Boulingrin.
—¿Y quién es el señor Boulingrin?
—Allá voy. Si cuando ese señor se pasea con la regla en la mano me pregunta alguno: «¿quién es el señor Boulingrin?». Yo le contesto: «el arquitecto de la casa». Pues bien, el señor Gétard es el Boulingrin del señor Fouquet; pero no tiene que ver nada con las fortificaciones, que me corresponden a mí solo, ¿entendéis? Nada absolutamente.
—¡Ah, Porthos! —murmuró D’Artagnan dejando caer los brazos como su vencida que con la espada—. ¡Ah! Amigo mío, no sois únicamente un topógrafo hercúleo, sino también un dialéctico de primer orden.
—¿No es cierto —respondió Porthos—, que está todo poderosamente razonado?
Y sopló, como el congrio que aquella mañana había dejado escapar D’Artagnan.
—Decidme —prosiguió el mosquetero—, y ese bergante que acompaña al señor Gétard, ¿es también de la casa del señor Fouquet?
—¡Oh! —dijo Porthos con desprecio—. Ese es un tal Jupenet o Juponet; una especie de poeta.
—¿Que desea establecerse aquí?
—Creo que sí.
—Yo pensaba que el señor Fouquet tenía bastantes poetas allá… Scudéry, Loret, Pelisson, La Fontaine. Si os he de decir la verdad, Porthos, tal poeta os deshonra.
—Lo que nos salva, amigo mío es que no está aquí como poeta.
—¿Pues cómo está?
—Como impresor, y me hacéis pensar en que tengo que decirle una palabra a ese pedante.
—Decidla.
Porthos hizo una seña a Jupenet, que había reconocido a D’Artagnan y no se daba prisa en acercarse.
Esto condujo naturalmente a una segunda seña de Porthos, la cual era de tal modo imperativa, que fue preciso obedecer.
—¡Cómo! —repuso Porthos—. ¿Habéis desembarcado ayer y ya estáis haciendo de las vuestras?
—¡Cómo, señor barón! —preguntó temblando Jupenet.
—Vuestra prensa ha hecho ruido toda la noche, señor mío —dijo Porthos—, y no me habéis dejado dormir. ¡Cuerno!
—Señor… —objetó tímidamente Jupenet.
—Nada tenéis que imprimir aún y; por consiguiente, no debéis hacer andar la prensa. ¿Qué habéis impreso esta noche?
—Señor, una poesía algo ligera escrita por mí.
—¡Ligera! ¡Vamos; señor, la prensa chillaba que era una lástima! Que no vuelva a suceder eso, ¿oís?
—Bien, señor.
—¿Me lo prometéis?
—Lo prometo.
—Pues por esta vez os dispenso. ¡Idos!
El poeta se retiró con la misma humildad de que había dado pruebas al acercarse.
—¡Ea! Ya que hemos echado una peluca a este tunante, almorcemos —dijo Porthos.
—Sí —dijo D’Artagnan—, almorcemos.
—Sólo os haré observar —dijo Porthos— que no tenemos más que dos horas para nuestro desayuno.
—¡Qué se le va hacer!
—Trataremos de aprovecharlas. Pero ¿por qué no tenemos más que dos horas?
—Porque la marea sube a la una, y con la marea salgo para Vannes. Mas como vuelvo mañana, os quedaréis en mi casa y seréis el amo. Tengo buen cocinero y buena bodega…
—Pero no —repuso D’Artagnan—, hay una cosa mejor.
—¿Qué?
—¿Decís que vais a Vannes?
—Indudablemente.
—¿Para ver a Aramis?
—Sí.
—Pues bien, yo he venido expresamente para ver a Aramis…
—Es cierto.
—Marcharé con vos.
—¡Toma! Eso es.
—Sólo que debía empezar por ver a Aramis y luego a vos. Pero el hombre propone y Dios dispone; comenzaré por vos y acabaré por Ararais.
—Perfectamente.
—¿Y en cuántas horas vais desde aquí a Vannes?
—¡Oh Santo Dios! En seis horas. Tres por mar de aquí a Sarzeau y tres horas de camino desde Sarzeau a Vannes.
—¡Qué cómodo es eso! ¿Y cuántas veces vais a Vannes estando tan cerca del obispado?
—Una vez a la, semana. Pero aguardad que recoja mi plano. Porthos cogió el plano, lo enrolló con cuidado y lo sepultó en su bolsillo.
—Bueno —dijo aparte D’Artagnan, me parece que ya sé ahora quién es el ingeniero que fortifica a Belle-Île.
Dos horas después había subido la marea, y Porthos y D’Artagnan se encaminaban a Sarzeau.