En un desembarco siempre hay un tumulto y una confusión que no dejan al espíritu la necesaria libertad para estudiar al primer golpe de vista el nuevo sitio que se le presenta.
El marinero agitado, el buque movible, el ruido del agua sobre la arena y gritos e impaciencia de los que esperan en la orilla; son los distintos detalles de esa sensación que se resume en una sola palabra: vacilar.
Sólo después de haber desembarcado y de estar unos minutos en la orilla, vio D’Artagnan en el puerto, principalmente en el interior de la isla, agitarse un mundo de trabajadores.
D’Artagnan reconoció las cinco chalanas cargadas de piedras que viera salir del puerto de Piriac. Las piedras eran transportadas, a la orilla por medio de una cadena formada por veinticinco o treinta campesinos.
Estas piedras, de gran preso, eran cargadas en carretas, que las conducían al sitio de los trabajos, cuyo valor y extensión aún no podía apreciar D’Artagnan.
En todas partes reinaba una actividad igual a la que observó el mozo al desembarcar en Salentum.
Muchas ganas tenía D’Artagnan de penetrar, más adelante, pero no podía, so pena de hacerse sospechoso, dar lugar a la desconfianza. Sólo adelantaba paulatinamente sin pasar apenas la línea que los pescadores formaban en la playa, observando todo, no diciendo nada, y marchando delante de todas las suposiciones que se pudiesen hacer con una pregunta estúpida o un saludo cortés.
En tanto que sus compañeros hacían su comercio, ponderando y vendiendo su pescado a los obreros y habitantes de la isla, nuestro hombre ganaba terreno poco a poco, y viendo la poca atención que le prestaban, comenzó a fijar miradas inteligentes y seguras en hombres y cosas que aparecían a sus ojos.
Sus primeras miradas se encontraron con excavaciones de terreno, sobre las que no podía engañarse el ojo de un soldado.
En las dos extremidades del puerto, y para que los fuegos se cruzasen sobre el eje, de la elipse que formaba, se habían levantado dos baterías, destinadas evidentemente a contener cañones, pues D’Artagnan vio a los obreros concluir las plataformas que debían sustentar las piezas para darles todas las direcciones posibles.
Cerca de cada una de estas baterías algunos operarios llenaban cestos de tierra para el revestimiento de otra que tenía troneras; y un director de trabajos dirigía los de otros operarios que formaban haces de ramaje y cortaban rombos y rectángulos de césped, destinados a cubrir los cortes de las troneras.
A juzgar por la actividad desplegada en estos trabajos, podíaseles considerar como ya terminados; y suponiendo que la artillería estuviese en la isla, en menos de dos o tres días podía estar el puerto completamente anillado.
Lo que asombró a D’Artagnan cuando fijó su vista en las fortificaciones de la ciudad, fue ver que Belle-Île estaba defendida por un sistema completamente nuevo, del cual había oído hablar más de una vez al conde de la Fère como de un gran progreso; mas del cual no había visto aún la aplicación.
Estas fortificaciones no pertenecían ni al método holandés de Marollais, ni al método francés del caballero Antonio de Ville, sino al sistema de Manesson Mallet, hábil ingeniero que seis u ocho años antes, había dejado el servicio de Portugal para entrar al de Francia.
Tenían de notables tales trabajos, que en vez de, elevarse fuera de tierra, como hacían los antiguos muros destinados a defender la ciudad de un escalo, hundíanse, por el contrario, y lo que constituía la altura de las murallas era la profundidad de los fosos.
No necesitó D’Artagnan mucho tiempo para reconocer toda la superioridad de tal sistema, a salvo de los peligros de la artillería.
Y como los fosos estaban más bajos que el nivel del mar, podían ser inundados por medio de esclusas subterráneas.
Por lo demás, los trabajos hallábanse casi terminados, y un grupo de trabajadores, que recibía órdenes de un hombre que parecía ser el director, se ocupaba de colocar las últimas piedras.
Un puente echado sobre el foso, para mayor comodidad de las maniobras, unía el interior al exterior.
D’Artagnan preguntó con curiosidad si le sería permitido atravesar el puente, y le respondieron que ninguna orden se oponía a ello.
Por tanto, D’Artagnan atravesó el puente y se adelantó hacia el grupo. Este grupo estaba mandado por aquel hombre que ya había notado D’Artagnan y que parecía el ingeniero jefe.
Un plano se hallaba extendido sobre una piedra en figura de mesa, y pasos más allá funcionaba una grúa.
El ingeniero llevaba un jubón que por lo suntuoso, no armonizaba su trabajo, pues más requería éste con el traje de un maestro albañil que del de un señor.
Aquel hombre era de elevada estatura y anchos hombros, y llevaba un sombrero todo cubierto de plumas. Gesticulaba de una manera de las más majestuosas, y parecía, porque estaba vuelto de espaldas, reñir a los operarios por su debilidad o por su inercia.
D’Artagnan se iba acercando. En aquel momento cesaba de gesticular el hombre del penacho. Con las manos apoyadas en las rodillas, seguía encorvado los esfuerzos de seis obreros que intentaban levantar una piedra labrada a la altura de una barra de madera destinada a sostenerla, para que pudiesen pasar por debajo la cuerda de la grúa.
Reunidos los seis operarios en un solo lado de la piedra, unían todos sus esfuerzos para levantarla ocho o diez pulgadas, sudando y resoplando, mientras otro acechaba la ocasión de meter el rodillo que debía soportarla. Mas ya la piedra se les había escapado dos veces de la mano antes de llegar a una altura suficiente para ser introducido el rodillo.
No hay que decir que cada vez que se les escapaba la piedra daban un salto atrás a fin de evitar que en su caída les aplastase los pies.
Hicieron un tercer esfuerzo, sin mejor éxito, con mayor desaliento, a pesar de que los seis obreros encorvados sobre la piedra eran animados por el hombre del penacho, que había articulado con voz poderosa la palabra «¡Ferme!», iniciadora de todas las maniobras.
Entonces se incorporó, y dijo:
—¡Oh, oh! ¿Qué es esto? ¿Estoy tratando con hombres de paja? ¡Diablo! Quitaos de ahí y veréis cómo se hace esto.
—¡Pardiez! —dijo D’Artagnan. ¿Tendrá la pretensión de levantar esa enorme roca? Sería curioso. Los obreros apartáronse con las orejas gachas y moviendo la cabeza, menos el que tenía el madero, que se disponía a realizar su oficio. El hombre el penacho se aproximó a la piedra, se inclinó, deslizó sus manos bajo la cara que tocaba en el suelo, atirantó sus músculos hercúleos, y con un movimiento pausado, como el de una máquina, levantó la troca a un pie del suelo.
El operario que tenía el madero aprovechó la ventaja que se le daba para deslizar el rodillo bajo la piedra.
—¡Ya lo veis! —dijo el gigante, no dejando caer la roca, sino sosteniéndola sobre su soporte.
—¡Pardiez! —murmuró D’Artagnan—. Sólo conozco a un hombre capaz de semejante esfuerzo.
—¿Eh? —dijo el coloso volviéndose.
—¡Porthos! —exclamó D’Artagnan estupefacto—. ¡Porthos en Belle-Île!
El hombre del penacho fijó sus ojos en el supuesto mayordomo, y le reconoció a pesar de su disfraza.
—¡D’Artagnan! —gritó, poniéndose encendido—.
—¡Chitón! —dijo a D’Artagnan.
—¡Chitón! —contestó el mosquetero.
En efecto, si Porthos acababa de ser descubierto por D’Artagnan, éste acababa de ser descubierto por Porthos.
A pesar, del interés de su secreto, el primer movimiento de estos hombres fue echarse en brazos uno de otro.
Lo que deseaban ocultar a los concurrentes no era su amistad, sino sus nombres.
Pero después del abrazo vino la reflexión.
—¿Por qué diantres está Porthos en Belle-Île y levanta peñascos? —dijo D’Artagnan para sí.
Menos diestro en diplomacia que su amigo, Porthos pensó en voz alta:
—¿Por qué diablos estáis en Belle-Île? ¿Qué venís a hacer aquí?
Necesario era responder sin vacilar. Vacilar en responder a Porthos hubiera sido descalabro de que jamás se habría podido consolar el amor propio de D’Artagnan.
—¡Diantre! Amigo mío, estoy en Belle-Île porque estáis vos.
—¡Ah! —dijo Porthos visiblemente aturdido del argumento y pretendiendo comprenderlo con aquella lucidez de deducción que ya conocemos en él.
—Sin duda —prosiguió D’Artagnan, que no quería dar tiempo a su amigo para que cavilase—. Irle ido a ver a Pierrefonds.
—¿De veras?
—Sí.
—Y no me habéis encontrado allí.
—No; pero encontré a Mosquetón.
—¿Y está bien?
—¡Diantre!
—Pero ¿os ha dicho Mosquetón que yo estaba aquí?
—¿Por qué no me lo iba a decir? ¿He desmerecido acaso en la confianza de Mosquetón?
—No; pero él lo ignoraba.
—¡Oh! Esa es una razón que nada tiene de ofensiva, para mi amor propio por lo menos.
—Pero ¿cómo habéis hecho para encontrarme?
—¡Caray, amigo! Un gran señor, como vos, siempre deja huellas de su paso, y me estimaría yo muy poco si no supiese seguir la pista a mis amigos.
Por más lisonjera que fuera esta explicación, no satisfizo completamente a Porthos, que dijo:
—Pero yo no he podido dejar huellas, viniendo disfrazado.
—¡Ah! ¿Habéis venido disfrazado? —preguntó D’Artagnan.
—Sí.
—¿Y cómo?
—De molinero.
—Porthos, un señor como vos, ¿puede afectar maneras ordinarias hasta el punto de engañar a la gente?
—Pues os juro, amigo mío, que todo el mundo se ha engañado: ¡tan bien he desempeñado mi papel!
—Pero no tan bien que yo no os haya descubierto.
—Justamente. ¿Y cómo me habéis descubierto?
—Esperad; voy a relataros la cosa. Imagináis que Mosquetón…
—¡Ah! Es ese tuno de Mosquetón —dijo Porthos plegando los dos arcos de triunfo que le servían de cejas.
—Fiero esperad… Aquí no hay falta ninguna de Mosquetón, puesto que él mismo ignoraba dónde estuvieseis.
—Sin duda, y por eso tengo tantos ganas de comprender.
—¡Oh! ¡Cuán impaciente sois, Porthos!
—¡Cuando no comprendo soy terrible!
—Vais a comprender. Aramis os ha escrito a Pierrefons, ¿no es cierto?
—Sí.
—Os ha escrito que llegaseis antes del equinoccio.
—Cierto.
—Pues bien claro está —dijo D’Artagnan, confiando que esta razón bastaría a Porthos.
Porthos parecía entregado a un intenso trabajo de comprensión.
—¡Oh! Sí —dijo—, ya comprendo. Como Aramis me decía que llegase antes del equinoccio; habéis entendido que era para unirme a él. Os habéis enterado dónde estaba Aramis, diciéndoos: «Donde esté Aramis, estará Porthos». Habéis sabido que Aramis está en Bretaña, y os habéis dicho: «Porthos está en Bretaña».
—¡Justamente! En verdad que no sé cómo os habéis hecho adivino, Porthos. Ya comprendéis entonces. Al llegar a la Roche Bernard supe los bellos trabajos de fortificación que se hacían en Belle-Île, y picada mi curiosidad metime en un barco pesquero sin saber de cierto que estuvieseis aquí. He venido, he visto un buen mozo que removía una piedra incapaz de moverla el mismo Áyax, y he gritado: «Nadie más que el barón de Bracieiux es capaz de semejante esfuerzo». Me habéis oído, os habéis vuelto, me habéis reconocido, nos hemos abrazado, y si os parece, amigo, nos abrazaremos otra vez.
—He ahí cómo se explica todo, en efecto —dijo Porthos.
Y abrazó a D’Artagnan con amistad tan grande, que el mosquetero perdió la respiración, durante algunos minutos.
—Vamos, vamos, más fuerte que nunca —dijo D’Artagnan—, y felizmente siempre de los brazos. Durante el tiempo en que D’Artagnan perdierala respiración había reflexionado que tenía que representar un papel muy difícil. Tratábase de preguntar siempre, sin responder nunca.
Cuando le volvió la respiración, ya tenía formado su plan de campana.