Al punto de la mañana, D’Artagnan ensilló por si mismo a Furet, que había hecho una comilona aquella noche y devorado él solo los restos de las provisiones de sus dos compañeros.
El mosquetero tomó todos sus informes del hostelero, a quien halló hábil, desconfiado, y adicto en cuerpo y alma al señor Fouquet.
Resultó de ello que, para no dar ninguna sospecha a este hombre, continuó con la fábula de la probable compra de algunas salinas.
Embarcarse en La Roche Bernard para Belle-Île, hubiera sido exponerse a comentarios que tal vez se habrían hecho ya.
Era, singular, además, que aquel viajero y su lacayo hubieran permanecido en secreto para D’Artagnan, a pesar de todas las preguntas que había dirigido el hostelero, quien parecía conocerlo a fondo.
Hízose, pues, dar noticias sobre las salinas y tomó el camino de los pantanos, dejando el mar a su derecha, y penetrando en aquella vasta y desolada llanura, que parecía un piélago de fango; cuyas ondulaciones argentaban algunas crestas esparcidas de sal.
Marchaba Furet maravillosamente con sus pequeños pies nerviosos sobre las estrechas calzadas que dividían las salinas. Tranquilo D’Artagnan sobre las consecuencias de su caída que le obligaba a tomar un baño frío, se dejaba llevar, contentándose con mirar en el horizonte los tres campanarios agudos, que semejantes a hierros de lanzas, salían del centro de aquella llanura desolada.
Piriac, el pueblo de Batz y Le Croisic, semejantes unos a otros, llamaban y suspendían su atención. Si el viajero daba una vuelta, para orientarse mejor, veía al otro extremo un horizonte con otros tres campanarios: Guérande, Le Pouliguen y Saint-Joachim.
Piriac, era el primer puerto, situado a la derecha, y se dirigió a él.
En el instante en que visitaba el puerto de Piriac, se alejaban de él cinco grandes falúas cargadas de piedras.
Pareció singular a D’Artagnan que se exportasen piedras de un país donde no las había, y tuvo que recurrir a toda la amenidad del señor Agnan para preguntar a la gente del puerto la causa dé semejante singularidad.
Un viejo pescador respondió al señor Agnan que las piedras no venían de Piriac ni de los pantanos, por supuesto.
—Pues entonces, ¿de dónde proceden? —preguntó el mosquetero.
—De Nantes y de Paimboeuf.
—Y, ¿a dónde van?
—A Belle-Île, señor.
—¡Ah, ah! —dijo D’Artagnan con el mismo acento que había tomado para decir al impresor que le interesaban sus caracteres.
—Según eso…
—Île, ¿trabajan en Belle?
—¡Toma…! Todos los años hace reparar el señor Fouquet los muros del castillo.
—¿De modo, que se está arruinando?
—Es viejo.
—Muy bien.
«El hecho es —pensó D’Artagnan— que nada es más natural, y que todo propietario tiene derecho de hacer reparar sus propiedades. Es como si viniesen a decirme que yo fortificaba “La Imagen de Nuestra Señora” cuando estuviese simplemente obligado a hacer reparaciones en ella. Creo, en verdad, que han informado mal a Su Majestad y que puede muy bien haberse engañado».
—Pero me concederéis —prosiguió en voz alta y dirigiéndose al pescador, porque su papel de hombre desconfiado le estaba impuesto por el objeto mismo de su misión—; me concederéis, amigo mío, que esas piedras viajan de una manera extraña.
—¿Cómo es eso? —dijo el pescador.
—Vienen de Nantes o de Paimboeuf por el Loira, ¿no es verdad?
—Bajan.
—Eso es cómodo, no lo niego, pero ¿por qué no van en derechura desde Saint Nazaire a Belle-Île?
—¡Toma! Porque las falúas son muy malos barcos y navegan mal por el mar —repuso el pescador.
—Eso no es una razón.
—Perdonad, señor, pero se conoce que jamás habéis navegado —añadió el pescador, no sin una especie de desdén.
—Os ruego me expliquéis eso, buen hombre. A mí me parece que venir de Paimboeuf a Piriac, para ir de Piriac a Belle-Île, es, como sí uno fuese de La Roche-Bernard a Nantes, y de Nantes a Piriac.
—Por agua sería más corto —contestó imperturbable el pescador.
—Pero hay que hacer un recodo. El pescador meneó la cabeza.
—El camino más corto de un punto a otro es la línea recta —continuó D’Artagnan.
—Olvidáis la corriente, señor.
—Bien, conforme.
—¿Y el viento? ¡Ah! ¡Bueno! Indudablemente, la corriente del Loira arrastraba los barcos casi hasta Le Croisic. Si tienen necesidad de calafatearse o de refrescar los víveres van a Piriac costeando, y en Piriac encuentran otra corriente inversa que los lleva a la isla Dumal.
—Perfectamente.
—Desde aquí la corriente del Vilaine los arrastra a otra isla, a la de Hoedic.
—Sin disputa.
—Pues bien, desde esta isla a Belle-Île es recto el camino; el mar pasa como un canal, como un espejo entre las dos islas, y las chalanas se deslizan allí con increíble rapidez; esto es todo.
—¡No importa —dijo el tenaz D’Artagnan—; es mucho camino!
—¡Ah…! ¡El señor Fouquet lo quiere así! —replicó por conclusión el pescador, quitándose su gorro de lana al pronunciar este nombre venerable.
Una mirada de D’Artagnan, mirada viva y penetrante como hoja de espada; sólo encontró cándida confianza en el corazón del viejo, y satisfacción e indiferencia en sus facciones; decía el señor Fouquet lo quiere como si hubiese dicho: ¡Dios lo ha querido!
Hablase adelantado mucho D’Artagnan en este salo, y como quiera que habiendo salido las falúas sólo quedaba en Piriac una barca, la del viejo, que no parecía estar dispuesta a tomar el mar sin muchos preparativos, acarició a Furet, que, dando una nueva prueba de su carácter encantador, se puso en marcha con los pies en las salinas y actitud resuelta.
Y a eso de las cinco llegó a Le Croisic.
Si D’Artagnan hubiera sido poeta, habría encontrado bello el espectáculo de aquellas extensas playas, de más de una legua da extensión, que cubre el mar con la marea, y que con el reflejo aparecen parduscas, desaladas, llenas de pólipos y de algas muertas, con sus conchas esparcidas y blancas, como las osamentas del inmenso cementerio.
Pero el soldado, el político, el ambicioso, no tienen tampoco el dulce consuelo de mirar al cielo para leer en él una esperanza o una advertencia.
El cielo bajo significa para esas gentes viento y tormentas; las nubes blancas; sobre el azul de la bóveda, dicen simplemente que la mar será tranquila y dulce.
D’Artagnan vio el cielo azul, la brisa embalsamada de los perfumes salitrosos; y dijo:
—Me embarcaré con la primera marea, aunque tuviese que ir con una cáscara de nuez.
En Le Croisic; lo mismo que en Piriac, había notado dos montones enormes de piedras alineadas en la playa. Estos muros gigantescos, demolidos en cada marea por los transportes que hacíanse para Belle-Île, fueron a los ojos del mosquetero la consecuencia y la prueba de lo que ya había adivinado en Piriac.
¿Era un muro lo que reconstruía el señor Fouquet? ¿Era una fortificación la que edificaba? Para saberlo había que verlo.
D’Artagnan metió a Furet en la cuadra comió, se acostó, y al día siguiente, al amanecer, se paseaba por el puerto, o mejor dicho sobre las conchas.
Le Croisic tiene una huerta de cincuenta pies y una torre de vigía parecida a una torta enorme en un plato.
Tres o cuatro hombres permanecían en la pedregosa playa buscando cangrejos.
El señor Agnan, animados los ojos de alegría y con la sonrisa en los labios, se acercó a los pescadores.
—¿Se pesca hoy? —preguntó.
—Sí, señor —dijo uno de ellos y aguardamos la marea.
—¿Dónde pescáis, amigos?
—En la costa, caballero.
—¿Y cuáles son las buenas costas?
—¡Ah! Según, alrededor de las islas, por ejemplo.
—Pero ¿las islas están muy lejos?
—No mucho; cuatro leguas.
—¡Cuatro leguas! ¡Eso es un viaje!
El pescador se echó a reír en las barbas del señor Agnan.
—Decidme —prosiguió éste con su necia candidez—, a cuatro leguas se pierde de vista la costa, ¿verdad?
—No siempre…
—En fin… es lejos… bastante lejos, y, si no fuera por eso, os hubiera pedido que me llevaseis a bordo; me enseñaseis lo que jamás he visto.
—Qué.
—Un pez de mar vivo:
—¿Sois de provincia? —preguntó un pescador.
—Sí, soy de París:
El bretón encogióse de hombros y dijo:
—¿Habéis visto al señor Fouquet en París?
—Muchas veces —respondió D’Artagnan.
—¿Muchas veces? —preguntaron los pescadores estrechando el cerco alrededor del parisiense—. ¿Le conocéis?
—Un poco, es íntimo amigo de mi amo.
—¡Ah! —murmuraron los pescadores.
—Ye he visto todos sus castillos de Saint Mandé; Vaux y su palacio de París.
—¿Y es bonito?
—Soberbio.
—No tanto como Belle-Île —replicó un pescador.
—¡Bah! —replicó el señor Agnan dando una carcajada bastante desdeñosa que encolerizó a los concurrentes:
—Bien se adivina que no habéis visto a Belle-Île —replicó el más curioso de los pescadores—. ¿Sabéis que tiene seis leguas y que hay allí árboles como no se ven iguales en Nantes?
—¡Árboles en el mar! —exclamó D’Artagnan—. ¡Quisiera ver eso!
—Pues es muy fácil; nosotros pescamos en la isla Hoedic… Venid con nosotros; desde este lugar veréis como un paraíso los árboles negros de Belle-Île y la línea blanca del castillo que corta como una cuchilla el horizonte del mar.
—¡Oh! Eso debe ser encantador. Pero ¿sabéis que hay cien campanarios en el castillo del señor Fouquet en Vaux? —dijo D’Artagnan.
El bretón levantó la cabeza admirado; pero no quedó convencido. ¡Cien campanarios! —dijo—. Es igual; Belle-Île es más hermosa: ¿Queréis verla?
—¿Es posible? —preguntó D’Artagnan.
—Sí, con la venia del gobernador.
—Pero yo no conozco a ese gobernador.
—Ya que conocéis al señor Fouquet, diréis vuestro nombre.
—¡Oh! Amigos míos, ¡yo no soy un caballero!
—Todo el mundo entra en Belle-Île —prosiguió el pescador—, con tal que no se quiera mal a Belle-Île ni a su señor.
Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo del mosquetero.
«Es cierto», pensó para sí. Y añadió después:
—Si estuviese seguro de no marearme…
—No será aquí —dijo el pescador mostrando con orgullo su hermosa barca de cóncavo fondo.
—¡Vamos! Me convencéis —exclamó D’Artagnan—. Iré a ver Belle-Île; pero desde lejos; porque no me dejarán entrar.
—Nosotros bien entramos.
—¡Vosotros! ¿Para qué?
—¡Toma…! ¡Para vender pescado a los corsarios!
—¡Eh! ¡Corsarios!
—El señor Fouquet ha hecho construir dos corsarios para dar caza a los holandeses y a los ingleses, y nosotros vendemos pescado a los tripulantes de esos pequeños navíos.
«¡Caray… caray…! —pensó D’Artagnan—. Mejor que mejor… ¡Una imprenta, baluartes y corsarios! Vamos, el señor Fouquet no es flojo enemigo, como había supuesto, y vale la pena de que uno se mueva para verla de cerca».
—A las cinco y media nos marchamos —añadió gravemente el pescador.
—Os pertenezco y no os abandono.
En efecto, D’Artagnan vio que los pescadores hablaban de sus barcos y los preparaban; la mar subió y el señor Agnan se dejó izar hasta bordo, no sin simular temor y dar que reír a los grumetes, que lo acechaban con sus grandes e inteligentes ojos.
Tendióse sobre una vela doblada en cuatro dobleces, y dejó que aparejasen y que la barca saliese a plena mar.
Los pescadores; que hacían su oficio al mismo tiempo que caminaban, no advirtieron que su pasajero no se había puesto pálido; ni había gemido ni padecido; ni que, a pesar de los horribles cabeceos y vaivenes brutales de la barca, a la cual nadie daba dirección, el pasajero novicio había conservado toda su presencia de ánimo y su apetito.
La pesca era bastante afortunada; las carpas y los lenguados ya habían mordido en el cebo; congrios y truchas de un peso enorme habían roto dos hilos, y tres anguilas de mar se arrastraban por la cala con estremecimientos de agonía.
D’Artagnan les llevaba la fortuna, y así se lo dijeron. El soldado halló el oficio muy divertido y puso mano a la obra, dando rugidos de alegría y recortando ¡pardiez! capaces de asustar a sus mismos mosqueteros, cada vez que un sacudimiento de la red iba a desgarrar los músculos de su brazo y a solicitar el empleo de sus fuerzas y de su habilidad.
La parte del placer le había hecho olvidar la misión diplomática; y estando en lucha con un terrible congrio que le obligaba a aferrarse con una mano al borde de la barca a fin de atraer con la otra a su antagonista, le dijo el patrón:
—Cuidado no nos vean desde Belle-Île.
Estas palabras hicieron en D’Artagnan igual efecto que la primera bala que silba un día de batalla; soltó el hilo y el congrio, y ambos desaparecieron en el agua.
D’Artagnan acababa de divisar a una media legua de distancia la silueta pardusca y acentuada de las rocas de Belle-Île, dominada por la línea blanca y soberbia del castillo.
Y a lo lejos la tierra, con sus bosques y llanuras verdosas, donde pastaba tranquilamente el ganado.
Esto fue lo primero que llamó la atención de nuestro hombre. El sol lanzaba sus rayos de oro sobre el mar y hacía girar un polvo resplandeciente alrededor de aquella isla encantada. Gracias a esta luz resplandeciente no se veían en ella más que los puntos llanos, y toda sombra cortaba con dureza el paño luminoso de la pradera o de las murallas.
—¡Eh, eh! —dijo D’Artagnan al aspecto de aquellas masas de rocas negras—. He aquí fortificaciones que no tienen precisión de ningún ingeniero para inquietar un desembarco. ¿Por dónde diablos se puede bajar a esa tierra que Dios ha defendido tan completamente?
—Por aquí —repuso el patrón, cambiando la vela e imprimiendo al timón una sacudida que llevó a la falúa en dirección de un lindo puerto, redondo y recientemente almenado.
—¿Qué diantres veo allí? —preguntó D’Artagnan.
—Veis a Locmaria —le contestó el pescador.
—¿Y más abajo?
—A Bangos.
—¿Y más allá?
—Sauzon… Luego, el palacio.
—¡Diablo, esto es un mundo! ¡Ah! Allí hay soldados.
—Hay mil setecientos hombres en Belle-Île, señor —dijo el pescador con orgullo—. ¿Sabéis que la guarnición menos numerosa es de veintidós compañías de infantería?
«¡Pardiez! —se dijo D’Artagnan—. Muy bien podría Su Majestad tener razón».
Atracaron.