Antes de ponerse a la mesa; tomó D’Artagnan sus informes, como tenía de costumbre; pero es un axioma de curiosidad que todo hombre que quiere preguntar bien y fructíferamente debe empezar por ofrecerse él mismo a las preguntas. D’Artagnan buscó, pues, con su habilidad ordinaria, un preguntador útil en la hostería de la Roche Bernard.
Y casualmente había en el primer piso de esta casa dos viajeros que también se ocupaban en los preparativos de su comida.
D’Artagnan vio en la cuadra sus monturas y en la sala sus equipajes. El uno viajaba con lacayo, como una especie de personaje; dos yeguas, hermosos animales, le servían de montura.
El otro, compañero bastante exiguo, viajero de mezquina apariencia y polvoriento gabán, había llegado de Nantes en un carretón arrastrado por un caballo de tal modo semejante a Furet en el colar, que D’Artagnan hubiese andado cien leguas antes de encontrar otro mejor para emparejar un tiro.
El carretón contenía distintos paquetes envueltos en lienzos viejos. «Este viajero —dijo para sí D’Artagnan—, es de mi calaña; me conviene y yo debo convenirle. El señor Agnan, con su jubón y su casquete raído, no es digno de comer con el señor de las botas viejas y el vicio caballo».
Luego, llamó D’Artagnan al posadero y le mandó que subiese su cerceta y su sidra a la del señor de los exteriores modestos.
Y subiendo con una silla en la mano una escalera que conducía a la sala, se puso a llamar a la puerta.
—Entrad —dijo el desconocido.
D’Artagnan entró.
—Disimulad, señor —dijo—, soy como vos un viajero, no conozco a nadie en la posada y tengo la mala costumbre de aburrirme cuando como solo, de tal modo que la comida me parece mala y no me aprovecha. Vuestra figura, que apercibí ahora poco cuando bajasteis para que os abriesen unas ostras, me ha gustado mucho. He observado también que tenéis un caballo muy semejante al mío, y que el posadero; a causa de esta semejanza, sin duda, los ha colocado juntos en su cuadra, donde parecen hallar la compañía a las mil maravillas. No veo, pues, por qué han de estar separados los amos, cuando los caballos están reunidos; en consecuencia; vengo a pediros me concedáis el favor de ser admitido a vuestra mesa. Yo me llamo Agnan, para serviros, caballero; intendente indigno de un rico señor que quiere comprar salinas en el país, y que me envía para visitar sus propiedades futuras. Quisiera, señor, que mi figura os agradase tanto como me ha gustado la vuestra.
El extranjero, a quien D’Artagnan veía por primera vez, tenía los ojos negros y brillantes, tez amarilla, frente un poco arrugada por el peso de cincuenta años, honradez en el conjunto de las facciones, y penetración en la mirada.
«Se diría —dijo para sí D’Artagnan—, que este guapo mozo no ha ejercitado nunca más que la parte superior de su cabeza, los ojos y el cerebro, y debe ser hombre de ciencia; pero la boca, la nariz y la barba no dicen absolutamente nada».
—Señor —contestó éste, cuyas ideas y persona se criticaban—, me hacéis honor, mas, no porque me fastidie; tengo —añadió sonriéndose—, una compañía que siempre me distrae; mas no importa, os recibo con mucho gusto.
Pero, al decir estas palabras, el hombre de las botas viejas derramó una mirada inquieta sobre su mesa, cuyas ostras habían desaparecido, y en la que sólo quedaba un trozo de tocino salado.
—Señor —se apresuró a decir D’Artagnan—, el posadero va a subir una hermosa ave asada y una torta soberbia.
D’Artagnan había visto en la mirada de su compañero, por muy rápida que fuera, el temor al ataque de un parásito.
Y había acertado, porque al escuchar aquellas palabras se desarrugaron las facciones del hombre de apariencia modesta.
Efectivamente, el fondista entró al instante, como si hubiera estado acechando el momento, con los manjares anunciados.
Unidas la torta y la cerceta al trozo de tocino salado, D’Artagnan y su compañero saludáronse, se sentaron frente a frente, y, como dos hermanos, hicieron la división del tocino y de los otros platos.
—Señor —dijo D’Artagnan—, confesad que la asociación es una cosa admirable.
—¿Por qué? —preguntó el extranjero con la boca llena.
—Voy a decíroslo —contestó D’Artagnan.
El extranjero dio tregua al movimiento de sus mandíbulas para escuchar mejor.
—Primero —prosiguió D’Artagnan—, porque en lugar de tener una luz cada uno, tenemos dos.
—Es verdad —dijo el extranjero sorprendido de la extremada exactitud de la observación.
—Veo, por otra, parte, que coméis mi torta con preferencia, mientras que yo, con preferencia también, como de vuestro tocino salado.
—También es verdad.
—En fin, por encima del placer de estar mejor alumbrado y de comer cosas de gusto de uno, pongo el placer de la compañía.
—Sois muy jovial, señor —dijo agradablemente el desconocido—. ¡Muy jovial! Y como todos los que no tienen nada en la cabeza.
—¡Oh! No os sucede a vos lo mismo —prosiguió D’Artagnan—, y leo en vuestros ojos toda especie de genio.
—¡Oh! Señor…
—Vamos, confesadme una cosa.
—¿Cuál?
—Que sois un sabio Señor…
—¿Eh?
—¡Vamos!
—Soy autor.
—¡Ya! —murmuró D’Artagnan entusiasmado y palmoteando—. No me había engañado.
¡Es milagro!
—Señor…
—Bueno —prosiguió D’Artagnan—, tendré el gusto de pasar esta noche en compañía de un autor. ¿De un autor célebre, quizá?
—¡Oh —dijo el desconocido sonrojándose— célebre, caballero, célebre no es la palabra!
—¡Modesto! —exclamó D’Artagnan—. Pero al menos —continuó el mosquetero con el carácter de una brusca honradez—, decidme el nombre de vuestras obras, porque recordaréis que no me habéis dicho el vuestro y que me he visto obligado a adivinaros.
—Señor, me llamo Jupenet —dijo el autor.
—Bonito nombre, y no sé por qué… perdonad… no sé, se me figuraba haber oído pronunciar ese nombre en alguna parte.
—He compuesto versos —dijo modestamente el poeta.
—¡Eso es! Me los habrán hecho leer.
—Una tragedia.
—La habré visto representar.
El poeta se sonrojó nuevamente. No lo creo, porque no se han impreso mis versos.
—¡Bien! Entonces será la tragedia quien me habrá enseñado vuestro nombre.
—También os engañáis, porque los señores cómicos del Ayuntamiento de Borgoña no la han querido —dijo el poeta con la sonrisa cuyo secreto sólo conocen ciertos orgullosos.
D’Artagnan mordióse los labios.
—Así, pues, señor —continuó el poeta, ya veis que estáis en un error con respecto a mí, y que no siendo yo conocido de vos, no habéis podido oír hablar de mí.
—¡He ahí lo que me confunde…! Ese nombre de Jupenet es, sin embargo, muy hermoso y digno de ser conocido, tanto como los de Corneille o Rotrou o Garniér… Espero que tendréis a bien declamar algún fragmento de vuestra tragedia, más tarde… cuando caminemos. Será magnífico, ¡diantre! ¡Ah! Perdón, caballero, es un juramento que se me escapa, habitual en mi señor y amo…
—A veces me permito usarlo porque me parece de buen gusto; claro es que sólo me lo permito en su ausencia, porque… ya comprendéis, pero en verdad… Señor, esta sidra es abominable. ¿No sois del mismo parecer? Y, además, el jarro es de una forma tan irregular que no se tiene sobre la mesa.
—¿Y si le ponemos fina cuña?
—Sin duda. Pero ¿con qué?
—Con este cuchillo.
—¿Y la cerceta, con qué la cortamos luego? ¿Contáis acaso con no tocar la cerceta?
—No tal.
—Pues bien, entonces… Aguardad.
El poeta rebuscó en su bolsillo y sacó un pequeño trozo de fundición el grueso de una línea. Pero apenas salió a la luz el pedazo de fundición; cuando el poeta creyó haber cometido una imprudencia, e hizo un movimiento para volverlo a meter en el bolsillo. D’Artagnan apercibióse de ello; era hombre que nada se le escapaba, y extendió la mano hacia el trozo de fundición.
—¡Caray! ¡Qué bonito es eso! ¿Puede verse?
—Cierto que sí —contestó el poeta, que pareció haber cedido demasiado pronto a su primer impulso—. Puede verse; pero por mucho que miréis —prosiguió con aire satisfecho—, si yo no digo para qué sirve esto, no lo sabréis.
D’Artagnan, consideró como una confesión las vacilaciones del poeta y su presteza en ocultar el trozo de fundición, que por inadvertencia había sacado del bolsillo.
Así es que, despertada su atención sobre ese punto, se encerró en la circunspección que en todas ocasiones le daba la superioridad. Además, dijera lo que dijese. Jupenet, él había reconocido muy bien lo que era a la simple inspección del objeto.
Era un carácter de imprenta.
—¿Adivináis lo que es esto? —prosiguió el poeta.
—No, a fe mía —dijo D’Artagnan.
—Pues bien —dijo maese Jupenet—; este trocito de fundición es un tipo de imprenta.
—¡Bah!
—Una mayúscula.
—¡Caray, caray! —dijo D’Artagnan abriendo unos ojos muy cándidos.
—Sí, caballero, una J mayúscula, la primera letra de mi nombre.
—¿Y esto es una letra?
—Sí, señor.
—Pues bien, voy a manifestaron una cosa.
—¿Cuál?
—No, porque es una tontería lo que voy a decir.
—¡Ca! —dijo maese Jupenet con ademán protector.
—Pues bien, si esto es una letra, no comprendo cómo se puede hacer una palabra.
—¿Una palabra?
—Para imprimirla, si pues es facilísimo.
—Veamos.
—¿Os interesa?
—Mucho.
—Voy a explicaros la cosa. Atended.
—¡Bueno!
—Mirad bien.
—Ya lo hago.
D’Artagnan parecía absorto en su contemplación.
Jupenet sacó de su bolsillo otros siete u ocho pedazos de fundición, pero más pequeños.
—¡Ah! —murmuró D’Artagnan.
—¿Qué?
—¿Tenéis toda la imprenta en el bolsillo? ¡Diablo! Es curioso; en efecto.
—¿Verdad que sí?
—¡Qué cosas se aprenden viajando, Dios mío!
—A vuestra salud —dijo Jupenet, encantado.
—¡A la vuestra, diantre, a la vuestra! Pero no con esta sidra, que es una bebida abominable e indigna de un hombre que bebe en la Hipocrene. ¿No es así como los poetas llamáis a vuestra fuente?
—Sí, señor; así se llama, en efecto, nuestra fuente. Ese nombre viene de dos palabras griegas; hipos, que quiere decir caballo, y…
—Señor —interrumpió D’Artagnan—, os haré beber cierto licor que viene de una sola palabra francesa, y que no por eso es peor. Permitid que me informe si nuestro huésped tiene alguna botella de vino de Céran en su bodega.
Interpelado el posadero, subió al momento.
—Señor —dijo el poeta—, considerad que no tendremos tiempo para beber el vino, a menos que no nos demos mucha prisa; porque yo debo aprovechar la marea para alcanzar el buque.
—¿Qué buque? —dijo D’Artagnan.
—¡Toma! El que sale para Belle-Île.
—¡Ah! Para Belle-Île —dijo el mosquetero.
—¡Bueno!
—¡Bah! Tendréis tiempo suficiente, caballero —dijo el huésped destapando la botella, el buque no sale hasta la una.
—Pero ¿quién me avisará? —dijo el poeta.
—Vuestro vecino —replicó el posadero.
—¡Mas si apenas lo conozco!
—Cuando lo oigáis salir será hora de que marchéis.
—¿Va también a Belle-Île?
—Sí.
—¿Ese señor que tiene un lacayo? —preguntó D’Artagnan.
—Sí. Todo lo que yo sé es que bebe el mismo vino que bebéis vos. ¡Diablo! Mucho honor es ése para nosotros —dijo D’Artagnan echando de beber a su compañero, en tanto se alejaba el fondista.
—De modo —repuso el poeta, volviendo a sus ideas dominantes—, que jamás habéis visto imprimir.
—Nunca.
—Mirad las letras que componen la palabra se cogen así: A, B… ya veis, una R, una E, una V…
Y unió las letras con tal habilidad, que no se escaparon al ojo del mosquetero.
—Abreviado —dijo terminando.
—Corriente —dijo D’Artagnan—. Yo veo muchas letras juntas; pero ¿cómo se sostienen?
—El señor Jupenet sonrió como a hombre que ha respondido a todo, y después sacó también del bolsillo un listón de metal en el que reunía y alineaba los caracteres, sosteniéndolos con el pulgar izquierdo.
—¿Y cómo se llama ese listón de hierro? —dijo D’Artagnan—. Porque eso debe tener su nombre.
—Esto se llama componedor —contestó Jupenet—, y con auxilio de esta regla se forman las líneas.
—Vamos, sostengo lo que he dicho; vos traéis una prensa en el bolsillo —dijo D’Artagnan, riendo con aire de simpleza tan marcada, que el poeta quedó engañado completamente.
—No —replicó—, pero estoy torpe, para escribir, y cuando tengo un verso en mi cabeza, lo compongo enseguida para imprimirlo.
«¡Cáscaras! —pensó D’Artagnan para sí—. Es preciso aclarar eso». Y con un pretexto que no turbó al mosquetero, hombre fértil en expedientes, dejó la mesa, bajó la escalera, corrió al cobertizo, bajo el cual permanecía el carretón, rompió con la punta de su puñal la cubierta de uno de los paquetes, y encontró en ellos caracteres de fundición semejantes a los que el poeta impresor llevaba en el bolsillo.
«¡Bien! —se dijo D’Artagnan—. Ignoro todavía si el señor Fouquet quiere fortificar materialmente a Belle-Île; pero en todo caso hay municiones espirituales para el castillo».
Y, enriquecido con este descubrimiento, volvió a la mesa. D’Artagnan sabía lo que quería saber, y estúvose frente a su comensal hasta el momento de oír en la sala inmediata remover el equipaje de un hombre dispuesto a marcharse.
Al instante estuvo listo el impresor, que había dado orden de enganchar el carruaje esperaba a la puerta. El segundo viajero montaba a caballo en el patio con su lacayo.
D’Artagnan acompañó a Jupenet hasta el puerto, el cual embarcó coche y caballo.
El viajero opulento hizo otro tanto con sus dos yeguas y el doméstico; pero, por más talento que empleara D’Artagnan para saber su nombre, no lo pudo lograr.
Solamente inspeccionó bien su rostro, para que siempre quedase impreso en su memoria.
D’Artagnan tenía muchas ganas de embarcar con los dos pasajeros; pero, un interés más, profundo que el de la curiosidad, el del éxito de su expedición, lo rechazó de la orilla y lo condujo a la hostería.
En ella entró suspirando y se metió al punto en la cama, para estar dispuesto por la mañana temprano con ideas frescas y la consulta de la noche.