Era tal vez la quincuagésima vez, desde el día que abrimos esta historia, que este hombre de corazón de bronce músculos de acero abandonaba su casa, amigos, todo, en fin, por ir en busca de la fortuna y de la suerte. La una, es decir, la suerte, había retrocedido constantemente ante él como si le hubiera tenido miedo, la otra, esto es, la fortuna, sólo de un mes a aquella parte había hecho alianza, con él.
Aunque no fuese un gran filósofo, según Epicuro o según Sócrates, era una imaginación vigorosa con la práctica de la vida y del pensamiento. Nadie es valiente, aventurero y diestro como era D’Artagnan, sin ser al mismo tiempo algo visionario.
Se acordaba de algunas sentencias de la Rochefoucault, dignas de ser puestas en latín por el señor de Port Royal, y había formado colección, al pasar por la sociedad de Athos y de Aramis, de muchos trozos de Seneca y Cicerón, traducidos por ellos mismos y aplicados al uso de la vida común.
Este menosprecio de las riquezas, que el gascón había observado como artículo de fe durante los treinta y cinco primeros años de su vida, fue considerado largo tiempo por él como primer artículo del código de la bravura.
Artículo primero, decía él: «Uno es valiente porque no tiene nada. Uno no tiene nada porque menosprecia las riquezas».
Con estos principios, que según hemos dicho, habían regido los treinta y cinco primeros años de su vida, D’Artagnan no fue bastante rico para que debiera preguntarse si a pesar de su riqueza era siempre bravo.
A esto, paro cualquiera otro que no fuese D’Artagnan, hubiera podido servir de respuesta el acontecimiento de la plaza de la Grève, y muchas conciencias habríanse contentado con ella; pero D’Artagnan era demasiado valeroso para preguntarse sincera y concienzudamente si lo era.
De modo que a esto:
«Creo que he desenvainado con bastante viveza, y con bastante viveza estoqueado en la plaza de la Grève, para estar tranquilo con respeto a mi valor».
D’Artagnan se había contestado a sí propio:
«Muy bien, capitán; pero esta no es una respuesta. He sido valiente porque quemaban mi casa, y podría apostarse ciento y aun mil contra uno, a que si esos señores del motín no hubiesen tenido tan malaventurada idea, su plan de ataque había salido bien, o al menos no habría sido yo quien se opusiera a él. Mas ahora, ¿qué vais a intentar contra mí?
»No tengo casa que me quemen en Bretaña; no tengo tesoro que me puedan arrebatar. Pero tengo mi pellejo, este precioso pellejo del señor D’Artagnan, que vale todas las cosas y todos los tesoros del mundo. Este pellejo que tengo encima de todo, pues es la cubierta de un cuerpo que encierra un corazón muy caliente y muy satisfecho de latir, y por consecuencia de vivir. Por lo tanto, quiero vivir, y a la verdad que vivo mejor, y mucho más completamente desde que soy rico. ¿Quién diablos diría que el dinero mimase la vida?
»Me parece que ahora absorbo doble cantidad de aire y de sol. ¡Diantre! ¿Qué será si todavía doblo esta fortuna, y si en vez de la varilla que llevo en la mano alcanzo alguna vez el bastón de mariscal? No sé si habría bastante aire y bastante sol para mí. Bien mirado, esto no es un sueño. ¿Quién diablos se opondría a que el rey me hiciese mariscal, como su padre Luis XIII hizo duque y condestable a Alberto de Luynes? ¿No soy tan bravo y mucho más inteligente que ese imbécil De Vitry? ¡Ah! He aquí justamente lo que se opondrá a mis adelantos: tengo mucho talento. Felizmente, si hay justicia en este mundo, la fortuna me está obligada a ciertas compensaciones. Me debe recompensa por todo lo que he hecho en beneficio de Ana de Austria, e indemnización por todo lo que ella no ha hecho por mí… Pero a la hora de ahora, heme aquí a buenas con un rey, y con un rey que parece quiere reinar. ¡El cielo le conserve tan ilustre pensamiento! Porque si quiere reinar tiene necesidad de mí… y si tiene necesidad de mí, será preciso queme dé lo que me ha prometido. Calor y luz. Por tanto, hoy marcho comparativamente como marchaba en otro tiempo: de nada a todo. Sólo que el nada de hoy es el todo de entonces; no hay en mi vida más que este insignificante cambio. ¡Veamos ahora! Veamos aparte el corazón, puesto que he hablado de él ahora poco ha. Y realmente sólo he hablado de memoria».
Y el gascón apoyó la mano contra su pecho, como si efectivamente buscase el lugar del corazón.
—¡Ah! Desgraciado —exclamó sonriendo con amargura—. ¡Ah, pobre especie! Habíais esperado por un instante no tener corazón. ¡Y, he aquí que tienes uno, cortesano, incompleto, y no obstante, uno de los mas sediciosos! Tienes un corazón que habla en pro del señor Fouquet. ¿Mas quién es el señor Fouquet, cuando se trata del rey? Un conspirador… un verdadero conspirador, que ni siquiera se ha tomado el trabajo de ocultarte que conspiraba… ¿Y qué arma no tendríais contra él, si su buena gracia y su talento no hubiesen puesto una vaina a esta arma? ¡Ira, rebelión a mano armada…! Porque, al fin, el señor Fouquet ha realizado una rebelión a mano armada, de modo que cuando Su Majestad sospeche vagamente la sorda rebelión de Fouquet, yo ya sé… Puedo demostrar que el señor Fouquet ha hecho derramar la sangre de los súbditos del rey. Veamos ahora; sabiéndolo todo estoy callándolo. ¿Qué más desea este corazón blando para un buen proceder del señor Fouquet, para un anticipo de quince mil libras, para un diamante, de dos mil doblones, para una sonrisa donde había tanta amargura como bondad? Le salvó la vida. Ahora espero —continuó el mosquetero— que este imbécil corazón guarde silencio, desquitado como está con el señor Fouquet.
»También ahora es Su Majestad mi sol, y como quiera que mi corazón está desquitado para con el señor Fouquet, igual de quien se ponga delante de mi sol. ¡Adelante por Luis XIV, adelante!
Estas reflexiones eran las únicas que podían retardar la marcha de D’Artagnan; pero, una vez hechas, apretó el paso de su montura.
Por muy perfecto que fuera el caballo Céfiro, no podía andar siempre, y al día siguiente de su salida de París lo dejó en Chartres en casa de un amigo que D’Artagnan se había hecho, de un posadero de la ciudad.
Y desde aquel momento viajó el mosquetero en caballos de posta. Gracias a este modo de locomoción, atravesó rápidamente el espacio que separa a Chartres de Châteaubriand.
En esta última ciudad, muy apartada aún de la costa para que se adivinase que D’Artagnan iba a embarcar, y bastante separada de París para que nadie supusiera que venía de él, el mensajero de Su Majestad Luis XIV, a quien D’Artagnan había llamado su sol, sin pensar siquiera que el que todavía no era más que una pequeña estrella en el cielo de la monarquía había de hacer su emblema de este astro, el mensajero de Luis XIV, decimos, dejó la posta y compró un rocín de la más triste apariencia, una de esas monturas que jamás se permite escoger un oficial de Caballería por miedo a deshonrarse.
A excepción del pelo, esta nueva adquisición, recordaba a D’Artagnan aquel famoso caballo amarillo, con el cual, o mas bien, sobre el cual, había hecho su entrada en el mundo.
Cierto es que desde que D’Artagnan ocupó esta nueva cabalgadura, ya no era él quien viajaba, sino un hombre vestido con jubón gris, que guardaba un término medio entre el sacerdote y el lego; y lo que sobre todo le acercaba al hombre de Iglesia, era que D’Artagnan había puesto, sobre su cráneo un casquete de terciopelo raído, y encima de él un gran sombrero. Y sin espada. Lo único que llevaba era un bastón colgado de una correílla en el antebrazo, al que prometía unir en la primera ocasión, como auxiliar inesperado, una daga de diez pulgadas, oculta baja la capa.
El rocín comprado en Châteaubriand completaba la diferencia. El rocín se llamaba Furet.
«Si de Céfiro he hecho Furet —se dijo D’Artagnan—, preciso es hacer de mi nombre un diminutivo cualquiera. Así es que, en lugar de D’Artagnan, seré sólo Agnan; esta es una concesión que, naturalmente, debo a mi traje gris, a mi sombrero redondo y a mi casquete raído».
El señor D’Artagnan cabalgó sin sacudidas exageradas sobre Furet, que trotaba al paso de andadura como un verdadero caballo, y que, trotando así, hacía gallardamente sus doce leguas por día, gracias a cuatro piernas secas como cañas, cuyo aplomo y seguridad había apreciado el arte ejercitado de D’Artagnan por bajo del espeso forro que las cubría.
Andando el viajero tomaba notas, estudiaba el país severo y frío que atravesaba, buscando al mismo tiempo el pretexto más plausible para ir a Belle-Île, y verlo todo sin despertar sospechas.
De este modo pudo convencerse de la importancia que tomaba el suceso a medida que se acercaba a él.
En esta comarca retirada, en este antiguo ducado de Bretaña, que no era francés en aquella época, como tampoco lo es en el día, los pueblos no conocían al rey de Francia.
Y no sólo no le conocían, sino que tampoco deseaban conocerlo. Un solo hecho sobrenadaba visible para ellos en la corriente de la política. Sus antiguos duques no gobernaban ya, pero esto era un vacío y nada más. En lugar del duque, los señores de parroquia reinaban sin límites.
Y por cima de estos señores, Dios, que jamás ha sido olvidado en Bretaña.
Entre estos soberanos de castillo y campanarios, el más poderoso, el más opulento, y sobre toda el más popular, era el señor Fouquet, señor de Bella Isla. Aun en el mismo país y a la vista de la Isla, las tradiciones consagraban sus maravillas.
No todo el mundo penetraba allí; la isla, que tenía una extensión de seis leguas de larga por otras seis de ancho era una propiedad que el pueblo había respetado mucho tiempo, cubierta como estaba con el nombre de Retz, tan fuertemente temido en la región.
Poco después de la creación de este señorío enmarquesado por Carlos IX; Bella Isla había pasado al señor Fouquet.
La celebridad de la isla no databa de ayer; su nombre se remontaba a la más alta antigüedad: los antiguos la llamaban Kalonese, de dos palabras griegas que significaban isla hermosa.
De modo, que a dieciocho siglos de distancia, había llevado en otro idioma el mismo nombre de ahora.
Algo era en sí esta propiedad del superintendente, sin contar con su posición a seis leguas de la costa de Francia; posición que le hacía soberana en su soledad marítima.
D’Artagnan se enteró de todo esto sin que pareciese, que preguntaba nada, y también supo que el mejor medio de tomar lenguas era pasar a La Roche-Bernard, ciudad bastante importante en la embocadura del Vilaine.
Allí quizá podría embarcarse, y, atravesando los salitrosos mares, llegar a Guerande o Croisic, para esperar la ocasión de pasar a Belle-Île. Desde su salida de Châteaubriand había conocido que todo era Posible para Furet bajo el impulso del señor Agnan, y nada al señor Agnan sobre la iniciativa de Furet.
Apresuróse, pues, a comer una cerceta y una tórtola en una posada de La Roche-Bernard, y ordenó subir de la bodega, para rociar estos manjares bretones, una sidra que conoció por más bretona aún con sólo acercarla a los labios.