Capítulo LXIVFilosofía del corazón ya de la cabeza

Para un hombre que se había visto en las mas criticas situaciones, la de D’Artagnan con respeto a Colbert, únicamente era cómica.

D’Artagnan no rehuyó; por tanto, la satisfacción de reír a costa del señor intendente desde la calle Neuve des Petits-Champs hasta la de los Lombardos.

Aún reía cuando se le presentó Planchet, riendo también en la puerta de su casa.

Porque Planchet, desde el regreso de su patrón y de la entrada de las guineas inglesas, pasaba la mayor parte de su tiempo en hacer lo que D’Artagnan acababa de ejecutar desde la calle Neuve des Petits-Champs hasta la de los Lombardos.

¿Llegáis, por fin, mi querido amo?

—No, amigo mío —respondió el mosquetero—, me marcho un poco de prisa; es decir, voy a comer, a acostarme, a dormir cinco horas, y a montar a caballo al amanecer… ¿Se, le ha dado ración y media a mi caballo?

—¡Caray! Querido amo —dijo Planchet—, bien sabéis que vuestro caballo es el dije de la casa; mis sirvientes lo besan todo el día y le hacen comer azúcar, nueces y bizcochos. ¿Me preguntáis si se le ha dado su ración de avena? Preguntadme más bien si no ha tenido con qué hartarse diez veces.

—Bien, Planchet, bien. Pasemos a lo que, concierne. ¿Y la comida?

—¡Al momento! ¡Un asado, vino blanco; cangrejos y cerezas frescas. Todo es nuevo, mi querido amo!

—Eres un hombre amable, Planchet; comamos, pues, y que yo me acueste.

Durante la comida observó D’Artagnan que Planchet se rascaba frecuentemente la frente, como para facilitar la salida de una idea acomodada con estrechez en su cerebro. Miró con aire afectuoso a su digno compañero de sus viajes de otro tiempo, y chocando vaso con vaso, le dijo:

—Veamos, amigo Planchet, lo que te cuesta tanto trabajo anunciarme. ¡Pardiez, habla pronto y con franqueza!

—Esto —contestó Planchet—, me parece que tenéis aire de ir a una expedición cualquiera.

—No digo que no.

—Entonces, ¿habréis tenido alguna idea nueva?

—Es posible, Planchet.

—Entonces, ¿habría un nuevo capital que exponer?

—Yo pongo cincuenta mil libras en la idea que vais explotar.

Y diciendo esto, Planchet se restregó las manos una con otra con la rapidez que da una alegría grande.

—Planchet —replicó D’Artagnan—, no hay más que una desgracia.

—¿Y cuál?

—La idea no es mía… Nada puedo poner en ella.

Tales palabras arrancaron un gran suspiro del corazón de Planchet. La avaricia es consejero ardiente que arrebata al hombre, como Satanás hizo con Jesús en la montaña, y después de haber mostrado al desgraciado todos los reinos de la tierra puede descansar seguro de que ha dejado con él a su compañera la envidia para morderle el corazón.

Planchet había, gustado de la riqueza fácil y ya no debía detenerse en sus deseos; mas como era un buen corazón, a pesar de su avaricia, y como que adoraba a D’Artagnan, no pudo menos de hacerle mil recomendaciones, unas más afectuosas que otras.

Tampoco pudo, atrapar una palabra del secreto que tan bien guardaba su amo; astucias, gestos, consejos y truhanerías fueron inútiles. Nada dijo D’Artagnan.

Así se pasó la velada. Después de comer entretúvose D’Artagnan en hacer su maleta, dio una vuelta a la cuadra, acarició a su caballo, inspeccionándole las herraduras y las piernas, y, habiendo vuelto a contar luego su dinero, se metió en la cama, donde durmiendo como a los veinte años, pues no tenía inquietudes ni remordimientos, cerró los párpados cinco minutos después de haber apagado la luz.

Muchos sucesos, no obstante, podían tenerlo desvelado. El pensamiento hervía en su cerebro, las conjeturas abundaban, y D’Artagnan era gran decidor de horóscopos; pero, con esa flema imperturbable que hace más que el genio para la felicidad de las gentes de acción, dejó la reflexión para el día siguiente, temiendo, según decía para sí, no estar fresco en aquel instante.

Amaneció. La calle de los Lombardos tuvo su parte en las caricias de los rosados dedos de la aurora, y D’Artagnan levantóse como ésta.

A nadie despertó; agarró debajo del brazo su maleta, bajó la escalera sin hacer el menor ruido ni perturbar uno solo de los ronquidos alojados desde el granero a la bodega. Y habiendo preparado su caballo y cerrado la cuadra y la tienda, salió a paso para su expedición a la Bretaña.

Razón de sobra había tenido en no pensar la víspera en todos los asuntos políticos y diplomáticos que solicitaban su inteligencia; porque aquella mañana, con la frescura y el dulce crepúsculo, sintió desenvolverse sus ideas fecundas.

Primeramente, pasó por delante de la casa de Fouquet y echó en una caja abierta que había en la puerta el bienaventurado libramiento, que tanto trabajo habíale costado sustraer la víspera de los retorcidos dedos del intendente.

Puesto bajo sobre para Fouquet, el libramiento no pudo ser visto por Planchet, que en punta de adivinación era un Apolo Piteo.

De este modo enviaba su finiquito a Fouquet, sin comprometerse ni teniendo cargos que dirigirse.

Después de esta cómoda restitución, pensó:

«Ahora traguemos mucho aire matinal, mucha salud; dejemos respirar el caballo Céfiro, que hinche sus ijares como si se tratase de aspirar hemisferio, y seamos muy ingeniosos en muestras combinaciones. Ya es hora de formar un plan de campaña, y según el método del señor de Turena, que tiene una cabeza muy grande llena de toda clase de buenos consejos, antes del plan de campaña es conveniente hacer un retrato de los generales enemigos con quienes tenemos que habérnoslas. El primero de todos el señor Fouquet. ¿Quién es el señor Fouquet? El señor Fouquet —se contestó a sí mismo D’Artagnan—, es un hombre hermoso, muy querido de las mujeres; un hombre galante; muy amado de los poetas; un hombre de talento, muy execrado de los pillos. Yo no soy ni mujer, ni poeta, ni tunante; no amo, pues, ni aborrezco al señor superintendente; luego me encuentro en un todo en la posición en que se halló el señor de Turena cuando se trató de ganar la batalla de los Dunas. El no aborrecía a los españoles, pero les dio lo suyo. No; hay un ejemplo mejor, ¡pardiez! Estoy en la situación en que se encontró el mismo señor de Turena cuando los asuntos del príncipe de Condé en Jargeau, Gien y en el barrio de San Antonio. El no execraba al señor, príncipe, verdad es, pero obedecía al rey. El príncipe es un hombre encantador; pero el rey es el rey; Turena dio un gran suspiro; llamó a Condé “primo mío”, y le vendimió su ejército. ¿Qué desea el rey ahora? Esto no me concierne. ¿Qué quiere el señor Colbert? ¡Oh! Esto es otra cosa. El señor Colbert desea todo lo que no quiere el señor Fouquet. ¿Pues qué quiere el señor Fouquet? ¡Oh, oh! Esto es grave. El señor Fouquet quiere precisamente todo lo que quiere el rey».

Terminado esté monólogo, D’Artagnan sé echó a reír haciendo silbar su varilla: iba por el medio de la calle espantando los pájaros y escuchando los luises que danzaban a cada sacudida en su bolsa de cuero; y, necesario es confesarlo, cada vez que D’Artagnan se encontraba en semejantes condiciones, no era la ternura su vicio principal.

Entonces sí que se parecía al señor de Turena, cuando el señor de Turena no amaba a los españoles.

No obstante, el mosquetero, no pudo menos de tomarse alguna pena por la paz del reino, que debían comprometer otra vez las querellas de los grandes. Acordóse cuán poderoso era el señor Fouquet, y cuán sostenido se encontraba. Sumó por una parte los dieciocho millones de Luis XIV, y por otra los infinitos recursos del superintendente, pero con su inflexible imparcialidad, garantida por un desdén eterno a las medianías del rencor venenoso del señor Colbert, y cuando tuvo bien hecha su cuenta, pensó:

«Vamos, la expedición no es muy peligrosa, y mi viaje será como aquella comedia que mister Monk me llevó a ver a Londres, y que se denomina, según creo, Mucho ruido para nada».