Capítulo LXIIIDe la notable diferencia que encontró D’Artagnan entre el señor intendente y Monseñor el superintendente

El señor Colbert residía en la calle de Neuve des Petits-Champs, en una casa que antes había pertenecido a Beautru.

Las piernas de D’Artagnan hicieron la travesía en menos de un cuarto de hora.

Cuando llegó a la casa el nuevo favorito, estaba el palacio lleno de arqueros y de policías que iban a felicitarle o excusarse, según el modo que tuviera de presentarse. El sentimiento de adulación es instintivo entre gentes de condición abyecta, porque lo sienten coma el animal salvaje el oído o el olfato. Estas gentes, o su jefe, habían comprendido que se proporcionase un gran placer al señor Colbert dándole cuenta del modo con que había sido pronunciado su nombre durante el alboroto.

Justamente se presentaba D’Artagnan en el instante mismo en que el jefe de la ronda hacía su relato, y se quedó junto a la puerta, detrás de los arqueros.

El jefe cogió a Colbert aparte, no obstante, su resistencia y el fruncimiento de sus grandes cejas, y le dijo:

—En el caso, señor, en que realmente hubieseis deseado que el pueblo hiciese justicia de los traidores, habría sido prudente avisarnos; porque, al fin, señor, a pesar de nuestro dolor por desagradaros o contrariar vuestras miras, teníamos nuestra consigna que cumplir.

—¡Tonto! —contestó Colbert furioso sacudiendo sus cabellos espesos y negros como crines—. ¡Qué me estáis contando! ¿Qué? ¡Que yo hubiera tenido la idea de un tumulto! ¿Estáis loco o borracho?

—Pero, señor, han gritado ¡viva Colbert! —replicó, muy emocionado el jefe de la ronda.

—Un puñado de conspiradores.

—¡No, no, una masa del pueblo!

—¡Oh! ¿Es cierto? —dijo Colbert tranquilizándose—. ¿Una masa del pueblo gritaba viva Colbert? ¿Estáis seguro de lo que decís, caballero?

—No había más que abrir los oídos, o más bien cerrarlos; ¡tan espantosos eran los gritos!

—¿Y era el pueblo, el verdadero pueblo?

—Ciertamente, señor; sólo que ese verdadero pueblo nos ha batido.

—¡Oh! Muy bien —prosiguió Colbert ensimismado—. Entonces, suponéis que sólo el pueblo era quien quería hacer quemar a los condenados.

—¡Oh! Sí, señor.

—Eso es distinto… ¿Y habéis resistido bien?

—Señor, hemos tenido tres hombres sofocados:

—Pero, no habréis muerto a nadie, ¿eh?

—Señor, algunos tunantes han quedado sobre la plaza, y entre ellos uno que no era un hombre ordinario.

—¿Quién?

—Un tal Menneville, a quien hace mucho tiempo vigilaba la policía.

—¡Menneville! —exclamó Colbert—. ¿El que mató en la calle de la Huchette a un buen hombre que pedía un pollo gordo?

—Sí, señor, él mismo.

—¿Y ese Menneville vociferaba también viva Colbert?

—Más fuerte que todos los demás; como un rabioso.

Nublóse la frente de Colbert y se arrugó. La especie de aureola codiciosa que iluminaba su rostro se apagó, como el destello de los gusanos de luz a quienes se aplasta bajó la hierba.

—¿Pues no decíais —preguntó entonces el intendente— que la iniciativa venía del pueblo? Menneville era mi enemigo: le hubiera hecho prender, y él lo sabía muy bien. Menneville era del abate Fouquet. Todo el negocio proviene de Fouquet. ¿No es sabido que los reos eran sus amigos de infancia?

—Es verdad —pensó D’Artagnan—, y ya están en claro mis dudas. Pero, lo repito, él señor Fouquet podrá ser todo lo que se quiera; pero es un hombre muy obsequioso.

—¿Y estáis seguro —continuó Colbert— de que ese Menneville ha muerto?

D’Artagnan pensó que era llegado el momento de hacer su entrada.

—Perfectamente, señor —dijo adelantándose de pronto.

—¡Oh! ¿Sois vos, caballero? —dijo Colbert.

—En persona —contestó el mosquetero con tono deliberado—; creo que teníais en ese Menneville un lindo enemigo.

—No soy yo, caballero, quien tenía un enemigo —respondió Colbert—, sino el rey.

«¡Bárbaro! —pensó D’Artagnan—. Haces el grave y el hipócrita conmigo».

—Pues bien —respondió—, soy muy feliz por haber prestado al rey tan excelente servicio. ¿Querríais encargaros de decírselo a Su Majestad?

—¿Qué comisión me dais, y qué me encargáis que le diga, caballero? Sed claro, os lo ruego —contestó Colbert con voz agria y cargada de hostilidad prematura.

—Yo no os doy ninguna comisión —repuso D’Artagnan con esa calma que jamás abandona a los burlones—. Pensaba que os sería fácil anunciar al rey que fui yo quien hallándome allí por casualidad, hizo justicia al señor Menneville y puso las cosas en orden.

Colbert abrió los ojos e interrogó con la vista al jefe de la ronda.

—¡Ah! Es muy cierto —dijo este— que ese caballero ha sido nuestro salvador.

—¡Haber dicho que veníais a referirme eso! Todo se explicaba así mejor para vos que para nadie.

—Os engañáis, señor intendente, yo no venía de ningún modo a referiros esa.

—Es una hazaña, sin embargo, caballero.

—¡Oh! —dijo el mosquetero con indiferencia—. La mucha práctica gasta la inteligencia.

—Entonces, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?

—A esto simplemente: el rey me ha mandado venir a veros.

—¡Ah! —dijo Colbert recobrando su aplomo, porque veía que D’Artagnan sacaba un papel del bolsillo—. ¿Es para pedirme dinero?

—Precisamente, señor.

—Pues tened la amabilidad de esperarme, caballero.

D’Artagnan giró sobre sus talones con bastante insolencia, y encontrándose enfrente de Colbert en virtud de esa primera vuelta, lo saludó como hubiese podido hacerlo Arlequín; ejecutando después una segunda evolución, se dirigió a buen paso hacia la puerta.

Esta poderosa resistencia, a la que no estaba acostumbrado, llamó la atención de Colbert. Por regla general, cuando la gente de espada iba a su casa, tenía tal necesidad de dinero, que aun cuando sus pies hubiesen echado raíces en el mármol no se habría agotado su paciencia.

¿Iba D’Artagnan derecho a ver al rey? ¿Iba a quejarse de una mala recepción; o a referir su hazaña? Grave asunto era éste de reflexión.

En todo caso el momento estaba mal escogido para despedir a D’Artagnan, bien viniese de parte del rey, bien de la suya, propia. El mosquetero acababa de prestar un gran servicio, y hacía muy poco tiempo para que ya estuviese olvidado.

También pensó Colbert que valía más desechar toda arrogancia y llamar a D’Artagnan.

—¡Eh! Caballero D’Artagnan —gritó Colbert—. ¿Así me dejáis? Volvió la cabeza D’Artagnan, y dijo con naturalidad:

—¿Por qué no? Nada más tenemos que decirnos, ¿no es verdad?

—Por lo menos tenéis dinero que cobrar puesto que traéis una labranza.

—¡Yo! Nada de eso, señor Colbert.

—Pero, en fin, caballero, tenéis un bono, y así como dais una estocada por el rey cuando os requieren a ello, así yo también pago cuando se me da una orden. Presentadla.

—Es inútil, mi querido señor Colbert —dijo D’Artagnan, que gozaba interiormente del desarrollo que había puesto en las ideas de Colbert—; este bono está satisfecho.

—¡Pagado! ¿Y por quién?

—¡Toma! Por el superintendente.

Colbert se puso pálido.

—Explicaos entonces —dijo con voz débil—. Si estáis pagado, ¿para qué me enseñáis ese papel?

—A consecuencia de la consigna de que hablabais tan ingeniosamente, mi querido señor Colbert; Su Majestad me había dicho que cobrase la cuarta parte de la pensión que ha tenido a bien concederme…

—¿En mi casa…? —dijo Colbert.

—No, precisamente. Su Majestad me ha dicho: «Id a casa del señor Fouquet; pero el superintendente quizá no tenga dinero, y entonces, iréis a casa del señor Colbert».

El semblante de éste se iluminó un momento; pero su desgraciada fisonomía era como el cielo en tempestad, unas veces radiante y otras, sombría como la noche, según brille el relámpago o pase la nube.

—Y… ¿había dinero en casa del superintendente? —dijo.

—¡Vaya si había dinero! —replicó D’Artagnan—. Preciso es creerlo, pues que el señor Fouquet, en lugar de pagarme la cuarta parte, que son cinco mil libras…

—¡Cinco mil libras! —exclamó Colbert sorprendido, corno lo fue Fouquet, de la magnitud de cantidad destinada a pagar los servicios de un soldado—. Serían entonces veinte mil libras de pensión.

—Justamente, señor Colbert. Pardiez, contáis como el difunto Pitágoras; sí, veinte mil libras.

—Diez veces el sueldo de un intendente de Hacienda, os doy la enhorabuena —dijo Colbert con irónica sonrisa.

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. El rey se ha excusado por darme tan poco y también me ha prometido repararlo más tarde, cuando sea rico; pero, concluyo: estando muy de prisa…

—Sí, y a pesar de lo que Su Majestad esperaba, ¿os ha pagado el superintendente?

—Del mismo modo que vos habéis rehusado pagarme.

—Yo no he rehusado, caballero, os he rogado que me esperéis. ¿Y decís que el señor Fouquet os ha pagado vuestras cinco mil libras?

—Sí, lo que vos hubierais hecho, y aún más… aún más que eso ha hecho, señor Colbert.

—¿Pues qué ha hecho?

—Muy cortésmente, me ha contado la totalidad de la cantidad, diciendo que para el rey siempre estaban llenas las cajas.

—¡La totalidad de la suma! ¿El señor Fouquet os ha dado veinte mil libras en vez de cinco mil?

—Sí, señor.

—¿Y por qué?

—Para ahorrarme tres visitas a la Caja de la superintendencia; de manera que tengo en mi bolsillo las veinte mil libras en oro muy hermoso y nuevo. Ya veis que me iba por no tener necesidad de vos; solamente pasaba por acá por pura fórmula.

Y D’Artagnan golpeó sus bolsillos riendo, lo cual descubrió a Colbert treinta y dos hermosos dientes, tan blancos como si tuviera veinticinco años, y que parecían decir en su lenguaje: servidnos treinta y dos Colbert chiquitos y nos los comeremos con sumo gusto.

La serpiente es tan valerosa como el león, y el gavilán tan valiente como el águila; esto no puede contestarse. No hay animales, ni aun de los que se llaman cobardes, que no sean bravos cuando se trata de la defensa. Colbert no tuvo miedo de los treinta y dos dientes de D’Artagnan, y dijo:

—Caballero, el señor superintendente no podía hacer lo que ha hecho.

—¿Cómo decís? —replicó D’Artagnan:

—Digo que vuestro libramiento…

—¿Tenéis la amabilidad de enseñarme el libramiento?

—Con mucho gusto; aquí está. Colbert agarró el papel con una presteza que no sin inquietud advirtió el mosquetero, disgustado de la entrega.

—Pues bien, caballero, el libramiento real dice esto: «Espero que se pague a la vista al señor de D’Artagnan la suma de cinco mil libras, cuarta parte de la pensión que le he asignado».

—Eso está escrito; en efecto —dijo D’Artagnan simulando calma.

—Pues si el rey no os debía más que cinco mil libras, ¿por qué os han dado más?

—Porque había más, y porque querían darme más; eso no interesa a nadie.

—Es natural —dijo Colbert, con tranquilidad orgullosa— que ignoréis los usos de la contabilidad; pero, caballero, cuando tenéis que pagar mil libras, ¿qué hacéis?

—Yo nunca tengo mil libras que pagar —replicó D’Artagnan.

—¡Otra cosa…! —exclamó Colbert irritado—. Si tuvieseis un pago que satisfacer, no pagaríais más que lo que debierais.

—Eso no prueba más que una cosa —dijo D’Artagnan—; y es que vos tenéis vuestras costumbres personales en materia de contabilidad, mientras que el señor Fouquet tiene las suyas.

—Las mías, caballero, son las buenas.

—No digo que no.

—Y habéis cobrado lo que no se os debía.

Los ojos de D’Artagnan arrojaron un relámpago.

—Lo que aún no se me debía, queréis decir, señor Colbert, porque si hubiese recibido lo que de ningún modo se me debe habría cometido un robo.

Colbert no respondió a esta sutileza.

—¿Así pues, son quince mil libras las que debéis a la Caja? —dijo entusiasmado en su envidioso ardor.

—En tal caso me concederéis crédito —replicó D’Artagnan con su fina ironía.

—Nada de eso, caballero.

—¡Bueno…! ¿Cómo es eso? ¿Me haréis devolver mis tres cartuchos?

—Los devolveréis a mi Caja.

—¿Yo? ¡Ah! Señor, no contéis con eso…

—El rey tiene necesidad de su dinero.

—Y yo, señor, tengo necesidad del dinero del rey.

—Perfectamente, pero restituiréis.

—¡Nada menos! Siempre oí decir que, en materia de contabilidad, como vos decíais, un buen cajero ni da ni toma jamás.

—Entonces, caballero, veremos lo que dirá Su Majestad, a quien enseñaré esta libranza, que prueba que el señor Fouquet, no solamente paga, lo que no debe, sino que tampoco guarda recibo de lo que paga.

—¡Ah! —murmuró D’Artagnan—. ¡Ya comprendo por qué me habéis cogido ese papel, señor Colbert!

Este no advirtió todo lo que había de amenazador en su nombre pronunciado de cierta manera.

—Más tarde veréis la utilidad de ello —replicó levantando el libramiento entre sus dedos.

—¡Uh! —dijo D’Artagnan atrapando el papel con rápido movimiento—. Lo comprendo perfectamente, señor Colbert, y no tengo necesidad de aguantar para ello.

Y se metió en el bolsillo el papel que acababa de coger al vuelo.

—¡Señor, señor…! —exclamó Colbert—. Esta violencia…

—¡Vaya! ¡No hay que prestar atención a las maneras de un soldado! —respondió el mosquetero.

—Os beso las manos, apreciable señor Colbert.

Y salió riéndose en las barbas del futuro ministro.

—Este hombre va a adorarme —dijo pira sí—. ¡Lástima que tenga que fallarle a la primera visita!