Capítulo LXIIDe qué modo el diamante del señor de Eymeris fue a parar a manos de D’Artagnan

Mientras ocurría en la Grève esta ruidosa y sangrienta escena, muchos hombres, parapetados detrás de la puerta de comunicación del jardín, envainaban sus aceros, ayudaban a uno de ellos a montar en un caballo ensillado que esperaba en el jardín, y como bandada de pájaros aterrorizados, huían en todas direcciones, unos escalando las tapias, otros precipitándose por las puertas con todo el ardor del pánico.

El que montó a caballo, al que hizo sentir la espuela con tanta brutalidad que poco faltó para que saltase la tapia, atravesó la plaza Baudoyer, pasó como un relámpago por entre la multitud de las calles, arrojando personas a tierra, y diez minutos después llegó a la puerta de la superintendencia más jadeante aún que su caballo.

Al ruido ensordecedor del hierro sobre las piedras apareció el abate Fouquet en una ventana del patio, y aun antes que el jinete hubiera echado pie a tierra le preguntó inclinando el cuerpo fuera de la ventana.

—¿Qué sucede, Danicamp?

—¡Todo ha concluido! —respondió el jinete.

—¡Concluido! —murmuró el abate—. ¿Luego han sido salvados?

—No, señor —replicó el jinete— han sido ahorcados.

—¡Ahorcados! —repitió el abate poniéndose pálido.

De pronto se abrió una puerta lateral y apareció Fouquet en la sala, pálido, asustado, con los labios entreabiertos por un grito de dolor y de ira.

Detúvose en el umbral escuchando lo que hablaban desde él patio a la ventana.

—¡Canalla! —dijo el abate—. ¿Conque no os habéis batido?

—Como leones.

—Decid como cobardes.

—¡Señor!

—Cien hombres aguerridos, espada en mano, valen por diez mil arqueros en una sorpresa. ¿Dónde se encuentra Menneville, ese fanfarrón que no debía volver sino muerto o vencedor?

—Ha cumplido su palabra, señor, porque ha muerto.

—¡Muerto! ¿Quién lo ha matado?

—Un diablo en figura de hombre; un gigante armado con diez espadas; un endiablado que de un solo golpe ha extinguido el fuego, el tumulto y hecho salir cien mosqueteros del empedrado de la plaza de la Grève.

Fouquet alzó la frente empapada en sudor.

—¡Oh! ¡Lyodot y Eymeris! —exclamó—. ¡Muertos, muertos, y yo deshonrado!

Volvióse el abate, y, apercibiendo a su hermano, anonadado y lívido:

—¡Vamos! —dijo—. Es un golpe de la suerte, y no hay por qué lamentarse así. Cuando no se ha conseguido es que Dios…

—¡Callaos, abate! ¡Callaos! —dijo Fouquet—. Vuestras disculpas son blasfemias. Haced que suba ese hombre aquí y que cuente los detalles del espantoso suceso.

—Pero, hermano mío…

—¡Obedeced, señor!

El abate hizo una seña, y medio minuto después oyéronse en la escalera los pasos del hombre.

Al mismo tiempo apareció Gourville detrás de Fouquet, como el ángel de la guarda del superintendente, poniendo un dedo sobre los labios para indicarle que se dominara aun en medio de sus arrebatos de dolor.

El ministro asumió toda la serenidad que puede dejar la fuerza humana en un corazón dolorido. Apareció Danicamp.

—Haced vuestro relato —dijo Gourville.

—Señor —contestó el mensajero—; nosotros habíamos recibido orden de arrebatar a los presos y de gritar al mismo tiempo: ¡viva Colbert!

—Para quemarlos vivos, ¿no es verdad, abate? —interrumpió Gourville.

—¡Sí, sí! La orden se había dado a Menneville; Menneville sabía lo que tenía que hacer, y Menneville ha muerto.

Esta noticia pareció calmar a Gourville en vez de entristecerlo:

—Para quemarlos vivos —repitió el mensajero, como si dudara que esta orden, la única que por otra parte se había dado, fuese real.

—Para quemarlos vivos, ciertamente —repuso bruscamente el abate.

—Conforme, señor, conforme —repuso el hombre buscando en la fisonomía de los dos interlocutores lo que hubiera de triste o ventajoso en contarles la verdad.

—Contad, pues —dijo Gourville.

—Los presos —prosiguió Danicamp— debían ser conducidos a la Greve, y el pueblo enfurecido quería que fuesen quemados en lugar de ahorcados.

—El pueblo tiene sus motivos —dijo el abate—; continuad.

—Pero —repuso el hombre—, en el momento en que los arqueros acababan de ser derrotados; en el instante en que el fuego prendía en una de las casas de la plaza, destinada a ser hoguera de los culpables, un furioso, ese demonio, ese gigante de que os hablaba, que dijo era el dueño de la casa en cuestión, ayudado de un joven que lo acompañaba, tiró por la ventana a los que activaban el fuego, llamó en su auxilio, a los mosqueteros que se hallaban entre la muchedumbre, saltó desde el primer piso a la plaza; y manejó tan desesperadamente la espada; que fue devuelta la victoria a los arqueros, cogidos los presos y Menneville muerto. Una vez, presos los condenados, fueron ahorcados en tres minutos.

A pesar del poder que sobre sí mismo tenía Fouquet; no pudo menos de dejar escapar un sordo gemido.

—¿Y cómo se llama ese hombre? —inquirió el abate—. El dueño de la casa.

—Lo ignoro, pues ni siquiera lo vi; me habían señalado mi puesto en el jardín, y allí permanecí hasta que llegaron a cortarme la cosa. Tenía orden, cuando estuviese concluida, de venir corriendo a anunciárosla, de cualquier modo que hubiera terminado. Según esa orden, salí al galope; y aquí estoy.

—Perfectamente no tenemos nada más que preguntarnos —dijo el abate, cada vez más aterrado a medida que se acercaba el momento de abordar a solas a su hermano.

—¿Os han pagado? —preguntó Gourville.

—No, señor —contestó Danicamp.

—Aquí tenéis veinte doblones; idos, y no olvidéis defender siempre como hoy los verdaderos intereses del rey.

—Sí, señor —dijo el hambre inclinándose y poniéndose el dinero en el bolsillo.

Enseguida se marchó.

Apenas estuvo fuera, Fouquet, que había permanecido inmóvil, se adelantó con paso rápido y se encontró entre el abate y Gourville.

Los dos abrieron al mismo tiempo la boca para hablar.

—¡Nada de excusas! —dijo—. Nada de recriminaciones contra nadie. Si yo no hubiese sido un amigo falso, no hubiera confiado a nadie el cuidado de salvar a Lyodot y Eymeris. Yo sólo soy responsable, y yo sólo debo sufrir los remordimientos. Dejadme, abate.

—Sin embargo —respondió éste—, no impediréis que yo haga buscar al canalla que se ha entrometido por servir al señor Colbert en esta partida tan bien preparada; porque si es de buena política querer bien a sus amigos, no creo que sea mala la que consiste en perseguir a sus adversarios de manera encarnizada.

—Tregua de política, abate; salid, y que no vuelva a oír hablar más de vos hasta nueva orden; es necesario mucho silencio y circunspección. Tenemos a la vista un horrible ejemplo. Señores, nada de represalias, os lo prohíbo.

—No hay órdenes —murmuró el abate— que me impidan vengar sobre un culpable la afrenta inferida a mi familia.

—Y yo —exclamó Fouquet con aquella voz imperativa a que nada se tiene que contestar—; si tenéis un pensamiento, uno sólo, que no sea expresión absoluta de mi voluntad, os haré sepultar en la Bastilla dos horas después que se haya manifestado ese pensamiento. Haceos a ello, abate.

El abate se inclinó sonrojado. Fouquet hizo seña a Gourville, de que lo siguiera, y ya se dirigía a su gabinete, cuando el ujier anuncio en voz alta:

—El señor D’Artagnan.

Negligentemente Fouquet a Gourville.

—Un ex teniente de mosqueteros de Su Majestad —contestó Gourville en igual tono.

Fouquet no se tomó el trabajo de reflexionar más.

—Perdón, monseñor —dijo entonces Gourville—; pero estoy pensando que ese bravo mozo ha dejado el servicio del rey, y probablemente vendrá a cobrar la cuarta parte de una pensión cualquiera.

—¡Vaya al diablo! —dijo Fouquet—. ¿Por qué viene a tan mala hora?

—Entonces, permitid, monseñor, que le dé cualquier negativa, porque es conocido mío y hombre que vale más tener por amigo que por enemigo en las circunstancias presentes.

—Responded lo que gustéis —dijo Fouquet.

—¡Qué, Dios mío! —dijo el abate lleno de rencor, como hombre de hábitos.

—Responded que no hay dinero, sobre todo para los mosqueteros.

Pero no había acabado aún el abate de decir estas imprudentes palabras, cuando la puerta entornada se abrió del todo, y apareció D’Artagnan.

—Señor Fouquet —dijo—, ya sabía que no habría dinero para los mosqueteros. Así es que no venía para que me lo dierais, sino para que me lo negarais. Asunto terminado; gracias. Os doy los buenos días, y me voy a buscarlo en casa del señor Colbert.

Y salió después de un saludo bastante ligero.

—Gourville —dijo Fouquet—, corred en pos de ese hombre y traédmelo.

Gourville obedeció, y alcanzó a D’Artagnan en la escalera.

Al oír pasos detrás de él se volvió D’Artagnan y vio a Gourville.

—¡Diantre! Señor mío —dijo—, tristes maneras las de los señores hacendistas; vengo a casa del señor Fouquet para cobrar una suma decretada por Su Majestad, y se me recibe corno a un pobre que llega a pedir limosna, o como a un pillo que intenta robar un objeto de plata.

—Pero ¿habéis pronunciado el nombre de Colbert, apreciado señor de D’Artagnan? ¿Habéis dicho que ibais a casa del señor Colbert?

—Ciertamente que voy, aun cuando sólo fuese para pedir satisfacción de las gentes que quieren quemar las casas gritando: ¡viva Colbert!

Gourville escuchó.

—¡Oh, oh! —dijo—. ¿Hacéis alusión a lo que acaba de suceder en la Grève?

—Cierto que sí.

—¿Y qué os importa lo que acaba de suceder?

—¡Cómo! ¿Me preguntáis si me importa o no me importa que el señor Colbert haga de mi casa una hoguera?

—Conque vuestra casa… ¿Es vuestra casa la que intentaban quemar?

—¡Pardiez!

—¿Es vuestra la taberna «La imagen de Nuestra Señora»?

—Hace ocho días.

—¡Ah! ¿Sois ese intrépido capitán, esa valiente espada que ha dispersado a los que querían quemar a los condenados?

—Poneos en mi caso, querido señor Gourville; yo soy agente de la fuerza, pública y propietario. Como capitán, mi obligación es hacer cumplir las órdenes del rey; como propietario, mi interés está en que no quemen mi casa. He seguido, pues, a un mismo tiempo las leyes del interés y las del deber, devolviendo al señor Lyodot y al señor Eymeris a poder de los arqueros.

—¿De modo que sois vos quien ha tirado a un hombre por la ventana?

—Yo mismo —respondió modestamente D’Artagnan.

—¿Vos sois quien ha muerto a Menneville?

—He tenido esa desgracia —murmuró D’Artagnan, saludando como persona a quien felicitan.

—¿Sois vos, en fin, quien ha sido la causa de que los reos fuesen ahorcados?

—En vez de ser quemados, sí señor, y me glorío de ello. He librado a esos pobres diablos de torturas horribles. ¿Sabéis, mi querido señor Gourville, que querían quemarlos vivos?

—Adiós, señor de D’Artagnan, adiós —dijo Gourville, queriendo ahorrar a Fouquet la vista del hombre que acababa de causarle tan profundo dolor.

—No —dijo Fouquet, que había escuchado desde la puerta de la antesala—; no, señor de D’Artagnan, entrad, por el contrario.

D’Artagnan limpió en la empuñadura de su espada una mancha de sangre que había escapado a su investigación, y entró.

Entonces se encontró frente a aquellos tres hombres, cuyos semblantes manifestaban tres expresiones bien diversas: el del abate, la cólera; el de Gourville, el estupor, y el de Fouquet; el de abatimiento.

—Perdón, señor ministro —dijo D’Artagnan—; mas tengo pasado el tiempo y es preciso que vaya a la intendencia para explicarme con el señor Colbert y cobrar mi cuarta.

—Pero, señor —dijo Fouquet—, aquí hay dinero.

D’Artagnan miró asombrado al superintendente.

—Se os ha respondido con ligereza, señor; ya lo sé, lo he oído —dijo el ministro—; un hombre de vuestro mérito debía ser conocido por todo el mundo.

D’Artagnan se inclinó.

—¿Tenéis el libramiento? —repuso Fouquet.

—Sí, señor.

—Dádmelo, voy a pagaros yo mismo; venid.

Hizo una seña a Gourville y al abate, que permanecieran en la sala y condujo a D’Artagnan a su gabinete.

—¿Cuánto se os debe, señor? —preguntó.

—Unas cinco mil libras, monseñor.

—¿Por vuestros sueldos atrasados?

—Por una cuarta parte.

—¡Cinco mil libras por una cuarta parte! —dijo Fouquet echando sobre el mosquetero una mirada profunda—. Según eso, ¿son veinte mil libras al año las que os da el rey?

—Sí, monseñor, veinte mil libras. ¿Creéis que sea demasiado?

—¡Yo! —exclamó Fouquet sonriendo amargamente—. Si yo conociese a los hombres, si yo fuese en vez de un espíritu ligero, inconsecuente y vano, un talento prudente y reflexivo; si, en una palabra; hubiera yo sabido como ciertas gentes arreglar mi vida, no recibiríais vos veinte mil libras anuales, sino cien mil, ni perteneceríais al rey, sino a mi.

D’Artagnan se sonrojó levemente. Suele haber en la manera con que se hace un elogio, en la voz del que elogia y su afectuoso tono un veneno tan dulce, que a veces embriaga al más astuto.

El superintendente terminó sus frases abriendo una gaveta, de la cual sacó cuatro cartuchos que puso delante de D’Artagnan. El gascón rompió uno.

—¡Oro! —murmuró.

—Con eso pesará menos, señor.

—Pero, monseñor, esto compone veinte mil libras.

—Sin duda.

—Pero no se me deben más que cinco mil.

—Quiero ahorraros la molestia de venir cuatro veces a la superintendencia.

—Me hacéis mucho favor.

—Hago lo que debo, señor, y espero que no me guardaréis aversión por la acogida de mi hermano, que es un espíritu acre y caprichoso.

—Monseñor —dijo D’Artagnan—, creed que nada me molestaría tanto como una excusa vuestra.

—No daré más, y me contentaré con solicitares una gracia.

—¡Oh, monseñor!

Fouquet sacó de un dedo un diamante que valía más de mil doblones.

—Señor —dijo—, la piedra que veis me la regaló un amigo de la infancia, un hombre a quien habéis hecho un gran servicio.

La voz de Fouquet alteróse sensiblemente.

—¡Un servicio! ¡Yo! —dijo el mosquetero—. ¿Yo he hecho un servicio a un amigo vuestro?

—No podéis haberlo olvidado señor, porque ha sido hoy mismo.

—¿Y cómo se llama ese amigo?

—El señor de Eymeris.

—¿Uno de los reos?

—Sí, una de las víctimas. Pues bien, señor de D’Artagnan, en gracia al servicio que le habéis hecho, os ruego que aceptéis este diamante. Hacedlo por amor mío.

—Monseñor…

—Aceptad, os digo. Hoy es para mí un día de duelo; quizá sepáis esto más tarde; hoy, he perdido, un amigo; pues bien, pretendo encontrar otro.

—Pero, señor Bouquet…

—Adiós, señor de D’Artagnan, adiós —murmuró Fouquet con el corazón dilatado—. Hasta la vista.

Y el ministro salió de su gabinete, dejando en manos del mosquetero la joya y las veinte mil libras.

—¡Oh! —repuso D’Artagnan después de un momento de reflexión, sombría—. ¿Si comprenderé esto? ¡Diantre! Sí, lo comprendo. ¡Es un hombre muy obsequioso…! Voy a hacer que me explique esto el señor Colbert.

Y salió.