Al siguiente día, cincuenta mil curiosos habían tomado posición alrededor de dos horcas levantadas en la plaza de la Grève, entre el muelle del mismo nombre y el de Pelletier, la una junto a la otra adosadas al parapeto del río.
Aquella misma mañana todos los pregoneros jurados de la buena ciudad de París habían recorrido los barrios y arrabales pregonando con sus roncas voces, da gran justicia que mandaba hacer el rey con dos prevaricadores; ladrones y sanguijuelas del pueblo. Y el pueblo, cuyos intereses se tomaba con tanto ardor, dejaba sus tiendas y talleres, para no faltar al respeto debido a su rey y demostrar algún reconocimiento a Luis XIV, como harían los convidados que temieran ser descorteses no asistiendo a la casa de quien los hubiera invitado.
Según el tenor de la sentencia, que leían alto y mal dos pregoneros, dos arrendadores de contribuciones, acaparadores de dinero, malgastadores de caudales reales, concusionarios y falsarios, iban a sufrir la pena capital en la plaza de la Grève, con sus nombres fijos en la cabeza.
Mas la sentencia no hacía mención de estos nombres.
Llegaba, pues, al colmo la curiosidad de los parisienses, y, como ya hemos manifestado, una multitud inmensa esperaba con febril impaciencia la hora señalada, para la ejecución. Ya había corrido la noticia de que los presos, trasladados al castillo de Vincennes, serían conducidos desde esta cárcel a la plaza de la Grève; de modo que estaban intransitables el barrio y la calle de Saint Antoine, porque la población de París, en días de gran ejecución, dividiese en dos categorías: los que desean presenciar el paso de los condenados (corazones tímidos y dulces, curiosos de filosofía) y los que desean presenciar la muerte del sentenciado (corazones ávidos de sensaciones).
Aquel mismo día había recibido el señor de D’Artagnan sus últimas instrucciones del rey, y dado el correspondiente adiós a sus amigos, cuyo número quedaba reducido por al momento a Planchet. Enseguida trazóse el plan de aquel día como debe hacerlo todo hombre ocupado, cuyos momentos cuenta porque aprecia su importancia.
—Mi marcha —dijo— está fijada para el amanecer; a las tres de la mañana; de modo que tengo quince horas mías. Quitemos las horas del sueño que me son indispensables, seis; una para la comida; siete; una de visita a Athos, ocho; y dos para casos imprevistos: total, diez: Todavía me quedan cinco horas. Una para hacer que me nieguen el dinero en casa de Fouquet; otra para ir a buscar ese dinero a casa del señor Colbert y recibir sus preguntas y sus gestos; y otra para inspeccionar mis armas, mis vestidos, y hacer que den manteca a mis botas. Aún me restan dos horas. ¡Pardiez! ¡Qué rico soy!
Al decir esto sintió D’Artagnan una alegría extraña, alegría de joven, perfume de aquellos hermosos y felices años de otro tiempo que subían a su frente y lo embriagaban.
—En esas dos horas —dijo el mosquetero— iré a «La Imagen de Nuestra Señora». ¡Trescientas setenta y cinco mil libras! ¡Diantre! ¡Es sorprendente! Si el pobre que sólo tiene una libra en el bolsillo, tuviese una libra y doce sueldos, sería cosa muy justa; pero jamás suceden al pobre semejantes venturas. El rico, por el contrario, créase rentas con su dinero, al cual no toca jamás. He aquí trescientas setenta y cinco mil libras que me caen del cielo, iré; pues, a «La Imagen de Nuestra Señora», y beberé con mi inquilino un vaso de vino español que no dejará de ofrecerme. Pero es preciso orden, señor de D’Artagnan; es necesario orden. Organicemos, pues, nuestro tiempo, y repartamos el empleo de él. Artículo 1.º Athos: Artículo 2.º «La Imagen de Nuestra Señora». Artículo 3.º Señor Fouquet. Artículo 4.º Señor Colbert: Artículo 5.º Comer: Artículo 6.º Vestidos, botas caballos, maleta. Artículo 7.º y último. Sueño.
Por consiguiente, D’Artagnan se fue derecho a casa del conde de la Fère, a quien relató cándida y modestamente una parte de sus buenas aventuras.
Athos no estaba sin inquietud desde la víspera, con respecto a la visita de D’Artagnan al rey; pero le bastaron cuatro palabras, como cuatro explicaciones. Athos conoció que Luis había encargado a D’Artagnan de alguna comisión importante, y ni aun siquiera pretendió hacerle confesar el secreto. Sólo le ofreció discretamente acompañarlo si la cosa era posible.
—Pero, amigo —dijo D’Artagnan—, ¡si no me marcho!
—¡Cómo! ¡Venís a despediros y no os marcháis!
—¡Oh! Sí tal —replicó D’Artagnan ruborizándose un poco—. Van a hacer una adquisición.
—Eso es otra cosa. En tal caso varío de fórmula, y en lugar de deciros: «no os dejéis matar», diré: «no os dejéis robar».
—Amigo querido, os avisaré si fijo mi idea en alguna propiedad, y entonces tendréis la bondad de aconsejarme.
—Sí, sí —dijo Athos, demasiado delicado para permitirse la compensación de una sonrisa.
Raúl imitaba la reserva paterna, y D’Artagnan conoció que era demasiado misterioso abandonar a unos amigos con un pretexto, sin decirles siquiera el camino que llevaba.
—He escogido Le Mans —dijo D’Artagnan—. ¿Es buen país?
—Excelente, amigo —replicó el conde sin hacerle advertir que Le Mans estaba en la misma dirección que Tours, y que esperando dos días a lo más, podían hacer juntos el camino.
Pero D’Artagnan, más embarazado que el conde, socavaba a cada nueva explicación el barranco en que se había metido poco a poco.
—Mañana al amanecer me marcho —dijo al fin—. Hasta entonces, ¿quieres venirte conmigo, Raúl?
—Sí, señor caballero —dijo el joven—, si el señor conde no me necesita.
—No, Raúl, hoy tendré audiencia de Monsieur el hermano de el rey. Raúl pidió su espada a Grimaud, que se la llevó al instante.
—Entonces —repuso D’Artagnan abriendo sus brazas a Athos—, adiós, querido amigo.
Athos lo abrazó largo tiempo, y D’Artagnan, que comprendió muy bien su discreción, le deslizó al oído:
—Asunto de Estado.
A lo cual sólo respondió Athos con un apretón de manos más significativo aún. Entonces se separaron; Raúl tomó el brazo de su amigo, que le condujo por la calle de Saint Honoré.
—Te llevo a casa del dios Plutón —dijo D’Artagnan al joven; prepárate; todo el día verás apilar escudos. Pero ¡Dios Santo! ¿Qué es esto?
—¡Oh! Mucha gente hay en la calle —dijo Raúl.
—¿Es día de procesión? —preguntó D’Artagnan a un transeúnte.
—Día de estrangulación, señor contestó éste.
—¡Cómo! ¿Ahorcan —dijo D’Artagnan— en la Grève?
—Si, señor.
—¡Vaya al diablo el bergante que se hace ahorcar el día que tengo precisión de cobrar a mi inquilino! —exclamó D’Artagnan—. Raúl; ¿has visto ahorcar?
—¡Jamás, señor, a Dios gracias!
—¡Lo que es la juventud! Si estuvieras de guardia en la trinchera, como yo he estado, y un espía… Pero, perdona, Raúl, yo desvarío… Tienes razón, es horrible ver ahorcar… ¿Queréis decirme a qué hora ahorcan, amigo?
—Caballero —repuso el hombre con deferencia, encantado de que iba a trabar conversación con gente de espada—, debe ser a las tres.
—¡Oh! No es más que la una y mediad estiremos las piernas y llegáremos a tiempo para cobrar mis trescientas setenta y cinco libras y volver antes de la llegada del paciente.
—De los pacientes, señor —prosiguió el plebeyo—, porque son, dos.
—Amigo, os doy mil gracias —dijo D’Artagnan, que al ir envejeciendo se había vuelto de urbanidad refinada.
Y arrastrando a Raúl, lo dirigió aceleradamente hacia la plaza de la Greve.
Sin la grande costumbre que el mosquetero tenía de estar entre la multitud, y sin su puño irresistible, al cual unía una resistencia poco común de hombros, ninguno de los dos viajeros habría llegado a su destino.
Los dos seguían el muelle en que habían entrado al salir de la calle dé Saint-Honoré. D’Artagnan iba dejante su codo, su puño y su hombro formaban tres puntas que sabía clavar, con arte los grupos para hacerlos romper y desunir como astillas de madera.
No pocas veces usaba como refuerzo la empuñadura de la espada, introduciéndola en los sitios más rebeldes, y haciéndola mover a guisa de palanca, separaba al esposo de la esposa, al tío del sobrino y al hermano de la hermana. Todo esto tan naturalmente y con tan graciosas sonrisas, que era necesario tener costillas de bronce para no gritar gracias, cuando la empuñadura hacía su oficio, o corazones de diamante para no encantarse, cuando la sonrisa dilataba los labios del mosquetero.
Siguiendo Raúl a su amigo contemplaba a las mujeres, que admiraban su hermosura, contentaba a los hombres, que sentían la rigidez de sus músculos, y ambos hendían, gracias a esta maniobra, la onda un poco compacta y alborotada del populacho.
Llegaron finalmente a la vista de las dos horcas, y Raúl volvió los ojos con pesar. Pero D’Artagnan ni siquiera las vio; su casa, cuyas ventanas estaban llenas de curiosos, atraía y absorbía toda la atención de que era capaz.
En la plaza y en derredor de las casas divisó buen número de mosqueteros con licencia, que unos con mujeres, otros con amigos, esperaban el instante de la ceremonia.
Lo que más le alegró fue ver que el tabernero, su inquilino, se desvivía por atender a todos sus clientes.
Tres mozos no bastaban para servir a los bebedores, que los había en la tienda, en los cuartos y en el patio mismo.
D’Artagnan hizo observar a Raúl esta afluencia, y añadió:
—No tendrá excusa el tuno para no pagarme. ¿Ves todos esos bebedores, Raúl? Se creería que son gente de buena compañía. ¡Diantre! Pero no hay sitio.
Entretanto, D’Artagnan consiguió atrapar al patrón por el cuello de su camisa y hacerse reconocer.
—¡Ah! Señor —dijo el tabernero medio loco—. ¡Un minuto, por favor! Aquí tengo cien endiablados que agotan mi bodega.
—La bodega, bueno, pero no el cofre.
—¡Oh! Señor, vuestros treinta y siete doblones y medio los tengo muy contados allá arriba en mi habitación; pero en esta otra sala hay treinta compañeros que chupan las tablas de un barrilito de Oporto que abrí esta mañana para ellos… Concededme un minuto, nada más que un minuto.
—Corriente.
—Me voy —dijo Raúl en voz baja a D’Artagnan—; esta alegría es innoble.
—Caballero —replicó D’Artagnan severamente—, vais a hacerme el gusto de quedaros; el soldado debe habituarse a todos los espectáculos. Hay en los ojos, cuando uno es joven, ciertas fibras que es preciso saber endurecer. Además, Raúl, ¿quieres dejarme aquí solo? Eso sería un mal para ti. Oye, allí está el patio, y en el patio un árbol; vente a su sombra y allí respiraremos mejor que en esta atmósfera caliente de vino derramado.
Desde el lugar en que estaban colocados los dos nuevos huéspedes de «La Imagen de Nuestra Señora», oían el murmullo siempre creciente de las oleadas del pueblo, y no perdían ni un grito ni un gesto de los bebedores, sentados a las mesas en la taberna, o diseminados por las salas.
El árbol, bajo el cual habíanse sentado, los cubría con su ya espeso follaje. Era un copudo castaño, de ramas inclinadas, que derramaba su negra sombra sobre una mesa rota de tal modo, que los bebedores debían haber renunciado a servirse de ella.
Decimos que todo lo veía D’Artagnan desde este puesto. Observaba, en efecto, las idas y venidas de los mozos, la llegada de nuevos bebedores, y la acogida que se les hacía, unas veces afectuosa y otras hostil. Y todo lo observaba por pasatiempo, porque los treinta y siete doblones y medio tardaban en llegar.
Raúl se lo hizo observar, diciéndole:
—Señor, no dais prisa a vuestro inquilino; pronto van a llegar los reos, y habrá tal confusión entonces, que no podremos salir.
—Es verdad —dijo el mosquetero—. ¡Hola! ¡Eh! ¡Alguien aquí, pardiez!
Pero por más que gritó y golpeó sobre los restos de la mesa, que cayó hecha polvo a sus puñadas, nadie apareció.
Preparábase D’Artagnan a ir en busca del tabernero, para obligarle a una explicación definitiva, cuando la puerta del patio en que se hallaba con Raúl, puerta que comunicaba con el jardín trasero, se abrió trabajosamente sobre sus goznes ruinosos y un hombre, vestido de caballero, salió de ese jardín, con la espada envainada, pero no ceñida, atravesó el patio, sin cerrar la puerta, y, habiendo dirigido una mirada oblicua sobre D’Artagnan y su compañero, se dirigió a la taberna recorriéndolo todo con los ojos, que parecían penetrar las paredes y las conciencias.
—¡Hola! —se dijo D’Artagnan interiormente—: ¿Quién será éste? ¡Ah! Sin duda es también un curioso de estrangulación.
En este mismo momento cesaron los gritos y el alborozo en las salas de arriba. Tal silencio, en semejantes circunstancias, sorprende tanto como un aumento de ruido. D’Artagnan quiso averiguar cuál era la causa de aquel silencio repentino.
Entonces vio que aquel hombre en traje de caballero acababa de entrar en la sala principal y arengaba a los bebedores, quienes lo escuchaban con mucha atención. Quizá hubiera oído D’Artagnan su alocución sin el ruido dominante de los clamores populares, que formaban formidable acompañamiento a la arenga del orador. Pero ésta acabó pronto; y toda la gente de la taberna comenzó a salir en pequeños grupos, de tal suerte que sólo quedaron seis en la sala, uno de estos seis, el hombre de la espada, llamó aparte al tabernero, entreteniéndole con razones más o menos serias, mientras los otros encendían un gran fuego en el atrio, cosa bastante extraña con el buen tiempo y el calor que hacía.
—Es cosa extraña —dijo D’Artagnan a Raúl—; pero yo conozco a esas caras.
—¿No advertís —dijo Raúl— que huele a humo?
—Advierto más: que huele a conspiración —repuso D’Artagnan. Al decir esto, cuatro hombres habían bajado al patio, y, sin apariencia de malos designios, se ponían de guardia en las cercanías de la puerta de comunicación, echando por intervalos miradas a D’Artagnan que significaban muchas cosas.
—¡Diantre —dijo en voz muy baja D’Artagnan a Raúl—, aquí hay algo! ¿Eres curioso, Raúl?
—Según, señor caballero.
—Pues yo soy curioso como una mujer. Anda un poco y observemos el golpe de vista que ofrece la plaza. ¡Bien se puede apostar a que será curioso!
—Pero ya sabéis, señor, que yo no quiero ser espectador pasivo, e indiferente de la muerte de dos pobres diablos.
—¡Pues y yo! ¿Supones que soy un salvaje? Ya entraremos cuando haya que entrar.
¡Ven!
Encamináronse, pues, hacia la casa y se colocaron cerca de una ventana que, cosa más singular que todo lo demás, permanecía desocupada.
Los dos últimos bebedores, en vez de mirar por esta ventana, alimentaban el fuego.
Al ver entrar a D’Artagnan y a su amigo, exclamaron:
—¡Ah, ah! Refuerzo.
D’Artagnan dio con el codo a Raúl.
—Si, valientes, refuerzo —dijo—. ¡Diantre! Vaya un fuego famoso…
—¿Qué vais a cocer en él?
Los dos hombres rompieron en una carcajada jovial, y, en lugar de responder, añadieron leña al fuego.
D’Artagnan no se cansaba de contemplarlos.
—Vamos —dijo uno de los hombres—; os envían para decirnos el momento, ¿no es verdad?
—Sin duda —dijo D’Artagnan, que deseaba saber a qué atenerse—. ¿A qué vendría yo aquí, si no fuese a eso?
—Entonces, poneos a la ventana, si queréis y observad.
D’Artagnan sonrió en su interior, hizo una seña a Raúl y se puso complaciente a la ventana.